Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
Sacaron dagas de las botas y se acercaron a la aterrorizada pareja de la cama, que chillaba e intentaba meterse bajo las sábanas de seda bordeadas con piel.
—¡Basta ya, maldita sea! —Acuñador quiso coger un pie que se agitaba en el aire, falló y agarró un tobillo en su lugar. Tiró. Peeryst, que forcejeaba en vano, se aferró a las sábanas y consiguió quitarlas de encima de su mujer, que se arrodilló en la cama y empezó a chillar otra vez, con un timbre muy penetrante. Al otro lado de la habitación, una figurilla de cristal se hizo añicos, y la negra mano enguantada que se extendía desde detrás del sofá hacia ella para cogerla tuvo que retirarse con una intempestiva maldición.
Peeryst Torretrompeta fue arrastrado fuera de la cama y cayó despatarrado en la alfombra, a los pies de Acuñador, farfullando de miedo.
Acuñador lo hizo volverse boca arriba; le pasó por la mente la idea fugaz de lo ridículo que era el aspecto de otro hombre desnudo, y gruñó:
—¿Dónde ha ido? —Movió la daga bajo la nariz del hombre para impresionarlo.
—¿Q... quién? —preguntó Peeryst con una voz chillona.
Acuñador señaló con el arma al torbellino que era su socia, Isparla, que estaba cogiendo joyeros y prendas de seda del suelo y de las mesas de alrededor y los iba echando en una de las sábanas tiradas en el suelo. Mientras la observaban, recogió el ciervo y gruñó de sorpresa al notar su peso; trastabilló, desequilibrada, resbaló en la alfombra y se dio un batacazo, justo encima del montón de objetos apilados. Gimió de dolor, y el ciervo que sostenía se escurrió y cayó con fuerza hacia un lado, sobre una de sus manos. Volvió a gruñir, esta vez más fuerte.
—¡Otra mujer como ella, que entró antes que nosotros! —bramó Acuñador mientras señalaba a su compañera.
—D... debajo del armario —balbució Peeryst, que señaló el mueble—. Cayó sobre ella.
Acuñador se volvió y vio un fino reguero de sangre oscura saliendo por debajo del armario, que era tan grande, y probablemente tan pesado, como una carreta de transporte. Se estremeció. Y siguió estremeciéndose todo el trecho hasta el suelo cuando una figura salió de debajo de la cama y estrelló una botella de perfume en su cabeza.
Isparla se incorporó atropelladamente, vio la figura con la botella de perfume rota en la mano y barbotó:
—¡Terciopelos!
¡Otra vez!
Acto seguido arrojó la daga, y la figura se zambulló de nuevo detrás de la cama; la daga centelleó, inofensiva, a través de la habitación. Un descomunal estornudo llegó de detrás del lecho.
Nanue volvió a chillar, y la mujer de ropas de cuero negro le cruzó la cara con un bofetón mientras pasaba a su lado, en pos de la huidiza figura que había estornudado. En su precipitación, tropezó con el ciervo y empezó a brincar sobre un pie, gimiendo de dolor. El ciervo cayó de costado y saltó una esquirla de diamante.
La misteriosa persona que estaba detrás de la cama se había hecho un ovillo y se sacudía con un ataque incontrolable de estornudos, pero se las arregló para hincar la botella de perfume rota en la cara de la mujer de los Garras de la Luna, que acababa de asomarse por detrás de la cama. Isparla retrocedió y topó con la cama, y Nanue la golpeó en la espalda, con fuerza.
Su rostro enmascarado se giró bruscamente. Gruñó como un animal, se echó hacia adelante y se produjo un ruido a carne machacada cuando su cara chocó contra la bacinilla de latón que las temblorosas manos de Peeryst acababan de levantar.
Isparla se derrumbó sobre la cama en silencio. Nanue se arrodilló a su lado, vio fluir sangre por la boca de la mujer enmascarada sobre las sábanas de seda y tuvo la delicadeza de chillar otra vez.
