Y sí. Unas cucarachas comenzaron a deslizarse por debajo de la puerta de Alvin, y luego más y más, y finalmente salieron todas en tropel, como un ejército de caballería. Sus cuerpos lustrosos brillaban bajo la luz de la vela, guiados por su eterna hambre insaciable y sin temor porque Alvin les había dicho que no había de qué asustarse.
A los diez segundos escuchó el primer alboroto en la habitación vecina. Y al cabo de un minuto había tal batahola en toda la casa que cualquiera habría dicho que había un incendio. Las niñas gritaban, los chicos aullaban y, luego, las viejas botas impresionantes de Papá devoraban los escalones y pisoteaban cucarachas. Al estaba feliz como cerdo en el fango.
Finalmente, en el dormitorio contiguo las cosas se fueron aquietando. No tardarían en venir a fijarse en él y en Calvin, así que sopló la vela, se hundió bajo las sábanas y susurró a las cucarachas que se escondieran. Y, en efecto, ya se escuchaban los pasos de Mamá por el corredor de afuera. En el último momento, Alvin recordó que no llevaba puesto su camisón. Sacó una mano fuera para buscarlo a tientas y lo introdujo dentro de las sábanas en el preciso momento en que se abría la puerta. Se concentró en respirar como corresponde a alguien que duerme.
Los escuchó apartar las mantas de Calvin para ver si había cucarachas y temió que hicieran lo mismo en su cama. Sería una vergüenza que lo vieran durmiendo sin nada encima. Pero las niñas sabían que no podía estar dormido tan pronto después de haber sido pinchado por tantos alfileres y naturalmente temían que Alvin le contara todo a Papá y Mamá, y fue así que se apresuraron a apartarlos fuera del dormitorio antes de que tuvieran tiempo más que para acercar una vela al rostro de Alvin. Éste mantuvo el rostro absolutamente inmóvil, sin mover un párpado. La vela se apagó y las puertas se cerraron suavemente.
Pero siguió aguardando y, dicho y hecho, la puerta volvió a abrirse. Escuchó los pies desnudos sobre el suelo. Y luego sintió contra el rostro el aliento de Ana y la oyó susurrar en su oído:
—No sabemos cómo lo hiciste, Alvin Júnior, pero sabemos que fuiste tú quien mandó las cucarachas a nuestra habitación.
Alvin simuló no escuchar. Hasta se atrevió a roncar un poco.
—No me engañas, Alvin Júnior. Más te valdrá no dormir esta noche, porque si te duermes, nunca despertarás. ¿Me has oído?
Fuera, Papá decía:
—¿Dónde se ha metido Ana?
Está aquí, Papá, intentando amenazarme, pensó Alvin. Pero por supuesto, no lo dijo en voz alta. De todas formas, sólo trataba de asustarlo.
—Haremos que parezca un accidente —reveló Ana—. Tú siempre tienes accidentes, de modo que nadie pensará en un asesinato.
Pero Alvin comenzaba a creer en sus palabras.
—Nos llevaremos tu cadáver y lo arrojaremos por el pozo del retrete, y todos creerán que fuiste a hacer tus necesidades y caíste dentro.
Eso daría resultado, calculó Alvin. Ana era perfectamente capaz de tramar algo tan diabólicamente ingenioso: nadie como ella para pellizcar en secreto a los demás y estar a diez pasos de distancia cuando las víctimas gritaban. Por eso siempre llevaba las uñas tan afiladas y largas. Incluso en ese momento, Alvin podía sentir una de esas uñas filosas arañándole la mejilla.
La puerta se abrió de par en par.
—Ana —murmuró Mamá—. Sal de esta habitación en este mismo instante.
La uña dejó de arañar.
—Estaba asegurándome de que el pequeño Alvin estuviera bien. —Sus pies desnudos se alejaron del dormitorio.
Pronto las puertas se cerraron y escuchó que Papá y Mamá descendían por las escaleras.
