Y, en su mente, Thrower comprendió lo pequeño e insignificante que era, comparado con este ser glorioso que refulgía con mil colores distintos, que se encendía con un fuego interior, que respiraba penumbras y exhalaba luz. ¡Os adoro!, exclamó para sus adentros. ¡Sois todo lo que deseo! ¡Besadme con vuestro amor, para que pueda saborear vuestra gloria!
De pronto, el Visitante se detuvo y sus grandes fauces avanzaron hacia él. No para devorarlo, pues Thrower sabía que era demasiado indigno para ser engullido. Y vio la terrible aporía del hombre: vio que pendía sobre el hoyo del infierno, como una araña del hilo más débil, y que la única razón por la cual Dios no lo dejaba caer era porque ni siquiera merecía la destrucción. Dios no lo odiaba. Era tan vil que Dios lo desdeñaba.
Thrower miró a los ojos al Visitante y desesperó. Allí no había amor, ni perdón, ni ira, ni desprecio. Sólo un vacío mayúsculo. Las escamas cente-llaron, dispersando la luz de su fuego interior. Pero ese fuego no ardía a través de sus ojos. Ni siquiera eran negros. Simplemente, esos ojos no existían: eran una nada que temblaba, que no se quedaba quieta. Thrower supo que estaba ante su propio reflejo, que no era nada, que la misma continuación de su existencia era una cruel pérdida de valioso espacio, que la única salida que le quedaba era ser aniquilado, destruido, para que el mundo pudiera retornar a la gloria que habría sido si Filadelfia Thrower nunca hubiera nacido.
Lo que despertó a Soldado de Dios fue la plegaria de Thrower. Estaba hecho un ovillo al lado de la estufa de Franklin. Tal vez hubiese cargado demasiado la estufa, pero era la única forma de quitarse el frío de dentro. Caracoles, cuando llegó a la iglesia, su camisa era un manto de hielo. Traería más carbón para retribuir el favor al clérigo.
Soldado pensó en hablar para hacerle saber a Thrower que se encontraba allí, pero cuando oyó las palabras que pronunciaba el pastor, no supo qué decir.
Thrower hablaba de cuchillos y arterias, y de que debía haber cercenado a los enemigos de Dios. Al cabo de un minuto lo vio con claridad: ¡Thrower no había ido a salvar al niño, sino a matarlo! Algo debe de andar mal, pensó Soldado de Dios, cuando un hombre cristiano golpea a su mujer, una esposa cristiana embruja a su esposo y un ministro cristiano planea una muerte e implora perdón por no haber podido cometer el crimen.
Pero de pronto, Thrower dejó de orar. Tenía el rostro tan rojo y la voz tan ronca que Soldado pensó que le había dado una apoplejía. Pero no. Thrower alzó la cabeza como si estuviera escuchando a alguien.
Soldado trató de escuchar también y alcanzó a oír algo, como cuando la gente habla durante un temporal y no se entiende lo que dicen. Sé de qué se trata, pensó Soldado. El reverendo Thrower está teniendo una visión.
Sí. Thrower hablaba y la débil voz le respondía, y Thrower no tardó en ponerse a dar vueltas y vueltas sobre sí mismo, cada vez más rápido, como si estuviera observando algo sobre las paredes. Soldado trató de ver lo que el pastor contemplaba, pero no consiguió distinguirlo. Era como una sombra que pasaba frente al sol: no podía verse cuando entraba y cuando se iba pero, durante un segundo, el cielo se oscurecía y hacía más frío. Eso fue lo que vio Soldado de Dios.
Y luego se detuvo. Soldado vio un estremecimiento en el aire, un destello aquí y allá, como cuando la luz queda atrapada en un trozo de vidrio. ¿Acaso Thrower estaba viendo la gloria de Dios, como le ocurrió a Moisés? A juzgar por el rostro del pastor, no era probable. Soldado de Dios jamás había visto una expresión así en su vida. Así debía de ser el rostro de un hombre que tuviese que ver cómo mataban a su propio hijo.
