Los ojos de Truecacuentos centelleaban.
—El Hombre Refulgente te mostró una visión... como la que yo daría la vida por poder ver.
—Todo porque había usado mi don para dañar a los demás por propio placer —explicó Alvin—. Entonces hice una promesa, mi juramento más solemne: que jamás usaría mi don en beneficio propio. Sólo para los demás.
—Una buena promesa —afirmó Truecacuentos—. Ojalá que todos los hombres y mujeres del mundo hicieran un juramento así y lo mantuvieran.
—De todas formas, por eso sé que el... Deshacedor no es una visión. El Hombre Refulgente tampoco era una visión. Sí lo fue lo que él me mostró, pero él, allí de pie... era bien real.
—¿Y el Deshacedor?
—También es real. No sólo lo veo en mi mente. Está allí.
Truecacuentos asintió, sin apartar la mirada del rostro de Alvin.
—Tengo cosas que hacer. Más rápido de lo que él las deshace.
—Nadie puede hacer cosas tan rápido —aseguró Truecacuentos—. Si todos los hombres del mundo convirtieran el planeta en millones de millones de millones de millones de ladrillos y construyeran un muro durante todos los días de su vida, el muro se desmoronaría más rápido de lo que tardarían en construirlo. Partes del muro incluso caerían antes de que llegaran a levantarlas.
—Oye, eso es una estupidez —manifestó Alvin—. Una pared no puede derrumbarse antes de que uno la construya.
—Si tardan el tiempo necesario, los ladrillos se convertirán en polvo cuando los alcen, y sus propias manos se pudrirán y se les caerán a pedazos hasta llegar a los huesos, hasta que carne, ladrillo y hueso se mezclen en un mismo polvo indiscernible. Y entonces el Deshacedor estornudará, y el polvo se dispersará infinitamente de tal forma que nunca más volverá a unirse. El universo será frío, inmóvil, silencioso, oscuro, y por fin el Deshacedor hallará la paz.
Alvin trató de encontrar sentido a las palabras de Truecacuentos. Era como cuando Thrower hablaba de religión en la escuela, de modo que Alvin pensó que estaba haciendo algo peligroso. Pero no podía contenerse, no podía dejar de hacer preguntas, aun cuando eso enloqueciera a la gente que lo rodeaba.
—Si las cosas se deshacen más de prisa que lo que tardan en hacerse, ¿cómo es que todavía queda algo? ¿Cómo es que el Deshacedor no ha ganado?
¿Qué estamos haciendo aquí?
Pero Truecacuentos no era el reverendo Thrower. Las preguntas de Alvin no lo irritaban. Sólo frunció las cejas y sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tienes razón. No podemos estar aquí. Nuestra existencia es imposible...
—Bueno, por si aún no te has dado cuenta, estamos aquí —dijo Alvin—. Es un cuento bastante estúpido, yo diría: nos basta con mirarnos para saber que no es cierto...
—Reconozco que tiene sus problemas...
—Pensaba que sólo contabas historias en las que creías.
—Creía en ella cuando la conté.
Truecacuentos se veía tan acongojado que Alvin le puso la mano sobre el hombro, aunque su abrigo era tan grueso y la mano del niño tan pequeña que no supo si Truecacuentos había sentido su contacto.
—Yo también creí en ella. Al menos en parte. Y por un instante.
—Entonces hay verdad en ella. Tal vez no mucha, pero algo es algo.
—Truecacuentos se mostró más aliviado.
Pero Alvin no se conformaba con tan poco. —El hecho de que creas en algo no hace que sea así...
Los ojos de Truecacuentos se abrieron desmesuradamente. Ahora sí que la he hecho buena, pensó Alvin. Lo he enfurecido, como enfurezco a Thrower. Como hago con todos los demás. Por eso no se sorprendió cuando Truecacuentos extendió ambos brazos hacia él, tomó su rostro entre las manos y habló con tal fuerza que parecía estar introduciendo las palabras en la misma frente de Alvin.
