Elminster. La Forja de un Mago (51 page)

La bodega bajo las calles estaba siempre desierta cuando el sol se encontraba alto; una circunstancia afortunada ya que las dos arañas se deslizaron hacia un rincón mohoso, se separaron cierta distancia y, de repente, dos mujeres bajas, gruesas, marcadas de viruela y de edad avanzada aparecieron una frente a la otra. Se examinaron mutuamente los mechones de cabello blanco, las ropas raídas, los encorvados y orondos cuerpos... y empezaron a rascarse al mismo tiempo.

—Oh, vaya, estás preciosa, querida —dijo con voz trémula y en tono sarcástico Elminster.

Myrjala le pellizcó una mejilla y cacareó:

—¡Oh, qué cosas tan bonitas dices, chica!

Juntas, cruzaron la bodega con andares bamboleantes hacia la escalera que llevaba a los establos.

Seldinor Manto de Tormenta estaba sentado en su estudio, rodeado por doquier de gruesos tomos colocados en anaqueles. Frunció el ceño. Llevaba dos días intentando injertar mediante la magia los agrietados y extirpados labios de una mujer —todo cuanto quedaba de la última fulana que había tomado para su satisfacción sexual— en el gólem a medio terminar que tenía ante sí. Podía unirlos con la hundida carne gris purpúrea que rodeaba el agujero dentro del cual había colocado los dientes, sí... No obstante, hacer que se movieran otra vez, como debían y no a su aire, estaba resultando un problema. ¿Por qué ahora precisamente, después de haber tenido éxito con tantos gólems? ¿Qué maldición había caído sobre éste?

Suspiró, bajó las piernas del escritorio, donde las había tenido apoyadas, y se puso de pie. Si dejaba en suspenso el conjuro de carne deslizándose y lo hacía surtir efecto
al tiempo
que descargaba rayos sobre la cosa... En fin, habría que probar. Levantó las manos y empezó a pronunciar las complicadas sílabas con la rápida seguridad que da una larga práctica.

Hubo un destello de luz, y el hechicero se inclinó con gesto anhelante para observar a los labios uniéndose a la llagada carne viva de la cabeza carente de rasgos. Temblaron. Seldinor esbozó una sonrisa tirante al recordar la última vez que los había visto hacer eso mismo... La mujer había pedido clemencia...

Llevó a cabo su conjuro más especial de todos, el que acoplaba al gólem con el intelecto de un familiar despojado de miembros al que había preparado la noche anterior. Colgado en su jaula, lo miró con mudo e impotente horror durante un fugaz instante antes de que el conjuro se impusiera y la luz de sus ojos se apagara. Ahora, si las cosas iban bien por fin...

Los labios se movieron en el rostro, por lo demás, carente de rasgos; esbozaron una sonrisa a la que Seldinor respondió complacido, y pronunciaron una palabra:

—¡Amo!

—¿Sí? —Seldinor se erguía ante la cosa con actitud triunfal—. ¿Me conoces?

—Muy bien —fue la susurrante, silbante respuesta—. Muy bien.

Y los brazos del gólem se alzaron con aterradora velocidad para agarrarlo por la garganta. Debatiéndose para respirar, y mientras trazaba conjuros en el aire con frenesí, Seldinor tuvo tiempo para echar una última y horrorizada mirada a un ojo mágico que apareció en el rostro sin rasgos y le hizo un guiño antes de que el gólem le partiera el cuello como si fuera una ramita. A continuación, el gólem dio rienda suelta a toda su pasmosa fuerza durante un momento, y arrancó la cabeza del hechicero del cuerpo provocando una sangrienta lluvia de muerte...

Unos ojos viejos, sabios, vieron cómo la cabeza de Seldinor surcaba su estudio por el aire. Bajo los ojos vigilantes, los labios se afinaron en una sonrisa de satisfacción. Hizo un ademán sobre el cristal visualizador con el que borró la escena y se dio media vuelta. Había llegado el momento de prepararse contra esta amenaza que afectaba a todos, ahora que su odiado rival había muerto, y además de un modo tan apropiado...

