—Papá quisiera matarme —aventuró la pequeña Peggy.
—Bueno, si aún puedes caminar es que no ha sido tan grave.
—No puedo caminar mucho...
—Eso. Veo que quedarás tullida de por vida —dijo Abuelito—. Pero te diré algo.
Por lo que veo, tu madre y tu padre están de morros. ¿Por qué no desapareces por un par de horas?
—Ojalá pudiera convertirme en pájaro y echar a volar...
—Lo mejor es que te consigas un rincón secreto donde a nadie se le ocurra ir a buscarte. ¿Tienes algún lugar así? No, no me lo digas. Si se lo cuentas a una persona siquiera, ya lo estás estropeando. Vete un rato a ese sitio, mientras sea un lugar seguro, que no esté en los bosques de las afueras, donde un piel roja podría quedarse con tu bonito cabello, y mientras no sea un lugar alto de donde te puedas caer ni un sitio pequeño donde puedas quedar atascada.
—Es grande, bajo y no está en el bosque —indicó la pequeña Peggy.
—Pues entonces ve, Maggie.
La pequeña Peggy frunció el ceño, como hacía cada vez que Abuelito la llamaba de ese modo. Sostuvo su Bugy en alto y, con la vocecita fina y que-bradiza de Bugy, dijo:
—Se llama Peggy.
—Pues ve allí, Piggy, si así te gusta más...
Peggy palmeó a Abuelito en las rodillas con su Bugy.
—Un día de estos, Bugy volverá a hacer eso, tendrá un accidente y morirá
—advirtió Abuelito.
Pero Bugy siguió bailoteando en sus narices e insistiendo:
—¡No es Piggy, es Peggy!
—Está bien, Puggy, te vas a ese sitio secreto, y si alguien dice que hay que encontrar a esa niña, yo responderé: sé donde está, y volverá cuando le venga en gana.
La pequeña Peggy corrió hasta la puerta de la choza y allí se detuvo.
—Abuelito, eres la persona mayor más maravillosa del mundo.
—Tu padre tiene una opinión distinta de mí, pero eso tal vez tenga que ver con otra varita de avellano a la cual solía recurrir con demasiada frecuencia.
¡Ahora lárgate!
Antes de cerrar la puerta se volvió otra vez.
—¡Eres la única persona mayor agradable! —Lo dijo a voz en cuello, con cierta esperanza de que la escucharan dentro de la casa. Y luego se marchó, cruzó el jardín, dejó atrás los pastos del ganado, subió la colina, se internó en el bosque y avanzó por el camino hacia la casa del manantial.
Tenían una buena carreta, vaya si no, y dos buenos caballos que tiraban de ella. Incluso podría haberse pensado que era gente próspera, siendo que tenían seis varones, desde el mayor, ya hombre, hasta los pequeños, dos mellizos que de tanto pelearse estaban más fuertes de lo que cabía esperar a sus doce años. Y además, una hija mayor y un montón de hijitas. Una familia numerosa. Acomodados, habría pensado uno, de no saber que sólo un año atrás habían sido dueños de un molino y vivían en una inmensa casa a la vera de un arroyo, al oeste de Nueva Hampshire. Habían caído en desgracia, vaya que sí, y esa carreta era todo lo que les quedaba.
Pero tenían esperanza y viajaban rumbo al oeste, por los caminos que cruzaban el Hio, en busca de tierra disponible para la apropiación. Si la de uno era una familia de espaldas fuertes y manos diestras, sería una buena tierra, mientras el buen tiempo los acompañara, los pieles rojas no los capturaran y los banqueros y abogados se quedaran en Nueva Inglaterra.
El padre era un hombre corpulento, algo entrado en carnes, lo cual no era sorprendente, ya que los molineros por lo general se mueven poco en todo el día. Pero en tierras boscosas esas redondeces no le durarían un año. De todas formas, no pensaba mucho en ello. No era hombre que temiese el trabajo duro. Lo que ese día le preocupaba era su mujer, Fe. Le había llegado la hora de dar a luz, lo sabía. No es que ella se lo hubiera dicho directamente.
Las mujeres no hablan de esas cosas con los hombres. Pero veía lo gruesa que estaba y sabía cuántos meses habían transcurrido. Además, cuando se detuvieron al mediodía ella le había dicho en un susurro:
—Alvin Miller
[1]
, si hay alguna posada a lo largo del camino o incluso una pequeña choza destartalada, creo que me vendría bien un poco de descanso.
Un hombre no necesitaba ser filósofo para comprender de qué se trataba. Y después de seis varones y seis hembras, tenía que ser un cabeza de alcornoque para no darse cuenta de lo que se avecinaba.
De modo que ordenó al hijo mayor, Vigor, que se adelantara y echara un vistazo al camino.
Se podía saber que venían de Nueva Inglaterra en que el joven partió sin escopeta. De haber habido un piel roja, jamás habría regresado, y el hecho de que volviera con la cabellera intacta daba cuenta de que ningún indio lo había descubierto. Los franceses del norte, en Detroit, pagaban los cueros cabelludos ingleses con licor, y si un piel roja veía un hombre blanco solo en el bosque y sin arma, éste podía dar por perdida su cabellera. Alguien podría haber pensado que la suerte estaba con ellos, después de todo. Pero como estos yanquis no tenían idea de que el camino pudiera ser peligroso, Alvin Miller no pensó ni por un momento en su buena fortuna.
