Elminster. La Forja de un Mago (34 page)

—La tumba de Ondil —dijo Tharp con tono funesto.

—Sí, pero también un camino de salida, si todo lo demás falla —contestó Tarthe en voz sosegada mientras sus ojos echaban rápidas miradas en derredor. Su mirada se detuvo en Elmara, que estaba en medio del grupo, en silencio, y sacudió la cabeza levemente en un gesto de incredulidad. Había visto cómo ocurría todo, pero todavía no daba crédito a sus ojos. Quizás alguno de esos ridículos cuentos de taberna que a los viejos aventureros les gustaba relatar eran ciertos, después de todo.

—Intentemos llegar a otro balcón —sugirió Gralkyn—. Puedo llegar a cuatro de ellos, por lo menos. A más si El lanza una de sus cuerdas a las balaustradas.

—Sí, debemos salir de aquí —intervino Ithym—, o nadie en la posada sabrá nunca que nuestra maga destruyó un observador, un desollador mental y un dragón... ¡sólo para tener algo que leer!

Mientras Gralkyn se balanceaba desde la balaustrada y se dejaba caer ágilmente en el balcón inferior, las risas que estallaron en el de arriba sonaron un poco desatinadas.

11
Una llama azul

¿Lo más impresionante que un hechicero puede esperar ver en toda una vida de derribar torres, invocar demonios y cambiar el curso de los ríos? Vaya, pues, la llama azul, muchacho. Si alguna vez ves la llama azul, habrás contemplado el espectáculo más impresionante que un mago puede presenciar... y el más hermoso.

Aumshar Urtrar, mago maestro

De la conversación con un aprendiz a mitad de verano

Año de la Luna Llorosa

La fría garra de la muerte se cerraba de nuevo en torno a los Sables Intrépidos. Todos podían sentirla. Habían probado en nueve balcones hasta ahora, y todas las puertas conducían, de algún modo, a la misma cámara silenciosa de la tumba. Les salía al paso en cualquier camino, como una trampa a la espera, paciente e ineludible.

—¡Magia! —escupió Dlartarnan, puesto en cuclillas en el balcón, y recostado en el desenvainado espadón—. ¡Siempre lo mismo! ¿Por qué los dioses no son propicios a una espada blandida y a un plan sencillo?

—¡Ojo con lo que dices! —advirtió Asglyn con tono cortante—. ¡Tempus antepone el valor de una espada a todo, y deberías tener presente que presumir de saber mejor que los dioses lo que conviene, Dlar, es precipitarse a la tumba!

—Sí —convino el clérigo de Tyche—. Mi sagrada señora mira con buenos ojos a los que se quejan poco pero sacan provecho de lo que ocurre y buscan tener la suerte de cara.

—Basta ya —gruñó Dlartarnan—. Supongo que para complacer a vuestros dos dioses tendré que ponerme al frente y entrar en la tumba para ser el primero en morder el polvo. Eso hará que los dos, Tempus y Tyche, se sientan felices.

Sin decir más, se incorporó y entró en la cámara de la tumba, con la espada reluciendo en su mano.

Los otros Sables intercambiaron miradas y encogimientos de hombros, y fueron tras él.

Dlartarnan ya estaba al otro lado de la cámara y delante de la más próxima de las dos puertas cerradas, apalancando el marco con la espada.

—Está con llave —gruñó, al tiempo que apoyaba todo su peso en la hoja del arma—, pero si...

Sonó un seco chasquido. En la puerta estalló un fuego azul que recorrió el marco arriba y abajo fugazmente. Salió humo del bulto ennegrecido que había sido Dlartarnan de Belanchor antes de desplomarse ante la puerta. Las cenizas del guerrero se alzaron en oscuros remolinos grises cuando los huesos rebotaron en las baldosas. La calavera rodó sobre sí misma una vez y se paró boca arriba, como mirando a sus compañeros con una mueca de reproche. Los Sables contemplaron los restos fijamente, conmocionados.

