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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (10 page)

Y allí tendido, Alvin volvió a sentir que la luz se apoderaba de la habitación.

Pero esta vez no provenía de una sola fuente. Ni tampoco del Hombre Refulgente. Esta vez, al abrir los ojos comprendió que la luz partía de su propio cuerpo. Sus propias manos brillaban, su rostro debía estar brillando, como antes lo había hecho el Hombre Refulgente. Apartó las sábanas y vio que todo su cuerpo destellaba de luz, con tal resplandor que apenas podía tolerar el reflejo en los ojos, aunque en verdad casi no podía tolerar la visión de ninguna otra cosa. ¿Soy yo?, se preguntó.

No. No soy yo. Estoy brillando de este modo porque yo también debo hacer algo. Así como el Hombre Refulgente hizo algo por mí, también yo tengo algo que hacer. ¿Pero para quién debo actuar?

Y allí apareció el Hombre Refulgente, nuevamente a los pies de su cama, pero esta vez ya no brillaba. Al Júnior se dio cuenta de que el hombre le resultaba conocido. Era Lolla-Wossiky, ese indio tuerto y borracho que se había hecho bautizar días atrás y que aún vestía las ropas de hombre blanco que le habían dado cuando se convirtió al Cristianismo. Ahora que la luz brillaba dentro de sí, Alvin lo veía de otro modo. Supo que no era el alcohol lo que envenenaba a ese pobre piel roja, y que no era la pérdida de su ojo lo que lo baldaba. Era algo mucho más oscuro, que crecía dentro de su cabeza como un túmulo enmohecido.

El piel roja dio tres pasos y se puso de rodillas al lado del lecho, con el rostro muy cerca de los ojos de Alvin. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué debo hacer?

Por primera vez, el hombre abrió los ojos y habló.

—Haz que todas las cosas sean íntegras y enteras —dijo.

Un segundo después, Al Júnior reparó en que el hombre había hablado en su idioma indio... en shaw-nee, según recordaba por lo que habían dicho los mayores cuando lo bautizaron. Pero Al lo comprendió al derecho y al revés como si lo hubiese dicho en el mismo inglés del Lord Protector. Haz que todas las cosas sean íntegras y enteras.

Pues bien, ése era el don de Al, ¿o no? Reparar cosas, dejar las cosas del modo en que cabía esperar que estuvieran. Pero, vaya problema, apenas comprendía cómo lo hacía y, sin duda alguna, no tenía idea de cómo arreglar algo vivo.

Aunque tal vez no fuese necesario comprender. Quizá sólo tuviera que actuar.

Levantó la mano, la extendió con todo cuidado y la posó sobre la mejilla de Lolla-Wossiky, debajo del ojo inútil. No, no estaba bien. Levantó su dedo hasta que tocó el párpado hundido donde debía haber estado el otro ojo de piel roja. Sí, pensó. Integro y entero.

El aire estalló y saltaron chispas de luz. Al contuvo la respiración y apartó su mano.

La luz había desaparecido de la habitación. Sólo alumbraba el reflejo de la luna que entraba por la ventana. No quedaba el menor rastro del resplandor.

Era como si despertara de un sueño, del sueño más poderoso que hubiese tenido en toda su vida.

Alvin tardó un minuto en enfocar los ojos hasta poder ver. Qué va, no era ningún sueño. Allí estaba el piel roja, el que antes fuera el Hombre Refulgente. Uno no está soñando cuando a los pies de la cama hay un piel roja de rodillas, llorando por el ojo sano, y con el otro ojo, el que uno tocó...

El párpado seguía caído, hundido. El ojo no se había curado.

—No dio resultado —murmuró Alvin—. Lo siento.

Era algo vergonzoso que el Hombre Refulgente lo hubiera salvado de la perversidad más abominable y él no hubiera podido retribuirle con nada. Pero el piel roja no dijo una sola palabra de reproche. En cambio, extendió sus manazas portentosas y acercó al pequeño tomándolo por los hombros, lo besó en la frente, con fuerza y vigor, como un padre besa a su hijo, como se besa a los hermanos o los amigos de verdad el día antes de morir. Y ese beso y lo que entrañaba... amor, perdón, esperanza... Que nunca me olvide de esto, se dijo Alvin.

