Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
La joven chilló, resbaló en la alfombra, al procurar no chocar contra la puerta en su precipitación, y cayó encima del inconsciente Peeryst en el mismo momento en que algo pesado golpeaba la hoja de madera desde el otro lado. El cerrojo estaba torcido y atascado, y Nanue se deslizó, impotente, hasta chocar contra la pared. Unos juramentos farfullados con rabia retumbaron al otro lado de la puerta, en el pasillo, y luego la hoja se estremeció bajo otro fuerte impacto. Nanue retrocedió pateando al aire, a la par que chillaba al ladrón que intentaba agarrarle las piernas.
Entonces la puerta se astilló y saltó hacia adentro, lanzando al ladrón a una buena distancia, por encima de las alfombras. Rodó sobre sí mismo y se incorporó; dos dagas relucieron al aparecer en sus manos. El Garra de la Luna hizo un saludo con ellas a la mujer desnuda y avanzó amenazadoramente. Nanue volvió a gritar.
Darrigo Torretrompeta recorrió con la mirada la destrozada habitación, sin salir de su asombro. A sus pies yacía su sobrino y, justo a su lado, la aterrorizada recién casada se encontraba de rodillas y chillaba mientras gateaba hacia Darrigo.
El viejo Torretrompeta levantó la vista, con el bigote encrespado. Un intruso, vestido con ropas de cuero negro, venía corriendo hacia él, blandiendo relucientes dagas en ambas manos. Ni siquiera había tiempo de echar una ojeada lasciva a Nanue, quien, observó sin poderlo remediar, tenía una pinta estupenda. Levantó la vista de nuevo hacia el ladrón lanzado al ataque y tomó aire profundamente. ¡Era hora de defender el honor de los Torretrompeta!
Con un rugido, Darrigo cargó a través de la habitación. El ladrón alzó las dagas para asestar una cuchillada... pero el viejo aguantó la puñalada en un brazo sin pestañear siquiera y descargó un puñetazo demoledor en la mandíbula del individuo. Todavía rugiendo, Darrigo agarró al tambaleante ladrón por el cuello antes de que se desplomara, lo levantó en vilo, del mismo modo que sujetaba los pavos que llevaba a casa para que los cocinaran, y cruzó el dormitorio a zancadas, goteando sangre a su paso.
Fue hacia el ventanal directamente, alzó al ladrón y lo arrojó al oscuro vacío. Esperó a escuchar el golpe sordo en los adoquines, allá abajo, asintió con satisfacción cuando se produjo, y volvió por el otro ladrón.
Nanue decidió que ya no corría peligro si se desmayaba. Mientras el segundo ladrón salía volando en la noche, la sofocada novia se desplomó graciosamente sobre el pecho de Peeryst y perdió la noción de lo que ocurría a su alrededor.
A mediodía había corrido por toda la ciudad la noticia de cómo el viejo y fanfarrón guerrero Darrigo Torretrompeta había luchado contra una docena de ladrones en la cámara nupcial de su sobrino en tanto que los amantes, sin enterarse de la reyerta, habían consumado el matrimonio, y de cómo Darrigo había arrojado a todos los uniformados Garras de la Luna por las ventanas altas hacia su muerte, en el patio de la mansión Torretrompeta.
Farl y El alzaron las cejas y sus jarras de cerveza fuerte, brindando por la noticia.
—Parece que uno de ellos rescató a Isparla y que ha conseguido escurrir el bulto otra vez. —Farl dio un sorbo de cerveza.
—¿Cuántos quedan ahora? —preguntó Elminster con sosiego.
—¿Quién sabe? —Farl se encogió de hombros—. Sólo los dioses y los Garras de la Luna. Pero han perdido a Waera, Annathe y Obaering con toda seguridad, y puede que también a Irtil. Digamos que nuestras fuerzas están mucho más equilibradas desde anoche... aunque metieron bien la pata en lo que era una ocasión de oro para obtener un gran botín y nos hicieron perderlo todo salvo unas menudencias.
—Además, una de las peinetas se rompió —le recordó Elminster.
—Sí, pero tenemos las dos piezas; no es mucha pérdida. Bien, si nos...
Se interrumpió, frunció el entrecejo y ladeó la cabeza para escuchar un excitado murmullo en una mesa cercana al tiempo que ponía una mano sobre el brazo de Elminster instándolo a guardar silencio. Su amigo, que había estado callado casi todo el tiempo, siguió haciendo lo mismo.
—¡Sí, mágicas! ¡Sin duda escondidas por el rey Uthgrael, hace muchos años! —estaba diciendo un hombre, que se había acercado a su compañero de mesa hasta casi pegar su nariz a la de él para evitar ser oído—. ¡En una cámara secreta, en alguna parte del castillo, según dicen!
Farl y Elminster prestaron gran atención. Un instante después, ya no fue necesario que lo hicieran, pues un juglar se acercó, se subió a la mesa de al lado y recitó la historia con su joven y vibrante voz.