Al ver lo que había hecho, Peeryst arrojó a un lado la bacinilla, horrorizado —sonó un seco crujido cuando golpeó el ciervo, seguido de un ruido hueco y metálico, como el de un gong, al caer al suelo y rodar un trecho hasta detenerse— y salió corriendo con intención de huir del dormitorio, lanzando bramidos. Una oscura figura surgió inesperadamente de detrás del sofá y corrió a interceptarle el paso.
Peeryst estaba a dos pasos de la seguridad de la puerta de la habitación cuando la figura lo alcanzó. Chocaron contra la hoja de madera los dos al tiempo; la puerta retumbó, se abrió de par en par, hacia adentro, por el impacto, y volvió a cerrarse con el golpe de sus cuerpos al caer.
En el piso de abajo, los enjoyados y engalanados mayores de ambas familias oyeron el estrépito, se miraron con las cejas arqueadas e hicieron otro brindis.
—Bueno —dijo Janatha Glarmeir alegremente, mirando en derredor al tiempo que el rubor le teñía las mejillas—, ciertamente parecen estar... eh... congeniando a pesar del estrépito, ¿no?
—Esos ruidos no son nada fuera de lo normal —comentó Darrigo Torretrompeta con una carcajada y echándole una mirada lasciva—. Recuerdo que mi segunda esposa era así...
Elminster se levantó de encima del inconsciente Peeryst, se aseguró de que la puerta tuviera el cerrojo echado esta vez y volvió, presuroso, hacia donde Farl, con los ojos todavía llorosos por el perfume, se retiraba del lecho, tambaleándose.
—Tenemos que salir de aquí —susurró mientras sacudía a Farl.
—Malditos Garras de la Luna —gruñó su socio—. Coge alguna cosa para que todo esto haya merecido la pena.
—Ya lo tengo —contestó El—. ¡Salgamos de aquí ahora mismo!
Sus palabras terminaron en un grito de sobresalto cuando otras dos figuras enfundadas en cuero entraron por la ventana, descolgándose por más cuerdas de seda.
Aterrizaron y de inmediato corrieron, con las armas desenvainadas. Elminster levantó una mesita de cristal, esparciendo figurillas en todas direcciones, y la arrojó con fuerza.
Su enemigo se agachó y la mesa salió volando, inofensiva, por la ventana al mismo tiempo que una de las estatuillas le caía en un pie, con fuerza.
Elminster empezó a brincar a la pata coja, bramando de dolor. El Garra de la Luna se aproximó a él, sonriente, con la reluciente cuchilla enarbolada, mientras que el otro se abalanzaba sobre la mujer desnuda en la cama que chillaba sin parar.
La mesa cayó y estalló en miles de añicos cristalinos y retorcidas láminas de bronce sobre los adoquines, allá abajo. Algunos de los fragmentos saltaron contra las ventanas del salón y del comedor. Los enjoyados y engalanados mayores de las dos familias se volvieron hacia el sonido y las cejas volvieron a levantarse.
—No tendrían que estar peleando, ¿verdad? —dijo Janatha Glarmeir con ansiedad mientras se abanicaba para ocultar sus ardientes mejillas—. Ciertamente, todo ello parece muy... enérgico.
—¡Qué va! —se carcajeó Darrigo Torretrompeta—. Eso no es más que... lo que podríamos llamar... eh, sí, el «jugueteo preliminar», ¿sabes?, la diversión y el retozo precedentes... Una gran habitación ahí arriba por la que perseguirse el uno al otro... —Suspiró y miró al techo. Se estremeció ante otro estruendo fuerte y ensordecedor; del techo se desprendió una nube de polvo—. Ojalá fuera más joven y Peeryst llamara pidiendo ayuda...
De repente sonó un grito débil, estremecido:
—¡Socorro!
