El camino se veía surcado por huellas de carretas, lo cual era indicio de que se usaba a menudo, y en los sitios bajos estaba reforzado con rieles que formaban un buen camino de rollizos para que las carretas no se hundieran en el suelo empapado por las lluvias. De modo que esto pensaba convertirse en un pueblo... La inmensa iglesia tal vez no hablara de un espíritu abierto, sino más bien de ambición. Ése era el peligro de juzgar las cosas, pensó Truecacuentos. Cada efecto tiene cientos de causas posibles, y cada causa, cientos de efectos posibles. Se le ocurrió anotar ese pensamiento, pero se decidió por lo contrario. No había más huellas en él que las de su propia alma. No había trazas del cielo ni del infierno. Y esto le permitió saber que no había sido un regalo. Era un pensamiento forzado por sí mismo. De modo que no podía tratarse de una profecía, ni tampoco ser cierto.
El camino terminaba en un ejido cercano a un río. Truecacuentos lo supo por el olor a agua presurosa. Tenía buen olfato. Alrededor del ejido había varias construcciones dispersas, la más grande de las cuales era un edificio encalado de dos pisos, con tinglado y un pequeño letrero que decía «Weaver's».
Ahora bien, cuando una casa tenía un cartel sobre su fachada, Truecacuentos lo sabía, por lo general era que su dueño deseaba que las gentes reco-nocieran el lugar aun cuando nadie les hubiera señalado el camino, lo cual es lo mismo que decir que la casa estaba abierta a los extraños. Truecacuentos se acercó sin vacilar y golpeó la puerta.
—¡Un minuto! —se escuchó un grito desde adentro.
Truecacuentos aguardó en el patio delantero. En un extremo había varias cestas colgantes, de las cuales pendían las largas hojas de diversas hierbas.
Truecacuentos reconoció muchas de ellas: se empleaban en variadas artes, tales como la curación, el recuerdo, el hallazgo de cosas perdidas o para sellar recipientes. Y vio que las cestas estaban dispuestas de tal modo que, vistas desde un punto cercano a la base de la puerta, formaban un conjuro perfecto.
En realidad, el efecto era tan pronunciado que Truecacuentos se puso en cuclillas y finalmente se tendió sobre el patio para apreciarlo debidamente.
Los colores pintarrajeados en las cestas, exactamente en los puntos apropiados, revelaban que no se trataba de una disposición accidental. Era un exquisito conjuro para la protección, orientado hacia la salida principal.
Truecacuentos trató de pensar por qué razón alguien pondría un conjuro tan poderoso y a la vez buscaría ocultarlo. Pues Truecacuentos era probablemente la única persona capaz de sentir la oleada de poder que emitía algo tan pasivo como un conjuro y así detectarlo.
Todavía estaba echado en el suelo, pensando en este enigma, cuando la puerta se abrió y asomó un hombre.
—Veo que está muy cansado, desconocido...
Truecacuentos se puso de pie de un salto.
—Admiraba la disposición de sus hierbas. Es un verdadero jardín aéreo, señor.
—Es de mi esposa —dijo el hombre—. Siempre anda ocupada con sus plantas.
Tienen que estar de ese modo...
¿Se encontraba ante un mentiroso? No, decidió Truecacuentos. No trataba de ocultar el hecho de que las cestas formaban un conjuro y que las hojas colgantes se entrelazaban de determinada manera. Sencillamente lo ignoraba. Alguien... probablemente su esposa, si éste era su jardín, había erigido una protección para ese hogar, y el esposo ni siquiera lo sospechaba.
—Me parece muy bonito —comentó Truecacuentos.
—Me preguntaba cómo podía ser que alguien hubiese llegado hasta aquí sin que escuchara la carreta ni los caballos. Pero por lo que veo, ha venido a pie.
—Así es, señor —repuso Truecacuentos.
—Y en su petate no parece haber gran cosa para vender...
—No vendo cosas, señor.
—¿Qué entonces? ¿Qué puede venderse que no sea una cosa?
—Trabajo, por ejemplo —respondió Truecacuentos—. Trabajo a cambio de comida y albergue.
—Ya es usted mayorcito para andar vagabundeando.
—Nací en el cincuenta y siete, conque todavía me quedan diecisiete años hasta que se me acabe la cuerda. Además, tengo un par de dones...
De inmediato el hombre pareció alejarse. No físicamente, sino con la mirada.
Dijo:
—Mi esposa y yo nos las arreglamos bien con nuestro propio trabajo aquí, dado que nuestros hijos son pequeños aún. No necesitamos ayuda.
Ahora, detrás de él había una mujer, una joven todavía fresca y de cutis terso, aunque a la vez grave. Tenía un pequeño en sus brazos. Le habló al marido:
—Soldado de Dios, tenemos suficiente para dar de comer a uno más esta noche...
Al oír eso, el rostro del hombre se obstinó.
—Mi esposa es más generosa que yo, desconocido. Se lo diré sin rodeos.
Usted habló de tener ciertos dones y, según mi experiencia, eso significa que cree ejercer poderes ocultos. Y no pienso albergar tales blasfemias en una casa cristiana.