Supo que lo más lógico sería que estuviera muerto de miedo por las amenazas de Ana, pero no era así. Había ganado la batalla. Imaginó las cucarachas trepando por encima de las niñas y se echó a reír. Epa, no debía hacer eso. Tenía que contenerse y respirar lo más tranquilo posible. Todo su cuerpo se sacudió tratando de sofocar la risa.
Había alguien en la habitación.
No oía nada, y al abrir los ojos tampoco vio a nadie. Pero sabía que alguien estaba allí. No había entrado por la puerta, de modo que tenía que haberse introducido por la ventana. Qué tontería, se dijo Alvin. Aquí no hay un alma.
Pero permaneció inmóvil, sin el menor asomo de risa, pues podía sentir que sí había alguien en su habitación. No, es una pesadilla. Sólo eso. Todavía estoy asustado por lo de los pieles rojas que me persiguen, o por las amenazas de Ana, o a saber por qué. Si cierro los ojos, desaparecerá.
La negrura de su interior tornó rosados sus párpados. En la habitación había luz. Luz brillante, como la del día. No había vela ni antorcha en el mundo que pudiera brillar así. Al abrió los ojos y todos sus temores se trocaron en pavor, pues veía ante sí lo que había temido que fuese realidad.
A los pies de su cama había un hombre de pie. Un hombre que brillaba como si estuviese hecho de luz o de sol. La luz que iluminaba la habitación provenía de su piel, de su pecho, donde su camisa estaba abierta a jirones, de su rostro y de sus manos. Y en una de esas manos, un cuchillo, un afilado cuchillo de acero. Moriré, pensó Al Júnior. Como Ana me prometió, sólo que no había forma de que sus hermanas pudiesen conjurar una aparición tan espantosa como ésa. Este brillante Hombre Refulgente había venido por sus propios medios, de eso no cabía duda, y planeaba matar a Alvin Júnior por sus propios pecados y no porque nadie se lo hubiese encomendado.
Entonces fue como si la luz del hombre atravesara la piel de Alvin y se internara dentro de él, y el temor desapareció. El Hombre Refulgente bien podía tener un cuchillo o haber entrado en la habitación sin siquiera abrir la puerta, pero no pensaba hacer daño a Alvin. Por lo que Alvin se serenó un tanto y decidió incorporarse en su cama hasta casi quedar sentado, con la espalda reclinada contra la pared, para mirar al Hombre Refulgente y ver qué haría con él.
El Hombre Refulgente tomó su brillante hoja de acero y la acercó a la otra palma de su mano. Cortó. Alvin vio que la ardiente sangre escarlata brotaba de la herida del Hombre Refulgente y corría por su brazo hasta llegar al codo, de donde comenzó a gotear hacia el suelo. Pero antes de que cayeran cuatro gotas, en su mente surgió una visión. Vio la habitación de sus hermanas, reconoció el lugar, pero esta vez había algo diferente. Las camas estaban elevadas y sus hermanas eran gigantescas, y lo único que distinguía con claridad eran pies y piernas. Luego entendió que estaba viendo la habitación con los ojos de una criatura diminuta. De una cucaracha. En su visión se arrastraba, devorado por el hambre, sin el menor temor, pues sabía que si trepaba por esos pies y esas piernas habría comida, toda la que pudiese desear. Así, subió, trepó, se arrastró, buscó. Pero no encontró nada que comer, ni una migaja. En cambio, unas manos inmensas se abalanzaron sobre él y lo barrieron de un golpe, y entonces apareció sobre su cuerpo una sombra enorme que le hizo sentir la agonía aplastante, dura, súbita de la muerte.
No una, sino muchas veces, docenas de veces, la esperanza de la comida, la confianza en que nadie le haría daño; y luego el desencanto —nada que comer, nada de nada—, y tras la desilusión, el terror, el dolor y la muerte.
Cada vida diminuta albergando esperanzas, traicionada, aplastada, derribada.
