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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (7 page)

Thrower vio el impacto como si se tratara de un relámpago cegador. Escuchó el estruendo de la madera sobre la madera. Escuchó los gritos. Luego sus ojos se aclararon y vio la viga maestra tendida. Un extremo, exactamente donde debía estar. El otro, también. Pero en el medio, la viga se había partido en dos, y entre ambas partes estaba el pequeño Alvin de pie, con el rostro pálido de terror. Ileso. El niño estaba ileso. Thrower no sabía alemán ni sueco, pero supo muy bien qué significaban los murmullos que oía a su alrededor. Pues que blasfemen, pensó Thrower. Yo debo comprender qué ha sucedido aquí. Fue hasta el niño y posó sus manos sobre la cabecita, buscando hallar algún daño. Pero ni un solo cabello estaba fuera de lugar. La cabeza del pequeño estaba caliente, muy caliente, como si hubiera estado ante un fuego. Luego Thrower se arrodilló y examinó la viga. El corte era de una suavidad tal que parecía que la madera había crecido de ese modo, justo con la anchura suficiente para esquivar la cabeza del niño por completo.

Y entonces llegó la madre de Al y alzó al niño entre llantos y sollozos de alivio. El pequeño Alvin también lloraba. Pero Thrower pensaba en otras cosas.

Era un hombre de ciencia, después de todo, y lo que acababa de ver no era posible. Hizo que los hombres midieran a zancadas la longitud de la viga, una y otra vez. Yacía sobre el suelo, exactamente con el largo original. El extremo derecho distaba del izquierdo tal como debía ser. Y el fragmento del tamaño de la cabeza del niño sencillamente había desaparecido. Se había desvanecido en un momentáneo destello de fuego que dejó la cabeza de Alvin y ambas puntas de la viga ardiendo como brasas, pero sin marcas ni quemaduras de ninguna clase.

Y luego Mesura comenzó a aullar desde la viga transversal, de la cual pendía sujeto por los brazos. Había logrado asirse de ella al caer el andamio.

Moderación y Calma treparon para ayudarlo a bajar sin que se lastimara. El reverendo Thrower no podía pensar en eso. Lo único que cabía en su mente era que un niño de seis años podía plantarse debajo de una viga que caía para que ésta se partiera en dos y le hiciera un lugar en el medio. Tal como el mar Rojo se abrió en dos para Moisés, a izquierda y derecha.

—El séptimo hijo... —murmuró Previsión. El joven se sentó sobre la viga caída, a la izquierda de la fractura.

—¿Qué? —preguntó el reverendo Thrower.

—Nada—repuso el joven.

—Has dicho «el séptimo hijo», pero el séptimo es Calvin...

Previsión meneó la cabeza.

—Teníamos otro hermano. Murió unos minutos después de que Al naciera. —Y volvió a menear la cabeza—. Es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.

—Pero eso le convierte en un engendro del diablo —dijo Thrower estupefacto.

Previsión le miró con desprecio.

—Tal vez en Inglaterra penséis así, pero en estos lugares creemos que una persona así puede ser un sanador, tal vez, o un dotado, -pero sea lo que fuere lo hará con rectitud y bondad. —-Luego un pensamiento asomó a los ojos de Previsión y le . hizo sonreír—. Engendro del diablo —repitió, pa-ladeando maliciosamente sus palabras—. A mí eso me suena a histeria.

Furioso, Thrower se alejó de la iglesia a grandes zancadas.

Encontró a la señora Fe sentada sobre un banco, con Alvin en su regazo, meciéndolo mientras el pequeño seguía gimiendo. Lo regañaba suavemente.

—Te dije que no corrieras sin mirar. Siempre andas metido entre las piernas de los demás. No sabes quedarte quieto. Una tiene que andar como una loca buscándote de aquí para allá... —Entonces vio a Thrower de pie ante ella y guardó silencio—. No se aflija —dijo—. No lo volveré a traer por aquí. —Me alegro, por su seguridad —repuso Thrower—. Si pensara que mi iglesia debe construirse a costa de la vida de un niño preferiría predicar bajo el cielo abierto el resto de mis días.

La mujer lo escudriñó y supo que hablaba con sinceridad.

—Bueno, no es culpa de usté —dijo—. Siempre ha sido un niño torpe. Parece salir vivo de situaciones que matarían a cualquier niño normal.

—Quisiera... comprender lo que ha ocurrido aquí.

—La cumbrera cedió, desde luego —dijo ella—. A veces suele pasar.

—Me refiero a... cómo fue que no lo tocó. La viga se partió... antes de tocarle la cabeza. Quisiera examinarlo, si me lo permite, para ver si...

—No tiene ni una marca —replicó.

—Lo sé. Quisiera tocarlo para ver si...

Miró hacia el cielo y murmuró:

—Ya sé. La sesomancia. —Pero al mismo tiempo apartó sus manos para que el hombre pudiera palpar el contorno de la cabeza.

