Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Y si ofrezco este cetro a un hechicero, a algún inocente aprendiz de otro país, no a un señor de la magia? ¿Qué te parecería eso?
Elminster sintió que una rabia creciente se apoderaba de él. ¿Es que todo el que estaba relacionado con la magia era dado al combate dialéctico? ¿Por qué jugaban siempre con él, como si fuera un niño o un animal al que sacrificar o transformar sin dedicarle más que un fugaz pensamiento?
—No me parecería bien, señora. Nadie debería utilizar algo así sin antes saber cómo usarlo, y conociendo muy bien su funcionamiento para deducir qué cambios funcionarían en Faerun.
—Sensatas palabras en alguien tan joven. La mayoría de los jóvenes, como la mayoría de los magos, son tan caprichosos y están tan llenos de orgullo que se atreverían a cualquier cosa.
Sus palabras lo tranquilizaron en parte. Al menos, lo escuchaba y no lo despachaba con un ademán. ¿Quién era? ¿Obligaría Mystra a hechiceros a proteger todos y cada uno de sus templos?
Elminster sacudió la cabeza otra vez.
—Soy un ladrón, señora, en una ciudad regida por hechiceros crueles. El capricho y el orgullo son lujos que sólo los ricos necios pueden permitirse. Si yo quiero permitírmelos, tengo que hacerlo por la noche, en dormitorios o en tejados. —Esbozó una leve sonrisa—. Los ladrones, y por supuesto los granjeros, los pordioseros y las personas que sólo poseen una pequeña tienda o un oficio artesanal, pienso yo, deben mantener mucho más control sobre sí mismos durante el día o no durarán vivos mucho tiempo.
—¿Qué harías tú —preguntó la hechicera con una curiosidad que hacía relucir sus ojos— si supieras magia y te convirtieras en un hechicero tan poderoso como los que habitan aquí?
—Utilizaría mis conjuros para expulsarlos de Athalantar y que así la gente pudiera ser libre. También arreglaría unas cuantas cosas más y después renunciaría a la magia para siempre.
—Porque tú la odias, claro —dijo la dama suavemente—. ¿Y si no la odiaras y alguien te diera el poder y te dijera que debe utilizarse, que
tienes
que ser un hechicero? ¿Qué harías entonces?
—Intentaría ser un buen mago —respondió Elminster mientras se encogía de hombros otra vez. ¿Es que los hechiceros guardianes de los templos se limitaban a charlar con los intrusos durante toda la noche? Con todo, resultaba bastante agradable hablar abiertamente, por fin, con alguien que escuchaba y parecía entender, pero no juzgar.
—¿Te proclamarías rey?
—No sería un buen monarca —dijo, sacudiendo la cabeza—. Me falta la paciencia necesaria. —Sonrió inesperadamente y añadió—: Sin embargo, si encontrara un hombre o una mujer que llevaran bien el peso de la corona, lo respaldaría, a él o a ella. Ése es, creo, el verdadero trabajo de un hechicero: hacer que la vida en la tierra que habita sea buena para todos cuantos viven en ella.
La sonrisa de la dama fue deslumbrante. De repente, Elminster sintió poder en el aire a su alrededor. Su cabello chisporroteó y su piel hormigueó.
—¿Te arrodillarás ante mí? —preguntó la hechicera mientras se adelantaba unos pasos.
Elminster, al que la boca se le había quedado seca repentinamente, tragó saliva. Era muy hermosa y, aun así, de algún modo, aterradora, con sus ojos y su cabello encendidos por el poder, como un fuego que espera arder en llamas. Tembloroso, Elminster aguantó el tipo y preguntó:
—S... señora, ¿cómo te llamas? ¿Quién eres?
—Soy Mystra —dijo una voz que se estrelló a su alrededor como una gigantesca ola batiendo un acantilado. Sus ecos retumbaron en la cámara—. ¡Soy la Dama del Poder y la Señora de la Magia! ¡Soy el
Poder Encarnado
! Dondequiera que la magia sea ejecutada, ahí estoy yo. Desde los fríos polos de Toril hasta sus junglas más calurosas, sea cual sea la mano o la garra o la voluntad que practica la hechicería. ¡Mírame y témeme! Mas, mírame y ámame... como me aman todos aquellos que se acercan a mí con rectitud y sinceridad. Este mundo es mi dominio.
