Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
El príncipe cayó de la silla, rodó sobre sí mismo una vez tras darse un tremendo batacazo, y se quedó tirado, inmóvil. El caballo aceleró el ritmo del galope hacia el creciente amanecer.
Elmara recogió la vara, echó un rápido vistazo a su alrededor buscando otros enemigos y, al no ver ninguno, se encaminó hacia donde yacía tendido el guerrero. Gartos estaba tumbado boca arriba, y el dolor y la rabia le oscurecían el semblante.
—Tengo que hacerte otra pregunta, guerrero —dijo Elmara—. ¿Qué trae a los hombres de armas de Athalantar a Narthil?
Gartos gruñó como una alimaña, sin decirle nada. Elmara arqueó una ceja y levantó la mano, amenazadoramente, para iniciar los gestos de un conjuro.
—D... detén tu hechizo —retumbó Gartos al verla mover los dedos—. Se me ordenó encontrar a alguien que había matado a ciertos magos de tres al cuarto en el Cuerno del Unicornio, al oeste de aquí. ¿Fuiste tú?
—Los derroté y los mandé lejos —repuso Elmara, asintiendo con la cabeza—. Tal vez aún sigan vivos. ¿Cómo es que un príncipe del reino recibe órdenes para ir aquí o allí?
Los labios del guerrero se tensaron en un gesto agrio.
—Incluso el rey obedece a los señores de la magia mayores, y fue él quien me hizo príncipe.
—¿Por qué?
—Confiaba en mí, y precisaba otorgarme la autoridad necesaria para dirigir soldados sin tener a un joven y necio mago revocando mis órdenes o acabando conmigo por despecho.
—¿Quién era el hechicero que te acompañaba?
—Eth, mi perro guardián puesto por los señores de la magia para asegurarse de que no hago por Belaur nada que pueda ir en contra de ellos.
—Tu modo de hablar hace que Belaur parezca un prisionero.
—Y lo es —respondió Gartos llanamente, y Elmara vio que sus ojos lanzaban rápidas ojeadas a un lado y a otro, como si buscaran algo.
—Cuéntame algo más sobre el tal Eth —pidió la joven mientras adelantaba un paso y sacaba la vara de su cinturón. Lo mejor sería mantener a este guerrero hablando, sin darle tiempo a planear un ataque.
—No sé mucho. —Gartos se encogió de hombros otra vez—. A los señores de la magia no les gusta mucho hablar acerca de sí mismos. Lo llamaban «Garra de Piedra». Mató un hulk pardo con sus hechizos cuando era joven, pero esto es todo lo que...
¡Thaerin!
Al grito del guerrero, surgió un resplandor mágico. Elmara se volvió precipitadamente, a tiempo de ver la cuchilla con runas grabadas descargarse sobre ella, con la punta por delante.
Saltó hacia un lado.
—
¡Osta!
—gruñó el guerrero—.
¡Indruu hathan halarl!
—y la espada viró en el aire, lanzándose directamente contra Elmara.
La joven soltó la vara y levantó las manos desesperadamente; la cuchilla pasó limpiamente entre ellas, segando los dedos para ir a hincarse en ella profundamente. Elmara gritó. El cielo del amanecer giró a su alrededor al tiempo que la joven retrocedía tambaleándose; se esforzó por hablar, pero sintió como si se ahogara en sangre y cayó hacia atrás sobre la hierba, atravesada por el dolor más intenso que jamás había experimentado.
Oyó la fría risa de Gartos a la par que la oscuridad la envolvía y luchó con toda su voluntad por aferrarse a algo... cualquier cosa.
—Mystra, ayúdame... —balbució con su último aliento.
El príncipe Gartos se incorporó con esfuerzo. Se sentía débil y con náuseas, y no notaba los pies en absoluto, aunque parecían obedecerlo. Gruñendo, dio unos cuantos pasos vacilantes y se sentó en medio del ruido metálico y rechinante de la armadura. Narthil giraba a su alrededor.
