En ese momento, la exaltación de Thrower se tornó franca desilusión.
Ciertamente, el hecho de que el niño pudiera reír tan diabólicamente mientras la mismísima Biblia reposaba sobre su pecho era prueba de que ningún poder podría expulsar el mal de su interior. El Visitante tenía razón. Thrower nunca tendría que haber rehusado desempeñar la labor titánica que el Visitante había puesto en sus manos. Había tenido el poder de ser quien acabara con la Bestia del Apocalipsis, y él se había mostrado demasiado débil, demasiado sentimental para aceptar el llamamiento divino. Podría haber sido un Samuel y dar muerte al enemigo de Dios. En cambio, soy un Saúl, un débil, incapaz de matar aquello que debe morir según el mandamiento del Señor, Ahora veré cómo este niño crece con el poder de Satán dentro de sí, y sabré que si se extienden sus demonios, sólo habrá sido por mi debilidad.
La habitación estaba demasiado caldeada y lo asfixiaba. No se había dado cuenta hasta entonces de que sus ropas estaban empapadas de sudor. Era difícil respirar. ¿Pero qué debía esperar? En esa habitación se notaba el sofocante hálito del infierno. Boqueando, tomó la Biblia, la interpuso entre él y ese niño satánico que yacía riendo febrilmente bajo las frazadas y huyó. Se detuvo en la sala principal, respirando pesadamente. Había interrumpido una conversación, pero apenas lo había notado. ¿Qué importaba la conversación de esa gente ignorante comparada con lo que acababa de experimentar? He estado en presencia del esbirro de Satán, enmascarado tras la imagen de un niño; pero sus blasfemias lo han revelado a mis ojos. Debería haber comprendido quién era este niño hace muchos años, cuando posé mis manos sobre su cabeza y la encontré tan perfectamente equilibrada. Sólo un impostor podría ser tan perfecto. El niño nunca fue real. Ah, si tuviera la fortaleza de los grandes profetas de la antigüedad para poder derrotar al enemigo y llevar el trofeo ante mi Señor...
Alguien tironeaba de su manga.
—¿Está usté bien, reverendo?
Era la buena de Fe, pero el reverendo Thrower no pensó en responderle. Su insistencia le hizo darse la vuelta y volver el rostro hacia la chimenea. Allí, sobre la piedra, vio una imagen tallada, y en su estado de confusión no pudo determinar de inmediato de qué se trataba. Parecía el rostro de un alma atormentada, rodeada por tentáculos que se retorcían. Llamas, pensó. Eso debe ser, es un alma hundiéndose en el azufre, ardiendo en las llamaradas del infierno. La imagen le resultaba una tortura, pero a la vez lo reconfortaba, pues su presencia en la casa demostraba los estrechos lazos que la familia guardaba con el infierno. Estaba entre enemigos. A su mente vino una frase del Salmista: «Fuertes toros de Basan me han cercado. Abrieron sobre mí su boca, como león rampante y rugiente. Heme escurrido como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
—Venga —dijo la buena de Fe—. Siéntese.
—¿El niño se encuentra bien? —preguntó Miller.
—¿El niño? —repitió Thrower. Las palabras apenas podían salir de su boca. El niño es una arpía de Sheol, y usted me pregunta cómo se encuentra...—. Tan bien como cabría esperar—repuso.
Luego volvieron a la conversación. Al poco rato empezó a comprender de qué estaban hablando. Al parecer, Alvin quería que alguien cortase la parte enferma del hueso. Mesura había traído una sierra de dientes finos del cobertizo que servía de matadero. La discusión era entre Mesura y Fe, puesto que la mujer no quería que nadie cortara a su hijo, y entre Miller y los dos, pues Miller se negaba a hacerlo y Fe sólo consentiría si era el padre de Alvin quien hacía la operación.
—Si crees que debe haserse —decía Fe—, no veo por qué prefieres que lo haga cualquiera menos tú.
—No lo haré yo —fue la respuesta de Miller.
A Thrower le sorprendió que el hombre tuviera miedo. De alzar el cuchillo contra la carne de su propio hijo.
