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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (8 page)

Alvin Júnior no pudo contenerse. Las tenebrosas amenazas le hicieron gracia.

Y aunque sabía que podría costarle la vida, abrió la boca para reír. Sabía que si reía Mamá le partiría la cabeza, o le soltaría un sopapo en la oreja, o tal vez estamparía su piececito duro sobre el suyo descalzo, cosa que una vez hizo a David cuando éste le dijo que debería haber aprendido la palabra no antes de tener trece bocas que alimentar.

Esto era cuestión de vida o muerte. Mucho más pavoroso que lo de la viga, que después de todo ni lo había tocado, cosa que no podría decir de Mamá.

De modo que atrapó la risa antes de que pudiera salir y la convirtió en lo primero que le vino a la mente.

—Mamá —dijo—, Mesura no puede firmar ninguna petición con sangre porque ya estaría muerto, y los muertos no sangran.

Mamá lo miró a los ojos y habló lenta y cuidadosamente.

—Sí lo hacen cuando yo se lo ordeno.

Bueno, ahí ya no pudo más.

Alvin Júnior lanzó una risotada. Lo cual hizo que la mitad de las niñas se echaran a reír. Lo cual hizo que Mesura riera. Y finalmente, también Mamá rió.

Todos rieron y rieron hasta casi llorar, y entonces Mamá comenzó a mandar a todo el mundo arriba a dormir, y también a Alvin Júnior.

Tanto jolgorio había despertado en Alvin un humor travieso, y todavía no había aprendido que a veces era mejor no pasarse de listo. Resultó que Matilda, quien bordeaba los dieciséis años y se creía ya una dama, venía subiendo la escalera delante de él. Todos aborrecían tener que caminar detrás de Matilda, pues solía andar con pasitos afectados de damisela. Mesura siempre decía que prefería caminar detrás de la luna, porque iría más rápido que ella. Y ahora el trasero de Matilda estaba precisamente delante del rostro de Al Júnior, balanceándose rítmicamente. Pensó en lo que Mesura había dicho sobre la luna y se le ocurrió que el trasero de Matilda era redondo como la luna, y entonces se le ocurrió preguntarse cómo sería tocar la luna... si sería dura como el lomo de un escarabajo o resbaladiza como una babosa. Y cuando un niño de seis años que ya está un poco animado piensa en algo así, no pasa medio segundo antes de que hunda su dedo unos centímetros en la delicada piel de su hermana. Matilda sí que sabía gritar. Al podía haber recibido una bofetada en ese mismo momento, de no haber estado Previsión y Moderación detrás de él. Vieron toda la escena y se rieron de Matilda con tal crudeza que la niña comenzó a llorar y salió disparada por las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos, lo cual decididamente no era propio de una damisela. Previsión y Moderación alzaron a Alvin y le hicieron subir las escaleras entre ambos, tan alto que casi se mareó, mientras cantaban esa vieja canción sobre San Jorge matando al dragón. Sólo que en vez de San Jorge decían San Alvin, y allí donde la canción solía decir algo acerca de ensartar al dragón mil veces y que la espada no se le derretía en el fuego, cambiaron la palabra espada por dedo, y hasta Mesura echó a reír.

—¡Esa canción es una cochinada, una grosería! —gritó Mary, la niña de diez años, quien hacía guardia de pie ante la puerta del dormitorio de las niñas.

—Mejor dejad de cantar esa canción—advirtió Mesura— antes de que os oiga Mamá.

Alvin Júnior nunca lograba entender por qué razón a Mamá no le agradaba esa canción. Pero lo cierto era que los chicos nunca la cantaban cuando ella podía escucharlos. Los mellizos dejaron de cantar y treparon por la escalera que conducía al altillo. En ese momento se abrió de golpe la puerta del dormitorio de las niñas mayores y Matilda asomó la cabeza, los ojos rojos del llanto, para gritar:

—¡Lo lamentaréis!