—Tranquilo —musitó mientras sacudía la cabeza—. Conserva la calma... —Sus hombres yacían tirados en la calzada y no había un solo caballo a la vista—.
Thaerin
—gruñó—.
¡Aglos!
Gartos extendió la mano y vio cómo la espada clavada en la mujer muerta salía por sí misma y flotaba, oscura y mojada, hacia sus expectantes dedos. Pequeña zorra. ¿Quién se había creído que era para desafiar a los señores de la magia de Athalantar? Manoseó torpemente la gorguera, se la quitó, y aferró el amuleto que llevaba debajo; cerró los ojos e intentó concentrarse en los rasgos evocados del rostro del señor de la magia Ithboltar...
Unos firmes dedos le apartaron la mano con brusquedad. Abrió los ojos de inmediato y se encontró con el rostro blanco y asustado de la posadera, que arremetió con una daga y la hincó en su garganta, atravesándosela de parte a parte. La sangre brotó y salpicó. El príncipe Gartos se esforzó por tragar, pero no pudo, e intentó levantar la espada. Lo último que vio antes de hundirse en la negrura fueron las relucientes runas brincando ante sus ojos, burlándose de él...
—Gartos se ocupará de que esa bruja muera —afirmó Briost, y una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro—. Eth se asegurará de que así lo haga.
—¿Te fías de la destreza de Eth? —preguntó Undarl.
Los hechiceros sentados en torno a la mesa alzaron la vista hacia el alto sillón donde estaba sentado el mago real a tiempo de ver que su anillo rojo fuego parpadeaba con una súbita luz interior. Briost se encogió de hombros, preguntándose (no por primera vez) qué poderes permanecían aletargados dentro de aquel anillo.
—Ha demostrado su capacidad, y su prudencia... hasta ahora.
—Pero esto era una prueba, ¿verdad? —preguntó Galath muy excitado.
—Desde luego —contestó Briost en un tono seco, al borde de la paciencia. Se preguntó para sus adentros por qué tendría que haber siempre un cachorro impaciente en estas reuniones. Sin duda podría encontrarse algún trabajo para tipos como Galath durante estas sesiones; enseñarle a desenrollar un pergamino, por ejemplo, o a ponerse la ropa bien para que así la capucha estuviera a la espalda y la pechera del tabardo por delante. Cualquier cosa serviría, siempre y cuando lo mantuviera alejado...
—¿Ha presentado algún informe ya? —preguntó Galath con ansiedad, inclinándose hacia adelante.
Nasarn el Encapuchado resopló con desdén y contempló la mesa con frialdad.
—Si cualquier hechicerillo al que encomendamos una tarea hiciera eso, los oídos nos retumbarían con su cháchara en cualquier momento del día... ¡y también de la noche!
Con su mirada impasible, su nariz afilada y su negra túnica polvorienta, el viejo hechicero semejaba un buitre posado en la rama y vigilando la presa que pronto tendría a su disposición. Undarl asintió con la cabeza.
—Me sorprendería que un hechicero malgastara magia para molestar a sus colegas con una charla sin importancia; un informe sólo ha de presentarse si ocurre algo grave; si, por ejemplo, la maga intrusa resultara ser una espía de otro reino o la líder de un ejército invasor.
Galath enrojeció de vergüenza y apartó la mirada del sosegado semblante del mago real. Vio que varios de los otros señores de la magia sonreían con sorna cuando sus ojos fueron, rápida e involuntariamente, de uno a otro lado de la mesa. Briost bostezó sin disimulo mientras alisaba la manga de su túnica verde oscuro y buscaba una postura más cómoda en el sillón. Alarashan, siempre presto a subir al carro del vencedor, bostezó también, y Galath bajó la vista a la mesa, sumido en la miseria.
—Tu entusiasmo te honra, Galath —añadió Undarl Jinete del Dragón con cara seria—. Si Eth nos pide ayuda o le ocurre algo, te asignaré para que actúes en nombre de todos nosotros y arregles las cosas en Narthil.