Lentamente y con cuidado, Thrower trató de comprender el mapa del cráneo del niño, de leer los bordes y cantos, los relieves y las depresiones. No necesitaba consultar ningún libro. De todas formas, los libros no decían más que sandeces. No había tardado en descubrirlo. Sólo decían generalidades imbéciles, como por ejemplo: «los pieles rojas siempre tendrán una protuberancia sobre la oreja, lo cual indica salvajismo y canibalismo», cuando, desde luego, los pieles rojas tenían idénticas variaciones en sus cráneos que los blancos. No, Thrower no tenía confianza en esos libros, pero había aprendido un par de cosas sobre personas que poseían determinadas facultades y que tenían en común ciertas protuberancias. Había desarrollado cierto don para comprender los mapas de los cráneos humanos. Mientras sus manos se paseaban por la cabeza del niño, comprendía lo que estaba hallando.

Nada digno de mención, eso fue lo que encontró. Ningún rasgo que se destacara sobre los demás. Normal. Tanto como cualquiera podía serlo. Tan absolutamente normal que podía ser un ejemplo de normalidad de esos que vienen en los manuales, en caso de que hubiera algún manual que mereciera ser leído.

Retiró sus dedos, y el niño —que con su contacto había dejado de llorar— se retorció sobre el regazo de su madre para mirarlo.

—Reverendo Thrower —le indicó—, sus manos son tan frías que casi me hielo.

—Luego se escabulló de la falda de su madre y salió corriendo, llamando a uno de los niños alemanes, con quien antes había estado luchando tan ferozmente.

Fe se echó a reír con pesar.

—Ya ve qué rápido olvidan...

—Usted también —le señaló el reverendo Thrower.

La mujer sacudió la cabeza.

—Yo no —negó—. Yo no olvido nada.

—Ya está sonriendo...

—Yo sigo adelante, reverendo Thrower. Sigo adelante. No es lo mismo que olvidar.

Asintió.

—¿Y bien? ¿Qué ha encontrado?

—¿Qué he encontrado?

—Cuando le tocaba los chichones. La sesomancia. ¿Ha visto algo?

—Normal. Completamente normal. En su cabeza no hay una sola cosa que se salga de lo normal.

La mujer gruñó.

—¿Nada fuera de lo normal?

—Así es.

—Bueno, si quiere saber lo que pienso, aquí eso sí es algo fuera de lo normal.

No tener nada de anormal... vaya rareza. —Tomó el banco y lo arrastró, llamando a Al y a Cally mientras andaba.

Al cabo de un rato, el reverendo Thrower comprendió que tenía
razón.
Nadie era tan perfectamente normal. Todos tenían algún rasgo más acusado que los demás. No era normal que Al fuera tan bien equilibrado. Que tuviera todas las características posibles que un cráneo pudiera exhibir y en las proporciones exactamente normales. Lejos de ser normal, el niño era extraordinario, si bien Thrower no tenía idea de lo que ello pudiera significar en la vida del niño.

¿Sería de los que saben un poco de todo y mucho de nada? ¿O de los que sobresalen en todo?

Superstición o no, Thrower se encontró pensando. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón... un cráneo sorprendente... y el milagro de la viga —no tenía otra palabra para aquello—. Ese día habría muerto cualquier otro niño común. Las leyes naturales lo determinaban. Pero algo o alguien protegía a ese niño, y las leyes naturales habían sido desoídas.

Cuando la conversación declinó, los hombres siguieron trabajando en el techo.

La viga original era inservible, desde luego, y tuvieron que trasladar afuera ambos fragmentos. Después de lo ocurrido, no pensaban emplear los maderos para ninguna otra cosa. En cambio, pusieron manos a la obra y, a media tarde, lograron terminar otra viga nueva, reconstruyeron los andamies y para la noche ya estaba en su sitio el maderamen fundamental del techo.

Nadie habló del incidente de la viga maestra, al menos en presencia de Thrower. Y cuando quiso encontrar la cumbrera resquebrajada, no logró hallarla en ninguna parte.

Capítulo 7
EL ALTAR

Cuando Alvin Júnior vio caer la viga no se asustó. Tampoco se asustó cuando se estrelló contra el suelo en dos partes.

Pero cuando los mayores comenzaron a comportarse como si fuera el día del Juicio Final, que si abrazo por aquí, que si murmullo por allá, entonces sí se asustó. Los mayores tenían la costumbre de hacer las cosas sin razón alguna.

Igual que Papá, que estaba en el suelo frente al fuego, estudiando los fragmentos partidos de la cumbrera, el trozo de madera que saltó bajo el peso de la viga y la hizo desplomarse. Cuando Mamá era mamá, ni Papá ni nadie podía entrar en su casa astillas y restos de madera sucia. Pero hoy Mamá estaba tan loca como Papá, y cuando él apareció cargado de madera hasta la coronilla, sólo se inclinó, enrolló la alfombra y desapareció de la vista de Papá.

