Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
El señor de la magia rugió otra vez y se metió de un salto en la hierba alta más cercana. ¡Dragón en el portón! ¡Ni siquiera podía uno fiarse de que un gordo mercader calishita luchara limpiamente en estos días! Bueno, nunca habría tenido oportunidad de hacerlo, admitió ásperamente, mientras el cuerpo de pantera se desmoronaba, fluía y sufría un nuevo cambio. Una breve visita al luthkantino bajo la forma de una serpiente escupidora de ácido corroería las armas del hombre para así acabar después con él lenta y placenteramente. La serpiente se irguió, retorciéndose y sacudiéndose de manera experimental conforme el señor de la magia se adaptaba a su nueva forma.
Un cuervo negro que había estado sobrevolando a la pantera sin ser visto se zambulló en picado y empezó a cambiar incluso antes de llegar al herboso suelo que aguardaba abajo.
Algo grande y oscuro se alzó de la hierba allí donde aterrizó, desplegando unas alas semejantes a las de un murciélago y sacudiendo una larga cola: un dragón negro agazapado entre la hierba aplastada. La bestia se inclinó hacia adelante sobre la serpiente, que se enroscó precipitadamente sobre sí misma al tiempo que siseaba.
La serpiente escupió. El humeante ácido alcanzó al dragón en el hocico y escurrió; a los dragones negros no los afectaban los ácidos. El dragón sonrió lentamente y abrió sus fauces. El ácido que salió disparado de la boca del dragón consumió un árbol y dejó a la propia serpiente humeando y retorciéndose entre la abrasada hierba que había detrás, desprendiendo anillos en su agonía. El dragón avanzó con deliberada y mortificante lentitud...
De alguna parte, entre los árboles, un poco más adelante, sonó el grito desesperado lanzado por el comerciante calishita cuando vio al dragón; lo siguieron los crujidos y chasquidos de su precipitada huida entre los árboles y la maleza.
La serpiente se hizo más grande y más oscura, y de sus costados empezaron a brotar alas. Al tiempo que su forma crecía y se estiraba, apareció una mano y una boca humanas durante un fugaz instante. Un anillo centelleó y la boca gritó:
—¡Kadeln! ¡Kadeln, ayúdame! ¡Por nuestro pacto, ayúdame!
El dragón avanzó pesadamente, con las garras extendidas para partir en pedazos a la serpiente, que se estaba convirtiendo en otro dragón negro rápidamente. Un poco más, y otro... y el dragón que era Elminster alargó la pata y descargó un zarpazo con el propósito de desgarrar las escamas a medio formarse. La sangre salpicó y el señor de la magia convertido en dragón aulló de dolor.
Elminster alargó el cuello para lanzar una dentellada al cuello del otro dragón y acabar con el hechicero de una vez por todas, pero, de improviso, allí donde sólo había hierba un momento antes, apareció un mago junto al dragón que seguía creciendo. Elminster atisbó fugazmente los oscuros y relucientes ojos de este nuevo señor de la magia mientras retrocedía precipitadamente. El hechicero estaba lanzando ya un conjuro; no había tiempo para cambiar y adoptar otra forma.
Elminster agitó las alas una vez a fin de hacer perder el equilibrio al hombre y echar a perder su conjuro, pero las ramas de los árboles se interponían en su camino. Todavía se esforzaba por abalanzarse y lanzar una dentellada al recién llegado cuando algo salió disparado de la mano extendida del mago y un chorro de fuego rugiente se precipitó sobre él y lo envolvió.
La maldición de dolor de Elminster sonó como un retumbo mientras él retrocedía precipitadamente y descargaba un latigazo con la cola, de manera que el mago tuvo que zambullirse de cabeza al suelo, ignominiosamente, para eludir el golpe. Elminster gimió y se elevó de un brinco.
Su cuerpo era pesado y desgarbado, pero las grandes alas batían con fuerza. Se esforzó en el vuelo, y el viento silbó en sus oídos cuando giró y se lanzó en picado, esperando el momento justo para escupir el ácido.
El otro dragón estaba ya casi formado a estas alturas, pero se retorcía de dolor, enganchado en los árboles que lo rodeaban. ¡Elminster podía ocuparse primero de ese hechicero lanza fuego!
Rugiendo, descendió del cielo, los dientes centelleando.
Las manos del hechicero hacían complicados pases, y de pronto se echó hacia atrás de un salto para observar con expresión triunfante, y Elminster supo lo que era el miedo. Intentó desplegar un ala y hacer un viraje, pero le resultó imposible. ¡Tenía las alas inmovilizadas mágicamente!
Impotente, se zambulló en los árboles, preparándose para el choque que sabía se iba a producir. El viento soplaba al pasar a su lado, y entonces vio su verdadera perdición. Ante él estaba creciendo un reluciente muro de colores brillantes y arremolinados, un arco iris de magia letal interpuesto directamente en su camino. Elminster sólo pudo apartar la vista, aterrado, hacia el señor de la magia que contemplaba cómo se precipitaba hacia su muerte.