Y entonces, en su visión, él vivía y escapaba de las botas pesadas y mortíferas por debajo de las camas, por entre las rendijas de los muros. Huía de la sala de la muerte, pero ya no rumbo a la habitación segura de antaño, pues ya no era segura. De allí provenían las mentiras. Era el sitio del traidor, del mentiroso, del asesino que las había enviado a ese lugar a morir. Desde luego, en su visión no había palabras. No podía haberlas. Qué claridad podía esperarse en el cerebro de una cucaracha... Pero Al tenía palabras y pensamientos, y sabía más que cualquier cucaracha lo que ellas habían aprendido. Él les había prometido algo sobre el mundo, se lo había asegurado, pero era mentira. La muerte era algo temible, sí, mejor huir de esa habitación, pero en la otra sala había algo peor que la muerte. Allí el mundo había perdido toda compostura: era un sitio donde cualquier cosa podía suceder, donde no podía confiarse en nada, donde nada era seguro. Un sitio atroz. El peor de los sitios.
La visión concluyó. Alvin estaba allí sentado, con las manos sobre los ojos, sollozando desesperadamente. Sufrieron, gemía en silencio, sufrieron y fue por mi culpa, yo las traicioné. Y el Hombre Refulgente ha venido a mostrármelo. Hice que las cucarachas confiaran en mí, y luego las engañé y las envié a la muerte. Soy un asesino.
¡No!, ¿cómo un asesino? ¿Quién había oído decir que pudiera asesinarse a una cucaracha? Nadie podía referirse a una criatura así hablando de asesinato.
Pero qué importaba lo que el resto de la gente pudiese pensar. Al lo sabía. El Hombre Refulgente había venido a demostrarle que un asesinato era un asesinato.
El Hombre Refulgente había desaparecido. La luz ya no estaba en la habitación, y cuando Al abrió los ojos, en el cuarto sólo estaba Cally, profundamente dormido. Era demasiado tarde ya para pedir perdón. En la congoja más absoluta, Al cerró los ojos y siguió llorando un rato más.
¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Unos segundos? ¿O acaso habría dormido sin notar el transcurso del tiempo? Pero de todas formas, la luz estaba allí otra vez. Volvió a sentirla dentro de él, no a través de sus ojos, sino horadándole el corazón. La luz le hablaba en susurros, le consolaba. Alvin volvió a abrir los ojos, miró el rostro del Hombre Refulgente y esperó a que dijera algo. Pero como no hablaba, Alvin pensó que era su turno de hacerlo, y pronunció las palabras en un balbuceo tan débil que apenas podía compararse con la intensidad de sus sentimientos.
—Lo siento, jamás volveré a hacerlo. Yo... Las palabras se atoraban en su garganta, lo sabía, y su aflicción era tal que no conseguía escucharse hablar.
Pero la luz se hizo más poderosa durante un instante, y sintió que en su mente surgía una pregunta. Una pregunta sin palabras, por así decirlo, pero sabía que el Hombre Refulgente deseaba que dijera de qué se arrepentía. Y lo pensó, pero no sintió que hubiese hecho algo enteramente incorrecto. No debía ser la muerte en sí... Si uno no mataba un cerdo de tanto en tanto, seguro que acabaría muerto de hambre. Y cuando una comadreja mataba algún roedor no podía decirse que hubiera asesinado, ¿verdad?
Luego la luz volvió a invadirlo y percibió otra visión. Esta vez no fueron cucarachas. Vio la imagen de un piel roja de rodillas ante una cierva, llamándola para que se acercara a morir, Y la cierva se acercaba, temblorosa y con ojos desorbitados, como hacen los ciervos cuando tienen miedo. Sabía que iba a morir. El piel roja lanzó una flecha que se hundió trémula en la grupa de la cierva. Sus piernas flaquearon. Cayó. Y Alvin supo que en esa visión no había pecado alguno, ya que morir y matar eran parte de la vida. El piel roja estaba haciendo algo correcto, y también la cierva. Ambos actuaban según su ley natural.