Soltó una risita, musitó una palabra que mantenía a raya los rayos defensores, y apretó el bolinche de lo alto de una maciza escalera de madera. Se abrió a su toque y del hueco sacó dos varitas; se las metió bajo las mangas, dentro de unas fundas cosidas a la túnica bajera, y después extrajo un trozo de tela pequeño y doblado. Con cuidado, lo desdobló y se lo metió por la cabeza; semejaba una calavera con incrustaciones de muchas piedras preciosas diminutas. Regresó junto al cristal, cerró los ojos y apeló a su voluntad. Unas minúsculas motas de luz empezaron a relucir y titilar en la red de gemas.

Las luces se mecieron atrás y adelante entre las gemas conforme el viejo articulaba en silencio unas palabras y trazaba símbolos invisibles; la calavera se desvaneció lentamente, haciéndose invisible. Cuando hubo desaparecido por completo, abrió de nuevo los ojos. Las pupilas se habían tornado en algo rojo y reluciente.

Mirando sin ver a lo lejos, el viejo le habló al cristal:

—Undarl. Ildryn. Malanthor. Alarashan. Briost. Chantlarn.

Cada nombre hizo aparecer una imagen en el aire, sobre su cabeza. Mirando hacia arriba, vio a las seis imágenes aproximarse a sus propios cristales y poner las manos sobre ellos. Ahora eran suyos. Sonrió, lenta y fríamente, cuando la magia de su corona se extendió para dominar sus voluntades.

—Habla, Ithboltar —dijo uno de los hechiceros bruscamente.

—¿Qué ocurre, oh, Anciano? —preguntó otro, de un modo más respetuoso.

—Colegas —empezó quedamente, y luego añadió—: pupilos. —Nunca estaba de más recordárselo—. Estamos en peligro a causa de dos magos forasteros. —De su mente surgieron imágenes del joven de nariz aguileña y de la esbelta mujer de ojos oscuros.

—¿Dos? ¿Un muchacho y una mujer? Anciano, ¿has entrado de golpe en la chochez? —preguntó Chantlarn con sorna.

—Hazte esta pregunta, joven y sabio mago —replicó Ithboltar con palabras precisas y agradables—: ¿Dónde están Seldinor y Taraj y Kadeln? Y luego lo vuelves a pensar.

—¿Quiénes son esos dos? —preguntó otro señor de la magia secamente.

—Unos rivales de Calimshan, quizás, o pupilos de los que huyeron de Netheril y volaron lejos, al sur, aunque he visto a la mujer una o dos veces con anterioridad, recorriendo las comarcas al oeste de aquí.

—Yo he visto al chico —intervino Briost de repente—, en Narthil, y lo había dado por muerto.

—Y ahora nos están matando a nosotros, uno por uno —dijo Ithboltar con calma aterciopelada—. ¿Se te han terminado las ganas de bromear, Chantlarn? Debemos actuar juntos contra ellos antes de que caiga alguno más de nosotros.

—Ah, Anciano... ¿Otra defensa del reino a la desesperada? —La voz de Malanthor sonaba exasperada—. ¿No puede esperar hasta mañana? —Todos lo vieron mirar por encima del hombro y dedicar una sonrisa de ánimo a alguien a quien no veían.

—¿Divirtiéndote con tus aprendizas otra vez, Malanthor? —se mofó Briost.

Malanthor hizo un gesto grosero y se apartó de su cristal.

—Hasta mañana, pues —se apresuró a decir Ithboltar—. Hablaré con todos vosotros entonces. —Interrumpió el contacto y sacudió la cabeza. ¿Desde cuándo todos sus pupilos, en otros tiempos deseosos de dominar el mundo a su capricho, se habían convertido en unos necios tan apáticos e indulgentes con sus propios excesos? Siempre habían sido desconsiderados y arrogantes, pero ahora...

