El menor también le dio la mano.
—Tengo siete años, y Al Júnior tiene diez.
Eran más pequeños que lo que parecía. Ambos tenían ese olor rancio y ácido que expelen los niños cuando juegan como potrillos. Pero a Truecacuentos eso no le molestaba. Quien lo intrigaba era el padre. ¿Había sido un capricho de su imaginación, o ese hombre había querido matar a sus hijos? ¿Qué hombre podía atacar con mano asesina a dos pequeños tan adorables?
El hombre había dejado la horquilla en el altillo y, tras descender por las escaleras, avanzaba hacia Truecacuentos como si quisiera abrazarlo.
—Bienvenido, desconocido —le saludó—. Soy Alvin Miller, y éstos son mis hijos menores, Alvin Júnior y Calvin.
—Cally —corrigió el menor.
—No le gusta como riman nuestros nombres —explicó Alvin Júnior—. Alvin y Calvin. Ya lo ve, le pusieron un nombre parecido al mío para que llegara a ser un ejemplar de hombre tan acabado como yo. Pero lástima que no dio resultado.
Calvin respondió con una mueca de burla.
—Según tengo entendido, él fue el primer intento, y cuando llegué yo, por fin sabían cómo se hacía...
—Casi siempre les llamamos Al y Cally —explicó el padre.
—Casi siempre nos llamáis «cállate» y «largo de aquí» —rectificó Cally.
Al Júnior le dio un empellón en el hombro y lo lanzó de cabeza al suelo. Tras lo cual el padre plantó una de sus botas sobre su trasero y lo hizo atravesar la puerta. Todo en broma. Nadie se había lastimado. ¿Cómo pude pensar que estaba a punto de cometerse un asesinato?
—¿Trae un mensaje? ¿Una carta? —preguntó Alvin Miller. Ahora que los niños jugaban afuera y se gritaban sobre la hierba, los hombres podían cambiar unas palabras.
—No. Lo siento —dijo Truecacuentos—. Soy sólo un viajero. Una damisela del pueblo me dijo que aquí podría encontrar sitio donde pasar la noche. A cambio de cualquier trabajo en que desee emplear mis brazos, por duro que sea.
Alvin Miller sonrió.
—Veamos cuánto trabajo son capaces de hacer esos brazos. —Extendió un brazo, pero no para estrecharle la mano a modo de saludo. Aferró a Truecacuentos por el antebrazo y apoyó su pie derecho contra el pie derecho de Truecacuentos—. ¿Cree que pueda arrojarme al suelo? —preguntó Alvin Miller.
—Antes de comenzar —dijo Truecacuentos—, dígame si me darán mejor cena en caso de que lo arroje, o qué pasará si no lo hago.
Alvin Miller echó la cabeza hacia atrás y aulló como un piel roja.
—¿Cuál es su nombre, extraño?
—Truecacuentos.
—Bueno, señor Truecacuentos, espero que le agrade el sabor del polvo, pues eso es lo que comerá antes que ninguna otra cosa en esta casa.
Truecacuentos sintió que la presión sobre su antebrazo se hacía más intensa.
Tenía buenos brazos, pero no como los de este hombre. Sin embargo, en el forcejeo no todo era cuestión de fuerza. También intervenía la astucia, y eso a Truecacuentos no le faltaba. Se dejó vencer lentamente por el peso de Alvin Miller mucho antes de que éste se valiera de todas sus fuerzas. Entonces, de pronto, empujó con toda su energía en la misma dirección en que lo hacía su contrincante. Por lo general, eso bastaba para derribar al hombre más fuerte, haciendo uso de las propias fuerzas del adversario. Pero Alvin Miller estaba prevenido, empujó hacia el lado opuesto y arrojó a Truecacuentos tan lejos que éste fue a dar de bruces sobre los cantos rodados que formaban la base del molino inconcluso.
No había habido la menor malicia en ello, sino el puro placer de la contienda.
Apenas Truecacuentos puso pie en tierra, ya estaba Miller a su lado ayudándolo, preguntándole si se había roto algo.
—Me alegro de que todavía no haya puesto la piedra de molino en su sitio
—dijo Truecacuentos—, pues de otro modo tendría que meterme los sesos de nuevo en la cabeza.
—¿Qué? Está en el territorio del Wobbish, hombre. ¡Aquí no se necesitan sesos!
—Pues bien. Me ha vencido. ¿Eso significa que no me he ganado la cama y la comida?
—¿Ganado? Claro que no se lo ha ganado. —Pero su sonrisa desmentía la severidad de sus palabras—. No, no, si quiere puede trabajar, que a un hombre le agrada sentir que paga por lo que recibe. Pero, la verdad... le permitiría quedarse aun cuando tuviera las dos piernas rotas y no pudiera ayudar un comino. Tenemos una cama para usted, al otro lado de la cocina, y apuesto diez contra uno a que los niños ya han avisado a Fe para que ponga otro plato a la mesa esta noche.
—Es usted muy amable, señor.
—Qué va —repuso Alvin Miller—. ¿Seguro que no se ha roto nada? Vaya, si cayó justo sobre las piedras...