Pero, si el mal que había cometido no era la muerte de las cucarachas, ¿cuál era entonces? ¿Era su poder? ¿Su don de hacer que las cosas sucedieran tal como quería, de que se rompieran en el sitio preciso, de comprender cómo debían ser las cosas y ayudarlas a que sucedieran de ese modo? Había descubierto que le resultaba muy útil para hacer y reparar todo lo que es tarea de un niño en una casa de campo donde la vida es dura. Podía unir las dos mitades de un asa partida con tal fuerza que quedaban unidas para siempre sin cola ni tachuelas. O dos pedazos rotos de cuero sin dar una puntada. Cuando él hacía un nudo en una cuerda, jamás se soltaba. Era el mismo don que había empleado con las cucarachas. Les hacía comprender cómo debían ser las cosas, y luego hacían lo que él quería. ¿Acaso este don que tenía constituía un pecado?
El Hombre Refulgente escuchó su pregunta antes de que hallara palabras con qué expresarla. Y nuevamente sintió la oleada de luz y tuvo otra visión. Esta vez se vio oprimiendo sus manos contra la piedra, y la piedra se derretía bajo su contacto, como mantequilla, hasta adquirir la forma exacta que él deseaba, suave e íntegra. Y luego caía de la ladera de la montaña y echaba a rodar. Era una esfera perfecta, una bola perfecta que crecía y crecía hasta ser un mundo, de la forma que sus manos le habían dado, con árboles y hierba sobre su faz y animales que corrían y saltaban, volaban y nadaban y reptaban y se asomaban dentro y fuera de la bola de piedra que él había creado. No, no era un poder atroz sino glorioso, si sabía usarlo.
Bueno, pero si lo que hice de malo no fue el don ni la matanza, ¿en dónde erré entonces?
Esta vez el Hombre Refulgente no le mostró nada. Esta vez Alvin no vio ningún estallido de luz ni imagen alguna. En cambio, surgió la respuesta, no del Hombre Refulgente, sino de su propio ser. En un momento se sentía tan torpe que ni siquiera podía comprender su propia perversidad, y al instante siguiente lo vio todo, más claro imposible.
No fue que las cucarachas murieran, ni que el hubiera hecho que eso sucediera. Pero sí que las hubiese hecho morir por su propio placer. Les dijo que era por su bien, pero no era así. Sólo lo hizo e beneficio propio. Más que lastimar a las cucarachas había lastimado a sus hermanas, y todo para poder tenderse en la cama muerto de risa por haber podido vengarse... .
El Hombre Refulgente escuchó los pensamientos que surcaban el corazón de Alvin, sí señor, y Al Júnior vio que de su ojo centelleante saltaba una llamarada que le acertó en el pecho. Lo había adivinado. Era eso.
Entonces Alvin hizo la promesa más solemne de toda su vida, en ese mismo momento. Tenía un don, y lo usaría, pero debería acatar ciertas reglas que estaba dispuesto a seguir aun cuando en ello le fuera la vida.
—Jamás volveré a usarlo para mí mismo —juró Alvin Júnior. Y cuando habló, sus palabras fueron como un fuego en su corazón, de tanto que ardieron.
El Hombre Refulgente desapareció una vez más.
Alvin quedó tendido bajo las sábanas, exhausto de tanto llorar, muerto de alivio. Había hecho algo malo, sin duda. Pero mientras fuera fiel al juramento que acababa de pronunciar, mientras sólo empleara su don para ayudar a los demás y jamás lo usara para ayudarse a sí mismo, sería un buen niño y no tendría de qué avergonzarse. Se sintió ligero como cuando uno sale de una fiebre, y así debía ser, pues había sido curado de la perversidad que un hechizo había sembrado dentro de él. Recordó cómo se había reído al matar por su propio placer y sintió vergüenza, pero fue una vergüenza atenuada, atemperada, pues sabía que nunca más volvería a hacer nada semejante.