—Pero no podía abandonarlo, ¿se da cuenta? Era mi hijo, y crecía tan radiante, tan bueno y tan hermoso que no pude menos que amarlo. Si me mantenía apartado, el pequeño lloraba porque su padre no jugaba con él. Pero si me quedaba con él, volvían esos sentimientos, una y otra vez. No todos los días, sino varias veces al día, y a veces con tal velocidad que me encontraba hasiendo cosas antes de poder pensarlo siquiera. Como ese día en que lo arrojé al río. Pisé mal y lo empujé, pero incluso mientras daba ese paso sabía que sería un tropezón y que lo empujaría. Lo sabía, pero no tuve tiempo de detenerme. Y un día sé que no podré detenerme, que no querré hacerlo, y que cuando el niño esté en mis manos acabaré por matarlo.
Truecacuentos vio que el brazo de Miller se movía, como si quisiera enjugar las lágrimas de sus mejillas.
—¿No es de lo más extraño? —preguntó Miller—. Que un hombre tenga esa clase de sentimientos hacia su propio hijo.
—¿Tiene otros hijos ese hombre?
—Algunos más. ¿Por qué?
—Me preguntaba si también tendría deseos de matar a los demás...
—Nunca. Ni gota. En verdá yo también se lo pregunté. Y me dijo que en absoluto.
—Y bien, señor Miller... ¿Qué le dijo usted?
Miller suspiró un par de veces.
—No sabía qué decirle. Hay cosas demasiado grandes para que pueda comprenderlas un hombre como yo. Me refiero a la forma en que el agua intenta matar a mi hijo Alvin. Y luego este sueco y su hijo. Tal vez haya niños que nunca deban llegar a mayores. ¿Lo cree usté, Truecacuentos?
—Creo que hay niños tan importantes que alguien... alguna fuerza del mundo... tal vez desee su muerte. Pero siempre habrá otras fuerzas, acaso más poderosas, que los deseen vivos.
—¿Y entonces por qué no se dan a conocer, Truecacuentos? ¿Por qué no aparece ese poder del cielo y dice... por qué no se le aparece a ese sueco y le dise no tema más, que su hijo está a salvo, incluso de usté?
—Tal vez esas fuerzas no hablen en voz alta. Acaso sólo muestren sus efectos...
—La única fuerza que se muestra en este mundo es la que mata.
—Nada sé sobre ese niño sueco —dijo Truecacuentos—, pero me atrevo a decir que sí hay una protección especial sobre su hijo. A juzgar por lo que usted dice, es un milagro que no haya muerto diez veces.
—Es sierto.
—Creo que alguien lo custodia.
—No lo suficiente.
—El agua nunca se lo llevó, ¿verdad?
—Pero estuvo tan cerca, Truecacuentos...
Y en lo que respecta a ese suequito, sé que alguien lo guarda.
—¿Quién? —preguntó Miller.
—Pues su propio padre.
—Su padre es el enemigo —lo corrigió Miller.
—No lo creo —dijo Truecacuentos—. ¿Sabe usted cuántos padres matan a sus hijos por accidente? Van de cacería y un tiro se escapa. O una carreta aplasta al niño, o éste se cae. Sucede muy a menudo. Quizás esos padres no vieron lo que sucedía. Pero este sueco está alerta y ve lo que sucede, y se observa a sí mismo y se contiene a tiempo.
Miller dejó entrever algo de esperanza.
—Tal como usté lo dise, parece como si el padre no fuera tan malo.
—Si lo fuera, señor Miller, el hijo estaría muerto desde hace mucho tiempo...
—Tal vez. Tal vez.
Miller lo pensó un tiempo. Tanto tiempo, en realidad, que Truecacuentos se durmió. Despertó al escuchar las palabras de Miller.
