—Es cosa de no creer —dijo el herrero—, pero cuando a uno no le gusta el tiempo que hace por esta zona, basta con hacer algún conjuro para que cambie...
—Pero no esta vez —repuso Alvin—. Esta tormenta nos estaba esperando.
El herrero posó su brazo sobre el hombro de Alvin y le habló con toda la suavidad de que fue capaz.
—No se ofenda, don, pero está diciendo tonterías...
Alvin se desembarazó del abrazo. —Esa tormenta y el río querían quedarse con nosotros.
—Papá —intervino David—, estás cansado y afligido. Será mejor que te tranquilices hasta que lleguemos a la casa y veamos cómo está Mamá.
—Será un varón —aseguró Papá—. Ya lo veréis. Habría sido el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.
De inmediato el herrero y los demás lo miraron atentos. Todos sabían que un séptimo hijo varón tenía ciertos dones, pero no podía haber nacimiento más poderoso que el del séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.
—Eso cambia las cosas —calculó el herrero—.
Habría nacido hidromántico, sin duda, y el agua aborrece ese don. —Los demás asintieron con aire de entendidos.
—El agua se salió con la suya—dijo Alvin—. Se salió con la suya, qué le vamos a hacer. Habría matado a Fe y al niño, si hubiera podido. Pero como no pudo, mató a mi hijo Vigor. Y ahora cuando nazca el niño, será el sexto hijo varón, pues sólo habrá cinco con vida.
—Algunos dicen que no importa si los primeros seis están vivos o no —aventuró un granjero.
Alvin nada dijo, pero sabía que eso lo cambiaba todo. Había creído que ese niño sería un prodigio, pero el río se había ocupado de que no fuera así. Si el agua no te detiene en un sentido, lo hace en otro. No debía haber esperado un hijo milagroso. El precio había sido demasiado alto. Durante el viaje no pudo ver otra cosa que a Vigor, bamboleándose entre el abrazo de las raíces, volteado por la corriente como una hoja atrapada en un remolino de polvo diabólico, mientras la sangre manaba de su boca para saciar la abominable sed del Hatrack.
La pequeña Peggy estaba de pie ante la ventana, mirando la tormenta. Podía ver todas esas chispas, especialmente una, tan intensa que era como el mismo sol. Pero alrededor de todas ellas se extendía una negrura. No, no era una negrura. Era una nada, como si fuera una parte del universo que Dios hubiera dejado inconclusa, que se agitaba en torno de esas luces como para separarlas, arrastrarlas, devorarlas.
La pequeña Peggy sabía qué era esa nada. Cuando sus ojos veían los fuegos ardientes y amarillos, también percibían otros tres colores. El naranja oscuro y rico de la tierra. El sutil gris del aire. Y el vacío negro y hondo del agua. Era el agua lo que quería destruirlos.
Jamás había visto el río tan negro, tan poderoso, tan terrible. Y en la noche, qué diminutos eran esos fuegos...
—¿Qué ves, niña? —preguntó Abuelito.
—El río se los va a llevar —dijo la pequeña Peggy
— Ojalá que no.
La pequeña Peggy se echó a llorar.
— ¡Vamos niña! — la calmó Abuelito — . No siempre es algo bueno ver tantas cosas, tan lejanas, ¿verdad?
La niña sacudió la cabeza.
— Pero tal vez no todo sea tan malo como piensas...
En ese momento, vio que uno de los fuegos se separaba del resto y se revolcaba en la oscuridad.
— ¡Oh! — exclamó, tendiendo la mano como si pudiera coger la luz y devolverla a su sitio. Pero claro que no podía. Su visión era nítida y distante, pero sus brazos no llegaban muy lejos.
— ¿Se han perdido? — quiso saber Abuelito.
— Uno — murmuró Peggy.
— ¿No han llegado aún Pacífico y el resto?
— Ahora sí. La cuerda resistió. Están a salvo. Abuelito no le preguntó cómo lo sabía, ni qué veía. Sólo la palmeó en el hombro.
— Porque tú les avisaste. Recuerda eso, Margaret. Uno se perdió, pero si no los hubieras visto y no hubieras ido por ayuda, podrían haber muerto todos.
La niña sacudió la cabeza.
— Tendría que haberlos visto antes, Abuelito. Pero me quedé dormida.
— ¿Y te culpas por eso?
— Tendría que haber dejado que Mary la Mala me picoteara, y entonces Papá no se habría enfadado conmigo y no habría ido a la casa del manantial y no me habría dormido, y entonces los habría visto a tiempo.. .
— Ay, Maggie, todos sabemos fabricarnos rosarios de culpas como ése. No tiene sentido.
Pero ella sabía que sí lo tenía. No puede culparse a un ciego por no haberte avisado que había una serpiente ante tus pies, pero sí tiene culpa alguien que lo ve y no te dice una palabra. Sabía cuál era su deber desde la primera vez que tomó conciencia de que los demás no veían lo mismo que ella. Dios le había dado unos ojos distintos, conque más le valía ver y avisar o el diablo se llevaría su alma. El diablo o el profundo mar negro.
