Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—¿Qué tengo que hacer para empezar? —preguntó Elmara, que también había bajado la vista al suelo. No parecía que hubiera nada de interés allí, pero quizá, con su gesto, la sacerdotisa quería decir que debía ocuparse de las plantas, como Braer había querido que aprendiera los usos del bosque. Miró a su alrededor; ¿no había visto una pala hincada en la tierra, cerca, en alguna parte?
Como si fuera capaz de adivinarle el pensamiento (lo que sin duda podía hacer, se dijo El para sus adentros con acritud), la anciana sacerdotisa sacudió la cabeza.
—Después de muchos años —dijo—, he aprendido cómo hacer esto bien, muchacha. Lo último que quiero es que unas manos bien dispuestas pero poco cuidadosas compartan mi trabajo o que una joven e impaciente lengua me esté haciendo preguntas desde la mañana hasta la noche sin parar. No, márchate.
—¿Marcharme?
—Vete y recorre el mundo, muchacha. Mystra no reúne hombres o doncellas timoratos entonando cánticos de rodillas ante piedras cinceladas a su imagen y semejanza. Todo Faerun a nuestro alrededor es el verdadero templo de Mystra. —Agitó la huesuda mano.
»De modo que ve y haz lo que te he dicho. Y presta mucha atención, muchacha. Aprende de los magos sin adoptar el título o la costumbre de lanzar conjuros de un hechicero. Divulga la idea del poder de la magia, sus misterios y su sabiduría tradicional; despierta en la gente con la que te encuentres el anhelo de probar por sí misma la magia; y da a aquellos que se muestren más dispuestos una pequeña muestra de ejecución de hechizos, sin recibir a cambio nada más que comida y un sitio donde dormir. Convierte en magos a hombres y mujeres.
Elmara frunció el ceño en un gesto de duda.
—¿Cómo sabré si estoy actuando bien? ¿Hay algo que no debería hacer?
La sacerdotisa sacudió la cabeza.
—Déjate guiar por tu propio corazón, pero ten en cuenta que Mystra no prohíbe nada. Ve y experimenta todo cuanto puede sucederle a un hombre o una mujer en Faerun.
Todo.
Elmara frunció el ceño de nuevo. Lentamente, se dio media vuelta. La afilada voz sonó otra vez:
—Siéntate y come algo antes, cabeza hueca. La amargura presta alas a los mentecatos... Intenta siempre convertir cada alto para comer en un tiempo de reflexión, y al cabo de un año habrás pensado más que la mayoría de la gente en toda su vida.
Elmara esbozó una débil sonrisa y, echándose la capa hacia atrás, se sentó y tendió la mano hacia el morral que Braer le había dado.
La anciana sacudió la cabeza otra vez y chasqueó los dedos. Saliendo de la nada, apareció una bandeja de madera con humeantes verduras delante de Elmara. A continuación se materializó un tenedor de plata encima de la bandeja y quedó suspendido en el aire, inmóvil.
A regañadientes, El alargó la mano hacia él. La anciana resopló con desdén.
—¿Asustada de un poco de magia? Valiente mediadora de Mystra vas a ser.
—He..., he visto utilizar magia para matar y destruir y gobernar merced al miedo —respondió Elmara lentamente—. Por eso desconfío de la magia. —Cogió el tenedor con firmeza—. Yo no elegí seguir a Mystra; ella vino a mí.
—En tal caso, sé más agradecida. Algunos hechiceros sueñan con verla durante toda su vida y mueren sin ver cumplida su ilusión. —La blanca cabeza se inclinó para mirar la tierra otra vez—. Si odias o temes la magia tanto, ¿por qué has venido aquí?
—Para hacer algo a lo que me he comprometido —contestó Elmara al cabo—. Necesito una magia fuerte, y conocer a fondo el poder que poseo y que puedo utilizar.
—Bien, pues, come y ponte en camino. Te sugiero que intentes practicar un poco eso que te he dicho de pensar.
—¿Pensar en qué?
—Eso lo dejo a tu elección. Recuerda que Mystra no prohíbe nada.
—¿Pensar... en todo?
—Sería un cambio oportuno.
La anciana la siguió con la mirada hasta que la joven de la capa desapareció entre los árboles. Entonces siguió observándola, ya que unos cuantos árboles no eran un impedimento para ella.
Finalmente, se volvió y caminó hacia el templo, creciendo a medida que andaba. Su forma cambió y se enderezó hasta que una alta y esbelta dama, vestida con una brillante e iridiscente túnica, cruzó la puerta del templo. Se volvió una vez más para mirar en la dirección por donde Elmara se había marchado. Sus ojos eran oscuros y, sin embargo dorados, y unas llamitas se agitaban en ellos.
—¿Has visto suficiente? —La voz en el oscuro interior era un profundo retumbo.
Mystra ladeó la cabeza; el largo y lustroso cabello se meció y ondeó.
—Podría ser él. Su mente posee la amplitud de miras y su corazón la grandeza. Da la talla.
El templo ondeó, fluctuó y cambió, al igual que había hecho ella, y se partió por la mitad, revelándose como una hembra de dragón bronceado que se alzaba junto a una casa de piedra mucho más pequeña.
