Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
Y llegó el día en que Tarthe encontró un informe de un mercader sobre un viaje a través de los altos cerros al norte del bosque de Ong y de un valle en el que unos grifos salieron volando de una solitaria fortaleza y dispersaron a su grupo. Los grifos llevaban collares y en el pecho lucían escudos con la marca de Ondil de los Muchos Conjuros.
Aquel excitante momento de decisión, cuando todos habían saltado ante la idea de saquear la torre Flotante, parecía ahora muy lejano, mientras ataban sus caballos a la sombra de la lúgubre y silenciosa mole.
Tarthe se volvió hacia la mujer de fieros ojos que tenía la varita en la mano. El sol brillaba en la coraza que protegía los anchos hombros del guerrero, y arrancaba destellos en la barba y el cabello, rojizos y ondulados. Parecía un león entre los hombres, y hasta en el último detalle se advertía que era el líder de la famosa banda de aventureros.
—¿Y bien, maga? —Tarthe agitó una mano hacia la torre que flotaba sobre ellos.
Elmara asintió con la cabeza en respuesta, se adelantó e hizo un gesto con el que indicaba que se retiraran y le dejaran espacio para ejecutar el hechizo. Arrojó un largo y pesado cabo sobre la hierba, entre sus pies.
Cogió una de las redomas que llevaba en el cinturón, la destapó y la inclinó; luego la volvió a tapar con habilidad mientras sostenía un poco de polvo que guardaba en el cuenco de la otra mano. Unos pocos gestos, una larga salmodia susurrante al tiempo que lanzaba a lo alto el polvo, algo de maniobra relampagueante con un trozo de pergamino —retorciéndolo en el polvo que todavía estaba cayendo— y el rollo de cuerda tirado en el suelo se agitó. La joven maga retrocedió un paso, y la cuerda se alzó del suelo como una serpiente, meciéndose sinuosa, y empezó a subir de manera constante, recta.
Elmara la contempló con actitud calmosa. Cuando la cuerda dejó de moverse y quedó colgada, vertical, en el aire, hizo un ademán con el que indicaba que los demás se mantuvieran alejados, y fue hacia la silla de montar en busca de un segundo rollo de cuerda. Con él colgado de un hombro, trepó por el primer cabo, lenta y desmañadamente, provocando las sonrisas divertidas de algunos y haciendo que otros sacudieran la cabeza, y por fin llegó al extremo de la cuerda. Enganchada en ella por un brazo y con los pies prietamente cruzados, la joven abrió otra redoma con gestos calmosos, dejó caer una gota de su contenido sobre la palma y la sopló mientras hacía un gesto con la otra mano.
Pareció que no ocurría nada, pero, cuando la hechicera se apartó de la cuerda y se quedó de pie en el aire, resultó obvio que allí había tendida una plataforma invisible. Se hundía un poco bajo sus botas, pero Elmara dejó el rollo de cuerda sobre ella, con tranquilidad, y empezó de nuevo el primer conjuro.
Cuando hubo terminado, la segunda cuerda se extendía recta hacia arriba por el aire y entraba en la hendida cámara sin suelo de la parte inferior de la torre colgante. La maga no desperdició tiempo con palabras y se limitó a mirar hacia abajo, a sus compañeros, los Sables Intrépidos, mientras trazaba un amplio círculo con las manos, mostrándoles los límites de la plataforma. Luego se volvió y, sin echar otra ojeada atrás, empezó su lenta y difícil ascensión otra vez.
Unos repentinos rayos relampaguearon en el aire alrededor de la hechicera, que se deslizó precipitadamente cuerda abajo, encogida de dolor. Se quedó colgada allí un largo rato, inmóvil, en tanto que los preocupados Sables la llamaban. Aunque no les respondió, parecía estar indemne cuando por fin extendió los brazos hacia arriba, una vez más, y lanzó algo que hizo que los rayos ardieran y chisporrotearan y después se consumieran.