El destello y el estremecimiento desaparecieron. La iglesia quedó en silencio.
Soldado quiso correr hasta Thrower y preguntarle: «¿Qué ha visto? ¿Qué era su visión? ¿Una profecía?»
Pero Thrower no parecía muy dispuesto a responder preguntas. En su rostro se leía el deseo de morir. A paso más que lento, el predicador se alejaba del altar. Deambuló por entre los bancos, a veces golpeándose contra ellos, sin mirar ni fijarse en dónde ponía sus pies.
Finalmente se detuvo junto a la ventana, frente al vidrio, pero Soldado sabía que no veía nada en especial. Sólo estaba allí, de pie, con los ojos bien abiertos, con el aspecto de la misma muerte.
El reverendo Thrower levantó la mano derecha, con los dedos abiertos, y posó la palma de la mano sobre uno de los cristales. E hizo presión. Empujó con tal fuerza que Soldado vio cómo el vidrio se arqueaba hacia afuera.
—¡Deténgase! —gritó—. ¡Se cortará!
Thrower no dio señales de haber oído siquiera. Siguió haciendo presión.
Soldado echó a andar hacia él. Tenía que detener a ese hombre antes de que rompiera el vidrio y se cortara el brazo.
El vidrio se partió con un estallido. El brazo de Thrower siguió de largo, hasta el hombro. El predicador sonrió. Tiró del brazo y lo volvió a introducir en el recinto. Y luego comenzó a restregarlo contra el marco de la ventana, a frotarlo contra las astillas de vidrio que pendían de la masilla.
Soldado de Dios trató de apartar a Thrower de la ventana, pero el hombre tenía una fuerza que antes jamás había visto en él. Por último, Soldado tuvo que tomar carrerilla y derribarlo de un empellón. La sangre chorreaba por doquier. Soldado de Dios tomó el brazo de Thrower, que no cesaba de sangrar. Pero Thrower trató de zafarse de él. Soldado de Dios no tuvo elección. Por primera vez desde que se había convertido al Cristianismo, su mano se cerró en un puño para descargarse sobre el mentón de un predicador. La cabeza de Thrower se estrelló contra el suelo, donde quedó tendido e inconsciente.
Debo detener la hemorragia, pensó Soldado de Dios. Pero primero debía quitar los vidrios. Algunos de los trozos grandes estaban incrustados en forma superficial y no le fue difícil extraerlos. Pero otros, más pequeños, estaban profundamente hundidos y sólo se les veía la punta. Todo estaba tan cubierto de sangre que no lograba cogerlos. Finalmente, con todo, sacó casi todos los vidrios que pudo hallar. Por fortuna, no había un solo lugar donde la sangre saliera a borbotones, lo cual indicó á Soldado que las venas principales no habían sido seccionadas. Se quitó la camisa y se quedó con el torso desnudo ante la fría corriente que entraba por la ventana rota, pero apenas si reparó en ello. Hizo jirones la prenda y con ellos improvisó vendajes. Fajó las heridas y contuvo la sangre. Y luego se sentó a esperar que Thrower recuperara la conciencia.
Thrower se sorprendió al descubrir que no estaba muerto. Yacía de espaldas sobre el duro suelo, cubierto de ropas gruesas. Le dolía la cabeza. Y el brazo.
Recordó haber querido cortarse el brazo, y supo que debía intentarlo nuevamente, pero no podía armarse del mismo deseo de morir que había sentido antes. Aun recordaba al Visitante en su forma de lagartija inmensa, aun recordaba esos ojos huecos, pero Thrower no lograba volver a sentirse como antes. Sólo sabía que en el mundo no había sentimiento peor.
Tenía un vendaje en el brazo. ¿Quién podía habérselo hecho?
Oyó correr el agua. Luego, el golpetear de un trapo húmedo contra la madera.
