Esto era el fin de todo el universo, el fin de lo único seguro: su Mamá hablaba de dejar de estar con Papá. Quedó tendido sobre la cama, mientras toda clase de pensamientos bailoteaban en su mente con tal velocidad que no pudo asir ninguno de ellos y, finalmente, en medio de semejante confusión, no hubo otra cosa que hacer sino dormir.
Por la mañana pensó que tal vez hubiese sido un sueño. Que debía ser un sueño. Pero en el suelo de su habitación, a los pies de la cama, había nuevas manchas de sangre frescas, allí donde había chorreado la herida del Hombre Refulgente, de modo que no podía tratarse de un sueño. Y tampoco lo era la discusión de sus padres. Papá lo detuvo después del desayuno y le dijo:
—Hoy te quedas aquí conmigo, Al. La expresión del rostro de Mamá le dijo, más claro imposible, que todo lo de la noche anterior seguía en pie.
—Quiero ir a ayudar a la iglesia —dijo Alvin Júnior—. Y no tengo miedo de ninguna viga.
—Hoy te quedarás aquí conmigo. Me ayudarás a construir algo. —Papá engulló saliva y dejó de mirar a Mamá—. Esa iglesia necesitará un altar, y supongo que podremos armar uno bien bonito que vaya dentro apenas terminen el tejado y las paredes. —Papá dirigió a Mamá una sonrisa que le dio escalofríos al pequeño Alvin—. ¿Crees que a ese predicador le agradará?
Eso tomó a Mamá de sorpresa, no cabía duda. Pero ella no era de las que daban por concluida una pelea sólo porque el otro asestaba un buen golpe.
Alvin Júnior lo sabía muy bien.
—¿Qué puede hacer el niño? —preguntó—. No es carpintero.
—Tiene buen ojo —aseguró Papá—. Si sabe remendar y repujar cuero podrá hacer algunas cruces sobre el altar. Le darán un bello aspecto.
—Mesura es mejor tallador—intervino Mamá.
—Entonces haré que el niño grabe las cruces a fuego. —Papá posó su mano sobre la cabeza del pequeño Alvin—. Aunque se quede sentado aquí todo el día a leer la Biblia, el niño no irá a esa iglesia hasta que esté puesto el último banco.
La voz de Papá fue tan dura que podía haber esculpido las palabras sobre la roca. Mamá miró a Alvin Júnior y luego a Alvin Sénior. Finalmente, les dio la espalda y comenzó a llenar la cesta con la comida para los que irían a la iglesia.
Alvin Júnior salió. Afuera, Mesura enganchaba los caballos, y Previsión y Moderación cargaban en la carreta unos listones para el tejado de la iglesia.
—¿Piensas poner los pies en la iglesia otra vez? —preguntó Moderación.
—Podríamos arrojarte troncos a la cabeza para que los partas en dos —dijo Previsión. —No voy —repuso Alvin Júnior. Previsión y Moderación cambiaron una mirada que lo decía todo.
—Vaya, qué lástima —dijo Mesura—. Pero cuando Mamá y Papá se tratan con frialdad es como si cayera una tormenta de nieve sobre todo el valle de Wobbish. —Hizo un guiño a Alvin al igual que la noche anterior, cuando se había metido en tantos problemas.
Ese guiño dio ánimos a Alvin para hacer una pregunta que normalmente jamás habría expresado en voz alta. Se acercó a Mesura para que sus palabras no fueran escuchadas por los demás. Mesura comprendió la intención del niño y se agachó al lado de la rueda de la carreta para poder oírlo.
—Mesura... si Mamá cree en Dios y Papá no, ¿cómo sé cuál tiene razón?
—Creo que Papá cree en Dios —dijo Mesura.
—Pero ¿y si no? Eso es lo que me pregunto. ¿Qué debo hacer cuando Mamá dice una cosa y Papá dice otra?
Mesura comenzó a dar una respuesta para salir del paso, pero se detuvo.
Alvin vio en su rostro que había resuelto hablar en serio. Algo verdadero, en lugar de algo fácil.
