Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Se atreverán... a disparar otra vez? —jadeó Elminster—. Con... su propia gente...
—Eso no los hará detenerse —resopló Farl—. ¡Sigue regateando!
La siguiente flecha salió disparada cuando llegaban a lo alto de la calle y torcían a un lado para meterse en un callejón, muy agachados. El zumbido se hizo más intenso y los dos amigos se zambulleron de cabeza sobre los adoquines. La flecha pasó rozándolos y chocó contra unos postigos, al otro lado del callejón, justo cuando una patrulla de soldados aparecía por la esquina, con las alabardas sobre el hombro. El capitán de la patrulla escudriñó en la penumbra a los dos hombres despatarrados delante de él.
—¡Traed esa luz aquí! —ordenó con brusquedad—. Aprestad las...
Al parecer, los Garras de la Luna tenían otro arquero. Su flecha dio en la diana con un golpe contundente y el capitán borboteó, giró sobre sí mismo y se desplomó sobre los adoquines, ahogándose con el largo y oscuro astil que le atravesaba la garganta.
Farl y El se incorporaron de un brinco mientras los sobresaltados soldados forcejeaban con las alabardas, y pasaron entre la patrulla a todo correr, zancadilleando al único soldado que intentó cerrarles el paso.
Al tiempo que el soldado caía sobre los adoquines, Farl trepó rápidamente por la escalera exterior de una pañería, con El pisándole los talones. Había un corto salto desde la barandilla al tejado, pero éste estaba algo resbaladizo con charcos de agua de lluvia. El siguiente tejado tenía la cubierta de paja, y los dos amigos se enterraron bajo ella en la inclinación del otro lado para recuperar el aliento.
Se miraron el uno al otro en la oscuridad, jadeantes.
—No nos queda más remedio que formar nuestra propia banda —dijo Farl entre resuellos.
—Que Tyche nos ayude —musitó El.
—Querrás decir Mask, Señor de los Ladrones, ¿no?
—No. Estaba rezando para que esta «banda» no ponga fin a nuestra amistad... o a nuestras vidas.
Farl guardó silencio un largo rato. Después, Elminster lo oyó murmurar:
—Oh, Tyche, escucha mi plegaria...
—¡Ah, Naneetha! Esas manos de terciopelo... —Farl se echó a reír y de pronto se interrumpió—. ¡Eso es! ¡Llamaremos a nuestra banda «Manos de Terciopelo»!
Gruñidos y risas retumbaron en el cuartito. Estaba lleno de polvo y apestaba a décadas de pescado en salazón, pero el propietario del almacén estaba muerto, y con los dos carros rotos que habían dejado atorados a la entrada del callejón era poco probable que cualquier patrulla llegara lo bastante cerca como para oírlos. Había más de doce personas en la habitación que guardaban cierta distancia entre sí, se echaban miradas desconfiadas y mantenían las manos cerca de sus armas. Farl los observó a todos y suspiró.
—Sé que a ninguno de vosotros le encanta la idea, pero todos sabéis que es unirse en una banda o perecer... o abandonar Hastarl para probar suerte en otra parte, en sitios extraños en los que se nos señalará como forasteros sospechosos y encontraremos una banda local de ladrones deseosos de clavarnos un cuchillo.
—¿Por qué no unirnos a los Garras de la Luna? —preguntó Klaern con voz ronca. Era uno de los hermanos Blaenbar, que holgazaneaban junto a una ventana desde la que podían hacer una señal a alguien en el exterior.
—¿En qué condiciones? —razonó Farl—. Cada vez que Eladar o yo nos hemos topado con ellos, han intentado acabar con nosotros sin haber cruzado una sola palabra. Empezaríamos en la categoría más baja, todos nosotros, sin ser dignos de confianza pero sí prescindibles.
—Y lo que es más —intervino Elminster, que atrajo las sorprendidas miradas de todos los presentes—: he estado pensando en todas esas ropas de cuero a juego y las insignias que llevan. Cosas caras, que tienen desde el principio, antes de disponer de dos monedas que frotar entre sí. Y también buenas armas. ¿No os recuerda eso a algo? ¿No guarda parecido con una guardia personal? Un ejército en Hastarl que ataca a los ladrones..., nosotros..., donde quiera que los ve. Tiene toda la apariencia de ser la creación de alguien pagado por un señor de la magia o el rey o alguien rico e importante. ¿Qué mejor modo de librar de ladrones a la ciudad y preparar «accidentes» para tus rivales que tener tu propia banda en las calles?
Hubo asentimientos de cabeza y expresiones pensativas en toda la habitación.
—Ese razonamiento —dijo la vieja y gorda Chaslarla mientras se rascaba— tiene mucho más sentido que toda la mierda que se ha dicho desde que se los vio por primera vez. Y explica por qué algunos soldados parecen mirar a otro lado, siguiendo órdenes seguramente, cuando esa banda ataca.
—Sí —dijo el joven Rhegaer, que estaba encaramado a un barril más alto que él y jugaba con un pequeño cuchillo, haciéndolo girar entre los dedos. Estaba muy sucio, como siempre; claro que también lo estaba el barril y podría haber pasado inadvertido a unos ojos vigilantes a no ser por el centelleo de la pequeña cuchilla al girar.