Bajo la penumbra del invierno que entraba por la ventana pudo distinguir a alguien que lavaba las paredes. Uno de los cristales de la ventana estaba cubierto con una tabla de madera.
—¿Quién es? —preguntó Thrower—. ¿Quién es usted?
—Soy yo.
—Soldado de Dios.
—Estoy lavando las paredes. Esto es una iglesia, no un matadero.
Desde luego. Debía de haber sangre por todas partes.
—Lo siento —dijo Thrower.
—No me molesta estar limpiando —aclaró Soldado—. Creo que le quité todos los vidrios del brazo...
—Está desnudo...
—Mi camisa está precisamente en su brazo —repuso.
—Debe de tener frío.
—Tal vez haya sido así, pero he cubierto el agujero del cristal y la estufa ya ha caldeado el lugar. Es usted quien tiene el rostro tan blanco que parece haber estado muerto una semana entera.
Thrower intentó sentarse, pero le fue imposible. Estaba demasiado débil. El brazo le dolía demasiado.
Soldado lo obligó a recostarse.
—Ahora quédese tendido, reverendo Thrower. Así, tumbado. Ha vivido toda una conmoción.
—Sí...
—Espero que no se moleste, pero cuando usted entró, yo ya estaba en la iglesia. Me había quedado dormido al lado de la estufa... Mi esposa me echó de casa. Hoy me han echado dos veces en un mismo día... —Se rió, pero sin alegría—. De modo que lo vi.
—¿Qué vio?
—Estaba teniendo una visión, ¿verdad?
—¿Lo vio a él?
—No fue mucho lo que pude ver. En realidad lo vi a usted, pero tuve algunas imágenes de algo, si sabe a qué me refiero... corriendo por las paredes.
—Lo vio... —dijo Thrower—. Oh, Soldado, fue terrible, y fue hermoso.
—¿Vio a Dios?
—¿Si vi a Dios? No, Soldado, Dios no tiene cuerpo que uno pueda ver. Vi un ángel, un ángel del castigo. Sin duda, es esto lo que debió de ver el Faraón: el ángel de la muerte que atravesó las ciudades de Egipto para llevarse a su primogénito.
—Oh... —dijo Soldado, algo intrigado—. ¿Entonces debía dejarlo morir?
—Si estaba destinado a morir, no podría haberme salvado — arguyó Thrower—. El hecho de que usted me salvara, y de que estuviera aquí en el momento de mi desesperación, es señal segura de que no debía morir. Fui castigado, pero no destruido, Soldado de Dios. Tengo otra oportunidad...
Soldado asintió, pero Thrower sintió que algo lo preocupaba.
—¿Qué le sucede? —preguntó Thrower—. ¿Qué quiere preguntarme?
Los ojos de Soldado se abrieron desorbitados.
—¿Puede leer mis pensamientos?
—Si pudiera, no se lo estaría preguntando...
Soldado sonrió.
—Me figuro que no.
—Si puedo, le diré lo que desea saber.
—Le oí rezar... —comenzó Soldado de Dios. Aguardó, como si aquello fuera la pregunta.
Como Thrower no sabía cuál era el interrogante, no estaba seguro de lo que debía responder.
—Estaba desesperado porque defraudé al Señor. Me fue dada una misión que cumplir, pero en el momento crucial mi corazón se dejó vencer por la duda.
—Con su mano sana aferró a Soldado. Lo único que pudo tocar fue la tela de los pantalones del hombre, que estaba de rodillas a su lado—. Soldado de Dios —le dijo—: jamás permita que la duda se apodere de su corazón. Jamás cuestione lo que sabe que es verdad. Es el portal para que Satán tome posesión de usted.
Pero ésa no era la respuesta que Soldado esperaba.
—Diga lo que deseaba preguntar y le diré la verdad, si puedo.
—Usted hablaba de matar... —le indicó Soldado.
Thrower había pensado no decir a nadie la carga que el Señor había depositado sobre sus hombros.
