Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
Cuando la esfera fue tan grande como su cabeza y flotaba radiante y con fijeza, Elmara clavó una mirada resuelta en ella. Obedientemente, la esfera se alejó de la maga y, deslizándose en silencio a través del aire, fuera del balcón, se internó en la oscuridad que había más allá. A medida que avanzaba, la negrura se abría ante ella como una ajada cortina, mostrándoles las verdaderas dimensiones de la vasta cámara. Aun antes de que la esfera alcanzara el extremo opuesto de la gran sala circular, otras luces, que no eran obra de Elmara, aparecieron en el aire aquí y allí, ante el grupo, y fueron creciendo en tamaño y brillantez hasta que los Sables pudieron ver el entorno. Otros balcones como el que ellos ocupaban jalonaban la pared curva en ambas direcciones, salvo donde la oscuridad se aferraba todavía por arriba y por abajo. El espacio que rodeaba era enorme, con un diámetro mucho mayor que el de la torre de Ondil en el exterior.
—¡Dioses! —exclamó uno de los guerreros, con un respingo.
—Sagrada Tyche, vela por nosotros —musitó el clérigo, detrás.
Cuatro esferas, hasta el momento oscuras y que empezaron a irradiar lentamente, flotaban en el centro de la inmensa cámara. Tres de ellas eran tan altas como dos hombres, y la cuarta, más pequeña, colgaba entre las otras.
El globo más cercano contenía un dragón inmóvil, su enorme mole enroscada para caber dentro de la bola luminosa, sus escamas rojas perfectamente visibles a los ojos del grupo. Parecía dormido, pero tenía los ojos abiertos. Su aspecto era fuerte, saludable, orgulloso... y expectante. El globo más distante contenía un ser del que habían oído hablar en las narraciones: una figura de aspecto humano, vestida con túnica, cuya piel era de un brillante color púrpura; los ojos eran globos lechosos, sin pupilas, la boca era un racimo de tentáculos, y las manos tenían un dedo menos que las de ellos. También colgaba inmóvil en su brillante capullo, de pie en el vacío. ¡Un desollador mental! El tercer globo quedaba parcialmente oculto tras el corpachón del dragón, pero los Sables alcanzaban a ver lo bastante para notar en sus bocas el fuerte sabor amargo y punzante del miedo. El oscuro ocupante del globo era una criatura cuyo cuerpo esférico estaba compuesto de un inmenso ojo y una boca repleta de dientes y bordeada de muchos palpos oculares, semejantes a serpientes: un observador. Se decía que los de su temida especie regían muchos reinos pequeños al este de Calimshan, y que cada tirano observador trataba como esclavos a todos los seres que habitaban en su territorio o llegaban a él.
La mirada de Elmara, sin embargo, fue atraída por el cuarto y más pequeño globo. En sus profundidades colgaba un gran libro abierto entre dos manos humanas, esqueléticas e incorpóreas. Cuando Elmara estrechaba los ojos para resguardarlos del resplandeciente fulgor azul —
todo
en este lugar era mágico, haciendo su visión de maga casi ineficaz— podía ver brillantes tramas que conectaban los cuatro globos y fluctuaban entre las dos manos esqueléticas y el tomo. Debían de ser guardianes animados, aquellos huesos... así como los tres monstruos.
—Y bien: ¿rehusamos el mayor desafío que se nos ha planteado y seguimos con vida o vamos por el libro y morimos gloriosamente? —La voz de Ithym sonó irónica.
—¿Para qué sirve un libro? —respondió uno de los guerreros con patente temor.
—Sí —se mostró de acuerdo otro—. Es justo lo que Faerun necesita: más conjuros letales para que los magos jueguen con ellos.
—¿Por qué han de ser conjuros? —intervino Gralkyn—. Quizá sea un libro de plegarias a un dios o esté lleno de informes que conducen a un tesoro o...
El guerrero Dlartarnan le lanzó una mirada desabrida.
—Sé reconocer un libro de conjuros cuando lo veo —gruñó.
—No he cabalgado hasta tan lejos para darme ahora media vuelta —declaró Tarthe, tajante—. Si es que hay por dónde volver sin acabar todos muertos. Tampoco me apetece nada regresar a la última posada con las manos vacías y que todos los empinadores de jarras nos tomen por un puñado de cobardes que lo único que hacen es salir a caballo, comer unos cuantos conejos en medio del campo y galopar de vuelta a casa, con las espadas oxidándose dentro de las vainas de no sacarlas.
—Así se habla —jaleó Ithym, que añadió en un aparte—: si lo que buscas es que todos acabemos muertos.
—¡Basta! —exclamó Elmara—. Ahora estamos aquí y tenemos dos elecciones: o intentamos encontrar otro camino hacia adelante o nos enfrentamos a esas cosas, porque no lo dudéis, todos esos globos están conectados mágicamente con el libro y también con esas manos esqueléticas.
—En un caso, la muerte es inminente —dijo el guerrero Tharp con su voz profunda que tan pocas veces se oía—. En el otro, podemos intentar retrasarla.
Uno de los clérigos alzó su símbolo sagrado.