—¡Ohhh, lo lamento, lo lamento tanto! —exclamó Moderación con voz chillona.

Sólo entonces recordó Alvin que cuando las niñas se disponían a tomar venganza, el principal damnificado solía ser él. Calvin aún seguía siendo el pequeñín, de modo que aún gozaba de cierta inmunidad, y los mellizos eran mayores y más fuertes, y además siempre iban juntos. Así, cuando las niñas se enfurecían, el primero sobre el cual caía su ira fatal era Alvin. Matilda tenía dieciséis años; Beatriz, quince; Elizabeth, catorce; Ana, doce; María, diez, y todas ellas preferían meterse con Alvin antes que cualquier otra recreación permitida por la Biblia. En una ocasión, Alvin fue torturado más allá de lo que cualquiera podría soportar, y sólo los fuertes brazos de Mesura pudieron evitar que muriera cruelmente atravesado por una horca para heno. Ese día, Mesura convino en que los tormentos del infierno consistían casi seguro en vivir en la misma casa con cinco mujeres que lo duplicaran a uno en tamaño. Desde entonces, Alvin jamás dejaba de preguntarse qué pecado habría cometido antes de nacer para merecer semejante destino aciago ya desde el mismo parto.

Alvin entró en la pequeña habitación que compartía con Calvin y no se movió, esperando que Matilda irrumpiera para matarlo. Pero no vino y no vino, y Alvin comprendió entonces que probablemente estaría esperando a que apagaran las velas para que nadie supiera cuál de sus hermanas había sido la que acabó con él. El cielo sabía que en los dos últimos meses les había dado amplias razones para que quisieran verlo muerto. Trataba de adivinar si lo asfixiarían con la almohada de plumón de Matilda —sería la primera vez que le permitiera tocarla— o si moriría con las preciadas tijeras de costura de Beatriz clavadas en el corazón, cuando de pronto comprendió que si no iba al retrete en veinticinco segundos se lo haría en los pantalones.

El retrete estaba ocupado, por supuesto, y Alvin se quedó ante la puerta saltando y aullando durante tres minutos, pero nadie salió. Se le ocurrió que probablemente era una de las niñas, en cuyo caso ése era el plan más diabólico que jamás lograrían tramar: dejarlo fuera del baño a altas horas de la noche, cuando tenía demasiado miedo para salir al bosque a aliviarse. Era una venganza atroz. Si se ensuciaba los pantalones pasaría tal vergüenza que probablemente tendría que cambiarse el nombre y escapar, y eso era mucho peor que un dedo en el trasero. Era algo tan injusto que enloqueció, como un búfalo seco de vientre.

Por último, su furia fue tal que lanzó una amenaza decisiva:

—Si no sales de ahí haré lo que tenga que hacer delante mismo de la puerta y tendrás que pisarlo para poder salir.

Aguardó, pero quienquiera que estuviese en el interior no dijo: si lo haces, tendrás que limpiarme los zapatos con la lengua, y dado que ésa solía ser la respuesta de rigor, Al comprendió por vez primera que la persona que ocupaba el excusado podía no ser una de sus hermanas, después de todo.

Sin duda, tampoco era uno de los chicos. Lo cual dejaba sólo dos posibilidades, a cual peor. Al se enfadó tanto consigo mismo que descargó un puñetazo sobre su propia cabeza. Pero eso no le reparó ningún alivio. Papá probablemente le daría una zurra, pero Mamá sería aún más dura. Podía encasquetarle uno de sus sermones terribles, lo cual ya era malo de por sí, pero si estaba realmente disgustada lo miraría con esos ojos que sabía poner y le diría con voz muy suave:

—Alvin Júnior, tenía la esperanza de que al menos uno de mis hijos varones fuese un caballero de nacimiento, pero ahora veo que mi vida ha sido en vano. —Y eso bastaba para que se sintiera todo lo mal que podía llegar a sentirse alguien que aún conservaba la vida.