— No tiene sentido — murmuró Abuelito. Pero entonces, como si le hubieran clavado una cornamenta en el trasero, dio un respingo y exclamó — : ¡Pero claro! ¡La casa del manantial! — Se acercó — . Escúchame, pequeña Peggy. No fue culpa tuya, ésa es la verdad. La misma agua que corre por el Hatrack es la que fluye por el arroyo de la casa del manantial. Es la misma agua que los quería muertos, y sabía que tú podías advertirlo e ir en busca de ayuda. Por eso te acunó y te arrulló hasta hacerte dormir.
Y a ella le pareció que aquello tenía sentido. Vaya si lo tenía.
— Pero, ¿cómo puede ser, Abuelito?
— Bueno, es propio de la naturaleza. Todo el universo se compone de cuatro elementos, pequeña Peggy, y cada uno quiere salirse con la suya — Peggy pensó en los cuatro colores que veía cuando ardían los fuegos interiores y supo cuáles eran antes de que Abuelito tuviera que nombrarlos — . El fuego hace que las cosas sean calientes y brillantes, y las consume. El aire hace que las cosas sean frescas y se introduce en todas partes. La tierra hace que las cosas sean sólidas y resistentes, para que duren. Pero el agua... el agua demuele las cosas, cae del cielo y arrastra consigo todo lo que puede, lo arrastra hasta el mar. Si el agua se saliera con la suya, todo el mundo sería suave, como un inmenso océano donde nada escaparía del alcance del agua.
Todo muerto y suave. Por eso te dormiste. El agua quiere destruir a esos desconocidos, quienesquiera que sean. Arrastrarlos y matarlos. Es un milagro que llegaras a despertar...
—Me despertó el martillo del herrero —dijo la pequeña Peggy.
—Entonces es eso, ¿no lo ves? El herrero trabajaba con hierro, la más dura de las tierras, y con el furioso soplido de sus fuelles, y con un fuego tan caliente que quema la hierba que crece fuera de la chimenea. El agua no pudo tocarlo para que se quedara quieto.
La pequeña Peggy apenas podía creerlo, pero debía ser así. El herrero la había rescatado de su sueño de agua. El herrero la había ayudado. Pero vaya, era para echarse a reír, eso de saber que por una vez el herrero había sido su amigo.
Se escucharon gritos en el portal y puertas que se abrían y cerraban.
—Han llegado gentes —dijo Abuelito. La pequeña Peggy vio las chispas de fuego abajo y encontró la que sentía más miedo y dolor.
—Es la madre —dijo Peggy—. Está a punto de tener un hijo.
—Bueno, pero mirad lo que es la suerte. Perder uno y ya tener otro por nacer, para poner vida donde hubo muerte. —Abuelito se incorporó con dificultad y bajó para ofrecer su ayuda.
Pero la pequeña Peggy no se movió de allí y siguió mirando lo que veía en la distancia. Ese fuego perdido no estaba perdido del todo. Estaba bien segura de ello. Lo veía ardiendo a lo lejos, por mucho que la oscuridad del río tratara de sepultarlo. No había muerto. Sólo lo había arrastrado, y tal vez alguien pudiese ayudarlo. Salió corriendo, pasó junto a Abuelito como una exhalación y se abalanzó escaleras abajo.
Mamá la cogió de un brazo mientras corría hacia la sala principal.
—El niño va a nacer —dijo Mamá—, y te necesitaremos.
—¡Pero Mamá, el que se fue por el río... está vivo!
—Peggy, no tenemos tiempo para...
Dos niños con idéntico rostro se metieron en la conversación.
—¡El que se fue por el río...! —exclamó uno.
—¡Sigue con vida! —gritó el otro.
—¿Cómo lo sabes?
—No puede ser...
Hablaban uno por encima del otro, atropellándose de tal modo que Mamá tuvo que imponer silencio para poder escuchar lo que decían.
—Era Vigor, nuestro hermano mayor. Lo arrastró el río...
—Pues está con vida —dijo la pequeña Peggy—, pero el agua sigue aferrándolo.
Los mellizos miraron a Mamá como buscando confirmación.
—¿Sabe lo que se dice, buena posadera?
Mamá asintió, y los jóvenes partieron rumbo a la puerta, exclamando:
—¡Aún vive! ¡Aún vive!
—¿Estás segura? —preguntó Mamá con rudeza—. Sería una crueldad poner esperanzas en sus corazones de ese modo si no es cierto.
Los ojos centelleantes de Mamá asustaron a Peggy, que no sabía qué responder.
Pero entonces ya había llegado Abuelito.
—Oye, Peg —intervino—. ¿Cómo sabría que a uno se lo llevó el río si no lo hubiera visto de verdad?
—Tienes razón —reconoció Mamá—. Pero esta mujer ha estado reteniendo el niño demasiado tiempo, y me preocupa lo que pueda sucederle al pequeño.
Ven, Peggy, y dime qué ves.
Condujo a la pequeña Peggy al dormitorio que había detrás de la cocina, donde dormían Papá y Mamá cuando había visitas. La mujer yacía sobre el lecho, oprimiendo la mano de una niña alta y de ojos profundos y graves. La pequeña Peggy no conocía sus rostros, pero reconoció sus fuegos, especialmente el temor y el dolor de la madre.