Soy
magia, la más poderosa entre todos aquellos a los que los hombres adoran. Soy el Único Hechizo Verdadero en el corazón de todos los hechizos. No hay otro.
Los ecos se sucedían en oleadas. Elminster notó que las mismas columnas del templo se sacudían a su alrededor, y un temor reverencial lo hizo tambalearse, como un hombre zarandeado por un vendaval, pero aguantó de pie. Se hizo el silencio, y sus ojos se encontraron.
Llamas doradas ardían en los de ella, y Elminster sintió como si estuviera quemándose por dentro; un fuego abrasador corría por sus venas y el intenso dolor fue como una roja ola abrasadora.
—Mortal —dijo la diosa en un susurro pavoroso—, ¿me desafías?
Elminster sacudió la cabeza.
—Vine aquí para maldecirte o profanar este sagrado lugar o exigir tu ayuda, pero ahora... no. Ojalá no hubieras permitido que los señores de la magia mataran a mis padres y destruyeran mi reino, y quisiera... entender la razón. Pero no deseo desafiarte.
—¿Qué sientes, entonces?
Elminster suspiró. De algún modo, había tenido la certeza de que debía decir la verdad desde que ella le había dirigido las primeras palabras, y todavía tenía ese convencimiento.
—Te temo y... —Guardó silencio un momento. Lo que podría ser un atisbo de sonrisa asomó a sus labios y después prosiguió—: Y creo que podría aprender a amarte.
Mystra estaba muy cerca de él ahora, y sus ojos eran pozos negros de misterio. Sonrió y, de pronto, Elminster se sintió fresco y reanimado, a gusto.
—Dejo que los magos realicen conjuros libremente para que así cualquier ser que utilice la magia pueda escapar a la tiranía. Pero de la libertad son producto casos como los de los señores de la magia en estas tierras —dijo—. Si quieres derrocarlos, ¿por qué no convertirte tú mismo en mago? No sería más que una herramienta en tu mano... y parece que en la tuya encajaría mejor que en muchas de las que he visto sosteniéndola.
Elminster dio un paso atrás al tiempo que levantaba las manos en un gesto inconsciente de repulsa. Mystra se detuvo; sus ojos estaban repentinamente sombríos.
—Te pregunto otra vez: ¿te arrodillarás ante mí?
Con los ojos prendidos en los de la diosa, el joven se postró de rodillas lentamente.
—Señora, confieso que estoy impresionado —dijo, muy despacio—. Pero si te sirvo... preferiría hacerlo con los ojos abiertos.
Mystra se echó a reír, los ojos chispeantes.
—¡Ah, hace mucho que no me encontraba con alguien como tú! —Su expresión volvió a tornarse solemne y su voz sonó queda—: Extiende la mano, libre y confiadamente, o márchate, ileso. Tú eliges.
Elminster tendió la mano sin vacilar. Mystra sonrió y la tocó. El fuego lo consumió, lo arrastró, impotente, por un remolino a la nada y más allá, y lo lanzó a profundidades doradas... en tanto que un millar de rayos ardientes atravesaban su corazón y salían de él como un fuego devorador que todo lo consume...
El joven gritó, o intentó hacerlo, cuando fue arrojado a una locura de infinitos matices, un lugar de luz cegadora y candente tortura. Rugió de dolor, y cuando la oscuridad le salió al encuentro, él se zambulló en su negrura. Se estrelló de cabeza contra ella como si fuera un muro de piedra y, luego... la nada.
Hacía frío otra vez, y eso fue lo que lo despertó. Elminster se sentó, casi esperando ver el cementerio a su alrededor, pero en lugar de ello se encontró en el templo, silencioso y oscuro. El poder flotaba todavía en el aire, en una silenciosa e invisible red de estímulos que lo rodeaba por doquier, desde el desnudo altar a los soldados y el señor de la magia, que seguían paralizados alrededor del presbiterio circular.