Siguió trepando, hacia la oscuridad de la cámara inferior. Justo antes de desaparecer en la penumbra del hueco, se volvió en la cuerda y llamó por señas una sola vez.
—¡Adelante, Sables! —Tarthe trepaba ya rápidamente por la cuerda cuando su grito entusiasta todavía resonaba.
El delgado guerrero que estaba junto a la cuerda se encogió de hombros, se escupió las manos, y lo siguió. El clérigo de Tempus, un tipo de mirada dura, se abrió paso a codazos entre los demás en su precipitación por ser el siguiente en la cuerda. Los ladrones y guerreros se apartaron, y después siguieron por turnos, tranquilamente. Así lo hizo el robusto clérigo de Tyche, con la maza colgando del cinturón mientras él subía a pulso, entre resoplidos.
El guerrero más joven comprobó de nuevo sus ballestas amartilladas y cargadas y se sentó entre los caballos atados. Observó cómo pacían tranquilamente toda la hierba y el pasto al que podían llegar, y escupió, pensativamente, en los oscuros hoyos de abajo, de donde venía el débil murmullo de agua corriendo. Más de una vez alzó la vista hacia las cuerdas que se alzaban sobre él, rectas como barras de hierro, pero sus órdenes eran claras. Lo que es más de lo que muchos soldados podían decir, pensó, y se puso cómodo para una larga espera.
—¡Eh, mira! —El ronco susurro denotaba asombro y maravilla a montones; incluso los veteranos Sables no habían visto nada parecido a esto en sus aventuras previas. El tiempo había dejado la huella de su paso en la torre, pero parecía ser que ciertos encantamientos mantenían a raya al viento, el frío y la humedad en algunos sitios. Al final de un pasillo ruinoso cuyas piedras del techo se desplomaban con el leve ruido de sus cautelosas pisadas, un Sable pudo cruzar a través de una cortina de mágico fulgor y entró en un lugar de esplendor.
El suelo de una habitación estaba alfombrado con terciopelo rojo y rodeado de centelleantes cortinas hechas con gemas ensartadas en fino alambre. En otra había estatuas de suave creta que parecían vivas por su tamaño y la perfección de los detalles, y representaban hermosas doncellas humanas con alas saliéndoles de los hombros en un grácil arco. Algunas eras estatuas parlantes que recibían a todos los intrusos con suaves y cantarinas voces, recitando poesía desaparecida hacía un millar de años.
«Tal sería mi único goce, contemplarte, más, empero, mis ojos ven el sol y la luna y no puedo evitar compararlos contigo... y tú eres la más brillante y sublime estrella de mi firmamento...»
«No me busques más allí, donde torres silenciosas contemplan desde arriba las estrellas, atrapadas en quietos estanques de negras aguas...»
«¿Qué es esto sino los sueños borrosos de un hada descarada en los que nada es lo que parece y todo lo que uno puede tocar, y besar, no es más que fantasía?»
Maravillados, los Sables caminaban entre ellas, con cuidado de no tocar nada, en tanto que el cántico interminable, repetitivo, de las insensibles voces resonaba a su alrededor.
—Dioses —se oyó musitar incluso al impertérrito Tarthe—, contemplar tal belleza...
—Y no poder llevarla con nosotros —murmuró uno de los ladrones, la voz ronca por el anhelo y la renuncia. Por una vez, los clérigos sentían lo mismo que él, o así lo dijeron sus cabeceos y expresiones pasmadas, ya que no sus bocas.
La habitación siguiente a la cámara de las estatuas parlantes estaba oscura, pero iluminada por un arco iris de diminutas y relucientes chispas de muchas tonalidades, que salían lanzadas y se remontaban vertiginosamente como un banco de pececillos, un derroche de arremolinados colores, esmeralda y oro y rubí, que no tenía fin.
Todos pensaron que se trataba de algún tipo de fenómeno eléctrico, y se quedaron atrás.
—Gralkyn, me temo que es tarea tuya.