Galath se irguió con un gesto de orgullo tan obvio, hinchándose a ojos vista, que más de un señor de la magia sentado a la mesa contuvo a duras penas una risita jocosa. Briost alzó los ojos al techo y preguntó mudamente si Galath sabría cómo abrir un libro de conjuros o si, al entregársele uno, intentaría pelarlo como una patata.
El techo abovedado de piedra no le respondió. Claro que llevaba más de un siglo suspendido sobre esta sala de Athalantar y había aprendido a ser un techo paciente.
El dolor abrasaba, bullía y amenazaba con arrastrarla a la nada. En el oscuro vacío, El se aferraba tenazmente a la luz blanca de su voluntad. Tenía que aguantar, fuera como fuera...
La asaltó otra oleada de dolor cuando la espada encantada se movió y salió suavemente —muy suavemente, al deslizarse
en su propia sangre
—, dejándole una sensación de vacío, de estar abierta. Violada. Faerun no debería verle las entrañas así, con la sangre caliente fluyendo a raudales de su cuerpo, a la luz del día, pero no podía hacer nada, nada en absoluto, para contener ese fluir. Al intentar agarrarse la herida, le pareció que sus manos se movían un poco, pero ahora la luz y el sonido se iban debilitando a su alrededor y ella empezaba a tener mucho frío. Se hundía; se hundía en un vacío que la rodeaba por doquier, desdeñoso de la debilitación de su fuerza vital... y tan frío como el hielo.
Elmara boqueó e intentó reforzar su voluntad. El resplandor blanco que siempre había sido capaz de invocar ahora parpadeaba débilmente ante ella, como una lumbre de guardia en la noche. Se abalanzó sobre la luz y la abrazó, se aferró a ella hasta que estuvo flotando a la deriva en una blanca bruma.
El dolor no era tan fuerte ahora. Parecía que alguien la estaba moviendo, dándole la vuelta con suavidad; por un instante, el pánico se apoderó de la joven cuando el movimiento hizo que perdiera su afianzamiento en la luz, que dio la impresión de deslizarse bajo ella. Elmara se aferró al vacío con toda su voluntad hasta que la luz blanca volvió a rodearla.
Algo —¿una voz?— resonó a su alrededor, arremolinándose suavemente y propagándose a lo lejos, como una trompeta, pero no conseguía entender las palabras... si es que eran palabras. El vacío que la rodeaba pareció oscurecerse más, y El se agarró ferozmente a la luz, que dio la impresión de cobrar brillantez. A lo lejos, oyó a aquella voz gritar con sorpresa y retirarse, farfullando de espanto. ¿O era temor reverencial?
Estaba sola, a la deriva en un mar de luz... Y, saliendo de las brumas nacaradas que había al frente, algo que ella conocía se remontó para abrazarla. ¡Fuego de dragón! Llamas crepitantes enmarcaban una calle que conocía muy bien, y Elmara intentó gritar.
El príncipe Elthryn estaba en medio del incendiado Heldon, las llamas danzantes arrancando destellos en sus botas negras, lustrosas como espejos, y blandiendo la Espada del León, intacta y rechazando las llamas. Elthryn se volvió, su largo cabello ondeando, y miró a Elmara.
—Paciencia, hijo mío.
Entonces el humo y las llamas se arremolinaron entre los dos y, aunque gritó el nombre de su padre con fuerza y desesperadamente, no vio más a Elthryn, pero sí un alto muro de piedra donde magos crueles vestidos con ricas ropas se inclinaban sobre un recipiente de visión a distancia, ornamentado y sostenido por tres doncellas aladas hechas de brillante oro pulido. Uno era Undarl Jinete del Dragón, el mago real que había destruido Heldon. Otro hechicero pasaba las manos sobre el agua, moviendo los dedos con rabia. «¿Dónde está?» gruñó, y por un instante le pareció ver a Elmara. Sus ojos se estrecharon y luego se abrieron de par en par, pero la cámara giró y giró, desapareciendo en el vacío luminoso, y Elmara se encontró mirando de repente los ojos de Mystra, que estaba de pie en el aire, ante ella, sonriéndole y con los brazos abiertos para estrecharla.