—¡Vaya! —exclamó Darrigo con deleite—. ¡Que me condene si ese chico no es la viva imagen de su viejo tío! ¿Dónde está la escalera? Espero recordar cómo se hace después de todos estos años...
Elminster retrocedió de un salto, haciendo un gesto de dolor. El Garra de la Luna se abalanzó sobre él, la cuchilla centelleando, y después emitió un gruñido de sorpresa cuando Farl se estiró y le agarró las piernas. El ladrón Garra de la Luna se fue de bruces, como un árbol talado, y Farl le atravesó la garganta antes incluso de que rebotara en la caída. La estatua del ciervo, agrietada y un poco más pequeña, salió lanzada, girando como un trompo, de debajo del cuerpo despatarrado del hombre.
Elminster vio lo que Farl había hecho, volvió la cabeza y vomitó la cena sobre una alfombra azul de Calimshan.
—Bueno, ésa es una alfombra que no nos llevaremos —comentó Farl alegremente; cruzó la habitación a todo correr hacia donde la última mujer Garra de la Luna se debatía con la sollozante novia. Justo cuando llegó allí, la ladrona se las ingenió para poner las manos en la cara y el cuello de Nanue y levantó la cabeza.
Farl no frenó la carrera y estrelló el puño contra la máscara mientras pasaba a su lado.
La mujer ni siquiera había tocado la alfombra cuando él saltó por la ventana y se deslizó por una de las cuerdas de seda, que siseó por la fricción contra los guantes durante el rápido descenso.
Elminster agarró un joyero pequeño para añadir a las peinetas que llevaba guardadas en las botas, lo metió debajo de su camisa para tener las manos libres y corrió en pos de Farl. Chillando, Nanue corrió en la otra dirección, hacia la puerta donde su marido yacía inconsciente.
Elminster tropezó en el ciervo, maldijo, y llegó junto a las ventanas rodando sobre sí mismo. La estatua se deslizó por las pulidas baldosas que habían quedado expuestas cuando las alfombras se arrugaron con la pelea, y se estrelló contra una pared, esparciendo fragmentos de diamante por todas partes.
Elminster fue a parar bajo el alféizar, hecho una bola... en la que no reparó el Garra de la Luna que apareció meciéndose ante la ventana en ese momento y que entró en la habitación pisando en el príncipe ladrón como si fuera un escalón. Sus ojos se quedaron prendidos en la estatua, que relucía bajo la luz de la luna.
—¡Ajá! ¡El rescate de un rey... para mí! —gritó el ladrón a la par que, por la fuerza de la costumbre, arrojaba una daga sobre la mujer desnuda que corría a través de la habitación. La centelleante hoja se estrelló contra un gran espejo de pie, que empezó a girar sobre sus clavijas, se desequilibró y empezó a caer encima de Nanue. Con un chillido, la muchacha saltó, desesperadamente, hacia atrás, y se deslizó sobre las alfombras sin poderlo remediar. El espejo cayó con gran estruendo y se hizo añicos, los fragmentos de cristal rebotando en las baldosas; Nanue rodó sobre sí misma, ciegamente, para eludirlos, y tiró una mesa decorativa que estaba llena de botellas de perfume. El estrépito que causó fue increíble; incluso hizo que el ladrón, cuya mano enguantada estaba a punto de cerrarse en lo que quedaba del ciervo, retrocediera.
Este súbito movimiento provocó que resbalara con un fragmento de la estatua rota, y se dio una buena culada; en la caída, arrastró consigo un cuadro que había en la pared. Roaruld Torretrompeta, Azote de Estirges —retratado con un vaso de sangre levantado en una mano y un estirge exprimido y con las alas fláccidas en la otra—, aterrizó con un estruendoso golpetazo que retumbó en la habitación, brincó hacia adelante mientras el marco temblaba, y se desplomó sobre el ladrón. El ciervo salió girando como un trompo otra vez, haciéndose más pequeño en el proceso.