—Pidió que fueras tú, Papá. Dijo que él dibujaría las marcas sobre la pierna para que hicieras bien los cortes. Sólo cortarás una capa de piel y la retirarás hacia atrás, y allí debajo estará el hueso. Tienes que hacer una cuña y extirpar la parte enferma...
—No soy de las que se desmayan —afirmó Fe—, pero siento que la cabeza me empieza a dar vueltas...
—Si Al Júnior dice que hay que haserlo, pues se hará—dijo Miller—. Pero no seré yo quien lo haga.
Entonces, como si un rayo de luz iluminara la habitación oscurecida, el reverendo Thrower vio su salvación. El Señor le ofrecía claramente la oportunidad exacta que el Visitante había profetizado. Una oportunidad de tener un cuchillo en sus manos, de cortar la pierna del niño y de seccionar accidentalmente una arteria y dejar manar la sangre hasta que la vida se extinguiera. Lo que antes había sido renuente a hacer en la iglesia, pensando que Alvin era sólo una criatura, ahora lo haría con gusto, después de haber visto que el mal se ocultaba tras el disfraz de un niño.
—Yo estoy aquí—dijo.
Los demás lo miraron.
—No soy cirujano, pero tengo ciertos conocimientos de anatomía. Soy científico.
—Sesomántico... —recordó Miller.
—¿Ha troceado usted alguna vez vacas o cerdos? —preguntó Mesura.
—¡Mesura! —exclamó su madre horrorizada—. Tu hermano no es ninguna bestia...
—Sólo quería saber si no vomitaría cuando viera salir sangre.
—Ya he visto sangre —dijo Thrower —y no tengo miedo, cuando la cirugía es para salvar a alguien.
—¡Ay, reverendo Thrower, sería pedirle demasiado...! —exclamó la buena de Fe.
—Ahora veo que tal vez fue la inspiración lo que me hizo venir hoy, después de tanto tiempo lejos de esta casa.
—Lo que lo hiso venir fue el zopenco de mi yerno —dijo Miller.
—Bueno, fue una idea que se me ocurrió —comentó Thrower—. Veo que no queréis que lo haga, y no os culpo por ello. Aun cuando signifique salvar la vida de un hijo, es algo arriesgado dejar que un extraño realice una operación quirúrgica sobre su cuerpo...
—Usté no es ningún extraño —intervino Fe Miller.
—¿Y si algo no marchara bien? Podría fallarme el pulso. Su herida podría haber modificado el curso de ciertas arterias. Tal vez cortase alguna accidentalmente; la muerte sería entonces cuestión de segundos. Y yo tendría en mis manos la sangre de vuestro hijo...
—Reverendo Thrower —dijo Fe—, no podemos culparlo por una fatalidá. Lo único que nos queda es intentarlo.
—Lo cierto es que si no hacemos algo morirá —intervino Mesura—. Dice que tenemos que cortar ahora mismo, antes de que el mal se extienda.
—Tal vez uno de sus hijos mayores... —sugirió Thrower.
—No hay tiempo para ir a buscarlos —exclamó Fe—. Ay, Alvin, tú has escogido que este niño llevara tu nombre. ¿Lo dejarás morir por no permitir que el predicador esté aquí?
Miller sacudió la cabeza con pesar.
—Hágalo, pues.
—Él prefiere que seas tú, Papá —dijo Mesura.
—¡No! —rehusó Miller con vehemencia—. Cualquiera será mejor que yo. Incluso él será mejor que yo.
Thrower vio desencanto y hasta desprecio en el rostro de Mesura. Se puso de pie y fue hasta donde estaba Mesura, que sostenía entre sus manos una sierra y un cuchillo...
—Joven —le dijo— no juzgues nunca a un hombre como un cobarde. No puedes saber qué razones alberga en su corazón.
Thrower se volvió a Miller y reconoció en su rostro una mirada de sorpresa y gratitud.
—Dadle las herramientas —ordenó Miller.
Mesura le tendió el cuchillo y la sierra. Thrower sacó un pañuelo y puso sobre él los instrumentos que Mesura le alcanzaba.