—Tyche ordena a los valientes y leales que persigan la gloria —dijo la Mano de Tyche de manera tajante.
—Tempus espera que los aventureros se lancen a la batalla, no que se escabullan cuando los amenazan enemigos poderosos —remachó la Espada de Tempus. Los clérigos intercambiaron miradas y sombrías sonrisas mientras aprestaban sus armas.
—Sabía que cabalgar con dos clérigos fanáticos de la lucha nos traería problemas para dar y tomar —suspiró el ladrón Gralkyn.
—Y no has sufrido una decepción —replicó Tarthe—, por lo cual das las gracias. Así que ahora estás en paz, listo para hablar de estrategias contra estas bestias de los globos y nada de charla de comadreja intentando escabullir el bulto.
Hubo un corto silencio mientras los Sables sonreían sin ganas o adoptaban expresiones despreocupadas, todos ellos procurando, en vano, ocultar el miedo que asomaba a sus ojos.
Fue Elmara la que rompió el tenso silencio:
—Estamos en la casa de un mago y como seguidora de Mystra soy, de todos nosotros, la más próxima al poder de la hechicería. Es justo que lleve a cabo el primer ataque —tragó saliva, y los demás vieron que temblaba de excitación y miedo—, puesto que soy la que tiene más posibilidades de prevalecer contra... lo que nos enfrentamos.
—¿Quién eres, Elmara? ¿El Magíster de incógnito, haciéndose pasar por un tonto o el Hechicero Supremo de todo Calimshan que ha salido de juerga? ¿O sólo eres la estúpida cabeza hueca que pareces ser? —preguntó Dlartarnan con aspereza.
—Aguantad los nervios ahora —dijo Tarthe en tono de advertencia—. ¡No es el momento de discutir!
—Cuando esté muerto —contestó el guerrero, lúgubremente—, será ya demasiado tarde para entrar en una última disputa, así que no me importaría empezarla
ahora
.
—Quizá sea una cabeza hueca —le dijo Elmara con tono agradable—, pero reprime tu miedo el tiempo suficiente para pensar... y no tendrás más remedio que estar de acuerdo en que, por mal que salga mi propuesta, sigue siendo el mejor camino que podemos tomar.
Varios Sables protestaron de inmediato y luego, como un solo hombre, sus voces se callaron. Rostros severos se volvieron hacia los globos, luego hacia la temblorosa joven maga, y de vuelta a los globos.
—Es una locura —declaró por fin Tarthe—, pero también es quizá nuestra mejor esperanza.
Un silencio incómodo fue la respuesta que tuvo.
—¿Alguno de los presentes lo duda? —inquirió, levantando la voz—. ¿Alguien se opone a ello?
En el silencio que siguió a estas palabras, Ithym sacudió un poco la cabeza. Como si su gesto hubiese sido una señal, los dos clérigos sacudieron las cabezas al mismo tiempo, y, uno tras otro, los demás hicieron lo mismo, Dlartarnan en último lugar.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —Elmara miró a su alrededor. Los Sables la miraron sin decir nada, por lo que añadió—: Muy bien. Necesito que cada hombre del grupo tenga preparadas todas las armas que puedan ser arrojadas a distancia, pero no lancéis
ninguna
hasta que yo lo diga, ocurra lo que ocurra. —Les indicó por señas que se situaran a un extremo del balcón en tanto que ella se dirigía al otro.
»He de ejecutar algunos conjuros. Que alguien vigile esas luces tras nosotros y me diga si lo que yo hago las atrae hacia aquí.
Dio patadas en el suelo, arrastró los pies y canturreó un largo rato al tiempo que arrojaba polvo al aire, sacaba muchos objetos pequeños de sitios distintos de su atuendo y de fundas de debajo de la ropa y de dentro y alrededor de sus desgastadas botas.
Guardando un silencio cauteloso, los Sables observaron a la joven maga trazar pequeños signos en el aire; cada uno de ellos brilló fugazmente y después se apagó mientras ella trazaba el siguiente. El resplandor iluminaba a la joven maga y después desaparecía, y, aunque su expresión absorta y decidida no varió en ningún momento, tanto ella como sus compañeros advirtieron que, con cada nuevo hechizo que realizaba, la luz de los cuatro globos silenciosos, que colgaban tan amenazadoramente cerca, pulsaba y se hacía más brillante. Las luces del umbral parpadeaban y giraban unas en torno a las otras, cada vez más deprisa, pero no hacían ningún movimiento para desbordarse por el pasillo.
Finalmente, El se agachó, y de las botas sacó seis trozos rectos y suaves de madera. Sostuvo dos de ellos extremo contra extremo, de manera que las puntas, ligeramente bulbosas, se tocaran; giró y empujó con habilidad, y se convirtieron en uno. De esta forma fue añadiendo tira tras tira hasta que sostuvo en la mano un bastón nudoso tan alto como ella.
Lo sacudió como si esperara casi que las piezas se desprendieran, pero se mantuvieron firmes. Entonces lo blandió contra un enemigo imaginario. Dlartarnan resopló desdeñoso; parecía un juguete.