¡Ahora podía sentir la magia además de verla!
Impresionado, Elminster miró en derredor. Estaba desnudo; todo había ardido hasta sólo quedar cenizas a su alrededor, a excepción de la Espada del León, que estaba tirada junto a él, invariable en su estado ruinoso. La recogió, sonriente —la Señora de la Magia también conocía su deber, al parecer—, y se puso de pie. El fulgor azul de la magia estaba por todas partes en esta vasta cámara, pero el brillo más intenso era a su espalda. Se volvió y miró el altar.
Mystra se había ido, llevándose su cetro con ella; pero, mientras el joven miraba, unas palabras llamearon, rutilantes, en el ara. Se adelantó presuroso a leerlas:
«Instrúyete en la magia y conoce los Reinos. Sabrás cuándo has de volver a Athalantar. Venérame siempre con esa agudeza mental y esa falta de orgullo y me complacerás. Sírveme por primera vez tocando mi altar.»
Al mismo tiempo que terminaba de leer, las palabras se borraron. Cuando el ara dejó de brillar y recuperó su apariencia sencilla, Elminster extendió la mano con indecisión; se detuvo, atenazado por un repentino miedo que lo hizo temblar, y después puso una mano firmemente sobre la fría piedra.
Le pareció oír una débil risa, en alguna parte, muy cerca... Y la oscuridad se apoderó de él nuevamente.
¿Te conté alguna vez cómo empecé a servir a Mystra? ¿No? De todos modos, no creerías ni una palabra. Los caminos de la Señora les resultan chocantes a casi todos los hombres... Claro que casi todos los hombres están cuerdos. Bueno, más o menos.
Sundral Morthyn
El camino de un mago
Año de los Añicos Cantarines
El mundo era un remolino de blancas nieblas a la deriva. Elminster sacudió la cabeza para librarse de ellas y oyó la llamada de un pájaro. ¿Un pájaro? ¿Dentro de un templo oscuro y vacío? Volvió a sacudir la cabeza y comprendió, con sobresalto, que sus descalzos pies pisaban musgo y tierra, no piedra fría. ¿Dónde estaba?
Elminster se debatió con afán para librarse de la bruma..., una bruma que nublaba su mente, no el mundo a su alrededor. Sacudió la cabeza y volvió a oír la llamada del pájaro y un suave murmullo, un sonido que recordaba de Heldon, largo tiempo atrás: la brisa soplando entre hojas.
Estaba en un bosque, en alguna parte. Cuando los últimos velos brumosos se disiparon, El miró a su alrededor y se quedó sin aliento. Estaba en el corazón de un profundo bosque, con árboles de troncos oscuros, espesas copas y hojas azuladas que se apiñaban a su alrededor y, bajo ellos, el suelo era un lugar umbrío y salpicado de setas.
Él estaba de pie, al sol, sobre un pequeño cerro coronado por varios gigantes añosos del bosque y que dejaban un claro al que podían llegar los rayos del sol. Era un pequeño parche de musgo bañado en luz dorada, en el que había una piedra plana y grande tumbada, y detrás de ella una diminuta charca cristalina. La Espada del León yacía sobre la piedra. La magia de Mystra debía de haberla traído aquí con él.
Elminster se agachó para cogerla. Notó una extraña sensación de balanceo en el pecho, al inclinarse. Ceñudo, miró hacia abajo y contempló los senos y las suaves curvas de una doncella. Elminster se miró a sí mismo fijamente, atónito, y pasó una mano asombrada sobre su cuerpo. Era sólido y real... Miró con espanto a su alrededor, pero estaba solo. ¡Mystra lo había transformado en mujer!
Aferrando con fuerza la familiar y tranquilizadora empuñadura de la Espada del León, Elminster gateó sobre la piedra hasta llegar al borde, desde donde se asomó a las plácidas aguas de la charca. Contempló detenidamente la imagen reflejada en la superficie y reconoció su nariz afilada y su negro cabello, pero en un rostro de rasgos mucho más suaves, con una boca descarada —ahora fruncida en un gesto consternado—, un cuello largo y, bajo él, una mujer de caderas estrechas y bastante flaca. Ya no era Elminster.