Truecacuentos lo miró con dureza, y luego sus ojos se atemperaron al reposar sobre la mujer. Conque así eran las cosas en esa casa: la esposa haciendo todos los conjuros y hechizos que pudiera ocultar a su esposo y él rechazando de plano la menor señal de encantamientos. Truecacuentos se preguntó qué llegaría a suceder con la mujer si el marido se enteraba de la verdad. El hombre —¿Soldado de Dios? —no parecía ser de los capaces de asesinar, pero nunca podía saberse cuánta violencia podía bullir por las venas de un hombre cuando su ira se desbordaba.
—Comprendo su cautela, señor.
—Sé que usted mismo lleva protecciones —dijo Soldado—. ¿Un hombre solo, a pie todo el camino a través de la espesura? El hecho de que aún conserve el cabello sobre el cráneo da cuenta de que ha sabido ahuyentar a los pieles rojas...
Truecacuentos sonrió y se quitó el sombrero, para mostrar su calva coronilla.
—¿Es una verdadera protección cegarlos con el reflejo glorioso del sol?
—preguntó—. No cobrarán botín por esta calva.
—A decir verdad —comentó Soldado—, los pieles rojas de esta región son más pacíficos que los demás. Ese profeta tuerto ha construido una ciudad para ellos al otro lado del Wobbish, donde les enseña a no beber alcohol.
—Ése es buen consejo para cualquier hombre —dijo Truecacuentos. Y pensó:
«Un piel roja que se hace llamar profeta...»—. Antes de marcharme de este sitio debo conocer a ese hombre y cambiar unas palabras con él.
—Pero él no hablará con usted —respondió Soldado—. No hasta que cambie el color de su piel. No ha hablado con un hombre blanco desde que tuvo su primera visión, años atrás.
—¿Me matará si lo intento?
—No creo. Enseña a su gente a no matar hombres blancos.
—Ése también es un buen consejo —estimó Truecacuentos.
—Será bueno para los blancos, pero no creo que dé el mejor resultado con los pieles rojas. Hay tipos como ese que se hace llamar gobernador Harrison, en Ciudad Cartago, que sólo busca perjudicar a los indios, sean pacíficos o no...
—La hostilidad no había desaparecido del rostro de Soldado, pero de todas formas siguió hablando, y con sinceridad, Truecacuentos tenía gran confianza en los hombres que abren su corazón a todos, hasta a los desconocidos, incluso a los enemigos—. De todas formas —prosiguió Soldado—, no todos los pieles rojas creen en el mensaje de paz del Profeta. Hay otros que siguen a Ta-Kumsaw y que están causando problemas en el Hio, y muchos pobladores no ven otra salida que trasladarse al norte, a la región superior del Wobbish.
De modo que no le faltarán casas dispuestas a acoger a un mendigo.
También puede dar las gracias a los pieles rojas por eso.
—No soy ningún mendigo, señor —se defendió Truecacuentos—. Como le dije, deseo trabajar.
—Con dones y poderes ocultos, sin duda...
La hostilidad del hombre era claramente el extremo opuesto del aire gentil y acogedor de la esposa.
—¿Cuál es su don, señor? —preguntó ella—. A juzgar por su modo de hablar, usted es un hombre instruido. ¿No será maestro, verdad?
—Mi don está en mi nombre —dijo Truecacuentos—. Estoy dotado para contar cuentos...
—¿Para inventar cuentos? Aquí a esas personas las llamamos embusteras.
—Cuanto más trataba la mujer de mostrarse amigable con Truecacuentos, más frialdad dejaba traslucir el marido.
—Mi don es recordar historias. Pero sólo cuento las que creo verdaderas, señor. Y no es fácil convencerme. Si usted me cuenta su historia, yo le cuento la mía y ambos nos enriquecemos con el intercambio, puesto que ninguno pierde lo que tenía al comienzo.
—No tengo historias que contar—atajó Soldado de Dios, aunque ya había contado una sobre el Profeta y otra sobre Ta-Kumsaw.
—Qué mala noticia. Si es así, no he dado con la casa indicada. —Truecacuentos veía que no era la casa apropiada para él, sin duda. Aunque Soldado cediera y lo dejara quedarse, estaría rodeado de sospechas y Truecacuentos no sabía vivir en un lugar donde la gente se empeñaba en ponerle mala cara—. Tengan ustedes buenos días.
Pero Soldado de Dios no pensaba dejarlo marchar tan fácilmente. Tomó las palabras de Truecacuentos como un desafío.
—¿Por qué mala noticia? Llevo una vida común y tranquila.
—La vida de un hombre nunca es común para él mismo —dijo Truecacuentos—. Y si dice que lo es, en ese caso es una historia de las que nunca he de repetir.
—¿Me está llamando mentiroso? —exigió saber Soldado.
—Le pregunto si conoce algún lugar donde mi don sea bien acogido.
Soldado de Dios no lo vio, pero Truecacuentos sí: la mujer hizo un conjuro tranquilizador con los dedos de la mano derecha y con la izquierda tomó a su marido de la muñeca. Lo hizo con suavidad, y sin duda el esposo debía estar acostumbrado a ello, pues se relajó notoriamente mientras ella daba un paso adelante para responder.