Elmara apoyó el bastón de juguete contra la balaustrada y se acercó a ellos mientras se frotaba las manos con gesto pensativo.
—Ya casi estoy lista —anunció, lanzando una mirada penetrante a los globos. Las manos le temblaban ligeramente.
—Nos hemos dado cuenta —comentó Ithym.
Tarthe asintió con un cabeceo y esbozó una leve sonrisa.
—¿Te importaría decirnos qué hechizos has realizado...
antes
de que empiece a correr la sangre?
—No tengo mucho tiempo para charlas; los efectos mágicos no duran demasiado —respondió Elmara—, pero os informo que puedo volar, que las llamas no me afectarán, ni siquiera el fuego de dragón, aunque dudo que el mago que creó el hechizo se hubiera enfrentado nunca a ello cuando lo afirmó, y que los conjuros que se lancen contra mí se volverán contra el que los arrojó.
—¿Puedes hacer todo eso? —La voz de Tharp sonaba pensativa.
—No todos los días. Los hechizos están entretejidos en un
dwaeoden
.
—Qué bien —dijo Gralkyn con un ligero dejo sarcástico—. Eso lo explica todo. Ahora puedo ir contento a mi lecho de muerte.
—Los conjuros están unidos en un escudo a mi alrededor —explicó Elmara suavemente—. Es un hechizo cuya ejecución requiere el sacrificio de un objeto de poder encantado... y me va arrebatando la fuerza vital, lenta pero irremediablemente, con mayor intensidad cuanto más tiempo lo mantenga.
—Entonces basta de charla inútil —cortó Tarthe—. Dirígenos a la batalla, maga.
Elmara asintió, tragó saliva y agachó la cabeza como lo hace un guerrero para bajar la visera del yelmo antes de una carga —los guerreros del grupo intercambiaron una mirada y sonrieron—, agarró el bastón y se encaramó a la balaustrada.
Entonces se zambulló de un salto en el vacío y se perdió de vista.
Los Sables intercambiaron miradas lúgubres y se asomaron por la balaustrada. Muy abajo, Elmara planeaba, con los brazos extendidos, a través de la cámara, ladeando el cuerpo como si hiciera pruebas en el aire. Después, su vuelo hizo una brusca ascensión que la llevó a poco más de un palmo delante del balcón y luego flotó hacia sus compañeros. Tenía el semblante pálido y crispado; la vieron tragar saliva y empezar a ponerse verde al tiempo que soltaba el bastón y movía las manos en unos pases intrincados y enlaces de dedos. El bastón voló a su lado, copiando sus ligeros cambios de dirección, cuando Elmara ascendió por el lado opuesto de la cámara al tiempo que ejecutaba un hechizo. Dio la impresión de que lo lanzaba dos veces y después planeó hasta detenerse de cara al grupo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza y dos fantasmagóricos círculos luminosos titilando alrededor de las manos. Entonces la vieron articular una palabra, aunque no la oyeron pronunciarla, que hizo que la propia cámara se estremeciera; las luces salieron disparadas de sus manos y desaparecieron.
Las cuatro esferas del hueco central empezaron a moverse. Los Sables observaron atentos, enarbolando las armas cautelosamente mientras los globos de luz planeaban en torno a la cámara y los seres que estaban en su interior empezaban a rebullir. Como si despertaran de un largo sueño, se volvieron para mirar a su alrededor. Uno de los Sables masculló una sentida maldición. Los ladrones se agazaparon detrás de la balaustrada, atisbando por el borde a su demente compañera suspendida en el aire, que movía de nuevo las manos para realizar otro conjuro.
Hubo un destello silencioso. El desollador mental había ejecutado algún hechizo propio con intención de liberarse del globo, pero la brillante magia había prevalecido. El horrendo ser con tentáculos se encogió, como asaltado por un gran dolor. Elmara frunció el ceño e hizo un gesto en su dirección; la prisión luminosa del desollador mental se movió rápidamente a través de la cámara, ganando velocidad mientras giraba alrededor del globo que contenía al dragón. El gran wyrm sacudía la cola, retorcía los hombros y rugía silenciosamente, intentando romper los reducidos e incómodos confines luminosos que lo rodeaban. Sus fauces lanzaron fuego al ver a los hombres que lo contemplaban desde un balcón. El odio brilló ardiente en sus ojos a la par que rugía y les enseñaba los colmillos.
Entonces los dos globos chocaron y el mundo saltó en pedazos.
Los Sables bramaron cuando la luz más intensa que jamás habían visto estalló ante sus ojos. Recularon tambaleándose aun antes de que el balcón se sacudiera bajo sus pies, haciéndoles perder el equilibrio, y cayeron, cegados por el fogonazo luminoso de los globos al estallar. Sólo Asglyn, la Espada de Tempus, que se había esperado un feroz despliegue mágico de algún tipo y había cerrado los ojos a tiempo, pudo ver al desollador mental debatiéndose entre las fauces del dragón, siseando y balbuciendo inútiles conjuros antes de que aquellos afilados dientes se cerraran con un seco chasquido.