Lolla-Wossiky se puso de pie de un salto. Era ligero como un niño. Ya no se tambaleaba como cualquier borracho. Había cambiado, había cambiado, y entonces Alvin pensó que acaso le hubiese curado algo, hubiese arreglado algo más profundo que sus ojos. Tal vez lo hubiese curado de la fiebre del alcohol.

Pero en ese caso, Alvin supo que no había sido él, sino esa luz que brilló fugazmente en su interior. Ese fuego que lo había calentado sin llama.

El indio se acercó a la ventana, salió a la cornisa, se colgó un instante de sus manos y luego desapareció. Alvin ni siquiera oyó que sus pies se posaran sobre la tierra, tan silencioso fue. Como los gatos del granero.

¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Horas y horas? Quizá pronto amaneciera. O tal vez sólo hubieran transcurrido unos segundos desde que Ana susurró en su oído y la familia se marchó a descansar...

Pero qué importaba. Alvin ya no podía dormir. No después de todo lo que había sucedido. ¿Por qué se había acercado a él ese piel roja? ¿Qué significaría esa luz que inundó primero al indio y luego a él? No podía quedarse allí, en la cama, con semejantes preguntas. Se levantó, se cubrió con el camisón lo más rápido que pudo y se escurrió por la puerta entreabierta.

Ahora que estaba en el pasillo escuchó que alguien conversaba abajo. Mamá y Papá seguían despiertos. Al principio quiso bajar corriendo y contarles todo lo que le había pasado. Pero entonces advirtió el tono de sus voces. Irritación, miedo, preocupación. No era el mejor momento para aparecer con un relato increíble. Aunque Alvin supiera que no se trataba de un sueño, que era real, ellos lo tomarían como un sueño. Y ahora que lo pensaba bien, no podía decirles nada. ¿Qué? ¿Que había enviado las cucarachas al dormitorio de sus hermanas? ¿Les contaría lo de los alfileres, lo del dedo en el trasero, lo de las amenazas? Habría tenido que decírselo también, aunque a estas alturas Alvin sentía como si todo aquello hubiese sucedido hacía meses... años... Ahora nada de eso importaba, comparado con el juramento que había pronunciado y con lo que el futuro le depararía de allí en adelante. Pero sí les importaría a Papá y a Mamá.

Caminó de puntillas por el pasillo y bajó las escaleras sin hacer el menor ruido, hasta poder escuchar, hasta poder quedar oculto en un rincón donde no pudieran verlo.

Pero al cabo de unos minutos tampoco le importó quedar fuera de la vista.

Siguió bajando, hasta poder mirar el interior de la sala. Papá estaba sentado sobre el suelo, rodeado de madera. Al se sorprendió de que Papá todavía estuviera con eso, después del lío de las cucarachas, después de tanto tiempo. Estaba inclinado, con el rostro enterrado entre las manos. Mamá estaba de rodillas ante él, y entre ambos, los fragmentos más grandes de madera.

—Alvin está con vida —dijo Mamá—. Todo lo demás no importa nada.

Papá levantó la cabeza y la miró.

—Fue agua lo que se filtró dentro del árbol, para congelarse y luego derretirse mucho antes siquiera de que lo taláramos. Y mira que casualidad, fuimos a cortarlo justo de tal forma que no advertimos la falla en la superficie. Pero adentro estaba partido por tres lugares, como si sólo esperara el peso de la viga. Fue obra del agua...

—Del agua... —repitió Mamá con un dejo de desdén en la voz.

—Ya van catorce veces que el agua trata de matarlo.

—Los niños siempre andan metiéndose en líos...

—La vez que resbalaste sobre el suelo mojado cuando lo tenías en brazos...