Vigor dijo que había una posada a unos cinco kilómetros. Era una buena nueva, salvo que entre ellos y la casa se interponía un río. Era un río escuálido, de vado poco profundo, pero Alvin Miller había aprendido a no fiarse nunca del agua. Por inofensiva que parezca, crecerá y tratará de llevarte.
Estuvo tentado de decir a Fe que pasarían la noche de este lado del río, pero la mujer lanzó un débil quejido, y entonces supo que no tenían alternativa. Fe le había dado doce hijos vivos, pero habían pasado cuatro años desde que naciera el último, y muchas mujeres tenían dificultades en dar a luz después.
de tanto tiempo. Muchas morían. Una buena posada significaba comadronas que podían ayudar en el alumbramiento, de modo que tendrían que cruzar las aguas.
Y además, Vigor había dicho que el río no era gran cosa.
En la casa del manantial el aire era fresco y cargado, oscuro y húmedo. A veces, cuando Peggy echaba una siesta en el lugar, despertaba boqueando, como si todo el sitio estuviese bajo las aguas. Soñaba con agua aun cuando no estuviese allí, lo cual hacía decir a algunos que la niña no era una «tea» sino una «hidromántica». Pero cuando soñaba al aire libre siempre sabía que estaba soñando. En la casa del manantial, en cambio, el agua era real.
Real, en las gotas que se condensaban como sudor sobre los jarros de leche dispuestos en la corriente. Real, en la arcilla fría y húmeda del suelo de la casa. Real, en los borbotones que parecían provenir del arroyo que atravesaba las tierras de la casa.
El agua, que la refrescaba durante todo el verano, surgía de la colina y serpenteaba hasta el lugar. Durante todo su curso corría bajo la sombra de árboles tan añosos que la misma luna se entretenía en pasar por entre sus ramas sólo para escuchar algún buen cuento de los de antes. Por eso Peggy siempre iba a la casa, aun cuando Papá no la hubiera regañado. No era por la humedad del aire. Sin eso podía arreglárselas. Era por la forma en que el fuego se
alejaba
de ella y ya no necesitaba ser una tea. No tenía que mirar todos los sitios oscuros en que los demás se ocultaban.
Se ocultaban de ella, como si fuera a servirles de algo. Trataban de esconder en algún rincón oscuro lo que más les disgustaba de sí mismos, pero no sabían cómo ardían esos sitios oscuros ante los ojos de la pequeña Peggy.
Era tan pequeña que todavía escupía la papilla de maíz con la esperanza de que le dieran el biberón. Y sin embargo, ya conocía todas las historias que ocultaban los que vivían a su alrededor. Veía los fragmentos de su pasado que más deseaban poder enterrar, y veía los fragmentos más temidos de sus futuros.
Y por eso le agradaba venir a la casa del manantial. Allí no tenía que ver todas esas cosas. Ni siquiera a la señora del recuerdo de Papá. Allí no había más que el aire oscuro, cargado y húmedo, que extinguía el fuego y atenuaba la luz para que ella pudiera ser —aunque sólo por unos minutos al día— una niñita de cinco años con una muñeca de trapo llamada Bugy y no tuviera que pensar en los secretos de los adultos.
No he salido torcida, se dijo. Una y otra vez, pero no dio resultado porque sabía que no era cierto. Muy bien, se dijo. Salí torcida. Pero me enderezaré.
Diré la verdad, como quiere Papá, o no diré nada.
Pero aun con sólo cinco años, la pequeña Peggy sabía que si mantenía esa promesa más le valdría callar.
De modo que no dijo nada, ni siquiera para sus adentros. Se echó sobre una mesa húmeda y cubierta de verdín. Sostenía a Bugy en una mano con tal fuerza que bien podría haberla estrangulado.
Clin, clin, clin.
La pequeña Peggy despertó y se enfureció un instante.
Clin, clin, clin.
Se enfureció porque nadie le dijo: Peggy, niñita, ¿no te importaría que pidiéramos a este joven herrero que se instalara aquí verdad?
No, Papá, habría dicho si se lo hubieran preguntado. Sabía lo que significaba tener un herrero. Significaba que la aldea prosperaría y que vendrían viajeros de otros lugares, y si había viajeros habría comercio, y entonces la inmensa casona de su padre sería una hostería en el bosque, y donde hay una hostería en un bosque todos los caminos tuercen para pasar por el lugar, si no está muy lejos. La pequeña Peggy lo sabía todo, como los hijos de los granjeros conocen los ritmos de la granja. Una posada cerca de un herrero sería una casa próspera. Por ello habría dicho: claro que sí, que se quede.