—Bueno, pues a mí todo esto me parece una sarta de embustes ingeniosos y cháchara sin fundamento y no pienso seguir escuchando más tiempo —gruñó Klaern—. Sois unos necios, todos vosotros, si prestáis atención a estos dos soñadores. ¿Qué tienen, aparte de mucha labia? —Salió del rincón en el que estaba para mirar a su alrededor y, como una ola silenciosa rodando a su paso, sus dos hermanos se plantaron detrás de él formando un sólido y amenazador muro de carne—. Si tiene que haber una banda para competir con los Garras de la Luna, seré yo quien la dirija. «Manos de Terciopelo»... ¡Ja! Mientras que estos dos pollitos perfumados se pavonean y cacarean, mis hermanos y yo podemos haceros ricos, os lo garantizo.
—Ah, ¿sí? —Una voz muy profunda retumbó en otro oscuro rincón—. ¿Y cómo piensas arreglártelas, Blaenbar, para conseguir que confíe en ti? Después de ver tus bravuconadas e intimidaciones en los callejones durante los últimos tres veranos, lo único seguro que sé sobre ti es que más me vale no darte la espalda nunca si no quiero acabar con tu espada clavada en ella.
—Jhardin, todo el mundo en Hastarl sabe que eres tan fuerte como un buey —dijo Klaern con desprecio—, pero cualquiera te da sopas con hondas usando la mollera. ¿Qué puedes saber tú de hacer planes o...?
—Más que algunas personas —gruñó Jhardin—. De donde vengo, «hacer planes» siempre significa que algún sabelotodo va a intentar engañarme.
—Entonces ¿por qué no vuelves allí?
—Basta, Klaern —dijo Farl con frío desprecio—. La confianza es algo que los demás no tendremos nunca cuando tú te encuentres cerca, de eso no cabe duda. Será mejor que te marches.
El hombre pelirrojo se volvió hacia él.
—Conque tienes miedo de perder el dominio de esta pequeña banda de «Zarpas Sedosas», ¿no? Bien, veamos pues quién te respalda aquí.
Elminster dio un paso adelante, en silencio.
—Sí, sí, sabemos que tu chico guapo te respalda... así como hace cualquier otra cosa que le pidas.
Su risotada grosera retumbaba todavía cuando Jhardin adelantó un paso, la mirada dura. Rhegaer saltó ágilmente del barril, y Chaslarla también se adelantó en medio de resoplidos.
—¿Tassabra? —preguntó Klaern, mirando a su alrededor.
La esbelta figura metida en las sombras más profundas se movió ligeramente y dijo en una voz baja y musical:
—Lo siento, Klaern. También estoy de parte de Farl.
—¡Puag! ¡Que los dioses os den la espalda a todos vosotros, necios! —Klaern escupió en el suelo, se dio media vuelta y salió con actitud jactanciosa, en tanto que sus silenciosos hermanos, Korlar y Othkyn, retrocedían de espaldas para cubrirle la retirada.
—Creía que era tu amante —murmuró otro hombre desde las sombras.
—¡Cuidado con lo que dices, Larrin! —La voz de Tassabra sonaba malhumorada—. ¿Ese oso en celo, mi amante? No, sólo fue un juguete.
Jhardin miró a Farl, que asintió con la cabeza. El hombretón salió de la habitación, moviéndose con una ligereza y un sigilo sorprendentes. Puede que a Klaern le quedara menos tiempo de vida de lo que imaginaba. Farl se adelantó al centro de la habitación.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? ¿Los Manos de Terciopelo inician su andadura a partir de esta noche?
—Sí —dijo la tosca voz del tuerto Tarth—. Seguiré tus órdenes.
—Y yo —abundó Chaslarla, adelantándose y resoplando—, mientras no te conviertas en uno de esos déspotas que se cree el verdadero dirigente de la ciudad y nos envíes a matar soldados y hechiceros todas las noches.
Hubo un murmullo general de aprobación. Farl sonrió e hizo una reverencia.
—Entonces, el trato está hecho. Como nuestro primer trabajo juntos, salgamos de aquí con las armas dispuestas y estad atentos a mis órdenes... en caso de que los Garras de la Luna nos estén esperando con arcos o hayan informado a una patrulla de dónde y cuándo esperarnos.
—¿Puedo ser el primero en derramar sangre? —preguntó Rhegaer con ansiedad.
Tras él, se escuchó la risa queda de Tassabra.
—Ten cuidado no sea la tuya —dijo la mujer.
La oscuridad ocultó la mirada que le lanzó Rhegaer, pero casi pudo palparse. Sonaron risitas contenidas en la noche mientras bajaban juntos la escalera.
Toda Hastarl supo que las dos nobles familias athalantes, Glarmeir y Torretrompeta, se habían unido esa misma noche en una alianza de verdadero amor. Peeryst Torretrompeta había lucido un sombrero adornado con grandes plumas y una casaca de paño de oro confeccionada especialmente para la ocasión, con su acostumbrado calzón guarnecido con campanillas y sus mejores zapatos de punta enroscada. Con la espada más ligera de su padre colgada del cinturón, había conducido a su dama a los santuarios de Sune, Lathander, Helm y Tyche antes de que el casamiento quedara ratificado bajo la espada de Tyr.