La vez que David volcó el caldero de agua hirviendo. La tercera, cuando se perdió y lo encontramos junto a la orilla del río. El invierno aquel que se rompió el hielo sobre el río Tippy-Canoe...

—¿Crees que es el primer niño que se cae al agua?

—Ese agua envenenada que lo hizo vomitar sangre. El búfalo aquel, todo embarrado, que lo embistió en el valle...

—Todo embarrado... Todo el mundo sabe que los búfalos siempre andan revolcándose como los cerdos. Qué tendrá eso que ver con el agua...

Papá plantó la mano de un golpe sobre el suelo. El estampido resonó por la casa como un disparo. Sorprendió a Mamá, que por supuesto dirigió la mirada hacia la escalera, donde los niños estarían durmiendo. Alvin Júnior se escabulló fuera de la vista y aguardó a que lo enviaran de regreso a la cama.

Pero no debía haberlo visto, porque no gritó y nadie vino ras él.

Volvió a acercarse, y todavía seguían hablando de lo mismo, aunque esta vez en voz más baja.

Papá hablaba quedamente, pero los ojos le ardían como brasas.

—Si crees que esto no tiene nada que ver con el , la lunática eres tú.

Mamá estaba petrificada. Alvin Júnior conocía muy bien esa mirada de hielo.

Era lo peor que le podía suceder a Mamá. En esos momentos no había cachetes ni sermones. Sólo frialdad y silencio, y cualquier niño que recibiera de ella semejante trato comenzaba a ansiar la muerte y los tormentos del infierno, pues al menos serían un poco más cálidos.

Con Papá no permaneció en silencio, pero su voz fue terriblemente fría.

—El mismo Salvador bebió agua de la fuente del samaritano.

—De todas formas, no recuerdo que Jesús se haya caído dentro de esa fuente —fue el comentario de Papá.

Alvin Júnior recordó haberse metido en el cubo del aljibe, haber caído en la oscuridad, hasta que la cuerda se atoró en el malacate y el cubo se detuvo exactamente sobre el agua, donde sin duda habría muerto ahogado. Le habían dicho que aún no tenía dos años cuando eso sucedió, pero a veces seguía soñando con las piedras alineadas dentro del aljibe, cada vez más oscuras a medida que descendía. En sus sueños, el aljibe tenía kilómetros de profundidad y nunca terminaba de caer, hasta que por fin despertaba.

—Entonces piensa en esto, Alvin Miller, ya que crees conocer las escrituras.

Papá comenzó a protestar que no creía nada de eso.

—El diablo mismo dijo al Señor en el desierto que los ángeles cargarían a Jesús por los aires con tal de que no se lastimara el pie contra una roca.

—No veo que eso tenga que ver con el agua...

—Y, sí, evidentemente si me casé contigo por tus luces, caí como una tonta...

El rostro de Papá enrojeció.

—No me trates como a un simplón, Fe. Sé lo que sé y...

—Tiene un ángel guardián, Alvin Miller. Hay alguien que lo custodia...

—Tú y tus escrituras. Tú y tus ángeles.

—Dime entonces cómo es que tuvo catorce accidentes y ninguno pudo más que arañarle un brazo. ¿Cuántos niños llegan a los seis años sin un solo rasguño?

Entonces el rostro de Papá adquirió una expresión extraña, algo contraída, como si le resultara difícil hasta hablar.

—Sé lo que te digo: hay algo que quiere acabar con él. Lo sé.

—No sabes nada.

Papá habló con mayor lentitud aún, dejando salir las palabras como si cada una le produjese un hondo pesar.

—Lo se.

Le costó tanto hablar que Mamá siguió con sus palabras por encima de las de él.

—Si hay algún demonio conspirando para matarlo, y no es que yo lo diga, habrá un plan celestial más poderoso aún para salvarlo.