—Al, debo decírtelo: ojalá lo supiera. A veces me imagino que nadie sabe nada.
—Papá dice que uno sabe lo que ve con los ojos. Mamá dice que uno sabe lo que siente con el corazón.
—¿Y tú? ¿Qué dices? —¿Cómo saberlo? Sólo tengo seis años... —Yo tengo veintidós, Alvin. Soy un hombre y sigo sin saberlo. Me figuro que ni Ma ni Pa lo saben tampoco.
—Bueno, pero si no lo saben, ¿por qué se enfadan tanto entonces?
—Ah... eso es lo que significa estar casado. Uno pelea continuamente, pero nunca por lo que uno cree estar peleando.
—¿Y entonces por qué pelean en realidad? Esta vez, Alvin vio exactamente lo opuesto. Mesura pensó en decirle la verdad, pero cambió de idea. Se levantó cuan largo era y acarició el cabello de Alvin. Para el niño, eso era una señal segura de que algún mayor le diría una mentira, como siempre hacen con los pequeños, como si los niños no merecieran escuchar la verdad.
—Pues bien, calculo que pelean para escucharse hablar.
La mayoría de las veces Alvin escuchaba las mentiras de los mayores y no decía nada al respecto. Pero esta vez se trataba de Mesura, y no le agradaba que Mesura en particular le mintiera.
—¿Cuántos años tendré que tener para que me digas la verdad?
Los ojos de Mesura se encendieron de ira durante un instante. A nadie le agrada que le llamen mentiroso. Pero luego sonrió, con mirada penetrante y comprensiva.
—Te la diré cuando tengas edad suficiente para adivinarla por ti mismo —repuso—, pero cuando seas joven todavía, de forma que pueda servirte de algo.
—¿Y eso cuándo será? —exigió Alvin—. Quiero que me digas la verdad ahora, siempre.
Mesura se acuclilló nuevamente.
—No siempre puedo hacerlo, Al, porque a veces podría dolerte. A veces tendría que explicarte cosas que no sé cómo explicar. A veces hay cosas que se saben a fuerza de vivir el tiempo suficiente...
Alvin se enfureció y no se molestó en ocultarlo.
—No te enfades tanto conmigo, hermanito. No puedo decirte ciertas cosas porque yo mismo no las sé, y eso no es mentir. Pero puedes estar seguro de esto. Si puedo decirte algo, lo haré, y si no puedo, te lo diré, y no fingiré delante de ti.
Eso era lo más justo que un mayor le hubiese dicho jamás, e hizo brillar la mirada de Alvin.
—¿Me das tu palabra, Mesura?
—Te doy mi palabra. O cumplo, o muero. Puedes estar seguro de eso.
—No lo olvidaré, tenlo en cuenta. —Alvin recordó el juramento que había hecho al Hombre Refulgente la noche anterior—. Yo también sé cumplir mis promesas.
Mesura se echó a reír y acercó a Alvin para estrecharlo contra sus hombros.
—Eres malo como Mamá —le dijo—. Nunca te das por vencido.
—No puedo ser de otra manera —repuso Alvin—. Si comienzo a creerte, ¿cómo sabré cuándo no hacerlo?
—Nunca dejes de creerme —respondió Mesura.
Entonces Calma apareció montado en su vieja yegua, Mamá salió con la cesta de la comida, y partieron todos los que debían partir. Papá llevó a Alvin al granero y, en menos de lo que canta un gallo, Alvin ya estaba ayudando a perforar tablones, y sus maderas quedaban tan bien unidas como las de Papá. A decir verdad, quedaban mejor que las de su padre, puesto que Al podía emplear en ello su don, ¿o no? Ese altar era de todos, así que podía calzar las tablas con tal firmeza que jamás se separaran, ni en las junturas ni en ninguna parte. Alvin incluso pensó en hacer que las uniones de Papá quedaran firmes como las de él, pero cuando lo intentó, descubrió que Papá también tenía algo de ese don. La madera no se unía para formar una pieza continua, como sabía hacer Alvin, pero quedaba muy firme, sí señor, conque no había necesidad de reparar nada.