Uno de los ladrones suspiró de manera elocuente y se dispuso a despojarse de cualquier objeto metálico, desde la docena, más o menos, de ganzúas que llevaba detrás de las orejas y en muchas otras partes de su persona, hasta el considerable montón de armas blancas metidas en botas, debajo de ropas y en cada hueco de su delgado y huesudo cuerpo. Cuando hubo terminado, estaba casi desnudo. Tragó saliva una vez.
—Por esto estarás en deuda conmigo, y no una deuda trivial —le dijo a Tarthe y se metió, silencioso como un gato, en medio de las luces.
Éstas reaccionaron de inmediato, apartándose precipitadamente, como asustados pececillos, y después giraron a su alrededor, más y más rápido, hasta que se precipitaron sobre él desde todas partes a una velocidad aterradora, se le pegaron —los Sables vieron a Gralkyn retorcerse como si muchas manos invisibles le hicieran cosquillas— y lo cubrieron con brillantes luces.
Parecía un emperador ataviado con gemas de pies a cabeza; se miró a sí mismo un momento, sin salir de su sorpresa.
—Vale. Bien... ¿quién es el siguiente? —dijo luego.
El otro ladrón, Ithym, entró en la habitación, indeciso, pero las luces no se movieron de alrededor de Gralkyn y no pareció ocurrir nada más. Soltando la respiración contenida por la tensión, Ithym se acercó a su colega y alargó una mano hacia las luces, pero la retiró de inmediato. Gralkyn asintió con la cabeza en un gesto de aprobación por lo juicioso de tal rectificación.
Ithym continuó hacia zonas más apartadas y oscuras de la habitación y se movió en silencio durante un tiempo antes de regresar hasta un lugar donde pudieron verlo trazar un cuadrado en el aire: había una puerta detrás.
Tarthe se quitó la capa, echó en ella todos los objetos metálicos descartados por Gralkyn, se echó el bulto al hombro y entró en la cámara a continuación, con la espada desenvainada. Al instante, algunas de las luces se apartaron del ladrón en una oleada curiosa, dirigiéndose hacia el alto guerrero equipado con armadura completa. Los Sables que observaban la escena en tensión advirtieron que el sudor perlaba la frente de Tarthe de manera repentina mientras caminaba hacia el segundo ladrón. Las luces giraron alrededor de Tarthe como zumbantes moscas inspeccionando al hombre que caminaba... y luego regresaron lentamente hacia Gralkyn.
El guerrero sacudió la cabeza con alivio y le oyeron susurrar con voz ronca:
—Bien, Ithym, ¿dónde está esa puerta?
Tras unos cuantos segundos en los que se escuchó el roce de pisadas, su voz les llegó de nuevo desde la penumbra:
—¡Oíd todos! ¡El camino está despejado!
Con precaución, uno por uno, los otros Sables cruzaron el cuarto presurosos, bordeando a Gralkyn, hasta que sólo quedó el último miembro de la banda, el ladrón con su capa de luces. Cruzó el cuarto sosegadamente hasta la puerta, se asomó y vio a los Sables, que aguardaban con inquietud en un pequeño corredor que conducía a un espacio abierto, amplio y oscuro, que había al otro lado.
—¡Retroceded todos! —dijo Gralkyn—. Apartaos cuanto podáis, fuera del pasillo. ¡Voy a salir!
Los otros obedecieron, pero se quedaron esperando al otro extremo del corredor, observándolo. Gralkyn corrió hacia la puerta, se zambulló de cabeza para cruzarla, y aterrizó violentamente en el suelo de piedra. Mientras atravesaba el umbral, las luces se detuvieron, como frenadas por un muro invisible, de manera que se despojó de todas ellas. Al cabo de un instante, se puso de rodillas y gateó tan deprisa como pudo pasillo adelante, hasta salir de él. Sólo entonces miró atrás, a una suave pared de luces parpadeantes que cubría todo el umbral.
—¿Te encuentras... bien? —Las palabras salieron de la boca de Elmara antes de que la joven pensara si era prudente preguntar.