Entonces, de pronto, a Papá dejó de importarle hablar. Dejó de decir todas esas cosas difíciles y Alvin Júnior se sintió decepcionado, como cuando alguien dice fui yo antes de que lo acusen. Pero en el mismo momento en que lo pensó supo que su Papá no se rendiría tan fácilmente, a menos que una fuerza terrible le impidiera seguir hablando. Papá era un hombre fuerte. No tenía una pizca de cobarde. Y al ver a Papá tan hundido, el pequeño se asustó. Alvin sabía que Mamá y Papá hablaban de él, sabía que Papá estaba diciendo que alguien quería la muerte de Alvin Júnior y que, en el preciso momento en que Papá se disponía a dar pruebas de ello, esa misma fuerza que le daba la certeza le había impedido hablar y lo había detenido.

Alvin Júnior supo, sin que se dijera una palabra, que eso que detenía la lengua a Papá era el polo opuesto de la luz esplendorosa que lo había traspasado esa noche al igual que al Hombre Refulgente. Había algo que deseaba que Alvin fuera fuerte y bueno. Y había otra cosa que quería verlo muerto. Sea cual fuere esa cosa buena, producía visiones, podía mostrarle su pecado terrible y enseñarle cómo mantenerse apartado del mal para siempre.

Pero la cosa mala tenía el poder de cerrar la boca a Papá, de derrotar al hombre más fuerte y bueno que Alvin hubiese conocido jamás. Y eso lo atemorizó.

Papá siguió argumentando, pero su séptimo hijo varón sabía que no estaba empleando las evidencias contundentes.

—No se trata de demonios ni ángeles —adujo Papá—. Son los elementos del universo. ¿No ves que es una ofensa contra la naturaleza? En él hay un poder tal que ni tú ni yo podemos calcularlo. Tal poder que no hay parte de la naturaleza capaz de tolerarlo. Tanto poder que él mismo se protege, aun cuando no se dé cuenta de ello.

—Si hay tanto poder en ser el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, Alvin Miller, ¿dónde está tu poder entonces? Tú también eres séptimo hijo varón. Supuestamente tendrías que tener lo tuyo, pero yo no veo que descubras manantiales, ni que... —Tú no sabes lo que yo sé hacer. —Sé lo que no sabes hacer. Sé lo que no crees... —Creo en todas las cosas verdaderas. —Lo que yo sé es que todos los demás hombres están allí construyendo la hermosa iglesia comunal. Todos menos tú.

—Ese predicador es un zángano. —¿No has pensado que acaso Dios esté valiéndose de tu preciado séptimo hijo para hacer que despiertes y que surja en ti el arrepentimiento?

—¿Conque ése es el Dios en el que crees? ¿Un dios que intenta asesinar pequeñuelos para que sus papas vayan al sermón?

—El Señor ha salvado a tu hijo, como señal de su naturaleza amorosa y misericordiosa.

—El mismo amor y la misma misericordia que dejaron morir a mi Vigor...

—Pero un día de éstos su paciencia se acabará...

—Y entonces matará a otro de mis hijos.

La mujer le estampó una bofetada en pleno rostro. Alvin Júnior lo vio con sus propios ojos. Y no fue el manotazo descuidado que sacudía a sus hijos cuando molestaban o se iban de la lengua. Fue un sopapo que casi le saca la cabeza y que lo hizo despatarrarse por el suelo.

—Pues esto es lo que te digo, Alvin Miller. —Su voz era tan fría que ardía—. Si esa iglesia se termina y en ella no hay un solo fruto de tu labor, dejarás de ser mi esposo y yo dejaré de ser tu esposa.

Si hubo más palabras, Alvin Júnior no las escuchó. Salió disparado y tembloroso rumbo a su cama, aterrorizado de que alguien pudiera pensar semejante cosa, y mucho más aún, que pudiera decirla en voz alta. Esa noche había pasado demasiados sustos, miedo al dolor, miedo a morir cuando Ana lo amenazó de muerte al oído, y sobre todo miedo cuando el Hombre Refulgente se acercó hasta él y le mostró su pecado. Pero esto era otra cosa.

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