Se encogió de hombros. Quizá mañana descubrieran lo equivocado de su conducta si estos dos forasteros seguían matando señores de la magia. Al menos ahora, con la corona, podía obligar a los hechiceros de Athalantar a entrar en batalla, de modo que estos adversarios no encontrarían a muchos más de ellos solos y desprevenidos. Y nada a este lado de las tumbas de los archimagos de Netheril, aparte de un dios, podía albergar la esperanza de resistir el poderío mágico de los señores de la magia de Athalantar unidos. Y los dioses interesados en el Reino del Ciervo no parecían abundar hoy en día.

—Sí —dijo Elminster quedamente—. En este edificio de aquí.

Braer y otro de los elfos asintieron en silencio y se adelantaron para tocar los hombros de El. Mientras se difuminaba en la forma de espectro, los oyó musitar suavemente, tejiendo conjuros encubridores más potentes de lo que nunca había visto.

Sólo ellos podían oírlo aún, así que les dio las gracias antes de pisar fuera del tejado y volar bajo la luz de la luna hasta la ventana que había más abajo. Únicamente un amuleto brilló a su vista de mago, pero sus experimentados ojos vieron algo más: una trampa que Farl había preparado en otro lugar hacía años. Una pesada hacha de carnicero había sido conectada a un cordel de manera que se descargara sobre el alféizar. La forma de Elminster, semejante a un jirón de niebla, se deslizó junto a la trampa y entró en la habitación. Se desplazó velozmente hacia un lado de la ventana para evitar ser visto perfilado contra la luz de la luna, así como para eludir los dardos impregnados con soporífero que se dispararían cuando alguien pisara la tabla del suelo que había debajo de la ventana.

Los elfos habían hecho que su forma insustancial fuera totalmente invisible; Elminster se desplazó a través del cuarto hacia los familiares ronquidos. Provenían de un lecho de dosel cerrado, más grande de lo que El había visto jamás. El príncipe arqueó las cejas ante semejante opulencia. En verdad, Farl había llegado lejos en cuanto a prosperidad.

Había otra trampa de cordel justo detrás de las colgaduras de la cama. Elminster la sobrepasó sin problemas y se arrellanó en una cómoda postura, sentado al pie de la cama. Los durmientes habían apartado a un lado la ropa de cama en la calidez de la noche y yacían expuestos a su vista: Farl boca arriba, con un brazo extendido posesivamente sobre el pequeño y terso cuerpo de la mujer que se acurrucaba contra él: Tassabra.

Elminster la contempló con anhelo un instante. Su belleza, su inteligencia y su amabilidad siempre lo habían excitado, pero... Uno hace elecciones, y él había elegido vivir esta vida. Al menos, ella y Farl habían hallado juntos la felicidad, y no habían muerto a manos de los Garras de la Luna.

Cabía la posibilidad de que hallaran la muerte en las próximas noches por su causa, desde luego. Elminster suspiró, pronunció una palabra que les permitiría verlo y oírlo, y luego dijo en voz queda:

—Bien hallado, Farl. Bien hallada, Tass.

Los ronquidos de Farl cesaron de manera repentina; Tass se puso tensa y despertó de inmediato. Su mano se deslizó bajo la almohada, buscando la daga que El sabía tenía que estar allí.

—Tranquilizaos —dijo—, porque no quiero haceros daño alguno. Soy Eladar, y vuelvo para rogaros que me ayudéis a salvar Athalantar.

Para entonces, también Farl estaba despierto. Se sentó y se quedó boquiabierto, en tanto que Tassabra dejaba escapar un gritito de sorpresa y se inclinaba hacia adelante para mirarlo de hito en hito.

—¡Eladar! ¡Eres tú! —Saltó sobre él para abrazarlo y fue a caer, pasando a través de su figura sentada, a los pies de la cama, apoyada sobre los antebrazos—. Pero ¿qué...?

—Una proyección, una simple imagen —le dijo Farl mientras alzaba el arma que sostenía en la mano—. ¿Eres realmente tú, El?