Gralkyn se frotó los hombros.
—Eh... no lo sé. Todo parece estar bien... ahora que el cosquilleo ha cesado —contestó mientras flexionaba los dedos con gesto pensativo.
Ithym se encogió de hombros, sacó una fina daga de su cinturón y la arrojó al umbral abarrotado de luces flotantes. Se produjo un fuerte chisporroteo de rayos minúsculos, tan brillantes que todos tuvieron que volver la cabeza y soltaron un gemido de dolor. El arma desapareció totalmente, sin que quedara un solo fragmento que cayera al suelo. Cuando volvieron a ver con claridad, las luces llenaban todavía el vano de la puerta, formando una suave e intacta barrera. Tarthe la miró ceñudo.
—Bien —dijo—, ése no es un camino de vuelta que me gustaría tomar, así que... adelante.
Todos se volvieron y miraron en derredor. Se encontraban en un balcón que se curvaba ligeramente, como si estuviera en la parte interior de un vasto círculo. La balaustrada de piedra, a la altura de la cintura, se asomaba al vacío, a una vasta y abierta oscuridad. Examinaron las paredes y alcanzaron a ver en la penumbra otros balcones a corta distancia, algunos más arriba y otros más abajo, y todos ellos vacíos.
—¿Y bien, maga? —preguntó Tarthe.
—¿Me estás pidiendo un consejo o un conjuro? —preguntó a su vez Elmara, enarcando una ceja.
—¿Puedes conjurar una esfera de luz y enviarla flotando hacia eso? —El guerrero agitó una mano señalando la inmensa oscuridad que tenían delante, con cuidado de no sacarla fuera de la balaustrada.
—Sí que puedo —contestó Elmara con sosiego—, pero ¿debería hacerlo? Todo esto da la impresión de... estar a la expectativa. Acaso sea una trampa que sólo necesita mi conjuro para dispararse.
Tarthe resopló con fastidio.
—¡Estamos en la torre de un mago! —dijo—. ¡Por supuesto que hay encantamientos y trampas puestos por todas partes! ¡Y por supuesto que buscamos meternos en problemas ejecutando magia aquí! ¿Crees que ninguno de nosotros se ha dado cuenta de ello?
—Yo... —Elmara se encogió de hombros—. Nos rodea un gran poder mágico, como un complejo entramado. No sé qué puede ocurrir si lo altero. Quiero que todos vosotros seáis conscientes de ello y que no os coja desprevenidos si... se nos viene encima lo peor. Así que preguntaré otra vez: ¿debo hacerlo?
—¿A santo de qué tantas preguntas sobre lo que es correcto y si debes o no hacerlo? —estalló Tarthe—. ¿No tienes el poder? ¡Pues,
utilízalo
! ¿Cuándo has escuchado que otros magos pregunten a los que están con ellos si les parece bien que lancen un conjuro?
—No lo bastante a menudo —rezongó uno de los otros guerreros, y Tarthe giró veloz sobre sí mismo y le lanzó una mirada furiosa. El guerrero alzó las manos vacías mientras protestaba—: Oye, Tarthe, yo sólo he dado mi opinión.
El jefe de la banda soltó un gruñido iracundo.
—Ten cuidado o puede ocurrir que alguien te haga cambiar de parecer —dijo—, y no a base de razonamientos, sino de un buen puñetazo.
—Está bien —intervino Elmara, que alzó las manos—. Te proporcionaré luz. Allá tú, Tarthe, si el resultado no es agradable. Echaos atrás.
Cogió algo pequeño y brillante de una bolsita colgada de su cinturón, lo sostuvo en alto y murmuró unas palabras. El objeto pareció burbujear y crecer entre sus dedos, y la joven abrió la mano para dejar que subiera y flotara delante de su cara, girando, adoptando la forma de una esfera de pulsante luz cada vez más intensa. Su destellante resplandor otorgaba a su afilada nariz y su absorto semblante una apariencia obsesiva.