—Alguien gritaba... —susurró la mujer.
—Silencio ahora —conminó Mamá.
—... que seguía con vida...
La niña de ojos solemnes alzó la vista y enarcó las cejas, mirando a Mamá.
—¿Es cierto, buena posadera?
—Mi hija es una tea. Por eso la traje a esta habitación. Para que vea al niño.
—¿Ha visto a mi hijo Vigor? ¿Está vivo?
—Pensé que no se lo dirías, Eleanor —dijo Mamá.
La grave niña meneó la cabeza.
—Lo vio desde el carromato. ¿Está con vida?
—Díselo, Margaret—ordenó Mamá.
La pequeña Peggy se volvió y buscó ese fuego interior. Cuando se trataba de ver esas cosas no había pared que pudiera interponerse. Su llama seguía allí, aunque sabía que muy lejos. Esta vez, sin embargo, se inclinó de aquel modo tan peculiar suyo y aguzó la mirada.
—Está en el agua. Enredado en unas raíces.
—¡Vigor! —exclamó la madre desde la cama.
—El río quiere quedarse con él. Muere, muere, le dice.
Mamá tomó a la mujer del brazo.
—Los mellizos han partido para poner a los demás sobre aviso. Saldrá un grupo en su búsqueda.
—¡En la oscuridad...! —susurró la mujer con sorna.
La pequeña Peggy volvió a hablar.
—Está diciendo algo, una oración, creo. Dice... séptimo hijo.
—Séptimo hijo... —murmuró Eleanor.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Mamá.
—Si este niño es varón —explicó Eleanor— y si nace mientras Vigor aún está con vida, será el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, mientras todos los demás viven.
Mamá contuvo la respiración.
—Con razón el río... —dijo. No tuvo que completar su frase. En cambio, tomó la mano de la pequeña Peggy y la condujo hasta la parturienta—. Mira a este niño, y dime qué ves.
La pequeña Peggy ya había hecho lo mismo otras veces, desde luego. Era el principal uso que hacían de las teas: que miraran al niño por nacer justo antes del alumbramiento. En parte para ver cómo estaba colocado en la matriz, pero también porque a veces la tea sabía decir quién era el niño, qué sería, y podía anunciar eventos del porvenir.
Aun antes de que tocara el vientre de la mujer, pudo ver el fuego interior del niño. Era el que ya había visto. Ardía con tal brillo y calor que era como el sol y la luna, comparado con el de su madre.
—Es un varón—anunció.
—Pues dejadme parir a este hijo —repuso la madre—. Dejadme parirlo mientras Vigor aún tenga aliento...
—¿Cómo está colocado el pequeño? —quiso saber Mamá.
—Bien —repuso la pequeña Peggy.
—¿Primero la cabeza? ¿Boca abajo?
La niña asintió.
—¿Y entonces por qué no sale? —exigió Mamá.
—Ella le estuvo diciendo que no naciera —dijo la pequeña Peggy, mirando a la madre.
—En la carreta... —comenzó la madre—. Ya estaba naciendo, y tuve que hacer un sortilegio.
—¡Pues habérmelo dicho antes! —dijo Mamá con aspereza—. Me pide que la ayude y ni siquiera me avisa que ha hecho un sortilegio. ¡Tú, niña!
Había un grupo de pequeñas de pie, cerca de la pared, con los ojos bien abiertos. No sabían a cuál de ellas se dirigía.
—Cualquiera... necesito esa llave de hierro que cuelga de la anilla, en la pared.
La más alta la tomó torpemente del gancho y se la extendió, con anilla y todo.
Mamá hizo oscilar el inmenso aro y la llave sobre el vientre de la madre, mientras invocaba suavemente:
He aquí el círculo, bien abierto, he aquí la llave que lo abre, sea hierro la tierra, sea justa la llama, deja las aguas y lánzate al aire.
La madre gritó de pronto, rota de dolor. Mamá soltó la llave, apartó las sábanas, levantó las rodillas de la mujer y con toda su rudeza ordenó a Peggy que viera.
La pequeña Peggy posó su mano sobre el vientre de la mujer. La mente del niño estaba vacía, salvo por cierta sensación de presión y frío que se agolpaba mientras emergía al aire. Pero la misma vacuidad de su mente le permitía ver cosas que ya nunca más sería capaz de volver a ver. Ante él se extendían los miles de millones de millones de caminos de su vida, aguardando sus primeras elecciones, ya que los primeros cambios en el mundo circundante eliminarían millones de futuros a cada segundo. Todos tenían ante sí el porvenir, como sombra vacilante que sólo por momentos lograba vislumbrar, y nunca con claridad, a través de los pensamientos del instante actual. Pero en ese caso, y durante unos inapreciables momentos, la pequeña Peggy los vio con toda nitidez.
Y lo que vio fue la muerte al final de cada camino. Ahogado, ahogado...
Todos los caminos de su futuro conducían al niño a una muerte por agua.
—¿Por qué lo odias tanto? —gritó la pequeña Peggy.