—... y cada vez es peor. Se le hase más y más difícil luchar contra esos sentimientos. No hace mucho estaba en el altillo de su... de su granero, api-lando heno. Y allí abajo estaba su hijo, y todo era cuestión de arrojar la horquilla, lo más fácil del mundo, y podía decir que la horquilla se le escapó, y quién se enteraría. Sólo dejarla caer y atravesar al niño. Iba a haserlo, ¿me entiende? Le era tan difícil luchar contra esos sentimientos, más difícil que nunca, y fue así que bajó los brazos. Decidió dejar de luchar y ceder a sus impulsos. Y en ese mismo momento, en ese mismísimo instante, aparesió un desconosido en la puerta y gritó: ¡No!, y entonces bajé la horquilla, es lo que dijo, bajé la horquilla, pero temblaba tanto que no podía apenas caminar, sabiendo que el desconosido había visto el crimen en mis ojos, debe pensar que soy el hombre más terrible del mundo para querer matar a mi propio hijo, sin sospechar todo lo que he estado luchando durante tantos años...
—Tal vez el desconocido supiera algo acerca de los poderes que obran en el corazón de un hombre —dijo Truecacuentos.
—¿Lo cree usté así?
—Hum, no puedo asegurarlo, pero tal vez ese desconocido también viera cuánto amaba ese padre al niño. Acaso el desconocido haya estado confundido cierto tiempo, pero finalmente comenzara a darse cuenta de que el niño era extraordinario y que tenía enemigos poderosos. Y entonces quizá llegara a comprender que por muchos enemigos que el pequeño tuviera, su padre no se contaba entre ellos. Que no era un enemigo. Y acaso quisiera decirle algo a ese padre...
—¿Qué querría decirle? —Miller se enjugó las lágrimas nuevamente con su manga—. ¿Qué cree que podría querer decirle ese desconocido?
—Quizá quisiera decirle: ha hecho usted todo lo que ha podido: y ahora esto se ha convertido en algo demasiado poderoso para usted. Debiera enviar al niño a otro lugar. Al este, con sus parientes, o como aprendiz a algún pueblo.
Sería muy duro para el padre, ya que ama tanto a su niño, pero lo haría porque sabe que el verdadero amor es el que pone a salvo al hijo de todo peligro.
—Sí—dijo Miller.
—Ya que hablamos de esto —dijo Truecacuentos—. Acaso usted deba hacer lo mismo con su propio hijo, Alvin.
—Quizá...
—¿No dijo usted que estaba en peligro cerca de las aguas en este lugar?
Alguien o algo está protegiéndolo. Pero tal vez si Alvin no viviera aquí...
—Algunos de los peligros desapareserían—concluyó Miller.
—Piénselo —dijo Truecacuentos.
—Es algo terrible tener que enviar a un hijo a un sitio lejano a que viva con extraños...
—Pero es peor sepultarlo...
—Sí. No hay nada que pueda ser peor que sepultarlo.
No hablaron más y, al cabo de un rato, ambos se quedaron dormidos.
La mañana estaba fría y la escarcha era espesa, pero Miller no dejó que Al se acercara a la roca hasta que el sol derritió la helada por completo. En lugar de eso, pasaron la mañana preparando el terreno desde la ladera de roca hasta el trineo para que la piedra pudiera rodar por la pendiente.
A estas alturas, Truecacuentos estaba seguro que Al Júnior se valía de un poder oculto para soltar la rueda de la superficie rocosa, aun cuando él mismo no se diera cuenta. Truecacuentos era curioso. Quería ver cuan portentoso era ese poder para comprender mejor su naturaleza. Y puesto que Al Júnior no sabía lo que hacía, el experimento de Truecacuentos debía ser sutil.
—¿Qué talla usa para la piedra? —preguntó.
Miller se encogió de hombros.
—Antes usaba una piedra Buhr. Todas vienen con talla de hoz.
—¿Podría enseñármelo? —solicitó Truecacuentos.