Bueno, nadie sería tan tonto como para quedarse delante de Papá, cuando éste traía semejante cara. David y Calma tenían suerte. Podían marcharse a su propia casa, en sus propias tierras, donde sus propias esposas los aguardaban con la comida en el fuego y donde podían decidir si querían volverse locos o no. Pero el resto no tenía tanta fortuna. Si Papá y Mamá estaban enloquecidos, a los demás no les quedaba otro remedio que enloquecer también. Ni una sola de las niñas reñía con las demás, y todas se afanaban por cocinar y limpiar sin decir esta boca es mía. Previsión y Moderación salieron por la tarde a partir leña y ordeñar las vacas sin siquiera pellizcarse el uno al otro en los brazos, por no hablar de enredarse en una lucha. Ello era sumamente desalentador para Alvin Júnior, puesto que a él le correspondía luchar con el perdedor, lo cual representaba la oportunidad de medirse en las mejores luchas a las que podía aspirar. Tenían dieciocho años, y eran todo un desafío, no como los niños con que habitualmente debía forcejear.

Y ahí estaba Mesura, sentado cerca del fogón, tallando un cucharón para el perol de Mamá sin levantar la vista. Ahí estaba, como los demás, esperando que Papá retornara a sus cabales y le pegara un berrido a alguien.

La única persona normal de la casa era Calvin, el pequeño de tres años. El problema era que, en Calvin, normal significaba andar pisándole los talones a Alvin Júnior como un gatito a la caza del ratón. Jamás se acercaba lo suficiente para jugar con Alvin Júnior, para tocarlo, hablar con él o cualquier cosa útil. Estaba allí, siempre al borde de todo.

Cuando Alvin levantaba la vista, Calvin apartaba la mirada, o alcanzaba a verle la camisa mientras desaparecía detrás de una puerta, o, a veces, en la penumbra de la noche, escuchaba una débil respiración más cerca de lo debido, y era Calvin, que no estaba en su cama sino de pie al lado del lecho de Alvin, mirando. Nadie parecía advertirlo. Ya había pasado un año desde la última vez que Alvin intentó disuadirlo. Si Alvin Júnior decía: Mamá, Cally me está molestando, Mamá se limitaba a responder: Al Júnior, no ha dicho una palabra, ni te ha tocado, y si no te gusta que se esté quieto como Dios manda, pues lo siento por ti, porque a mí me viene de perilla. Ojalá el resto de mis hijos supiera comportarse así. Alvin supuso que en realidad no era que Calvin fuese normal ese día, sino que el resto de la familia había alcanzado su nivel habitual de locura.

Y Papá, que no dejaba de mirar y remirar la madera partida. De vez en cuando unía los pedazos para formar la pieza entera. Una vez habló, en voz baja de verdad:

—Mesura, ¿estás seguro de que reuniste todos los pedazos?

—Toditos, Pa —repuso Mesura—. Con una escoba no habría podido juntar más. No habría juntado más si me hubiera puesto de rodillas a lamer el suelo como un perro.

Mamá estaba escuchando, naturalmente. Una vez Papá dijo que cuando Mamá prestaba atención a algo, podía oír el pedo de una ardilla en el bosque a un kilómetro de distancia en mitad de una tormenta, mientras las niñas lavaban los platos y los niños partían leña.

Alvin Júnior se preguntaba a veces si entonces Mamá no sabría más brujería de lo que dejaba entrever, ya que una vez él se había sentado en el bosque a unos metros de una ardilla durante más de una hora y jamás llegó a escuchar siquiera un eructo.

De todas formas, allí estaba en casa esa noche, conque desde luego escuchó lo que Papá preguntaba y lo que respondió Mesura, y como estaba tan loca como Papá, soltó la lengua como si Mesura hubiera jurado en nombre del Señor.

—Cuida tu boca, jovencito, porque el Señor dijo a Moisés en la montaña: honra a tu padre y a tu madre y tus días serán muchos sobre las tierras que el Señor tu Señor te ha dado, y cuando hablas como un impertinente a tu padre estás restando días y semanas y aun años a tu propia vida, y tu alma no se encuentra en situación de dar buena acogida a una visita prematura al recinto del Juicio Supremo para enfrentarte al Salvador y escucharle decidir tu suerte eterna.

A Mesura no le preocupaba un comino su suerte eterna, pero sí la ira de Mamá. No intentó alegar que no estaba haciéndose el gracioso ni siendo impertinente. Sólo un tonto haría semejante cosa cuando Mamá echaba humo. Comenzó a poner cara de humilde y a suplicarle disculpas, por no hablar del perdón de Papá ni de la graciosa misericordia del Señor. Para cuando Mamá decidió terminar su filípica, el pobre Mesura ya se había disculpado media docena de veces, por lo que ella gruñó un poco y siguió con su costura.

Entonces Mesura miró a Alvin Júnior y le guiñó un ojo.

—Te he visto —le espetó Mamá—, y si no te vas al infierno, Mesura, elevaré una petición a San Pedro para que te envíe allí.

—Yo mismo firmaría esa petición —respondió Mesura, que aparecía más dócil, que cachorro en penitencia.

—Sí. Eso tendrías que hacer —siguió Mamá— y firmarla con sangre, también, porque cuando acabe contigo tendrás tantas heridas que diez escribanos podrían mojar el plumín en rojo durante un año entero.

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