Qué fácil había sido todo... En unos instantes todos estaban pidiéndole que aceptara el cuchillo y lo absolvían por anticipado de cualquier accidente que pudiese ocurrir. Hasta había ganado el primer asomo de amistad por parte de Alvin Miller. Ah, los he engañado a todos, se dijo triunfal. Estoy a la altura de vuestro amo, el demonio. He burlado al gran burlador, y antes de una hora habré enviado de regreso al infierno a su corrupta progenie.
—¿Quién sostendrá al niño? —preguntó Thrower—. Aunque le deis vino, el dolor lo hará saltar a menos que alguien lo sujete.
—Yo lo haré —se ofreció Mesura. —Pero no tomará vino —informó Fe—. Dise que tiene que estar despierto.
—Es un niño de diez años —advirtió Thrower—. Si vosotros insistís en que lo beba, no tendrá más remedio que obedeceros. Fe sacudió la cabeza.
—Él sabe lo que le conviene. Sabe soportar muy bien el dolor. Es de lo más sufrido. Lo nunca I visto.
Me lo imagino, dijo Thrower para sus adentros. El diablo que habita dentro del niño se regodea sin duda en el dolor y no desea que el vino atenúe su orgía.
—Muy bien, entonces —dijo—. No hay razón para demorarnos más. —Fue hasta la habitación delante de los demás y apartó resueltamente las frazadas del cuerpo de Alvin. El niño comenzó de inmediato a temblar de frío, aun cuando seguía sudando de fiebre.
—¿Habéis dicho que ha marcado el lugar dónde cortar?
—Al —anunció Mesura—. El reverendo Thrower está aquí para cortarte...
—Papá —dijo Alvin.
—No sirve de nada que se lo pidamos —confesó Mesura—. No lo hará.
—¿Estás seguro de que no quieres beber algo de vino? —propuso Fe.
Alvin comenzó a llorar.
—No —insistió—. Estaré bien si Papá me sostiene.
—Eso es —dijo Fe—. Que no haga el corte, pero estará aquí con el niño o lo incrustaré en la chimenea. O lo uno o lo otro. —Salió en tromba de la habitación.
—Dijo usted que el niño marcaría el lugar... —recordó Thrower.
—Oye, Al. Déjame sentarte un poco. Tengo un poco de carbón. Marca la pierna en el sitio esacto donde quieres que levanten la capa de piel...
Alvin gimió mientras Mesura lo incorporaba, pero al marcar un gran rectángulo de su pantorrilla, el pulso no le tembló.
—Corte desde abajo, y deje pegada la parte de arriba —dijo. Tenía la voz pastosa y opaca, y cada palabra le representaba un gran esfuerzo—. Mesura, tú sostendrás la capa de piel apartada mientras él corta.
—Eso tendrá que hacerlo Ma —dijo Mesura—. Yo he de aguantarte para que no saltes de dolor.
—No saltaré —aseguró Alvin— si Papá me sostiene.
Miller se introdujo lentamente en la habitación, escoltado por su esposa.
—Yo te sostendré —anunció. Tomó el lugar de Mesura, y se sentó detrás del niño con los brazos a su alrededor—. Te estoy abrazando —dijo.
—Muy bien, entonces —intervino Thrower. Y esperó el paso siguiente.
Esperó un buen rato...
—¿No olvida usté algo, reverendo? —preguntó Mesura.
—¿Qué cosa? —dijo Thrower.
—El cuchillo y la sierra —respondió.
Thrower miró su pañuelo, que yacía en su mano izquierda. Vacío.
—Pero si estaban aquí...
—Los dejó sobre la mesa cuando veníamos comentó Mesura.
—Iré a buscarlos —dijo la buena de Fe. Y salió e la habitación a toda prisa.
Aguardaron y aguardaron y aguardaron. Finalmente, Mesura se puso de pie.
—No puedo entender por qué no regresa.
Thrower fue tras él. Hallaron a Fe en la sala principal, remendando una colcha con las niñas.
—Mamá —dijo Mesura—. ¿Y el cuchillo y la sierra?