—Amigo, si toma la senda que va por detrás de esa colina, la sigue hasta el final y cruza dos arroyos, ambos atravesados por puentes, llegará a la casa de Alvin Miller, y sé que allí lo aceptarán.
—Hum —dijo Soldado de Dios.
—Gracias —repuso Truecacuentos—. Pero, ¿cómo puede estar tan segura?
—Le dejarán quedarse cuanto tiempo desee y jamás le rechazarán mientras usted se muestre dispuesto a colaborar.
—Dispuesto siempre estoy, señora —adujo Truecacuentos.
—¿Siempre está dispuesto? —dijo Soldado—. Nadie está siempre dispuesto.
Pensé que siempre decía la verdad.
—Siempre digo lo que creo. Si es verdad o no, no puedo saberlo más que cualquier otro hombre.
—Entonces, ¿por qué me llama «señor» si no soy caballero, y por qué le dice «señora» a ella, que es tan plebeya como yo?
—¿Por qué? Pues porque no creo en los señores que nombra el rey. Él nombra caballero a alguien porque le debe un favor, ya se trate de un verdadero señor o no. Y todas sus mujeres son llamadas «damas» por lo que hacen bajo las sábanas reales. Así se utilizan las palabras entre caballeros: la mitad de las veces son mentira. Pero su esposa, señor, se comportó como una verdadera dama, donosa y hospitalaria. Y usted, señor, como un verdadero caballero, al proteger su casa de los peligros que más teme.
Soldado de Dios se echó a reír en alta voz.
—Su charla es tan almibarada que apuesto a que debe llenarse el buche de sal cada media hora para quitarse de la boca el sabor dulce...
—Es mi don —dijo Truecacuentos—. Pero puedo hablar de otros modos, no precisamente dulces, cuando corresponde. Buenas tardes a usted, y a su esposa, y a sus hijos, y a su casa cristiana.
Truecacuentos caminó hacia el prado del ejido. Las vacas no repararon en él, porque de veras llevaba una protección, si bien no de la clase que Soldado podría haber reconocido. Truecacuentos se sentó un rato al sol para calentarse los sesos y ver si le venía algún pensamiento. Pero no dio resultado. Casi nunca tenía un pensamiento que valiese la pena después de mediodía. Como decía el proverbio: «Piensa por la mañana, actúa al mediodía, come por la tarde, duerme por la noche.» Ya era demasiado tarde para pensar. Y demasiado temprano para comer.
Se encaminó hacia el sendero que conducía a la iglesia, que quedaba detrás del prado comunal, sobre una colina de considerables dimensiones. Si fuera un verdadero profeta, se dijo, ya sabría las cosas. Sabría si me he de quedar aquí un día, una semana o un mes. Sabría si Soldado será mi amigo, como espero, o mi enemigo, como temo. Sabría si su esposa se liberará algún día para poder usar sus poderes abiertamente. Sabría si he de encontrarme con ese Profeta piel roja frente a frente.
Pero eran tonterías. Esa visión podía tenerla una tea. Había visto hacerlo antes, no pocas veces, y le llenaba de espanto, pues sabía que nunca era bueno para un hombre saber demasiado sobre lo que el futuro le deparaba.
No, el don que él quería era el de la profecía. Ver, no las nimiedades de los hombres y mujeres ocultos en sus madrigueras del mundo, sino el gran flujo de acontecimientos dirigidos por Dios. O por Satán. Truecacuentos no se refería a uno u otro en particular, pues ambos tenían idea clara de lo que planeaban hacer en el mundo, y por ello cualquiera de los dos podía saber un par de cosas sobre el futuro. Desde luego, sería más agradable escuchar la palabra de Dios. Las señas del demonio que había conocido en su vida, hasta ese momento, habían sido todas dolorosas, cada una a su propio modo.
La puerta de la iglesia estaba abierta. Era un día templado, para ser otoño, y Truecacuentos entró acompañado por el zumbido de las moscas. Por dentro, la iglesia era tan bonita como por fuera. Sin duda debía de ser de rito escocés, pero así estaba mejor: un sitio luminoso y aireado, con paredes blancas y ventanas de vidrios coloreados. Hasta los bancos y el pulpito eran de madera clara. Lo único oscuro de todo el recinto era el altar. Naturalmente, su atención se dirigió hacia él. Y como tenía un don para ese tipo de cosas, vio huellas de un contacto líquido sobre su superficie.
Caminó lentamente hacia el altar. Hacia él, pues tenía que saberlo con certeza. Lentamente, pues en una iglesia cristiana no debía haber esa clase de cosas. Pero al acercarse no le quedaron dudas. Era la misma huella que había visto en el rostro de ese hombre de Dekane que torturó a sus hijos hasta que murieron y echó la culpa a los pieles rojas. La misma huella que había visto en la espada que decapitó a George Washington. Era como una delgada película de agua inmunda, invisible a menos que uno mirara desde cierto ángulo y bajo determinada luz. Pero para Truecacuentos siempre era visible: tenía ojo para eso.