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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

El séptimo hijo (21 page)

BOOK: El séptimo hijo
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Con sus propias manos había comprobado que casa, graneros, gallinero y cobertizos estuvieran firmes y secos.

Y sin que nadie lo decidiera había preparado el molino para que recibiera una nueva rueda. El mismo había cargado íntegramente el heno del suelo del molino. Cinco carretas llenas. Y los mellizos, que todavía no tenían granja propia, puesto que se habían casado ese verano, se ocuparon de cargarlo todo en el granero grande. Y sin que Miller tuviera que tocar una sola horquilla. Truecacuentos se ocupó de ello, sin llamar la atención de nadie, y Miller no insistió.

Pero no todo marchaba tan bien, Ta-Kumsaw y sus pieles rojas shaw-nee espantaban a tantos pobladores a lo largo del camino a Ciudad Cartago que todos estaban con los nervios de punta. Estaba bien que el Profeta tuviera su gran ciudad con miles de pieles rojas al otro lado del río, y que hablaran de que nunca levantarían sus manos en son de guerra por ningún motivo. Pero había muchos pieles rojas que sentían, como Ta-Kumsaw, que había que empujar a los blancos hasta las costas del Atlántico y obligarlos a retornar a Europa, con o sin barcos. Se hablaba de guerra y se aseguraba que, allí en Cartago, Bill Harrison era feliz avivando esta particular llama, por no hablar de los franceses de Detroit, que siempre alentaban a los indios para que atacaran a los colonos americanos sobre las tierras que, según los franceses, pertenecían a Canadá.

En la aldea de Iglesia de Vigor todos hablaban de eso, pero Truecacuentos sabía que Miller no lo tomaba muy en serio. Pensaba que los pieles rojas sólo eran payasos autóctonos y que todo lo que querían era engullir todo el whisky que pudiesen encontrar. Truecacuentos había visto esta actitud anteriormente, pero sólo en Nueva Inglaterra. Los yanquis, al parecer, no advertían que todos los pieles rojas de Nueva Inglaterra que tenían dos dedos de frente se habían trasladado al estado de Irrakwa. Sin duda a los yanquis les abriría los ojos saber que los de Irrakwa trabajaban duramente con sus máquinas de vapor compradas directamente a Inglaterra, y que en la región de los lagos un blanco llamado Eli Whitney los ayudaba a construir una fábrica capaz de producir armas veinte veces más rápido que nunca antes. Un día de éstos, los yanquis despertarían y descubrirían que no todos los pieles rojas eran borrachos sin remedio. Más de un blanco tendría que darse prisa para poder alcanzarlos.

Pero mientras tanto, Miller no tomaba muy en serio la chachara sobre la guerra.

—Todos sabemos que hay pieles rojas en los bosques. No se puede impedir que anden merodeando, pero a mí jamás me faltó ni un pollo. Por ahora, no veo que sean un problema...

—¿Más tocino? —preguntó Miller. Empujó la tabla con el tocino sobre la mesa, hacia Truecacuentos.

—No estoy acostumbrado a comer tanto por las mañanas —dijo Truecacuentos—. Desde que estoy aquí, en cada comida me he embuchado más de lo que antes comía en todo un día.

—Estaba en los huesos... —comentó Fe. Le acercó un par de bollos calientes untados con miel.

—No puedo dar un solo bocado más —se disculpó Truecacuentos.

Los bollos desaparecieron del plato de Truecacuentos.

—Pues ya son míos —intervino Al Júnior.

—No te abalances así sobre la mesa —lo reconvino Miller—. Y además, no podrás comerte esos dos bollos.

Pero en tiempo relativamente corto, Alvin se encargó de demostrar que su padre se equivocaba. Luego se limpiaron la miel de las manos, se calzaron los guantes y partieron hacia la carreta. Y mientras Calma y David se acercaban cabalgando desde el pueblo, asomó la primera luz de la alborada.