—Santo Cielo —exclamó Fe—. No sé qué me ha pasado. Ya no me acordaba para qué había venido hasta aquí. —Tomó el cuchillo y la sierra y regresó a la habitación de Alvin. Mesura se encogió de hombros ante Thrower y ambos la siguieron. Ahora, pensó Thrower. Ahora haré todo lo que el Señor espera de mí. El Visitante verá que soy un fiel amigo de mi Salvador, y mi sitio en el paraíso estará asegurado. No como este pobre, miserable pecador, que vivirá atrapado en la hoguera del infierno.
—Reverendo... —dijo Mesura—. ¿Qué hace?
—Este dibujo... —comentó Thrower.
—¿Qué le pasa?
Thrower examinó de cerca el grabado que había sobre la chimenea. No era un alma en el infierno. Era una representación del hijo mayor de la familia, Vigor, ahogándose. Había oído la historia al menos una docena de veces. ¿Pero por qué estaba allí, mirándolo, cuando tenía una misión tan grandiosa e importante que cumplir en la otra habitación?
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente —respondió Thrower—. Sólo necesitaba un instante de oración silenciosa y un poco de meditación antes de emprender esta tarea...
Avanzó resueltamente hasta la habitación y se sentó en la silla, al lado del lecho donde yacía trémulo el hijo de Satán, a la espera del cuchillo. Thrower buscó los instrumentos del crimen sagrado. No estaban por ninguna parte.
—¿Y el cuchillo?—preguntó.
Fe miró a Mesura.
—¿No trajiste las cosas contigo? —le dijo.
—Eras tú quien las traía —le recordó Mesura.
—Pero cuando saliste a buscar al predicador, ¿no las cogiste?
—¿Yo hice eso? —Mesura parecía confundido—. Debo de haberlas dejado allí abajo... —Se puso de pie y abandonó la habitación.
Thrower comenzó a notar que allí estaba sucediendo algo extraño, aunque no podía determinar qué. Fue hasta la puerta a esperar el regreso de Mesura.
Allí estaba Cally de pie, sosteniendo su pizarra y mirando al ministro.
—¿Va a matar a mi hermano? —le preguntó.
—Ni siquiera pienses en algo semejante —le reconvino Thrower.
Mesura le entregó los instrumentos con aire amoscado.
—No puedo creer que haya dejado las herramientas sobre la solera de esa manera... —Y luego el joven hizo a un lado a Thrower y entró en el dormitorio...
Instantes después, Thrower lo siguió y ocupó su lugar al lado de la pierna expuesta, donde se veía el rectángulo tiznado de negro.
—Bueno, ¿dónde están? —preguntó Fe.
Thrower advirtió que no tenía el cuchillo ni la sierra. Estaba totalmente confundido. Mesura se los había entregado al otro lado de la puerta. ¿Cómo podía ser que los hubiese perdido?
Cally asomó por la puerta.
—¿Para qué quiero yo todo esto? —preguntó. En sus manos mostraba ambas herramientas.
—Buena pregunta —dijo Mesura, mirando al pastor con el ceño fruncido—. ¿Por qué se las ha dado a él?
—Pues yo no he sido —se defendió Thrower—. Se las habrás dado tú...
—Pero si las puse en sus manos...
—Me las dio el predicador —dijo el pequeño.
—Bueno, tráelas aquí—ordenó su madre.
Cally entró obedientemente en la habitación, blandiendo las hojas como si fueran trofeos de guerra. Como el ataque de un gran ejército. Ah, sí, de un gran ejército... Como el ejército de israelitas que Josué condujo a la tierra prometida. Así llevaban sus armas, en alto, por encima de sus cabezas, mientras marchaban alrededor de la ciudad de Jericó. Marchaban y marchaban. Marchaban y marchaban. Y al séptimo día se detuvieron, e hicieron tronar sus trompetas y dieron un grito estruendoso, y los muros se derribaron, y alzaron las espadas y los cuchillos por encima de sus cabezas y embistieron contra la ciudad, despedazando hombres, mujeres y niños, todos enemigos de Dios, para que la tierra prometida se viera libre de su inmundicia y se preparara para recibir al pueblo del Señor. Y al final del día todos yacían tendidos sobre el lecho de sangre, y Josué se detuvo entre ellos, el gran profeta de Dios, sosteniendo una espada sangrienta sobre su cabeza, y gritó.