El padre de la novia había regalado a la feliz pareja una estatua del Ciervo de Athalantar encabritado (la bestia, se entiende, no el rey muerto) que había sido esculpida en un diamante gigantesco y que valía más que algunos castillos de buen tamaño. El sirviente que la llevó de un lado para otro durante todo el día, sobre una bandeja cubierta con una cúpula de cristal, llegó a pensar que también debía de pesar más que algunos castillos. Bajo una numerosa guardia, este regalo, eminentemente práctico, había sido instalado en el dormitorio nupcial, al pie de la cama, donde, como el viejo Darrigo Torretrompeta había comentado con un guiño lascivo, sería «un buen sitio desde donde observar».
Nanue Glarmeir había lucido un exquisito vestido azul cielo confeccionado por los elfos de la lejana Shantel Othreier; su madre había anunciado, enorgullecida, que había costado un millar de piezas de oro. Ahora estaba tirado en el suelo como otras muchas prendas desechadas, mientras la pareja de recién casados brindaba con vino, sus burbujas relucientes a la luz de la luna, y se volvía para levantar sus copas por Selune, para que bendijera el lecho nupcial. Los primeros rayos pálidos habían penetrado por la ventana lo bastante como para bañar en luz de luna la estatua del ciervo, que se alzaba sobre sus patas traseras, vigilante, encima de la mesa colocada al pie de la cama.
Ni el marido ni la esposa repararon en el ágil par de manos cubiertas con guantes negros que salieron de debajo de la cama y se llevaron las peinetas adornadas con gemas que Nanue acababa de quitarse para que su melena cayera suelta sobre su elegante espalda (para deleite de Peeryst, que contuvo el aliento). Los dos recién casados, sin embargo, sí se fijaron en la repentina aparición de unos piel calzados con botas que ocultaron la luna y después hicieron saltar en añicos los finos cristales de la ventana arqueada más grande del dormitorio, seguidos por su dueño: una mujer vestida con prendas de cuero ajustadas y negras, una insignia sobre el pecho y un antifaz, también negro.
La intrusa, bien proporcionada, les sonrió dulcemente al tiempo que sacaba de la bota un cuchillo de hoja finísima y se acercaba al ciervo. En medio de tanta excitación, ninguno de los tres oyó un exasperado suspiro debajo de la cama.
—Gritad una sola vez —advirtió suavemente—, y os abriré un agujero con esto.
Habiendo captado la idea, Nanue gritó... sólo una vez. Y también de manera penetrante, haciendo que unos fragmentos del cristal de la ventana se desprendieran con un tintineante sonido.
El semblante de la mujer se ensombreció y se contrajo en una mueca feroz. La intrusa atravesó la habitación corriendo, con el puñal levantado para descargar la cuchillada. Como moviéndose por propia iniciativa, un taburete que había junto al lecho saltó del suelo y golpeó a la mujer en plena cara; la intrusa se tambaleó, perdió el puñal y cayó pesadamente de lado, contra un armario, que, a no tardar, se desplomó lenta y regiamente encima de ella.
Nanue y Peeryst aprovecharon la oportunidad audazmente y chillaron al unísono.
En el piso de abajo, los mayores de ambas familias, enjoyados y engalanados, oyeron el estruendoso golpe y los gritos. Alzaron las cabezas hacia el techo, las cejas arqueadas y los labios sonrientes en un gesto enterado, y luego brindaron los unos por los otros.
—Ah, sí —dijo Darrigo Torretrompeta al tiempo que lanzaba una mirada lasciva por encima de su copa a una jovencita Glarmeir que no tendría la mitad de su edad, y sacó el erizado bigote del vino con un experto resoplido—, recuerdo bien mi noche de bodas... la primera, al menos. En ésa estaba sobrio. Fue allá por el Año de la Luna Gorgona, si no me falla la memoria...
Una oscura figura salió de debajo de la cama, se deslizó furtivamente por la habitación y se agazapó detrás de un sofá sobre el que Peeryst había arrojado sus botas con gran ostentación, una tras otra, no hacía mucho rato. El intruso estaba bien oculto antes de que los siguientes dos ladrones vestidos con cuero irrumpieran a través de las otras dos ventanas, provocando una lluvia de cristales que cayó sobre las gruesas alfombras de pieles. Peeryst y Nanue se abrazaron estrechamente, desnudos pero ya sin reparar en ello, y aullaron de miedo, arañándose la espalda en un frenético deseo de encontrarse en otro lado..., ¡en cualquier otro lado!
Los dos recién llegados vestían las mismas máscaras y ropas ajustadas de cuero con insignias en el pecho que la primera. Una era una mujer y el otro un hombre, y los dos miraban desconcertados la habitación.
—¿Dónde se ha metido ésa?
—Chitón, Acuñador... Despertarás a toda la casa.
—¡No digas mi nombre! Los dioses maldigan tu lengua larga.