—Socórreme, Mystra —musitó mientras los colores arremolinados le salían al encuentro vertiginosamente.
Kadeln Estrella de Oloth, señor de la magia de Athalantar, rió fríamente.
—¡Ah, me encanta una buena pelea! ¡Y también escarmentar a un hechicerillo de tres al cuarto! ¡Te lo agradezco, Taraj!
El dragón se precipitaba, irremediablemente, hacia su muro prismático. Kadeln levantó una mano para protegerse los ojos del estallido que sabía se produciría cuando la gran bestia pasara a través de su hechizo y se destruyeran el uno al otro.
Ocurrió, y el mundo se sacudió, y un destello cegador le hirió los ojos incluso a través de los párpados fuertemente cerrados. Kadeln cayó de espaldas al suelo, dándose un buen batacazo, y masculló una maldición a los dioses por poner la dura raíz de un árbol bajo su espina dorsal. Luego parpadeó hasta recobrar la vista y rodó sobre sí mismo para ponerse de pie. Lo rodeaban árboles quebrados y hierba abrasada y humeante, sin que hubiera el menor rastro de ninguno de los dos dragones; sin ver por dónde iba, cegado por el humo, apareció el gordo calishita dando tropezones, las ricas ropas hechas jirones y con una daga aferrada en la mano temblorosa.
¡Ja! ¡Podía incluso robarle a Taraj su presa esta noche! Kadeln esbozó una tirante y cruel sonrisa; alzó la mano para matar al hombre. Sólo le haría falta el hechizo de menor valor que tenía. Entonces, una forma oscura se materializó en el aire delante de él; Taraj, negro de hollín y con las ropas en jirones.
—Quítate de en medio, Hurlymm —dijo Kadeln fríamente, pero su aturdido colega pareció no oírlo. Mmmmm... Puede que Taraj sufriera un accidente aquí, sin ojos vigilantes que delataran después la traición de Kadeln. O tal vez no fuera prudente acabar con este idiota perezoso, sediento de sangre, y que otro mago más poderoso ocupara su lugar en el consejo de los señores de la magia.
Kadeln tomó una decisión, suspiró y, rodeando al atontado Taraj, levantó la mano otra vez para arrojar un rayo letal sobre el sollozante mercader. Mientras pasaba junto a su colega, los ennegrecidos andrajos dieron la impresión de ondear. Kadeln Estrella de Oloth era señor de la magia desde hacía muchos años. Se volvió para ver qué forma estaba adoptando Taraj... por si acaso.
Unos fríos ojos, azul grisáceos, surgieron de la forma en fusión para encontrarse con los suyos sobre una nariz aguileña y una boca que le sonrió sin calidez ni alegría.
—Saludos, señor de la magia —dijo aquella boca al tiempo que un oscuro brazo se alzaba para apartar la mano de Kadeln con un golpe. La oscura forma del otro brazo se disparó hacia su boca—. Soy Elminster. En nombre de mi padre el príncipe Elthryn y de mi madre la princesa Amrythale te quito la vida.
Mientras Kadeln balbucía desesperadamente las palabras de un conjuro, el extraño, exhibiendo todavía aquella acerada sonrisa, metió un dedo en la boca del señor de la magia. El fuego brotó violentamente en una esfera que descendió por la garganta del señor de la magia y no encontró espacio suficiente para expandirse.
Un instante después, Kadeln Estrella de Oloth estallaba en llamas que por un momento brillaron con más fuerza que el propio sol y que luego se consumieron rápidamente en un humo flotando a la deriva. Se hizo el silencio, roto al cabo de un momento por el desesperado gemido del calishita, al que se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó, inconsciente, sobre el calcinado césped.
La dama que apareció en lo alto del peñasco más próximo torció el gesto al ver la sangre que cubría a Elminster. Éste alzó la vista hacia ella rápidamente al tiempo que levantaba una mano para destruir a otro enemigo si era preciso, pero al reconocerla se tranquilizó.
—Te doy las gracias, otra vez, por salvarme la vida —dijo.
Myrjala sonrió mientras descendía hacia él y extendía las manos.
—¿Para qué son los amigos, si no?
—¿Cómo lo hiciste esta vez? —preguntó El, que se acercó en dos zancadas para abrazarla.
Ella susurró algo e hizo un pequeño signo con una mano, y la sangre del señor de la magia desapareció de manera repentina. Elminster bajó la vista, sacudió la cabeza y después enlazó los brazos alrededor de la mujer y la besó.
—Déjame respirar, joven león —dijo finalmente Myrjala, echando la cabeza hacia atrás—. Respondiendo a tu pregunta, utilicé este conjuro que tanto te gusta: intercambio de gente. Taraj fue el dragón que se estrelló contra el muro mágico, y a ti te dirigí en la adopción de su apariencia.
—Te necesito, después de todo —declaró Elminster, mirando sus oscuros, misteriosos ojos.
—Todavía queda mucho por hacer en Athalantar, oh, príncipe —respondió ella, sonriente—. Y te necesito entero para que lo hagas.
—Estoy perdiendo mi... sed de matar señores de la magia.