A decir verdad, se trataba de un relato sacado de las leyendas que los juglares no dejaban de retocar: un cofre con piedras ioun mágicas había sido encontrado en el castillo, oculto años atrás probablemente por el rey Uthgrael, o siguiendo sus órdenes. Los magos estuvieron, y seguían estando, en desacuerdo sobre quién se las quedaría y cómo habían de usarse. Por decreto del rey Belaur, las brillantes piedras —que flotaban por sí mismas y que de vez en cuando emitían débiles tintineos y sonidos musicales semejantes a los producidos por las cuerdas de un arpa— estaban expuestas, bajo vigilancia de oficiales y soldados veteranos de Athalgard, en cierta sala de audiencias a la que tenían prohibida la entrada todos los magos hasta que se tomara una decisión. Mientras los dos amigos abandonaban la taberna, el excitado juglar declaraba a voz en grito que había visto las piedras con sus propios ojos y que toda la historia era verdad.
—Sabes que tenemos que ir por esas piedras, ¿no? —sonrió Farl.
Elminster sacudió la cabeza en un gesto irritado.
—No podrías hacer caso omiso de ellas y seguir siendo Farl, jefe de las Manos de Terciopelo —replicó secamente. Su amigo soltó una risita divertida, y Elminster añadió con firmeza—: Esta vez, deberías esperar y dejar que los Garras de la Luna hicieran saltar la trampa e intentarlo sólo en el caso de que veas una manera clara y segura de llevarlo a cabo.
—¿La trampa?
—¿Es que no hueles la intervención de unos magos calculadores en toda esta historia? Yo, sí.
Tras un instante de silencio, Farl asintió con la cabeza. Sus ojos se encontraron.
—¿Por qué has dicho «deberías esperar»? —preguntó Farl en tono quedo.
—He terminado con el robo —respondió Elminster lentamente—. Si vas tras esas maravillosas piedras mágicas, tendrás que hacerlo solo. Me marcho de Hastarl después de hacer una cosa más.
—¿Por qué? —Farl estaba inmóvil como una estatua y una expresión sombría en los ojos.
—Robar y matar perjudica a gente contra la que no tengo nada y no me acerca a mi venganza de los señores de la magia. Viste la estatua del ciervo; las ansiosas manos del latrocinio se apoderan de lo que es precioso y lo destrozan y lo dejan sin valor. He aprendido todo lo que las calles podían enseñarme y he tenido más que suficiente. —Elminster sostuvo la mirada estupefacta de Farl y añadió—: Los años van pasando y las cosas que no he hecho me reconcomen. He de marcharme.
—Sabía que estaba a punto de ocurrir —admitió Farl, cuyo rostro había enrojecido—. Son los escrúpulos. Pero supongo que esa «cosa más» no será traicionarnos, ¿verdad?
Elminster sacudió la cabeza y habló lenta y deliberadamente:
—Nunca he tenido un amigo tan íntimo y tan sincero como Farl, hijo de Gavilán.
De repente, los dos se estrecharon en un fuerte abrazo, parados en mitad del callejón, llorando y dándose palmadas en la espalda y los hombros.
—Ah, El, ¿qué voy a hacer sin ti? —se lamentó Farl al cabo de un tiempo.
—Ocúpate de Tassabra —respondió Elminster. En sus ojos hubo un brillo travieso al añadir—: A ella puedes demostrarle tu afecto de una manera mucho más satisfactoria que a mí.
Rompieron el abrazo y luego, lentamente, esbozaron una sonrisa.
—Así que nos separamos —dijo Farl, sacudiendo la cabeza—. La mitad de nuestra fortuna te pertenece.
—Cogeré sólo lo que necesite para el camino —contestó Elminster con un gesto de indiferencia.
—Es decir —suspiró Farl—, que lo mío es saquear y lo tuyo matar hechiceros.
—Puede ser —repuso El suavemente—, si los dioses son benévolos.
En tiempos remotos, los brujos buscaban aprender el Único Hechizo Verdadero que les daría poder sobre todo el mundo y comprensión de toda la magia. Algunos dijeron que lo habían encontrado, pero a estos hombres se los descartaba como locos, generalmente. Yo vi a uno de estos magos «locos». Podía hacer caso omiso de hechizos que le arrojaban, como si no existieran, o ejecutar cualquier magia con un mero pensamiento, sin pronunciar palabra. No creo que estuviera loco, sino en paz consigo mismo, libre ya del apremio de deseos y vicios. Me dijo que el Único Hechizo Verdadero era una mujer, que su nombre era Mystra y que sus besos eran maravillosos.
Halivon Tharnstar, mediador de Mystra
Cuentos relatados a un hechicero ciego
Año del Wyvern.
La noche era cálida y serena. Elminster inhaló hondo y contó y separó la mayor parte de lo que Farl había insistido que tomara. Tenía una deuda pendiente y, además, el otro asunto del que tenía intención de ocuparse esta noche probablemente acabaría con su vida. Entonces sería demasiado tarde para saldar deudas.
Cuando terminó de contar, tenía ante sí un montón de monedas, un centenar de regios, brillantes a la luz de la luna. Bajo el sol, cuando llegara el nuevo día, relucirían con su verdadero color dorado, pero, de un modo u otro, probablemente él no estaría allí para verlos.