Con el extremo del rastrillo, Miller dibujó un círculo sobre la escarcha. Luego trazó una serie de arcos que partían del centro del círculo en dirección al borde. Entre cada par de arcos trazó un arco más corto, que comenzaba sobre la circunferencia pero sin acercarse nunca a más de dos tercios del trayecto hacia el centro.
—Como ésa —indicó Miller.
—Casi todas las ruedas de molino de Pensilvania y Suskwahenny tienen talla de un cuarto —dijo Truecacuentos—. ¿Conoce ese corte?
—Muéstremelo.
Y Truecacuentos trazó otro círculo. No quedó tan visible, pues la escarcha ya se estaba derritiendo, pero fue suficiente. En lugar de hacer líneas curvas desde el centro hasta el borde, trazó rectas, y desde estas líneas largas hizo otras más cortas que partían directamente hacia la circunferencia.
—A algunos molineros, éstas les agradan más, ya que pueden mantenerse afiladas más tiempo. Como todas las líneas son rectas, se obtiene un trazado liso cuando uno trabaja sobre la piedra.
—Ya veo —dijo Miller—. Pero no sé... Estoy acostumbrado a las líneas curvas.
—Ah, como le parezca. Nunca fui molinero, de modo que no sé. Sólo le cuento lo que he visto.
-—Oh, no me molesta su comentario. No me molesta en absoluto...
Al Júnior estaba de pie, estudiando ambos círculos.
—Si llegamos a casa con esta piedra —repuso Miller—, intentaré la talla de un cuarto. Me parece que será más fácil haser una molienda fina con ella...
Finalmente, el suelo quedó seco y Al Júnior caminó hasta la superficie de la roca. Los demás estaban abajo, levantando el campamento o trayendo los caballos a la cantera. Sólo Miller y Truecacuentos observaron a Al mientras llevaba su martillo hasta la roca. Para que el círculo adquiriera toda su profundidad a lo largo de la circunferencia entera, aún debía hacer unos cortes más.
Para sorpresa de Truecacuentos, cuando Al Júnior posó el cincel y descargó un golpe de martillo, de la superficie de piedra saltó un gran fragmento de unos doce centímetros y fue a dar en tierra.
—Pero esa roca es blanda como el carbón —observó Truecacuentos—. ¿Qué clase de rueda de molino puede hacerse con algo tan poco resistente?
Miller sonrió y sacudió la cabeza.
Al Júnior dio un paso atrás.
—Ah, Truecacuentos, es piedra dura, a menos que sepas el sitio exacto donde dar el golpe. Prueba y lo verás.
Truecacuentos tomó el martillo y el cincel de las manos del niño y se aproximó a la roca. Cuidadosámente, posó el cincel sobre la piedra, en un ángulo ligeramente oblicuo. Luego, tras unos golpes de prueba, descargó un fuerte mazazo.
El cincel saltó prácticamente de su mano izquierda, y el impacto fue tan grande que dejó caer el martillo.
—Lo siento —dijo—; no es la primera vez que lo hago, pero debo haber perdido la destreza...
—Descuide, es la roca... —indicó Al—. Es algo temperamental. Sólo le gusta ceder en determinadas direcciones.
Truecacuentos inspeccionó el lugar donde había intentado penetrar. Pero no pudo dar con él. Su poderosa descarga no había hecho la menor mella.
Al Júnior recogió las herramientas y posó el cincel sobre la roca. Y
Truecacuentos estuvo seguro de que lo estaba haciendo en el mismo lugar donde antes lo había hecho él. Pero Al actuó como si lo hubiera situado de una manera enteramente distinta.
—¿Ve? Hay que saber encontrar el ángulo. Así...
Descargó el martillo, el hierro resonó, se escuchó un crujido de roca y una vez más la piedra se desmoronó sobre la tierra.
—Ahora veo por qué lo manda a él hacer los cortes...
—Párese ser la mejor forma —repuso Miller.
En minutos apenas, la piedra quedó totalmente recortada en círculo.