De modo que casi sintió alivio cuando la puerta se abrió y apareció Papá, todavía abotonándose los pantalones y no con cara de felicidad, precisamente.

—¿Puedo trasponer esta puerta sin peligro? —preguntó fríamente.

—Sss—repuso Alvin Júnior.

—¿Qué?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro? Por aquí andan bestias salvajes que creen que está bien dejar sus desperdicios en el suelo, delante de la puerta de los retretes. Y te digo que si existe un animal semejante, le tenderé una trampa y lo atraparé por la cola una de estas noches. Y cuando lo encuentre por la mañana, le coseré el agujero por donde sale su inmundicia y lo soltaré para que se hinche hasta reventar y muera en el bosque.

—Lo siento, Papá.

Papá sacudió la cabeza y comenzó a andar hacia la casa.

—No sé qué ocurre con tu vientre, niño. Hace un minuto no necesitabas ir, y al minuto siguiente estás que te mueres...

—Bueno, si construyeras otro retrete no tendría ningún problema —masculló.

Pero Papá no lo oyó, porque Alvin lo dijo cuando ya había cerrado la puerta del retrete y Papá estaba dentro de la casa. Y, además, tampoco lo había dicho en voz alta.

Alvin se entretuvo mucho rato lavándose las manos en la bomba de agua, pues temía lo que pudiera estar aguardándole en la casa. Pero entonces, afuera, en la oscuridad, comenzó a temer por otra razón. Todos decían que los hombres blancos no eran capaces de distinguir a un piel roja cuando caminaba por el bosque, y sus hermanos mayores se divertían de lo lindo diciendo a Alvin que cuando estuviera afuera, solo, especialmente de noche, habría pieles rojas en el bosque, observándolo, jugueteando con sus hachas de pedernal y ardiendo en deseos de arrancarle el cuero cabelludo. Bajo la luz del día, Alvin no les creía, pero de noche, con las manos frías por el agua, sentía que un escalofrío lo atravesaba y hasta creyó ver el punto desde el cual lo espiaba. Justo sobre su hombro, cerca del chiquero, y se movía tan suavemente que ni aun los cerdos gruñían. Ni aun los perros ladraban. Y encontrarían el cuerpo de Al, todo ensangrentado y sin cabello, y entonces sería demasiado tarde. Por muy malas que fuesen sus hermanas —y eso que eran malas— Al consideró que eran preferibles antes que morir de un hachazo en la cabeza a manos de un piel roja. Salió disparado hacia la casa y ni siquiera se volvió para ver si el indio realmente estaba allí.

Apenas hubo cerrado la puerta, olvidó sus temores sobre pieles rojas invisibles y silenciosos. En la casa todo estaba en calma, lo cual para empezar ya daba que pensar. Las niñas jamás guardaban silencio antes de que Papá les gritara tres veces cada noche. De modo que Alvin subió muy, pero que muy despacio, miró antes de pisar cada escalón y volvió la cabeza tantas veces que casi se le torció el cuello. Cuando finalmente estuvo en su habitación, con la puerta cerrada, temblaba tanto que casi deseó que hicieran de una vez lo que hubiesen tramado y acabar con el asunto.

Pero no lo hacían, no señor. Recorrió toda la habitación bajo la luz de la vela, revisó debajo de su cama, escudriñó cada rincón, pero nada. Calvin dormía con el pulgar en la boca, lo cual indicaba que si habían revuelto su habitación, de eso ya hacía largo rato. Comenzó a preguntarse si por azar las niñas habrían decidido por una vez dejarlo en paz o reservar sus sucios ardides para los mellizos. Para él sería una nueva vida si las niñas decidieran ser amables con él. Sería como si un ángel descendiera y lo rescatara de los infiernos.