—Todo lo que puede ser creído es imagen de la verdad.
Y las palabras lo atravesaron y las comprendió, aunque no podría haber dicho con palabras lo que llegó a comprender. Todo lo que puede ser creído es imagen de la verdad. Si me parece cierto, debe haber algo cierto en él, aunque no todo sea verdad. Y si lo analizo, tal vez pueda descubrir qué partes son ciertas y qué partes son falsas, y...
Y Alvin comprendió algo más. Que todas sus disputas con Thrower se reducían a eso: que si algo no tenía sentido para Alvin, no podía creer en ello, por mucho que el otro citara la Biblia con el afán de convencerlo. Ahora Truecacuentos le decía que tenía razón al negarse a creer en algo que carecía de sentido.
—Truecacuentos... ¿eso significa que aquello en lo que no creo no puede ser cierto?
Truecacuentos enarcó las cejas y salió con otro proverbio.
—La verdad jamás puede decirse de tal forma que pueda entenderse y no creerse.
Alvin ya estaba hasta la coronilla de proverbios.
—¡Haz el favor de hablar claro!
—El proverbio es la verdad lisa y llana, niño. Me niego a retorcerlo para que quepa en una mente confundida.
—Bueno, pero si mi mente está confundida es por tu culpa. Tanto charlar, que si ladrillos que se deshacen antes de que la pared se construya...
—¿Acaso no creíste en eso?
—Bueno, puede que sí. Supongo que si me pongo a trenzar toda la hierba de este prado para hacer cestillas, antes de que llegue al otro lado del valle la hierba se habrá marchitado hasta quedar reducida a la nada. Supongo que si me pongo a construir graneros con todos los troncos que hay desde aquí hasta el río Ruidoso, los árboles habrán muerto y caído antes de que llegue al último de ellos. Y no se construye una casa con troncos podridos.
—Iba a decir: «Los hombres no pueden construir cosas duraderas con elementos perecederos.» Ésa es la ley. Pero lo que tú has dicho es el proverbio de la ley: «No se construye una casa con troncos podridos.»
—¿He dicho un proverbio?
—Y cuando regresemos a la casa, lo anotaré en mi libro.
—¿En la parte sellada? —preguntó Alvin. Y entonces recordó que sólo había visto ese libro un día que había fisgoneado por una rendija del suelo, cuando Truecacuentos escribía a la luz de una vela en la habitación de abajo.
Truecacuentos lo miró con severidad. —Espero que nunca intentes hacer un conjuro para abrir ese sello...
Alvin se sintió ofendido. Podía curiosear por una rendija, pero jamás hurgar.
—Sólo saber que no quieres que lea esa parte es mejor que cualquier sello, y si no sabes eso no eres mi amigo. No hurgaría en tus secretos.
—¿Mis secretos? —rió Truecacuentos—. Sello esa parte porque es donde van mis propios escritos y sencillamente no quiero que nadie más escriba en ese lugar del libro.
—¿En la parte de delante escribe otra gente?
—Así es.
—Dime: ¿qué escriben? ¿Puedo escribir yo allí?
—Escriben una frase sobre lo más importante que hayan hecho o visto con sus propios ojos. Esa sola frase es todo lo que necesito para recordar su historia.
Y cuando visito otra ciudad, otra casa, puedo abrir el libro, leer la frase y contar el cuento.
Alvin pensó en una posibilidad prodigiosa. Truecacuentos había vivido con Ben Franklin, ¿o no?
—¿Ben Franklin escribió en tu libro?
—De todas las frases, él escribió la primera.
—¿Escribió lo más importante que hizo en su vida?
—En efecto.
—¿Y bien? ¿Qué fue?
Truecacuentos se puso de pie.
—Regresa a casa conmigo, hijo, y te lo mostraré. Y en el camino te contaré la historia para que entiendas lo que escribió.
Alvin se levantó como impulsado por un resorte. Tomó al anciano de la gruesa manga y prácticamente lo arrastró por el sendero que conducía a la casa.
—¡Pues vamos, entonces!