—En ese caso debería revisar las piedras para cerciorarse de que no se haya roto ninguna, señor.
Alvin volvió a reír, le palmeó la espalda y lo condujo rumbo a la casa.
Y qué casa... En el mismo infierno no podría haber más gritos y aullidos. Miller trató de presentarle a su familia. Las cuatro niñas mayores eran sus hijas, que se afanaban en un sinfín de labores distintas mientras discutían separadamente con cada una de sus hermanas a viva voz, de altercado en altercado a medida que el trabajo las llevaba de una sala a otra. El pequeñuelo que lloraba era un nieto, como también lo eran los cinco mocosos que jugaban a la cacería debajo de la mesa del comedor. La madre, Fe, parecía no prestar atención a lo que la rodeaba mientras trabajaba en la cocina. Ocasionalmente lanzaba algún moquete al niño que pasaba más cerca de ella, pero, si no, proseguía su tarea sin que nada la interrumpiera... o su constante retahíla de órdenes, amenazas, retos y quejas.
—¿Cómo consigue no volverse loca en medio de semejante desquicio? —le preguntó Truecacuentos.
—¿No volverme loca? —respondió ella con acritud—. ¿Cree que si todavía estuviera cuerda podría hacer frente a todo esto?
Miller lo condujo a su habitación. Así la llamó. «Su habitación, mientras guste quedarse.» Tenía una gran cama y una almohada de plumas, y frazadas también. Y la mitad de una de las paredes daba a la chimenea, de modo que era un sitio cálido. En toda su travesía, nadie había ofrecido a Truecacuentos una cama como ésa.
—Prométame que su nombre no es Procusto en realidad... —dijo.
Miller no comprendió la alusión, pero no fue problema, pues vio la expresión del rostro de Truecacuentos. Sin duda, no era la primera vez que veía esa expresión.
—No damos a nuestros huéspedes la peor habitación, Truecacuentos, sino la mejor. Y no se hable más del asunto.
—Entonces mañana deberá permitirme que trabaje para usted...
—Ah, si es bueno con las manos, hay mucho que hacer. Y si no le da vergüenza hacer labores de mujeres, mi esposa podría aprovechar su ayuda.
Veremos mañana. —Alvin Miller se marchó de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
El ruido de la casa apenas quedaba amortiguado por la puerta cerrada, pero no era música que molestase a Truecacuentos. Era media tarde, pero no pudo evitarlo: se libró de sus bultos, se quitó las botas y se tendió sobre el colchón.
Oyó el ruido de la paja, pero sobre la paja había un colchón de plumas que hacía de la cama algo suave y mullido. Y la paja era fresca, y de las soleras pendían hierbas secas que olían a tomillo y romero. ¿Alguna vez dormí en una cama tan cómoda en Filadelfia? ¿O antes aun, en Inglaterra? No desde que dejé el vientre de mi madre, pensó.
En esa casa no había nada vergonzoso en el uso de poderes: en la puerta, a ojos vista, habían pintado un conjuro. Él supo reconocer el dibujo: era un conjuro pacificador, concebido para alejar toda violencia del alma que durmiera en esa casa. No era un conjuro de advertencia, ni de defensa. Ni estaba hecho para proteger la casa del huésped, ni al huésped de la casa. Era para dar comodidad, así de simple. Y estaba perfecta y exquisitamente dibujado con las proporciones debidas. No era fácil trazar con exactitud un conjuro hecho de treses. Truecacuentos no podía recordar haber visto otro tan perfecto.
Por ello no le sorprendió que, al tenderse en la cama, sus músculos comenzaran a desanudarse, como si ese lecho y esa habitación pudieran diluir el cansancio de veinticinco años de peregrinaje. Pensó que sería bueno que su tumba fuese tan cómoda como esa cama.
Cuando Alvin Júnior lo sacudió para despertarlo, la casa olía a salvia y a pimienta, y a carne humeante.
—Tiene el tiempo justo para ir al excusado, lavarse y venir a comer —dijo el niño.
—Debo de haberme quedado dormido —aventuró Truecacuentos.
—Para eso hice el conjuro —respondió el pequeño—. Funciona bien, ¿verdad?
—Y luego salió de la habitación.
Casi de inmediato, Truecacuentos oyó a una de las niñas lanzar una retahíla de espeluznantes amenazas al niño. La riña prosiguió a todo volumen mientras Truecacuentos se dirigía al excusado, y cuando regresó todavía seguían peleando. Pero esta vez Truecacuentos creyó advertir que se trataba de una hermana distinta.
—Juro que esta noche, Al Júnior, te coseré un zorrillo a la planta de los pies.
—La distancia le impidió escuchar la réplica del niño, que provocó otro exabrupto. No era la primera vez que Truecacuentos oía gritos. A veces de amor, otras de odio. Cuando eran de odio, se marchaba tan pronto como se lo permitían sus piernas. Pero en esta casa podía quedarse.
Con las manos y el rostro limpio, Fe le permitió que llevara a la mesa las hogazas de pan, «siempre y cuando no permita que el pan toque esa camisa inmunda que lleva puesta». Y luego Truecacuentos ocupó su lugar en la hilera, plato en mano, y toda la familia se dirigió a la cocina en tropel y emergió con buena parte de un cerdo repartido entre todos sus miembros.