Los brazos de Myrjala lo estrecharon con más fuerza.
—Lo entiendo y te respeto aún más por ello, El, pero, ahora que hemos empezado, tenemos que acabar con todos o lo único que habremos conseguido para la gente de Athalantar es cambiar los nombres y las caras de quienes los gobiernan con mano de hierro. ¿Es todo lo que quieres hacer para vengar a tus padres?
Cuando Elminster la miró sus ojos brillaban con dureza.
—¿Quién es el siguiente señor de la magia al que hay que matar? —inquirió.
—Seldinor —contestó Myrjala, casi sonriendo, mientras se daba media vuelta.
—¿Por qué él, precisamente?
—Has sido mujer durante un tiempo. Cuando te cuente sus últimos proyectos, entenderás el porqué mucho mejor que la mayoría de los insolentes jovencitos que se llaman a sí mismos hechiceros.
—Temía que ibas a decir algo así —asintió Elminster sin sonreír.
De repente estuvieron rodeados de elfos que parecieron salir de los propios árboles. Braer buscó los ojos de Elminster.
—¿Quién es esta hechicera? —preguntó.
—Al hond ebrath, ucl tath shantar en tath lalala ol hond ebrath —respondió Myrjala por sí misma.
—¿Qué has dicho? —quiso saber El.
—Una verdadera amiga, como los árboles y el agua son verdaderos amigos —tradujo Myrjala quedamente, los ojos profundamente oscurecidos.
El elfo que había desafiado a Elminster en el estanque se adelantó.
—Una arrogante presunción, señora, para venir de alguien que vive y luego muere, mientras que los bosques y los arroyos perduran para siempre —comentó.
Myrjala volvió la cabeza, su porte tan alto y tan regio como el de cualquier elfo.
—Te sorprendería mi longevidad, Ruvaen, como antes les ocurrió a muchos otros de los tuyos.
—¿Cómo sabes mi nombre? —replicó el elfo, que retrocedió, el entrecejo fruncido—. ¿Quién...?
—Calma —intervino Braer—. Estos asuntos se hablan mejor en privado, de uno a otro. Ahora tenemos mucho que planear y preparar. La prueba ha sido puesta y superada. Tal vez Elminster no habría sobrevivido por sí solo, pero también los señores de la magia eran dos y ambos están muertos. ¿Alguno de vosotros lo discute?
El silencio fue la única respuesta y el elfo se volvió hacia Ruvaen, sin pronunciar una palabra. El arquero lo miró, asintió con un cabeceo, y luego se dirigió a Elminster.
—El Pueblo luchará a tu lado por Athalantar si tú mantienes la promesa que nos hiciste cuando juramos ayudarte.
—Lo haré —contestó Elminster, que tendió la mano.
Tras unos largos instantes, Ruvaen hizo otro tanto y se aferraron por los antebrazos con fuerza, de guerrero a guerrero. A su alrededor, los elfos reunidos del bosque Elevado lanzaron vítores entusiastas: la celebración más ruidosa que cualquier elfo de Athalantar había hecho en muchos años.
Unos ojos viejos, sabios, observaron a elfos y humanos mientras sus figuras se desdibujaban en las profundidades del cristal y luego se desvanecían lentamente. ¿Qué hacer?
Sí, ¿qué? El chico no era más que otro joven tejedor de conjuros cegado por la gloria, pero la mujer... No había visto un dominio de la magia así desde... Estrechó los ojos y luego se encogió de hombros.
No había tiempo que perder en ociosos recuerdos. Nunca lo hay.
Tenía que advertir a todo el mundo y después... Pero, no. Antes, que estos dos destruyeran a Seldinor.
Una estrella se precipita y estalla en la costa
pero sólo es la primera de muchas, muchas otras.
Atizad bien el fuego y atrancad todas las puertas
porque ésta es la noche en que los magos guerrean.
Angarn Dunharp
De la balada
Cuando los magos guerrean
Año de la Espada y las Estrellas
Las hojas susurraron. En respuesta a ese leve sonido, Helm giró veloz sobre sí mismo, llevándose la mano a la empuñadura de la espada. De detrás de un árbol salió el silencioso guerrero elfo que sabía se llamaba Ruvaen; la capa gris que tan difícil era de ver ondeaba a su alrededor. Lo acompañaba otro elfo. De algún modo, sus semblantes impasibles traslucían un estado de ánimo más sombrío del habitual.
—¿Qué noticias traéis? —preguntó Helm sin andarse con rodeos. Ni los elfos ni los caballeros eran dados a desperdiciar palabras.
Ruvaen mostró algo que le ocupaba la palma de la mano; algo transparente, de bordes pulidos, sin color, como un diamante del tamaño de un puño. Tenía adheridos unos pegotes de musgo. Helm bajó la vista hacia el objeto y enarcó las cejas en un gesto interrogante.
—Es un cristal visualizador, que utilizan los hechiceros humanos —explicó Ruvaen someramente.
—Los señores de la magia —dijo Helm, sombrío—. ¿Dónde lo encontrasteis?