Alvin no sabía si Truecacuentos había decidido no ir a la iglesia, o si había olvidado que eso era lo que en teoría debían hacer. Sea cual fuere la razón, Alvin se mostró encantado con el resultado. Un domingo sin iglesia era un domingo que merecía la pena vivir. Agréguese a eso los relatos de Truecacuentos y la escritura de puño y letra de Ben el Hacedor y, bueno... casi era un día perfecto.
—No hay prisa, niño. No he de morir antes del mediodía, ni tú tampoco, y narrar un cuento lleva su tiempo.
—¿Fue algo que hizo? ¿Lo más importante que hizo?
—En realidad, sí.
—¡Lo sabía! ¿Los lentes bifocales? ¿La estufa?
—La gente solía decirle: Ben, tú sí que eres un Hacedor. Pero él siempre lo negaba. Como negaba ser un brujo. No tengo el don de los poderes ocultos, decía. Sólo tomo fragmentos de cosas y los ordeno de un modo mejor. Antes de que yo hiciera la estufa ya había otras. Había lentes antes que los míos.
En realidad, jamás hice nada en mi vida, del modo en que lo haría un verdadero Hacedor. Yo puedo darte un par de lentes bifocales, pero un Hacedor te daría un par de ojos nuevos.
—¿Decía que nunca había hecho nada?
—Un día le pregunté eso mismo. El mismo día que empecé mi libro. Le dije, Ben, ¿qué es lo más importante que has hecho en tu vida? Y comenzó a contarme lo que acabo de decirte: que nunca había lecho nada realmente. Y entonces le contesté, Ben, no puedes creer eso, ni yo tampoco lo creo. Y entonces dijo, Bill, me has cogido. Sí he hecho una cosa, y es lo más importante que he hecho y he visto en toda mi vida.
Truecacuentos se sumió en el silencio. Sólo se oía el murmullo de las hojas bajo sus pies al descendieron la ladera.
—¿Y bien? ¿Qué era?
—¿No prefieres esperar a que lleguemos y leerlo con tus propios ojos?
Alvin se enfureció al punto. Se enfureció más le lo que quería.
—Si hay algo que odio es que la gente sepa algo y no lo diga.
—No tienes que encabritarte así, pequeño. Te lo diré. Escribió: «La única cosa que realmente he hecho en toda mi vida es americanos.»
—Eso no tiene sentido. Los americanos nacen, nadie los hace.
—Verás, Alvin, no es exactamente así. Los que nacen son los niños, en Inglaterra igual que en América. No es el hecho de nacer lo que hace que sean americanos.
Alvin lo pensó unos instantes.
—Es el hecho de nacer en América...
—Sí. Es cierto. Pero cincuenta años atrás, a un niño nacido en Filadelfia nadie lo llamaba americano. Era un niño de Pensilvania. Y los niños nacidos en Nueva Ámsterdam eran holandesitos, y los nacidos en Boston eran yanquis, y los nacidos en Charleston eran jacobinos o caballeros, o algún nombre semejante.
—Siguen siéndolo —puntualizó Alvin.
—Sí, niño, siguen siéndolo. Pero también son algo más. Todos esos nombres, como lo entendió el viejo Ben, nos dividían en virginianos y oranginos, en blancos, negros y pieles rojas, en cuáqueros y papistas, puritanos y presbiterianos, en suecos, holandeses, franceses e ingleses. El viejo Ben vio que un virginiano nunca podría confiar en un hombre de Netticut, y que un hombre blanco jamás confiaría en un piel roja, porque eran diferentes. Y entonces se dijo, si hay tantos nombres que nos separan, ¿por qué no un nombre que nos una? Y pensó en los muchos nombres que ya existían.
Colonos, por ejemplo. Pero no quería que nos llamásemos colonos, porque eso nos haría volver siempre los ojos a Europa, y además los pieles rojas no son colonos, ¿o sí? Ni tampoco los negros, que vinieron como esclavos. ¿Ves el problema?