—Que Tyche vele por su alma —susurró la Mano de Tyche con labios temblorosos. Como en respuesta, la espada de Dlartarnan, retorcida y medio derretida, cayó sobre las baldosas y se hizo añicos.

Elmara se tambaleó y cayó de rodillas, sacudida por la náusea. La mano reconfortante que Ithym puso en su hombro temblaba violentamente.

—¿Qué tal un conjuro para intentar abrir la otra? —sugirió Gralkyn en voz demasiado alta.

—Tengo uno para hacer añicos al enemigo en la batalla que podría servir —dijo Asglyn quedamente—. Tempus lo quiera.

Inclinó la cabeza en una breve plegaria, alzó una mano hacia la otra puerta y musitó una frase en voz baja.

Hubo un estruendo desgarrador. La puerta se sacudió, pero no reventó. El polvo se desprendió del techo aquí y allí, y una grieta larga, de bordes irregulares, partió las baldosas con un ruido seco que golpeó en sus oídos como un martillo. Los Sables recularon precipitadamente, con la mirada fija en la grieta que avanzaba velozmente desde la base de la tumba hacia la puerta. Asglyn se alejaba corriendo, el semblante crispado por el miedo, cuando sus miembros se prendieron fuego de forma repentina.

—¡Noooooo! —chilló al tiempo que corría por la cámara en vano—. ¡Tempuuuus!

Las llamas se alzaron rugientes y chamuscaron el alto techo de la estancia, y, cuando se apagaron, el clérigo de Tempus había desaparecido. Siguió un estupefacto silencio que fue roto por Tarthe:

—Atrás... Salgamos de aquí. ¡Esa magia vino de la tumba!

Tharp era el que estaba más cerca del pasillo que conducía al balcón, así que no tardó ni un segundo en lanzarse a través del umbral... y se quedó petrificado sin terminar de dar el paso, sus extremidades temblando bajo el ataque de alguna fuerza invisible. Los Sables contemplaron con horror cómo los huesos del guerrero salían violentamente hacia arriba en medio de una rociada de sangre y desaparecían cerca del techo. Lo que quedó del cuerpo se derrumbó en un montón carente de huesos, mientras la sangre caía como una lluvia a su alrededor y el yelmo y la armadura de Tharp repicaban contra el suelo.

Los cinco Sables restantes se miraron unos a otros, horrorizados. Elmara gimió y cerró los ojos; tenía la cara lívida, pero no más que la de Tarthe cuando éste le rodeó los hombros con un brazo en un gesto alentador. Othbar, la Mano de Tyche, tragó saliva con esfuerzo.

—Ondil nos está matando utilizando hechizos hilados en su tumba —dijo—. La magia atroz de un muerto viviente acabará con todos nosotros si no dejamos de meter la pata y pensamos antes de actuar.

Tarthe asintió con la cabeza, el rostro tenso por el miedo.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó—. Tú y Elmara sabéis más sobre magia que el resto de nosotros.

—¿Excavar para abrirnos paso hacia afuera? —sugirió Elmara con voz débil—. Las puertas y las ventanas debe de haberlas cubierto con hechizos latentes que esperan a acabar con nosotros, pero si no esperaba que nos pusiéramos a levantar las baldosas, tendría que salir de su tumba para lanzarnos los conjuros.

—Y, cuando lo haga, ¿qué? —preguntó Gralkyn, asustado. Ithym asintió con gesto severo, haciéndose eco de su pregunta.

—Atacaremos con todo lo que tenemos —contestó Tarthe—, tanto hechizos como armas.

—Dejad que antes lance un conjuro —dijo Othbar. Estaba muy pálido y le temblaba la voz—. Si funciona, Ondil quedará incomunicado en su tumba durante un tiempo, imposibilitado de hacer magia, y podremos intentar huir.