Se quitó las ropas lo más rápido que pudo, las dobló y las dejó sobre el banco, al lado de su cama, para que por la mañana no estuvieran llenas de cucarachas. Había hecho una especie de pacto con las cucarachas: podían meterse donde quisieran mientras fuera en el suelo, pero no treparían al lecho de Calvin, ni al de Alvin, ni a su banco. Como retribución, Alvin jamás las pisoteaba. Y como resultado, la habitación de Alvin venía a ser el reducto de todas las cucarachas de la casa, pero ya que respetaban el pacto, él y Calvin eran los únicos que jamás despertaban gritando por culpa de cucarachas que hubieran trepado a sus camas.

Tomó su camisón de la percha y se lo puso por la cabeza.

Algo le picó debajo del brazo. El dolor le hizo gritar.

Algo le picó sobre el hombro. Sea lo que fuere, estaba dentro de su camisón, y mientras se lo quitaba a manotazos siguió aguijoneándole por todas partes.

Finalmente cesó, y el niño quedó de pie, completamente desnudo, frotándose y palmeándose para quitarse del cuerpo los insectos o lo que fuere.

Luego extendió la mano y tomó el camisón con cuidado. No vio que nada se escabullera de su interior. Lo sacudió una y otra vez, pero ni un solo bicho cayó de él. En cambio, si cayó otra cosa. Titiló un segundo bajo la luz de la vela y al dar contra el suelo hizo un ruidito metálico.

Sólo entonces escuchó Alvin Júnior las risas contenidas del otro lado de la pared. Ay, se la hicieron, claro que se la hicieron. Se sentó sobre el borde de la cama, retirando alfileres de su camisón y clavándolos en la esquina inferior del colchón. Jamás pensó que pudieran estar tan enojadas como para arriesgarse a perder uno solo de los valiosos alfileres de Mamá con tal de vengarse de él. Pero ya lo sabía para otra vez. Las niñas jamás tenían en cuenta el deber de jugar limpio, como sí hacían los varones. Cuando un chico te arrojaba al suelo durante una pelea, o bien saltaba sobre ti o bien esperaba a que te pusieras nuevamente en pie, y en ambos casos ambos quedaban mano a mano. Pero Al había aprendido con sangre que las niñas te patean cuando estás en el suelo y se abalanzan sobre ti cada vez que se les presenta la ocasión. Cuando pelean, las anima el afán de concluir la contienda tan pronto les sea posible. Así no tenía gracia.

Como esa noche. No era un castigo justo. Él sólo le había enterrado un dedo en el trasero, y en cambio ellas lo llenaban de alfileres de pies a cabeza. En un par de lugares hasta lo habían dejado sangrando los alfileres de marras. Y

Alvin se imaginaba que Matilda ni siquiera debía tener un morado, aunque bien deseó que lo tuviera.

Alvin no era ruin, no señor. Pero estaba sentado allí, a los pies de su cama, quitando alfileres de su camisón, y no pudo menos que reparar en las cucarachas que iban y venían por entre las hendijas del suelo. No pudo sino imaginarse qué podría pasar si a todas esas cucarachas se les ocurría ir de visita a determinada habitación llena de risitas.

De modo que se puso en cuclillas, dejó la vela en el suelo y comenzó a murmurar a las cucarachas, del mismo modo que lo había hecho ese día en que sellaron su pacto de paz. Comenzó a hablarles de suaves sábanas primorosas, y de piel suave y tersa sobre la cual trepar, y sobre todo de la funda de satén de Matilda, la que iba sobre la almohada de plumón. Pero no parecieron dar mucha importancia nada de eso. Hambre. Lo único que tienen es hambre, pensó Alvin. Sólo saben de comida. De comida y de miedo.

Conque les habló de comida, de la comida más deliciosa que hubiesen probado jamás. Las cucarachas se congregaron para escuchar, pero ninguna trepó sobre él, lo cual se avenía a los términos del pacto. Toda la comida que deseéis, sobre esa suave piel rosada. Y será algo seguro. No hay nada que temer, nada de qué preocuparos, sólo tenéis que ir hasta allí y encontraréis la comida sobre esa suave piel tersa y rosada.

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