No habría permitido que lo supiese el hombre que estaba en la iglesia.
—Creo —dijo Thrower— que fue el Señor quien lo envió. Soy débil, Soldado, y no pude cumplir lo que Dios esperaba de mí. Pero ahora veo que usted, un hombre de fe, ha llegado hasta mí como amigo y persona de ayuda.
—¿Qué le pidió el Señor? —quiso saber Soldado.
—No que asesinara, hermano mío. El Señor jamás me pidió que matara a un hombre. Sí me encomendó que acabara con un diablo. Un diablo vestido de hombre. Que vive en esa casa.
Soldado de Dios frunció los labios, inmerso en sus pensamientos.
—¿Lo que intenta decirme es que el niño no está poseído? ¿No es algo que usted pueda arrojar de su cuerpo?
—Lo intenté, pero se rió de las Sagradas Escrituras y se mofó de mis palabras de exorcismo. No está poseído, Soldado de Dios. Es hijo del Diablo.
Soldado sacudió la cabeza.
—Mi esposa no es ningún diablo, y es su propia hermana.
—Ha renunciado a la herejía, y por ello ha ganado la pureza —sentenció Thrower.
Soldado de Dios lanzó una risa amarga.
—Eso creía...
Ahora Thrower comprendía por qué el hombre se había refugiado en la iglesia, en la morada del Señor: su propia casa era un sitio de corrupción.
—Soldado de Dios, ¿me ayudará a purgar este país, este pueblo, esa casa, esa familia, de la influencia maligna que la ha corrompido?
—¿Eso salvará a mi esposa? —preguntó Soldado—. ¿Eso acabará con su amor por la brujería?
—Tal vez —repuso Thrower—. Acaso el Señor nos haya unido para que ambos podamos purificar nuestros hogares.
—Sea cual fuere el precio —dijo Soldado de Dios—, estoy con usted contra el demonio.
El herrero escuchó a Truecacuentos hasta que terminó de leer la carta.
—¿Recuerda usted a la familia?
—Sí —dijo Pacífico Smith—. El cementerio casi se diría que comenzó con su hijo mayor. Con mis propias manos retiré de las aguas su cadáver.
—Pues bien... ¿lo tomará como aprendiz?
Un joven, acaso de unos dieciséis años, entró en la forja llevando un cubo de nieve. Miró al visitante, bajó la cabeza y caminó hacia el barril que había cerca de la solera.
—Ya ve que ya tengo un aprendiz —dijo el herrero.
—Parece ya mayorcito... —comentó Truecacuentos.
—Va bien —concedió el herrero—. ¿No es cierto, Bosey? ¿Ya estás listo para instalarte por tu cuenta?
Bosey intentó una sonrisa, se irguió y asintió.
—Sí, señor—respondió.
—No soy un maestro nada fácil... —le previno el hombre.
—Alvin es un joven de buen corazón. Trabajará duramente para usted.
—¿Pero me obedecerá? Me gusta que me obedezcan.
Truecacuentos volvió a mirar a Bosey. Se afanaba por llenar a paladas el barril de nieve.
—He dicho que es un joven de buen corazón. Le obedecerá si es justo con él...
El herrero enfrentó su mirada.
—Siempre soy honesto. No golpeo a los mozos que me envían. ¿Alguna vez te he puesto la mano encima, Bosey?
—Jamás, señor...
—Ya ve, Truecacuentos, un aprendiz puede obedecer por miedo o por hambre.
Pero si soy un buen maestro me obedecerá porque sabe que así ha de aprender.
Truecacuentos le sonrió.
—No hay paga —dijo—. El niño la cobrará por mí. E irá a la escuela...
—Según tengo entendido, un herrero no necesita saber leer y escribir.
—No pasará mucho tiempo antes de que el Hio sea parte de los Estados Unidos —profetizó Truecacuentos—. A mi entender, el niño debe votar, y leer los periódicos. El hombre que no sabe leer sólo sabe lo que los demás le dicen.