El dragón extendió sus gigantescas alas con un crujido y un susurro, e inclinó la cabeza hasta que uno de los sabios ojos estuvo frente a la diosa, mirándola. Su voz era un ronroneo tan profundo que la fachada de la casa tembló.
—Igual que los otros... Esos muchos, muchos otros. Tener las aptitudes no significa que uno deba utilizarlas o lo haga correctamente y siga el camino verdadero.
—Cierto —admitió Mystra con un cierto tono de suave amargura en la voz. Después sonrió y apoyó una mano en las escamas del dragón—. Te doy las gracias, mi leal amiga. Hasta que volvamos a volar juntas.
Con la misma suavidad que si lo hiciera con una pluma, el dragón le acarició la mejilla con la inmensa garra. Luego plegó las alas y su forma se difuminó, reduciéndose a la de una mujer de cabello blanco, cargada de espaldas y llena de arrugas, con unos relucientes ojos verdes. Sin mirar atrás, la sacerdotisa entró en el templo, moviéndose con pasos lentos y encorvada por la edad. Mystra suspiró, dio media vuelta, y se convirtió en una deslumbrante trama de luces que giraron en remolinos más y más rápidos hasta que desapareció.
Resultó que en el fondo del morral que Braer le había dado había más de veinte monedas de plata, envueltas en un trozo de cuero. No eran tantas como para permitirse el lujo de gastarlas en una cama cálida cada noche, al menos antes de que cayeran las grandes nevadas. Setos y matorrales le servían de lecho en ocasiones, pero por lo general Elmara se resguardaba del frío por las noches en una posada, con una cena caliente y un banco tan próximo a la chimenea como era posible. Eran pocas las mujeres jóvenes que recorrían los caminos solas, pero conjurar un pequeño fuego mágico y adoptar un aire misterioso siempre mantenía a distancia a cualquier hombre de la localidad excesivamente cariñoso.
Esta noche la encontró en la más reciente taberna, en algún lugar de las tierras de Mlembryn. Para todo aquel que quería escucharla, narraba historias de la gloria de la magia, relatos extraídos de lo que Braer y Helm y las calles de Hastarl le habían contado a ella. A veces, estas historias le reportaban unos tragos, y, en las noches en que los dioses le sonreían, alguna otra persona contaba historias de magia que superaban las suyas y de ese modo le revelaban con más claridad lo que la mayoría de la gente pensaba de la hechicería y le proporcionaban nuevas maravillas que relatar en los días venideros.
Abrigaba la esperanza de que esta noche ocurriera eso; dos hombres, al menos, habían ido acercando sus sillas, rabiando por desahogarse de algo, mientras ella llegaba al momento cumbre de su historia más espléndida.
—Y el rey y su corte vieron por última vez a los nueve magos reales flotando en el aire, formando un círculo, a una altura mayor que la torre más alta del castillo, y elevándose más y más... —Elmara tomó aire con gesto teatral y miró a su alrededor, al absorto auditorio, antes de continuar:
»Los rayos se descargaban de sus manos cada vez más deprisa, tejiendo una trampa tan brillante que hacía daño a los ojos si se la miraba, pero lo último que vio el rey, cuando se elevaron tanto que se perdieron de vista, fue un dragón que apareció en medio de los relámpagos,
fundiéndose
, dijo...
Y, entonces, una cortina que tapaba un reservado en la parte posterior de la sala se descorrió, y Elmara supo que tenía problemas. Los hombres que arrimaban las sillas con tanto interés, se dieron la vuelta rápidamente, y la sala se llenó de una repentina tensión centrada en un hombre, espléndidamente vestido, de barba rizosa, que cruzaba la habitación hacia ella. En sus dedos brillaban anillos, y en sus ojos, la cólera.
—¡Tú, forastera!
—¿Sí, buen hombre? —Elmara enarcó una ceja suavemente.
—«Señor» para ti. ¡Soy el lord mago Dunsteen, y te sugiero que prestes mucha atención, mozuela! —El hombre adoptó un aire de importancia y Elmara comprendió que, aunque la miraba sólo a ella, tenía muy presentes a todos los que estaban en la sala—. Los temas de los que hablas con tanta ligereza no son fantasías, sino hechicería. —El lord mago se adelantó con actitud pedante y añadió—: La magia interesa a todos con su poder, pero es, y con razón, un arte secreto. Secretos que son descubiertos sólo por aquellos que están capacitados para conocerlos. Si eres lista, interrumpirás tu cháchara sobre la magia de inmediato.
Al terminar de hablar reinó un profundo silencio en la sala, que rompió la voz serena de Elmara:
—Se me encargó que hablara de la magia dondequiera que fuera.
—¿Sí? ¿Quién lo hizo?
—Una sacerdotisa de Mystra.
—¿Y por qué una sacerdotisa de Mystra iba a malgastar saliva con alguien como tú? —preguntó con suave desprecio el lord mago Dunsteen.
El rubor tiñó las mejillas de Elmara, pero la joven repuso con tanta calma como antes:
—Porque estaba esperándome.