Fue Fe y no Miller quien ordenó a una de las niñas que rezara, y Truecacuentos notó que Miller ni siquiera cerraba los ojos, aunque todos los niños inclinaron la cabeza y unieron sus manos. Era como si tolerara la oración pero no la alentara. Sin tener que preguntar, Truecacuentos supo que Alvin Miller y el predicador de aquella bonita iglesia blanca no debían de llevarse muy bien. Truecacuentos se figuró que Alvin Miller podría apreciar uno de los proverbios de su libro: «Así como la oruga escoge las hojas más distantes para poner sus huevos, el sacerdote arroja su maldición sobre las satisfacciones más justas.»
Para sorpresa de Truecacuentos, a la hora de comer la casa fue un paraíso.
Cada niño informó en su momento de lo que había hecho ese día y todos escucharon, a veces aderezando el relato con alabanzas o consejos.
Finalmente, cuando el guisado desapareció y Truecacuentos limpiaba los últimos restos de su plato con una rebanada de pan, Miller se volvió a él, como si fuera uno más de la familia.
—¿Y su día, Truecacuentos? ¿Estuvo bien empleado?
—Anduve unas millas antes de mediodía y trepé a un árbol —dijo Truecacuentos—. Vi un campanario, que me condujo a un pueblo. Allí un hombre cristiano temió mis poderes ocultos, si bien no vio ninguno de ellos, y lo mismo hizo un predicador, si bien dijo no creer que los tuviera. Pero yo andaba buscando una cama y algo que comer, y la oportunidad de trabajar para retribuir por ellos, y una mujer me dijo que los que vivían al final de cierta senda de carretas me acogerían.
—Ésa debió ser nuestra hija Eleanor —comentó Fe.
—Sí —asintió Truecacuentos—. Ahora veo que tiene los ojos de su madre, que siempre están serenos por mucho que suceda a su alrededor.
—No, amigo —contradijo Fe—. Es que estos ojos han visto tales épocas que desde entonces no ha sido fácil alarmarme.
—Espero que antes de marcharme me permita escuchar el relato de esas épocas —pidió Truecacuentos.
Fe apartó la mirada mientras depositaba sobré el pan de su nieto otra lonja de queso.
Truecacuentos prosiguió con la narración de su día, sin embargo, sin intención de que la mujer se diera cuenta de que él podía haberse incomodado por no obtener respuesta.
—Esa senda de carretas era de lo más extraña —explicó—. Había puentes cubiertos sobre vados que hasta un niño podría cruzar, y un hombre, saltar de orilla a orilla. Espero poder oír la historia de esos puentes antes de marcharme.
Una vez más, nadie enfrentó su mirada.
—Y cuando salí de la espesura, encontré un molino sin rueda, y dos niños luchando en una carreta, y un molinero que me dio el peor empujón de mi vida, y una familia que me acogió y me ofreció la mejor habitación de la casa a pesar de que yo era un desconocido y de que no sabían si yo era bueno o malo.
—Por supuesto, usted es bueno... —concedió Al Júnior.
—¿No le molesta que pregunte? He encontrado mucha gente hospitalaria en mi vida y he estado en muchos hogares felices, pero en ninguno tanto como éste, y en ninguno donde se alegraran tanto de tenerme.
Todos permanecieron inmóviles. Finalmente, Fe levantó la cabeza y le sonrió.
—Me satisface que nos encuentre felices —aseguró—. Pero todos recordamos también otras épocas, y tal vez nuestra actual felicidad sea más dulce por el recuerdo del dolor.
—¿Pero por qué han aceptado a un hombre como yo?
Miller fue quien respondió.
—Porque una vez también fuimos desconocidos, y una buena gente nos recibió.
—En una época viví en Filadelfia, y quisiera preguntar si sois de la Sociedad de Amigos.
Fe sacudió la cabeza.
—Yo soy presbiteriana. Al igual que muchos de mis hijos.
Truecacuentos miró a Miller.
—Yo no soy nada—respondió.
—Ser cristiano no es no ser nada —acotó Truecacuentos.
—Pero tampoco soy cristiano.
—Ah, deísta entonces, como Tom Jefferson. —Los niños murmuraron al escuchar el nombre del procer.
—Truecacuentos, soy un padre que ama a sus hijos, un esposo que ama a su mujer, un granjero que paga sus deudas y un molinero sin rueda de molino.
—Luego el hombre se levantó de la mesa y se alejó. Escucharon que se cerraba una puerta. Se había ido afuera.
Truecacuentos se dirigió a la mujer.
—Ay, señora, me temo que lamentará mi llegada a esta casa...
—Usted hace demasiadas preguntas...
—Le he dicho mi nombre, y mi nombre es mi ocupación. Cada vez que percibo una historia, una historia de verdad, una historia que interesa, siento avidez de ella. Y si la escucho y la creo, la recuerdo para siempre y la vuelvo a contar dondequiera que esté.
—¿Así se gana la vida? —preguntó una de las niñas.