Papá no dijo mucho. No hacía falta. Ambos sabían que Al Júnior tenía el don de hacer que las cosas encajaran bien, al igual que su Papá. Hacia la hora del crepúsculo, el altar estaba construido y lustrado. Lo dejaron secar y se marcharon caminando hacia la casa, la mano de Papá firme sobre el hombro de Alvin. Andaban juntos como si ambos fueran parte del mismo cuerpo, tan suave y sereno era su andar, como si la mano de Papá hubiera crecido en el mismo cuello de Alvin. El niño sentía los latidos en los dedos de su padre y sabía que ambos pulsos latían al compás.
Cuando entraron, Mamá estaba preparando el fuego. Se volvió a contemplarlos.
—¿Cómo ha ido? —quiso saber.
—Es la caja más bien hecha que he visto en mi vida—repuso el pequeño.
—Hoy en la iglesia no hubo un solo accidente —comentó ella.
—Aquí también todo anduvo de perilla —dijo Papá.
Alvin Júnior no pudo explicarse por qué las palabras de Mamá parecieron decir no me iré a ninguna parte, y las de Papá, quédate conmigo para siempre.
Pero supo que no se equivocaba al sentir así, pues en ese mismo momento Mesura levantó la vista desde donde estaba, tumbado ante el fuego, y lanzó un guiño que sólo Alvin pudo ver.
El reverendo Thrower se permitía pocos vicios, pero uno de ellos era el de comer con los Weaver los viernes por la noche. Cenar, sería más correcto decir, pues los Weaver eran comerciantes y artesanos, y no se detenían a mediodía más que para tomar apenas un bocadillo. Lo que hacía regresar a Thrower cada viernes no era la cantidad sino la calidad de la comida. Se decía que Eleanor Weaver podía tomar una vieja cepa de árbol y darle el sabor de un guisado de liebre. Y tampoco era sólo la comida; Soldado de Dios Weaver era un hombre conocedor de la Biblia, que frecuentaba la iglesia y con el cual podía conversarse a un nivel superior. No tan elevado como el de los clérigos instruidos, pero en esas tierras salvajes era lo mejor a que podía aspirar.
Solían cenar en la trastienda de los Weaver, que era en parte cocina, en parte taller y en parte biblioteca. Eleanor revolvía el perol de vez en cuando, y el aroma del guiso de venado y del pan recién horneado se entremezclaba con el de la tinaja donde fabricaban jabón y el de la parafina con que hacían velas en ese mismo lugar.
—Verá, somos un poco de todo —había dicho Soldado de Dios la primera vez que el reverendo Thrower los visitó—. No hacemos nada que los demás granjeros de la zona no puedan hacer por sí mismos, pero lo hacemos mejor, y al comprarnos a nosotros se ahorran horas de trabajo que pueden emplear en roturar la tierra y cultivar mayores extensiones.
La tienda, en la parte anterior, estaba colmada de estantes hasta el techo, y los estantes rebosaban de productos variados traídos en carretas desde las localidades del este. Tela de algodón de las ruecas y los telares a vapor de Irrakwa, vajilla de peltre, cazos y ollas de hierro de las fundiciones de Pensilvania y Suskwahenny, fina cerámica y alacenas y cajas de los alfareros y carpinteros de Nueva Inglaterra, y hasta unos pocos sacos de valiosas especias traídas de Nueva Ámsterdam desde el Oriente.
Soldado de Dios Weaver había confesado una vez que la mercancía le había costado los ahorros de toda su vida y que no era muy probable que prosperara en esa tierra de escasa población. Pero el reverendo Thrower advertía que a su tienda iba y venía un flujo constante de carretas provenientes del Wobbish inferior y del Tippy-Canoe, y hasta algunas del oeste, de la región del río Ruidoso.