—¿Para tenerlo el resto de nuestras vidas enviando conjuros y bestias contra nosotros? —objetó Ithym severamente.

—Tendríamos la oportunidad de reunir armas y conjuros suficientes para combatirlo si lo hace, mientras que ahora nos está matando a capricho. Aprestad las armas, y yo lo intentaré con las baldosas. Othbar, avisa cuando estés preparado —ordenó Tarthe.

El clérigo de Tyche se hincó de rodillas en una ferviente plegaria, suplicando a la Señora que recordara su largo y leal servicio. Entonces se pinchó la palma con un cuchillo y recogió en su otra mano las gotas de sangre que caían al tiempo que entonaba algo que los demás no entendieron.

Al cabo de un instante, dejó caer los brazos y se desplomó sobre las baldosas. Gralkyn avanzó un paso involuntariamente y luego retrocedió cuando algo blanco, como una fantasmal neblina, se alzó en jirones del cuerpo del mago. Bulló en silencio, haciéndose más alta y más delgada, hasta que la espectral imagen de Othbar se encontró frente a ellos. Señaló, con gesto austero, a los cuatro Sables restantes y a continuación señaló las ventanas. Observaron, atónitos, cómo la sombra de Othbar se aproximaba al ataúd y ponía las palmas sobre la losa de piedra.

—¿Qué...? ¿Está...? —Ithym temblaba de manera incontrolada.

Tarthe se inclinó sobre el cuerpo.

—Sí. —Cuando se incorporó, el rostro del guerrero parecía haber envejecido—. Por lo que dijo, sospecho que sabía que el conjuro le costaría la vida —comentó con voz trémula—. Salgamos de aquí.

—¿Por las ventanas? —preguntó Ithym. Había lágrimas en sus ojos cuando miró hacia la fantasmal figura plantada junto a la tumba.

—Es el camino que señaló —dijo Tarthe lentamente—. Las cuerdas primero.

Los dos ladrones se quitaron los chalecos de cuero y dejaron a la vista cuerdas enrolladas muchas vueltas a la cintura. Elmara cogió el extremo de cada una y los ladrones giraron sobre sí mismos hasta que las cuerdas cayeron en flojas lazadas al suelo. Ithym cogió dos puntas y las ató.

Entonces, cautelosamente, los dos ladrones se acercaron a una ventana, echando frecuentes ojeadas a su espalda para asegurarse de que no había nada visible que pudiera saltarles encima. Ithym se puso el rollo de cuerda al hombro, y Gralkyn sostuvo un extremo entre las manos cuando se acercaron a la ventana.

Tocó con la punta de la cuerda el ornamental hierro forjado de la mampara de la ventana y después los cortinajes de detrás. A continuación hizo lo mismo, cautelosamente, con una mano enguantada. No ocurrió nada.

Las mamparas ovaladas representaban escenas de dragones voladores, hechiceros plantados en lo alto de rocosos pináculos, y pegasos encabritados. Tras encogerse de hombros, Gralkyn eligió la que tenía más cerca, con un pegaso en ella, y la giró sobre sus goznes. Hicieron un leve chirrido de protesta, pero no ocurrió nada más. El ladrón apartó con la espada las cortinas y quedó a la vista un cristal con burbujas de aire y, a través de él, un paisaje de los campos y el cielo. Con precaución, Gralkyn tanteó los bordes de la ventana con la punta de la hoja, atento a cualquier trampa.

—No están hechas para abrirse. El cristal está fijo, encajado en el hueco.

—Entonces, rómpelo —dijo Ithym.

Gralkyn se encogió de hombros, giró la espada y golpeó con fuerza. El cristal se rompió y los añicos saltaron por todas partes.

De repente, unas motas luminosas aparecieron en el aire, donde había estado el cristal, girando en espiral, lentamente al principio y después más y más deprisa.

—¡Atrás! —gritó Elmara con repentina alarma—. ¡Retroceded!