Al Júnior trepó por la parte trasera de la carreta, junto con las herramientas, sogas, tiendas y provisiones. Tardarían unos días en regresar.

—¿Esperamos a los mellizos y a Mesura? —preguntó Truecacuentos.

Miller subió de un salto al asiento de la carreta.

—Mesura ya está en camino, derribando troncos para construir el trineo de carga. Y Previsión y Moderación se quedarán aquí, para turnarse de casa en casa. —Sonrió—. No podemos dejar indefensas a las mujeres con todo lo que se rumorea sobre los salvajes pieles rojas, ¿verdad?

Truecacuentos le devolvió la sonrisa. Era bueno saber que Miller no era tan confiado como parecía.

El trecho hasta la cantera era bastante largo. Durante la marcha dejaron atrás los restos de una carreta con una rueda de molino partida en el mismo centro.

—Ése fue nuestro primer intento —explicó Miller—. Pero al bajar por esta colina escarpada se partió un eje y toda la carreta cayó bajo el peso de la piedra.

Se acercaron a un arroyo de buen caudal, y Miller contó que en dos ocasiones habían tratado de llevar las ruedas de molino flotando sobre una balsa, pero que las dos veces la balsa se hundió.

—Hemos tenido mala suerte —dijo Miller, pero en su rostro se veía que para él era algo personal, como si alguien se hubiera esforzado para que las cosas resultaran un fracaso.

—Por eso esta vez usaremos un trineo y rodillos —explicó Alvin Júnior desde la parte de atrás—. Nada puede caerse, nada puede romperse, y aunque así fuera sólo serán troncos, y podremos conseguir con qué reemplazarlos.

—Mientras no llueva —dijo Miller—. Ni nieve...

—El cielo se ve despejado —comentó Truecacuentos.

—El cielo es un embustero —dijo Miller—. Siempre que quiero hacer algo, el agua se interpone en mi camino...

Llegaron a la cantera cuando el sol estaba en lo alto, pero aún lejos del mediodía. Desde luego, el viaje de regreso sería mucho más prolongado. Mesura ya había derribado seis gruesos troncos jóvenes y unos veinte más pequeños. David y Calma pusieron manos a la obra y se dedicaron a arrancarles las ramas y dejarlos lo más lisos posible. Para sorpresa de Truecacuentos, fue Al Júnior quien tomó el saco con las herramientas de cantero y se encaminó hacia las rocas.

—¿Dónde vas? —le preguntó.

—Ah, tengo que encontrar un buen sitio donde cortar—fue la respuesta del pequeño.

—Tiene ojo para la piedra —comentó Miller. Pero sabía más de lo que decía.

—Y cuando encuentres la piedra, ¿qué harás? —preguntó Truecacuentos.

—Pues la cortaré. —Alvin avanzó por el camino con la arrogancia del niño que se sabe capaz de hacer la tarea de un hombre.

—Es que también tiene mano para la piedra —agregó Miller.

—Sólo tiene diez años —le recordó Truecacuentos.

—Su primera rueda la cortó a los seis —repuso el padre.

—¿Me está diciendo que se trata de un don?

—No estoy diciendo nada.

—¿Me responderá a esto, Alvin Miller? Dígame si por casualidad es usted séptimo hijo varón.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Los que saben de estas cosas dicen que el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón nace sabiendo cómo se ven las cosas por debajo de la superficie. Por eso son tan buenos para descubrir manantiales.

—¿Eso dicen?

Mesura se acercó, se plantó frente a su padre, se puso las manos en las caderas y no ocultó su exasperación.

—Papá, ¿qué hay de malo en decírselo? En toda la región no hay nadie que no lo sepa...

—Quizá piense que Truecacuentos ya sabe más de lo que me gustaría que supiera por ahora...

—Eso es muy poco amable, Pa. ¿Cómo puede decir eso a un hombre que ha demostrado ser todo un amigo en más de una ocasión...?