—¿De veras? ¿Y quién te envió por Faerun en busca de sacerdotisas de la sagrada Dama de los Misterios?
—Mystra —respondió Elmara sosegadamente.
—Oh,
Mystra
. Por supuesto. —El hechicero ya no disimulaba su desdén—. Supongo que habló contigo.
—Así es.
—¿Sí? Entonces ¿qué aspecto tenía?
—El de unos ojos flotando en el fuego y después el de una mujer alta, con ropas oscuras y ojos también oscuros.
El lord mago Dunsteen habló con la mirada prendida en el techo:
—Faerun es el hogar de muchas personas desequilibradas; algunas tan locas, he oído decir, que incluso pueden engañarse a sí mismas.
—Has hablado con altanería y de forma provocadora, lord mago —dijo Elmara al tiempo que soltaba la jarra en la mesa—, por lo que deduzco que te consideras un hechicero de cierta importancia...
local.
El mago se puso rígido, los ojos centelleantes. Elmara alzó una mano en un gesto tranquilizador.
—A lo largo de mi vida son muchas las veces que he oído decir que los hechiceros son buscadores de la verdad. Bien, pues, un mago tan importante como tú debe de tener conjuros suficientes para determinar si digo la verdad. —Se recostó en el respaldo de la silla y añadió—: Me ordenaste que no hablara más de la magia. Bien, pues yo te pido que utilices tus conjuros para ver mi verdad y dejes de hablar de locura y de decir mentiras absurdas.
—Yo no desperdicio conjuros con una loca —replicó el mago, encogiéndose de hombros.
Elmara hizo lo mismo, se dio media vuelta y continuó:
—Como iba diciendo, la última vez que el rey vio a sus magos reales, sus rayos estaban encadenando a un dragón que habían invocado y que les lanzaba chorros de fuego...
El lord mago miró con encono a la joven, pero Elmara hizo caso omiso de él. El hechicero lanzó miradas iracundas a uno y otro lado de la sala, pero los hombres pusieron todo su empeño en evitar sus ojos; en donde no estaba mirando sonaron unas risitas quedas.
Al cabo de un instante, el lord mago Dunsteen giró sobre sus talones, los ropajes ondeando a su alrededor, y regresó a su reservado. Elmara se encogió de hombros y prosiguió con su relato.
La luna brillaba en lo alto, por encima de los pocos y fríos jirones de nubes que flotaban sobre los árboles. Elmara se arrebujó más en la capa —en las noches despejadas como ésta hacía un frío cortante— y apresuró el paso. Antes de buscar la posada, había escogido una hondonada cuajada de helechos, que estaba un poco más adelante, para pasar la noche.
Detrás de ella, lejos, chascaron unas ramas. No era la primera vez que oía un ruido parecido. Se detuvo a escuchar un momento y luego continuó, acelerando el paso.
Llegó a la hondonada y, cruzándola rápidamente, trepó por el banco opuesto y se agazapó tras los arbustos que allí había. A continuación se quitó la capa y el morral y esperó. Como había supuesto, el que la seguía no era un muchachito ansioso por escuchar más historias de magia, sino cierto lord mago que se movía, inseguro, en la oscuridad.
Elmara decidió acabar de una vez con aquello.
—Buenas noches, lord mago —dijo calmosamente, sin salir de entre los helechos.
El mago se paró, retrocedió un paso y siseó algunas palabras.
Un instante después, la noche estallaba en llamas. Elmara se zambulló hacia un lado al tiempo que la abrasadora bocanada le pasaba por encima. Cuando estuvo acuclillada de nuevo y hubo recobrado el aliento, se obligó a decir con voz tranquila:
—Una hoguera de campamento habría bastado.
Entonces arrojó una piedra hacia un lado y, cuando cayó entre los arbustos, se incorporó de un salto y corrió en la dirección contraria, alrededor del borde de la hondonada.
La siguiente bola de fuego del mago explotó a una distancia considerable de donde estaba ella.
—¡Muere, necia peligrosa!
Elmara señaló al hechicero, que estaba claramente perfilado por la luz de la luna, y musitó las palabras de una plegaria a Mystra. La mano le cosquilleó, y el lord mago salió lanzado hacia atrás bruscamente y cayó con estrépito y violentamente entre los arbustos.
—¡Que los dioses te escupan, forastera! —maldijo el hechicero, que se abría paso de manera poco placentera entre la maleza para ponerse de pie. Elmara oyó el desgarrón de un tejido y otra maldición farfullada.
—No soy yo quien arroja bolas de fuego a mujeres cuyo único delito es no encogerse de miedo en mi presencia —replicó Elmara con frialdad—. ¿Por qué haces esto?
El lord mago avanzó unos pasos y salió de nuevo a la luz. Elmara levantó las manos a la defensiva, esperando otro ataque mágico, pero éste no se produjo. Dunsteen gruñía de rabia, y Elmara suspiró y musitó las palabras de un hechizo propio. Una luz azul blanquecina perfiló la cabeza del mago y la joven vio que los rasgos se le crispaban por el esfuerzo de resistirse a la fuerza que lo compelía a hablar con sinceridad.