Dadle tierras, hacedle una chimenea de ladrillos, no le cobréis la comida, ofrecedle mi cama, aunque yo tenga que vérmelas con el primo Peter, que no deja de espiar por debajo de mi camisón. Lo soportaré todo, mientras no se quede cerca de la casa del manantial. Pues si no, cada vez que quiera estar sola con el agua, tendré que escuchar ese clang, fshh, clin todo el tiempo, y ver el fuego que se eleva hasta ennegrecer el cielo y oler el carbón ardiente.
Eso bastaba para que cualquier hijo de vecino quisiera remontar el arroyo hasta las montañas con tal de conseguir un poco de paz.
Desde luego, el arroyo era un buen sitio para alojar al herrero. Menos en el agua, podía instalar su herrería donde le viniera en gana. El hierro le llegaba en los embarques que provenían de Nueva Holanda, y el carbón... bueno, había infinidad de granjeros dispuestos a trocar carbón por una buena herradura. Pero lo que el herrero necesitaba y nadie podía darle era agua, conque desde luego lo pusieron al pie de la colina de la casa del manantial, donde su clin, clin, clin la despertaba y reavivaba su fuego, en el único lugar donde antes podía contenerlo y dejar que se convirtiese casi en frías y húmedas cenizas.
Rugió el trueno.
En un segundo se encontró en la puerta. Debía ver el relámpago. Llegó a vislumbrar la última sombra de la luz, pero sabía que vendría otro. No debía de haber transcurrido mucho tiempo desde el mediodía, ¿o había dormido todo el día? Pero con esos nubarrones grises y panzudos no podía saberlo.
Bien podría ser casi la hora del crepúsculo. El aire parecía estremecerse por los relámpagos contenidos, a punto de descargar. Conocía esa sensación, sabía que el rayo caería cerca.
Miró hacia el establo del herrero para ver si seguía lleno de caballos. Así era.
Las herraduras no estaban terminadas, el camino se volvería fangoso y el granjero y sus dos hijos que venían de West Fork tendrían que quedarse allí.
No tenían la menor posibilidad de regresar con esa tormenta. Los rayos amenazaban con incendiar el bosque o arrojarles un árbol encima, o incluso abatirse sobre ellos mismos y dejarlos muertos en círculo, como aquellos cinco cuáqueros de quienes tanto se hablaba aún, y eso que había sucedido en el noventa, cuando llegaron los primeros blancos que se afincaron en el lugar.
La gente seguía hablando del Círculo de los Cinco y todo eso, y algunos se preguntaban si Dios no los habría castigado desde arriba para cerrarles la boca a esos cuáqueros como nadie más podría haber hecho, y otros se preguntaban si Dios no se los habría llevado al cielo como al primer Lord Protector Oliver Cromwell, que murió fulminado por un rayo en el noventa y siete y desapareció.
No, ese granjero y sus muchachotes tendrían que quedarse otra noche. La pequeña Peggy era hija de un hostelero, ¿no? Los niños pieles rojas aprenden a cazar, los negritos aprenden a llevar la carga, los hijos de granjeros aprenden a leer el tiempo y la hija de un hostelero sabe cuándo se quedará alguien a pasar la noche, aun antes de que él mismo lo sepa.
Los caballos tascaban el freno en el establo, rebufaban y se ponían sobre aviso de la tormenta. En cada grupo de caballos, se imaginaba Peggy, debía haber uno muy sordo, de modo que los demás tenían que decirle todo lo que estaba sucediendo. Mala tormenta, comentaban. Nos empaparemos, si antes no nos cae un rayo encima. Y el sordo seguía relinchando y diciendo: ¿qué será ese ruido? ¿Qué será?
Y entonces el cielo se abrió y volcó sus aguas sobre la tierra. La lluvia cayó con tal fuerza que arrasó las hojas de los árboles. Y fue tan copiosa que durante un minuto la pequeña Peggy no pudo ver al herrero, y creyó que había ido a parar al arroyo. Abuelito le había contado que la corriente des-embocaba en el río Hatrack, y que el Hatrack arrojaba sus aguas al Hio, y que el Hio atravesaba los bosques hasta llegar al Mizzipy, que daba al mar.
Abuelito decía que el mar bebía tanta agua que se le indigestaba y lanzaba los regüeldos más impresionantes que uno pudiera escuchar, que subían convertidos en nubes. Eructos de mar, y ahora el herrero recorrería todo ese trayecto, sería tragado y eructado y algún día ella estaría pensando en sus propios asuntos y alguna nube se partiría y dejaría caer al herrero vivito y coleando, el viejo Pacífico Smith, todavía fastidiando con su clin, clin, clin.
Luego la lluvia amainó un instante y vio que el herrero aún seguía allí. Pero no fue eso lo único que vio. No señor. Vio chispas de fuego a lo lejos, en el bosque, aguas abajo rumbo al Hatrack, donde estaba el vado. Pero ese día no había la menor posibilidad de
cruzar
el vado con semejante lluvia. Chispas, montones de chispas, y supo que eran personas. No tuvo que preguntarse si quería hacerlo: solo miró esos fuegos interiores, y los miró de cerca. Tal vez fueran del pasado, o del futuro. En el fuego interior convivían todas las visiones.