Tropezando por la precipitación, Elmara corrió sobre un suelo invisible hacia la diosa. Las lágrimas acudieron a sus ojos y se desbordaron.
—¡Lady Mystra! —sollozó—. ¡Mystra!
La luz en torno a la diosa perdió intensidad, y la sonriente Dama de los Misterios se fue desvaneciendo, desvaneciendo...
—¡Mystra! —Elmara tendió los brazos frenéticamente. Las lágrimas tornaban borrosa la escena, cada vez más oscura. Estaba cayendo..., cayendo... en el vacío una vez más, helada, gemebunda, sola, su luz desvanecida.
Estaba muriendo. Elmara Aumar debía de estarlo ya, y su espíritu vagaba hasta que acabaría por desaparecer... ¡Pero no! En la oscura distancia, El vio una lucecita minúscula relucir y llamear, y después correr hacia ella, brillante y arremolinada. Lanzó un grito de asombro y temor cuando la cegadora brillantez saltó sobre ella y la envolvió una vez más. La sonrisa de Mystra parecía estar todo en derredor, cálida y reconfortante, infinitamente sabia.
A través de las brumas cada vez más despejadas, Elmara contempló otra visión: se incorporó de donde estaba de hinojos ofreciendo una plegaria a Mystra y se volvió hacia una mesa donde había un tomo grande y cerrado, rodeado de pequeños objetos que la joven reconoció como componentes de hechizos. Tomó asiento, abrió el libro de conjuros y empezó a estudiar... La niebla se alzó en remolinos y, cuando volvió a aclararse, El se vio a sí misma lanzando un hechizo, y presenció cómo una bola de fuego cobraba vida con un brillante estallido ante ella. ¿Una bola de fuego? Ése era un hechizo que dominaban los magos, no una sacerdotisa...
Las nieblas de luz giraron y después volvieron a dividirse, descubriendo formas de fuego ardiente, eternas e inmóviles, en la nada. Elmara las miró fijamente. Eran fuegos mágicos, familiares. Observó sus lenguas ondulantes, y... ¡sí! ¡Eran los conjuros que había memorizado antes, latentes en su mente y esperando que los liberara!
Sí, dijo una voz cálida y poderosa, resonando a su alrededor, y añadió: Observa. Uno de los fuegos se movió de improviso, agitándose y retorciéndose como una serpiente al desenroscarse. Brilló con un súbito fulgor, demasiado intenso para contemplarlo, y entre tanto la voz dijo:
¡Hazlo así, y verás!
El fuego llameó y desapareció, dejando neblinas blancas en torno a un destello ambarino. Elmara se sintió mejor de repente, como si la tensión y el dolor hubieran remitido; y, al mismo tiempo, el peso de su mente se hizo más liviano, como si un hechizo hubiese abandonado su memoria.
Otra vez
, dijo la voz mental de Mystra. Otra llama ardió, se expandió y se consumió. Su desaparición hizo que Elmara se sintiera más fuerte, menos agobiada por el dolor, y disfrutando el creciente calor de las nieblas, ahora doradas.
Hazlo tú ahora
, dijo la voz, y El tembló con un súbito nerviosismo y temor reverencial. Sabía, de algún modo, que un desliz podía hacer pedazos su mente, pero las llamas estaban desenroscándose, retorciéndose, a medida que su voluntad brotaba de lo más hondo de su ser y emergía para guiarlas. Más brillante, ahora... ¡sí! De este modo, y... ¡hecho!
Un fulgor dorado pareció desplegarse de dentro afuera a través de la niebla a medida que los fuegos del conjuro se disipaban. Elmara se sintió más fuerte, como si el dolor que la insensibilidad había impedido que llegara hasta ella hubiera desaparecido de repente, desprendiéndose de su cuerpo como una capa vieja que se cae a trozos, y el ardiente peso de los hechizos en su mente se volvió liviano de nuevo.