—Por supuesto que sí —contestó—. Si fuera un señor de la magia no estaría aquí sentado sin más, ¿no te parece?

—¿Ahora eres mago? —Tassabra estrechó los ojos y pasó las manos a través de la imagen—. ¿Dónde estás realmente?

—Aquí —repuso El—. Sí, ahora soy algo así como un mago. He tomado esta forma para salvar todas vuestras..., eh, amistosas trampas.

Tassabra se puso en jarras.

—Si realmente estás aquí, El —dijo severamente—, ¡hazte sólido! ¡Quiero sentirte! ¿Cómo voy a besar una sombra?

—De acuerdo —sonrió Elminster—. Pero, por tu propio bien, deja de agitar las manos a mi alrededor.

Ella hizo lo que le pedía, y el mago musitó unas pocas palabras; de repente volvió a ser sólido y pesado. Tassabra lo abrazó con ganas, y su suave piel se frotó contra el oscuro cuero de las ropas de él. Farl los rodeó a ambos con los brazos y los estrechó fuertemente.

—Por los dioses, cómo te he echado de menos, El —dijo con voz ronca—. Pensaba que no te volvería a ver.

—¿Dónde has estado? —inquirió Tassabra mientras le pasaba las manos por el rostro y el pelo y reparaba en los cambios ocasionados por el tiempo.

—Por todo Faerun, aprendiendo suficiente hechicería para destruir a los señores de la magia.

—¿Todavía esperas que...?

—Antes de que haya amanecido tres veces —lo interrumpió El—, si me ayudáis.

Los dos lo miraron boquiabiertos.

—Ayudarte ¿cómo? —preguntó Farl con el ceño fruncido—. Empleamos un montón de tiempo sólo para eludir las crueldades de esos hechiceros con las que nos topamos de forma accidental. ¡No tenemos la menor posibilidad de resistir ningún tipo de ataque deliberado realizado por uno solo de ellos!

—Nos hemos construido una buena vida aquí, El —dijo Tassabra, asintiendo con actitud seria—. Los Garras de la Luna ya no existen. Tenías razón, El: eran herramientas de los señores de la magia. Ahora dirigimos los Manos de Terciopelo juntos, y las inversiones astutas y el comercio nos proporcionan más dinero que lo que nunca obtuvimos colándonos de noche por las ventanas.

Elminster envió un pensamiento a Braer y supo que volvía a estar oculto. Captó un apreciativo «bonita chica», dicho por el otro elfo, antes de volver su atención de nuevo a la pareja que tenía delante.

—¿Podéis verme ahora? —preguntó. Farl y Tass sacudieron las cabezas.

»Tampoco podéis tocarme, ni siquiera con un hechizo —les dijo Elminster—. Tengo aliados poderosos y os pueden ocultar del mismo modo que ahora me están encubriendo a mí. ¡Podríais robar y apuñalar a los señores de la magia sin temer sus poderes!

—¿De veras? —Farl estaba tenso. Sus ojos, brillantes, se estrecharon—. ¿Y quiénes son esos aliados?

Elminster envió un fugaz mensaje a Braer:
¿Puedo?

Deja esto de nuestra cuenta
, le llegó la cálida respuesta. Al cabo de un momento, oyó tras de sí el susurro de las colgaduras del lecho. Tass dio un respingo, y la mano de Farl se tensó sobre el arma que guardaba bajo las ropas de la cama.

Elminster supo que los dos elfos habían aparecido detrás de él aun antes de oír la musical voz de Braer.

—Disculpad esta intrusión, dama y caballero —dijo el elfo—. No tenemos por costumbre entrar en los dormitorios ajenos, pero pensamos que esta ocasión de liberar al reino es de gran importancia. Si combatís a nuestro lado, lo consideraremos un honor.

Elminster vio parpadear a sus viejos amigos; los elfos debían de haber desaparecido repentinamente. Oyó caer de nuevo las colgaduras del lecho. Tass cerró la boca, que todavía tenía abierta, no sin cierto esfuerzo.

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