Truecacuentos no abrió la boca. Se limitó a observar al niño.
Al dejó sus herramientas en el suelo, caminó hasta la rueda de molino y la abrazó. Su mano derecha se curvó alrededor del reborde. Su mano izquierda se hundió en el corte del lado opuesto. La mejilla de Alvin se posó sobre la piedra. Tenía los ojos cerrados. Parecía como si estuviese escuchando la roca, por ridícula que fuese la idea.
Comenzó a murmurar suavemente. Un sonido monótono e impreciso. Movió las manos. Cambió de posición. Escuchó con el otro oído.
—Vaya... —dijo Alvin—. Casi no puedo creerlo...
—¿Creer qué? —preguntó su padre.
—Esos últimos golpes deben haber hecho temblar la piedra. El dorso casi se ha desprendido.
—¿Quieres decir que la rueda de molino está suelta? —preguntó Truecacuentos.
—Creo que ya podemos ir sacándola —dijo Alvin—. Llevará un poco de trabajo de cuerdas, pero lo podremos hacer sin demasiados problemas.
Sus hermanos trajeron las cuerdas y los caballos. Alvin pasó una soga por detrás de la piedra. No había dado un solo golpe contra el dorso, pero la cuerda se deslizó fácilmente en su sitio. Luego otra cuerda, y otra más, y pronto todos estuvieron tirando, primero a la izquierda, luego a la derecha, para quitar lentamente la pesada piedra de su lecho de roca.
—Si no lo hubiera visto... —dijo Truecacuentos.
—Pero lo ha visto —repuso Miller.
La habían separado unos centímetros cuando cambiaron las cuerdas, pasaron cuatro cabos por el orificio central y los sujetaron a dos caballos, que aguardaban arriba de la pendiente.
—Rodará cuesta abajo de lo más bien —explicó Miller a Truecacuentos—. Los caballos están como contrapeso, pá tirar en contra.
—Parece pesada...
—Bueno. En ese caso no se ponga delante de ella —aconsejó Miller.
Comenzaron a hacerla rodar, muy lentamente. Miller tomó a Alvin del hombro y mantuvo al pequeño lejos de la piedra, y más arriba de la ladera.
Truecacuentos ayudó con los caballos, de modo que no pudo examinar bien el dorso de la piedra hasta que estuvo posada sobre el suelo junto al trineo.
Era suave como la piel de un recién nacido. Plana como un espejo de aguas heladas. Y estaba tallada según un esquema de talla de un cuarto. Las líneas rectas partían del orificio central hacia el reborde de la piedra.
Alvin se acercó a su lado.
—¿Lo hice bien?
—Sí—repuso Truecacuentos.
—Fue una suerte —comentó Alvin—. Sentí que la piedra estaba por partirse justo por donde ve las líneas. Se quería partir por allí, más fácil imposible.
Truecacuentos extendió la mano y pasó el dedo suavemente por el borde de uno de los cortes. Le dolió. Se llevó el dedo a la boca y sintió el sabor a sangre.
—La rueda saca un lindo filo, ¿eh? —comentó Mesura, como si se tratara de algo totalmente cotidiano. Pero Truecacuentos advirtió el asombro en sus ojos.
—Buen corte —dijo Calma.
—El mejor hasta ahora —aseguró David.
Entonces, mientras los caballos se afanaban por no caer, la pusieron de lado para apoyarla sobre el trineo, con los cortes hacia arriba.
—¿Me hará un favor, Truecacuentos? —preguntó Miller.
—Si puedo...
—Lleve a Alvin de regreso a casa. Su tarea ha terminado.
—¡No, Papá! —exclamó el pequeño. Corrió hasta su padre—. No puedes enviarme a casa ahora...
—No necesitamos niños que se anden por entre las piernas mientras manipulamos una piedra de mesejante tamaño —dijo su padre.
—Pero debo vigilar la rueda para asegurarme de que no se parta o se melle, Pa...