—No tiene que decirme nada que no quiera que sepa —le detuvo Truecacuentos.

—Pues entonces seré yo quien se lo diga —dijo Mesura—. Papá es séptimo hijo varón. Ahí lo tiene.

—Como Al Júnior. ¿O me equivoco? —aventuró Truecacuentos—Jamás lo habéis dicho, pero imagino que cuando un hombre da su propio nombre a un hijo que no es su primogénito es porque ha de ser el séptimo varón.

—Nuestro hermano mayor, Vigor, murió en el río Hatrack minutos después de que Alvin naciera —dijo Mesura.

—Hatrack... —repitió Truecacuentos.

—¿Conoce el lugar? —preguntó Mesura. —Conozco todos los lugares. Pero por alguna razón ese nombre me hace pensar que tendría que haberlo recordado antes, y no sé por qué. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. ¿Extrae la rueda de molino de la roca con un conjuro? —Nadie diría eso... —repuso Mesura. —La corta —dijo Miller—. Como cualquier tallador de piedra.

—Es un niño corpulento, pero sigue siendo un niño, de todas formas —comentó Truecacuentos.

—Digamos —intervino Mesura— que cuando él corta la piedra es más blanda que cuando lo hago yo.

—Le agradecería que se quedara aquí y ayudara con las muescas y los troncos. Necesitaremos un trineo bien firme y rodillos lisos de verdad. —Lo que no dijo, pero Truecacuentos entendió tan claro como el día, fue: quédese aquí y no haga demasiadas preguntas sobre Al.

Y así, Truecacuentos trabajó con David, Mesura y Calma toda la mañana y buena parte de la tarde. Y mientras tanto, todo el tiempo oía el repiqueteo del hierro sobre la piedra. El trabajo de Alvin Júnior sobre la roca marcaba a los demás el ritmo de la labor, si bien nadie lo comentó.

Pero Truecacuentos no era de los que saben trabajar en silencio. Ya que los demás al principio no se mostraban muy inclinados a conversar, fue él quien contó historias todo el rato. Y como no eran niños sino adultos, no les contó sólo historias de aventuras, héroes y muertes trágicas.

De hecho, dedicó casi toda la tarde a contar la saga de John Adams: cómo fue que una muchedumbre de Boston quemó su casa después de que hubiera logrado la absolución de diez mujeres acusadas de brujería. Cómo Alex Hamilton lo invitó a la isla de Manhattan, donde ambos se dedicaron al ejercicio del Derecho. Cómo en diez años se las ingeniaron para que el gobierno holandés tuviera que permitir la inmigración ilimitada de gentes que no hablaran el holandés, hasta que en Nueva Ámsterdam y Nueva Orange los ingleses, escoceses, galeses e irlandeses fueron mayoría, y en Nueva Holanda, la principal minoría. Cómo lograron que en 1780 el inglés fuera declarado segunda lengua oficial, justo a tiempo para que las colonias holandesas se convirtieran en tres de los siete estados originales que firmaron el Pacto Americano.

—Apuesto a que por aquel entonces los holandeses debían odiar a esos tipos —dijo David.

—Bueno. No creas que eran tan malos políticos —repuso Truecacuentos—. Los dos aprendieron a hablar holandés mejor que muchos nativos, e hicieron que sus hijos se educaran hablando holandés en colegios holandeses. Eran holandeses hasta el tuétano, hijos, hasta el punto que cuando Alex Hamilton se presentó a gobernador de Nueva Ámsterdam, y John Adams, para presidente de los Estados Unidos, ambos obtuvieron más votos entre los holandeses de Nueva Holanda que entre los escoceses e irlandeses.

—Es decir, que si me presento a alcalde podría conseguir que los suecos y los holandeses que hay sobre el río me votaran —dijo David.

—Ni yo te votaría —repuso Calma.

—Pues yo sí—afirmó Mesura—. Y espero que algún día te presentes de verdad...