Nanue sollozaba ante la insoportable peste de los perfumes derramados y los fragmentos de cristal en los que se había rebozado; estaba empapada con medio centenar de aromas secretos y sustancias pegajosas, y las baldosas estaban tan resbaladizas que no conseguía ponerse de pie. Por fin, llorando de frustración —y por el fuerte olor— empezó a gatear hacia la alfombra más próxima. Era la que Elminster había «utilizado» no hacía mucho. Nanue retrocedió con premura y se puso otra como meta, gateando en aquella dirección mientras sus sollozos se reanudaban con renovada energía.
Elminster sacudió la cabeza con incredulidad ante la escena de destrucción que ofrecía la habitación, se agarró a la cuerda y un instante después desapareció en la noche. A sus espaldas sonó un agudo ruido de tela desgarrándose cuando una mano enguantada que sostenía una daga atravesó el corazón de Roaruld Torretrompeta y abrió un agujero en el enorme retrato para que el ladrón Garra de la Luna saliera de debajo y recorriera con una mirada enloquecida la habitación buscando... ¡allí!
El ciervo estaba tirado cerca de la cama, bañado en la luz de la luna y surcado por numerosas grietas. El ladrón corrió hacia él.
—¡Mío, por fin!
—No —respondió una fría voz desde la ventana—. ¡Es mío!
Una daga fue lanzada, pero no dio en el blanco y acabó clavada, cimbreándose, en una talla de madera de la pared.
El primer ladrón hizo una mueca de desprecio mientras recogía el ciervo; luego, al comprender que el otro Garra de la Luna no podía ver su expresión a través de la máscara, hizo un gesto grosero con la estatua. El segundo ladrón lanzó un gruñido de rabia y arrojó otra daga. El arma centelleó a través de la habitación y pasó justo por delante de la nariz de Nanue. La novia, todavía andando a gatas, cambió rápidamente de dirección y regresó por las baldosas hacia la seguridad de detrás del sofá.
El ladrón que tenía la estatua se encaminó hacia la ventana.
—¡Apártate! —advirtió, moviendo la daga a uno y otro lado.
El segundo ladrón recogió uno de los joyeros tirados y lo lanzó contra la cabeza del otro. El cofrecillo dio en el blanco y se abrió por el impacto, esparciendo una lluvia de relucientes gemas sobre el suelo. El primer ladrón se unió a ellas en la caída, y el ciervo salió despedido de sus manos.
Y voló dando tumbos en el aire... hacia la ventana.
—¡No! —El segundo ladrón se lanzó tras él desesperadamente, pero resbaló con las gemas tiradas en el suelo. Sus manos enguantadas se alargaron, se alargaron... y el orgulloso ciervo cayó sobre las mismas puntas de sus estirados dedos.
El hombre lo aferró, refocilándose en la victoria, y se deslizó por el suelo debido al impulso de su desesperada carrera.
—¡Ja, lo tengo! ¡Oh, mi precioso, mi sin par ciervo!
Y, entonces, las piedras preciosas que estaban bajo sus botas siguieron deslizándose y lo hicieron chocar contra el bajo alféizar del ventanal; el ladrón pataleó, impotente, cayó hacia adelante y, con un penetrante aullido, se precipitó en la noche, perdiéndose de vista.
Nanue vio desaparecer al ladrón, se estremeció e, incorporándose despacio, con cuidado, se volvió de nuevo hacia la puerta. Tenía que salir de...
Otros dos ladrones con ropas de cuero entraron por las ventanas.
—¡Oh, mierda! —gimió Nanue, que se lanzó de nuevo hacia la puerta en una desesperada carrera.
Los ladrones miraron en derredor al destrozo y la carnicería y mascullaron unos horribles juramentos. Uno de ellos entró en la habitación, tiró de la mujer enmascarada que estaba desplomaba en la cama, la echó sobre su hombro y regresó directamente hacia el ventanal. El otro se lanzó a través del dormitorio para coger a Nanue y llevársela para pedir un rescate.