Mientras contemplaba la imagen, algo pareció surgir en las profundidades de la charca... Algo blanco azulado y titilante: una llama.
Elminster se echó hacia atrás, ¡Una llama ardía debajo del agua, sin nada que la alimentara! Una llama que iba creciendo y tornándose dorada... ¡Mystra!
Alargó una mano anhelante para tocar la llama cuando ésta salió a la superficie, sin imaginar ni por un momento que podía destruirlo hasta que era demasiado tarde y sus delgados dedos estaban sintiendo ya... ¡frialdad! Una voz pareció sonar en su cabeza:
—Elminster se convierte en Elmara para ver el mundo a través de los ojos de una mujer. Aprende cómo la magia forma parte de todas las cosas y es en sí misma una fuerza vital, y rézame encendiendo fuego. Encontrarás un maestro en este bosque.
La voz se apagó, y Elminster se estremeció. Conocía esa voz. Miró otra vez hacia abajo con asombro. Ahora era...
—Elmara —dijo en voz alta. Lo repitió, escuchando su nueva voz, más musical que antes.
Sacudió la cabeza al recordar de repente una noche de placer en Hastarl, comprada con monedas robadas, a instancias del insistente Farl. Evocó ardientes besos y unos sedosos y frescos hombros deslizándose suaves y sinuosos bajo sus dedos, que los recorrían con vacilante turbación.
Si ahora entrara en una habitación así, él... eh... ella se encontraría en la otra parte del acto sexual. Mmmmm...
Así que ésta era la primera jugarreta de Mystra. Elmara torció la boca en un gesto mordaz, se volvió a estremecer e hizo una profunda inhalación. Elminster, el príncipe advenedizo cuyas batallas fallidas lo habían dado a conocer al menos a dos señores de la magia, ya no existía... por ahora, al menos; o, tal vez, para siempre. Pero su causa, juró la joven, no moriría nunca, sino que se realizaría. Puede que le llevara años, sin embargo, y por ahora...
—Eso —rezongó Elmara—. Por ahora ¿qué?
De nuevo, la brisa agitó las hojas en respuesta. La joven se encogió de hombros, se levantó y recorrió toda la cima del pequeño cerro, advirtiendo que su paso era sutilmente diferente, más corto y con más balanceo lateral. No encontró nada aparte del musgo y hojas muertas. Estaba sola y desnuda, y de vez en cuando sonaba el chasquido de una ramita bajo sus descalzos pies. ¿Qué podía hacer?
Aquí no había comida ni cobijo. Notaba que el sol empezaba a quemarle la cabeza y los hombros; mejor sería que se metiera a la sombra. La voz de Mystra le había dicho que
encontraría
un tutor en el bosque, pero era reacia a alejarse de la charca, quizá su único vínculo con la diosa... Pero, no. Mystra había dicho que debía rezarle encendiendo fuego, y en lo alto de este cerro no había suficiente leña ni hojas para hacerlo. Mystra había dicho también que encontraría un tutor, y eso daba a entender que tendría que buscarlo.
Elmara suspiró, jugueteó con la Espada del León pensativamente, y alzó la vista al cielo, estrechando los ojos. Esta fronda se parecía al bosque Elevado que estaba más arriba de Heldon. Si éste era el bosque Elevado, encaminarse hacia el sur la llevaría a su linde y, quizás, a comida, si no conseguía encontrar nada comestible entre los árboles, y también a hacerse una idea de dónde se encontraba exactamente. El suelo bajo los árboles era oscuro y ondulado, con pronunciadas pendientes y pequeñas cárcavas por todas partes. Si se marchaba de este cerro, dudaba que pudiera volver a encontrarlo. Esto le hizo recordar la charca, junto a la que se arrodilló y bebió abundantemente, sin saber cuándo volvería a ver agua.