—Quería un nombre que todos pudiéramos compartir por igual—dijo Alvin.
—Así es. Había algo que todos teníamos en común. Vivíamos en el mismo continente. Norteamérica. Entonces pensó que nos podríamos llamar norteamericanos. Pero era demasiado largo. Y pensó en... —Americanos.
—He aquí un nombre que pertenece al pescador que vive sobre la costa escarpada de West Anglia tanto como al barón que ejerce la esclavitud al sur de Dryden. Pertenece tanto al jefe Mohawk de Irrakwa como al comerciante de Nueva Amsterdam llegado de Holanda. El viejo Ben sabía que cuando pudiéramos comenzar a pensar en nosotros como americanos, nos convertiríamos en una nación. No un mero resto de algún viejo y exhausto país europeo, sino una nueva nación en una nueva tierra. Y comenzó a utilizar la palabra en todo lo que escribía. El Almanaque del Pobre Richard estaba lleno de americanos por aquí y americanos por allá. Y el viejo Ben escribía cartas a todo el mundo diciendo, por ejemplo: «El conflicto sobre la legitimidad de las tierras es un problema que los americanos debemos resolver juntos. Los europeos no pueden comprender qué necesitamos los americanos para sobrevivir. ¿Por qué tendríamos que morir los americanos por guerras europeas? ¿Por qué deberíamos ser juzgados en nuestros tribunales según la jurisprudencia europea?» En cinco años no quedó una sola persona, desde Nueva Inglaterra a Jacobia, que no pensara en sí mismo, al menos en parte, como americano. —Es sólo un nombre. —Pero así es como nos llamamos. Y eso incluye a todo aquel que en este continente esté dispuesto a aceptarlo. El viejo Ben trabajó mucho para cerciorarse de que ese nombre incluyera a toda la gente posible. Sin ejercer ningún cargo público, salvo el de empleado de correos, por sí solo forjó una nación a partir de un nombre. Con el rey gobernando a los caballeros al sur y el Lord Protector gobernando Nueva Inglaterra al norte, no veía para el futuro más que guerra y caos y, en medio de todo, Pensilvania. Quería impedir esa guerra, y para ahuyentarla se valió del nombre de americanos. Hizo que uno de Nueva Inglaterra temiera ofender a otro de Pensilvania, y que los caballeros inclinaran la cabeza para conquistar el apoyo de esta región. El fue quien se movilizó para que el Congreso Americano estableciera políticas de intercambio y leyes uniformes sobre las tierras. Y finalmente —prosiguió Truecacuentos—, antes de invitarme a venir desde Inglaterra, escribió el Pacto Americano e hizo que lo firmaran las siete colonias originales. No fue fácil, sabes. Incluso el número de estados fue el resultado de grandes luchas. Los holandeses veían que casi todos los inmigrantes de América eran ingleses, escoceses e irlandeses, y no querían ser aplastados. De modo que el viejo Ben les permitió que dividieran Nueva Holanda en tres colonias para tener más votos en el Congreso. Y cuando Suskwahenny se dividió de las tierras reclamadas por Nueva Suecia y Pensilvania, se puso fin a otro litigio.
—Eso hace un total de seis estados... —calculó Alvin.
—El viejo Ben se negó a permitir que nadie firmara el Pacto hasta que Irrakwa fuera incluida como séptimo estado, con límites precisos y con un gobierno autónomo en manos de los propios pieles rojas. Había muchos que querían una nación de hombres blancos, pero el viejo Ben no quería ni oír hablar de ello. La única forma de tener paz, dijo, era que todos los americanos se unieran de igual a igual. Por eso su Pacto no permite la esclavitud ni la servidumbre. Por eso su Pacto no permite que ninguna religión predomine sobre otra. Por eso su Pacto no permite que el gobierno clausure un periódico o silencie un discurso. Blancos, negros y pieles rojas; papistas, puritanos y presbiterianos; ricos, pobres, mendigos y ladrones... todos vivimos bajo las mismas leyes. Una nación creada a partir de una sola palabra. —Americanos.