Ahora, mientras aguardaban a que Eleanor los llamara a comer el guisado de venado, el reverendo Thrower le formuló una pregunta que venía acosándolo desde hacía cierto tiempo.
—He visto lo que se llevan sus clientes —comenzó el reverendo Thrower— y no puedo atinar a responderme con qué le pagan. Nadie anda con dinero contante y sonante por este lugar, y no creo que puedan dar en trueque nada que después quieran comprarle a usted en el este...
—Me pagan con carbón y leña, con ceniza y buena madera, y desde luego, con comida para Eleanor y para mí... y para el que viene en camino. —Eleanor estaba más gruesa. Pronto daría a luz y sólo un tonto podía no darse cuenta—. Pero principalmente pagan con crédito —concluyó Soldado de Dios.
—¡Crédito! ¿A granjeros que pueden perder el cuero cabelludo a manos de cualquier piel roja, que lo cambiará por licor o mosquetes el próximo invierno en Fort Detroit?
—Se habla mucho más de estos cueros cabelludos de lo que hay en realidad
—respondió Soldado de Dios—. Los pieles rojas de esta región no son idiotas.
Saben lo que ocurrió en Irrakwa, saben que ahora tienen su sitio en el Congreso de Filadelfia al lado de los hombres blancos, y que tienen mosquetes, caballos, granjas, campos y pueblos como los hay en Pensilvania, Suskwahenny o Nueva Orange. Conocen a los cherriky de los Apalaches y saben que hoy cultivan la tierra y luchan del lado de los rebeldes blancos de Tom Jefferson para que su país sea independiente del rey y de los caballeros.
—Tal vez también hayan reparado en el flujo constante de embarcaciones que llegan por el Hio y en las carretas que marchan hacia el oeste, y en los árboles derribados, y en las cabañas de troncos que se construyen...
—Admito que tiene parte de razón, reverendo —dijo Soldado de Dios—. Me figuro que los pieles rojas pueden optar por uno de los dos caminos. Por matarnos a todos, o por tratar de asentarse y vivir entre nosotros. Vivir junto a nosotros no les será fácil precisamente: no están acostumbrados a la vida de pueblo, que es el modo natural en que vivimos los hombres blancos. Pero luchar contra nosotros deberá resultarles peor, pues si lo hacen acabarán muertos. Tal vez piensen que si matan hombres blancos podrán disuadir a los demás de venir. No saben lo que ocurre en Europa, ni saben que el sueño de tener tierras propias hará que muchos hombres atraviesen millas y millas para trabajar más duro que nunca antes en su vida, y para enterrar hijos que podrían haber vivido en la tierra natal, y para arriesgarse a que un día un hacha les parta la cabeza y todo porque es mejor ser un hombre independiente que tener que servir a algún señor. Salvo a Nuestro Señor...
—¿Y eso es lo que ocurre con usted? —preguntó Thrower—. ¿Lo arriesga todo por tierras?
Soldado de Dios miró a su esposa Eleanor y sonrió. Thrower notó que la mujer no le devolvía la sonrisa, pero también advirtió que tenía unos ojos hermosos y profundos, como si conociera secretos que la obligaran a ser grave aun cuando en su corazón sintiera gozo.
—No tierras como las que quieren los granjeros. No soy campesino para que lo sepa. Hay otras formas de poseer tierras —repuso Soldado de Dios—. Verá, reverendo Thrower, les doy crédito ahora porque creo en este país. Cuando vienen a comerciar conmigo, hago que me digan los nombres de todos sus vecinos, y trazo mapas rudimentarios de las granjas y arroyos donde viven, y de los caminos y ríos que cruzan durante su trayecto hasta aquí. Hago que lleven las cartas que escriben otros, y escribo cartas para ellos y las embarco hacia el este, con destino a los que han dejado atrás. Sé dónde están todos, y sé todo lo que hay a lo largo de todo el Wobbish superior y de la región del río Ruidoso, y sé cómo llegar hasta allí. El reverendo Thrower sonrió. —En otras palabras, hermano Soldado de Dios, usted es el gobierno.