La luz del hechizo activado irradió antes de que hubiera terminado de articular la advertencia, y una fuerza de poder sobrecogedor atrajo hacia el exterior a los dos ladrones, a través de la pequeña abertura, cuerdas incluidas, aplastando sus miembros contra las paredes en el proceso, como si fueran muñecos de trapo que se meten a la viva fuerza por un agujero demasiado pequeño. Ithym tuvo tiempo de lanzar un grito de desesperación —un grito prolongado, ronco, que se fue perdiendo en la distancia— antes de estrellarse en las rocas de abajo.

Tarthe inhaló aire con un ruido trémulo, sacudió la cabeza y se volvió hacia la joven maga.

—Ya sólo quedamos nosotros dos. —Señaló con un gesto de la cabeza el libro que Elmara llevaba sujeto al pecho—. ¿Hay algo ahí que pueda ayudarnos?

—La magia de Ondil lo selló. No me gustaría intentar romper sus hechizos aquí, en su propia fortaleza, y mientras aguante el conjuro por el que Othbar se sacrificó. —Elmara señaló a la silenciosa e inmóvil imagen que mantenía cerrado el sarcófago; advirtió que las extremidades empezaban a fluctuar y a hacerse más borrosas. Señaló—: En este mismo momento, el lich intenta salir del ataúd.

Los ojos de Tarthe se volvieron hacia las parpadeantes manos de la imagen.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó.

—Si lo supiera, sería Ondil.

—¡No bromees con esas cosas! —gritó Tarthe al tiempo que agitaba la espada—. ¿Cómo estoy seguro de que no has caído bajo el influjo de algún hechizo de Ondil y te has convertido en su esclava?

Elmara lo miró de hito en hito y después asintió lentamente.

—Has planteado un tema interesante.

Los ojos de Tarthe se estrecharon, y el aventurero sacó una daga, sin apartar los ojos de la joven hechicera. Entonces se giró y lanzó el arma a través del umbral donde Tharp había muerto. Salió dando vueltas al pasillo y desapareció, invisible entre el súbito destello y remolino de un centenar de cuchillos que giraban y chocaban entre sí en el espacio que había estado vacío un instante antes.

—La magia continúa —dijo lentamente Tarthe—. ¿Intentamos abrirnos paso excavando en serio?

Elmara reflexionó un momento y luego sacudió la cabeza.

—Ondil es demasiado poderoso. Estas trampas mágicas sólo pueden romperse destruyéndolo a él.

—Así que debemos enfrentarnos a él. —La expresión de Tarthe era lúgubre.

—Sí. Y tengo que prepararte antes de la contienda.

—¿De veras? —Tarthe enarcó una ceja y levantó la espada cuando la maga se acercó a él.

Elmara suspiró y se detuvo a una distancia considerable del guerrero.

—Todavía puedo volar —dijo suavemente—. Si esta torre se mantiene flotando mediante la propia magia de Ondil, tú también tendrás que ser capaz de volar si acabamos con él, o caerás junto con la construcción y te aplastarás cuando se estrelle en el suelo.

Tarthe tragó saliva y luego asintió y puso la espada sobre su hombro.

—Entonces, lleva a cabo tu hechizo —indicó.

Elmara acababa apenas de terminarlo cuando un resplandor repentino estalló a su espalda.

Se giró rápidamente, a tiempo de ver desvanecerse la imagen de Othbar junto con la tapa que había estado sujetando. Volvió a suspirar.

—Ondil encontró un modo de liberarse —rezongó. De pronto, hizo un brusco cabeceo, como si respondiera a una pregunta que sólo ella había oído, y sus manos se movieron con frenética premura en la ejecución de un hechizo.

Tarthe la miraba con incertidumbre, y se arriesgó a dar un paso hacia adelante, con la espada levantada. Dentro del sarcófago de piedra había un simple ataúd de madera oscura, aparentemente nuevo, y sobre él, tres libros, pequeños y gruesos.

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