Elminster se encogió de hombros. Su vida volvía a pertenecerle y era libre de hacer lo que se le antojara, aunque fuera una locura. Y por eso, se dijo con ironía, aquí estaba, empeñado en un último escalo. Metió las monedas en la bolsa, apretadas para que no tintinearan, y echó a andar por los tejados en dirección a cierto dormitorio.
Los postigos estaban abiertos para que entrara la brisa que pudiera soplar y refrescar a la pareja de recién casados que dormía y cuyo mobiliario distaba mucho de ser como el de los Torretrompeta. A Elminster le había encantado la noticia de su boda, aunque le hubiera costado más monedas de las que había ganado. Se deslizó por encima del alféizar como una sombra y sonrió al mirarlos.
El liguero nupcial era exquisito, una cosita de puntillas y cintas de seda. Traviesamente, Elminster alargó la mano y lo acarició. ¿Y si se lo llevara, como un trofeo? Pero, no... Ya no era un ladrón.
Shandathe se movió un poco al sentir el ligero roce en el muslo. Todavía profundamente dormida, alargó la mano hacia la familiar calidez y velluda corpulencia de Hannibur, que roncaba tan sonoramente como cualquier cantante de taberna borracho era capaz. Mientras Elminster colocaba y alisaba el nuevo liguero nupcial donde Hannibur lo había atado a la cadera de la mujer, ésta sonrió pero no se despertó.
Elminster también se fijó en otros regalos: un robusto bastón y un nuevo mandil tirados en la alfombra junto a la cama, en el lado de Hannibur, y la empuñadura de una daga asomando, como un ojo parpadeante, por debajo de la almohada de Shandathe.
Dejó su regalo de bodas entre los dos, con cuidado. Apenas si había hueco entre el terso costado y el otro, velludo, y requirió de toda su pericia como ladrón evitar el tintineo y repique de las monedas mientras las soltaba en un suave rastro de un extremo a otro de la cama. Cuando hubo amontonado todos los regios que se atrevió, todavía le quedaba una docena más. Dejó la última parte de su retardado regalo de bodas sobre el vientre de Shandathe, suavemente, y se marchó con premura cuando el roce del frío metal hizo que ella rebullera en serio.
Selune estaba muy alta en el oscuro firmamento sobre Hastarl cuando Elminster se detuvo en un tejado y miró a través de la vacía y silenciosa calle hacia donde estaba la ruinosa fachada del templo abandonado de Mystra.
El lugar estaba oscuro y derruido y, desde donde él se encontraba, se veía el enorme candado de la puerta. Los señores de la magia, aparentemente, no querían que nadie en Hastarl adorara a la Señora de Toda la Magia aparte de ellos mismos, que podían hacerlo en la seguridad e intimidad de su propia torre, dentro de Athalgard. No obstante, no habían osado profanar el templo de Mystra.
Quizá su poder estuviera fundamentado en el edificio y destruirlo significara que podía tambalearse su dominio de la magia y su control sobre el reino. Quizás él pudiera forzar la mano a Mystra, igual que ella había forzado la suya cuando permitió que asesinaran a sus padres. O quizás, admitió para sus adentros Elminster sin apartar la vista del templo, lo que pasaba es que ya estaba harto de no hacer nada importante, de desperdiciar días encaramado a los tejados esperando una oportunidad para robar esta o aquella baratija. Puede que los hechiceros no se atrevieran a profanar el templo de Mystra, pero Elminster sí. Esta noche. El mundo —o al menos, Athalantar— sería un sitio mucho mejor sin nada de magia.
Sin embargo, no podía esperarse que la destrucción de un templo lograra ese objetivo. Pero tal vez sí consiguiera que la maldición de Mystra cayera sobre la ciudad, de manera que ningún hechicero fuera capaz de realizar ningún tipo de magia dentro de sus muros. O tal vez el templo guardara algún artilugio mágico que podría utilizar contra los hechiceros. O puede que dentro sólo encontrara la muerte. Cualquiera que fuera el resultado sería bienvenido.
Elminster observó la pintura desconchada y deslucida y las tallas aladas de piedra, semejantes a murciélagos, que adornaban las esquinas delanteras del tejado. Aferraban los capiteles de las columnas frontales del templo con muchas garras y sus fauces colgaban abiertas, vorazmente. No las veía brillar con su vista de mago, pero quizá las gárgolas mágicas cantadas por los juglares no brillaban... La única magia que percibía estaba más abajo, y era visible para todos. Unas letras que emitían un tenue brillo, encima de las puertas, formaban las palabras: «Yo soy el Único Hechizo Verdadero».
Elminster sacudió la cabeza, suspiró y empezó a descender del tejado. Por lo visto, la venganza era una empresa agotadora.
No vio conjuros en el candado, que se rindió fácilmente a sus ganzúas; Farl le había enseñado bien el oficio. Elminster echó un último vistazo a uno y otro lado de la silenciosa calle, abrió la puerta, esperó un par de segundos para ajustar los ojos a la oscuridad y luego se deslizó dentro, con la daga presta en la mano.