—No puede hacerlo —indicó Calma—. Éste ni siquiera es un pueblo como Dios manda...

—Lo será —aseguró Truecacuentos—. Lo he visto antes. Cuando este molino se ponga en marcha, no pasará mucho tiempo antes de que haya trescientas familias viviendo entre vuestro molino y la iglesia de Vigor.

—¿Lo cree usted así?

—Ahora ya hay nuevos viajeros que se acercan a la tienda de Soldado de Dios tres o cuatro veces al año —dijo Truecacuentos—. Pero cuando puedan comprar harina vendrán mucho más a menudo. Durante algún tiempo preferirán vuestro molino a cualquier otro que se instale aquí, puesto que tenéis un camino llano y buenos puentes.

—Si el molino da dinero —dijo Mesura—, Papá encargará seguro a Francia una piedra Buhr. Teníamos una en West Hampshire, antes de que la inundación rompiera el molino. Y una piedra Buhr significa harina blanca y fina.

—Y harina blanca significa buenos negocios —agregó David—. Nosotros, los mayores, nos acordamos. —Sonrió con aire de conocedor—. Allí casi fuimos ricos...

—Así —prosiguió Truecacuentos—, con semejante tráfico, no sólo habrá una tienda, una iglesia y un molino. Sobre el Wobbish hay buena arcilla blanca.

Seguramente algún alfarero se instalará y fabricará vasijas para todo el territorio.

—Ojalá se dieran prisa con eso —dijo Calma—. Mi esposa me tiene enfermo con todo lo que le fastidia tener que servir la comida en platos de latón.

—Así es como crece un pueblo —sentenció Truecacuentos—. Una buena tienda, una iglesia, luego un molino y entonces una alfarería. Y también ladrillos, para el caso. Y cuando esto sea un pueblo...

—David podrá ser alcalde —concluyó Mesura.

—Yo no —dijo David—. Para mí es demasiado todo ese asunto de la política.

Ésas son las aspiraciones de Soldado de Dios...

—La aspiración de Soldado es ser rey —comentó Calma.

—No seas descortés —repuso David.

—Es la verdá —insistió Calma—. Si pensara que el puesto está vacante, también trataría de ser Dios.

Mesura se explicó a Truecacuentos:

—Calma y Soldado de Dios no hacen buenas migas.

—No es buen marido quien llama bruja a su mujer —dijo Calma con acritud.

—¿Y por qué habría de hacer semejante cosa? —preguntó Truecacuentos.

—Bueno, sin duda ya no lo hace —intervino Mesura—. Ella le prometió no hacerlo más. Utiliza sus dones en la cocina. Es una vergüenza obligar a una mujer a que lleve adelante su hogar con sólo sus dos manos.

—Es suficiente —dijo David. Truecacuentos alcanzó a ver su mirada alerta por el rabillo del ojo.

Obviamente, no confiaban aún en Truecacuentos para dejarle saber la verdad.

De modo que el anciano confesó estar en posesión del secreto.

—A mí me parece que ella emplea más que lo que Soldado sospecha... —dijo Truecacuentos—. En el porche de su casa hay un ingenioso conjuro hecho de cestas. Y ante mis propios ojos hizo un conjuro de tranquilidad el día que llegué al pueblo.

Entonces el trabajo se interrumpió un instante. Nadie lo miró, pero durante un segundo tampoco se hizo nada. Sólo pensaron en que Truecacuentos sabía el secreto de Eleanor y que no lo había contado a ningún extraño. Ni a Soldado de Dios Weaver. Pero una cosa era que él lo supiera y otra que ellos se lo confirmaran. De modo que no dijeron una sola palabra y regresaron a las muescas y a los troncos.

Truecacuentos rompió el silencio retornando al asunto principal.

—No pasará mucho tiempo antes de que estas tierras occidentales tengan población suficiente para llamarse estados, y de que soliciten unirse al Pacto Americano. Cuando eso suceda, hará falta gente honesta que ocupe los cargos.

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