Ahora, en cambio, nadie podía ver la herida que lo estaba matando. Y aun cuando él sí la veía, no había nada que la mejorase.
Así, quizás esta vez algún otro pudiera sanarlo, pero no por medio de ningún poder oculto. Sólo mediante la vieja y cruenta cirugía.
—Mesura —murmuró.
—Aquí estoy —le respondió su hermano.
—Sé de qué forma puede curarse la pierna —dijo.
Mesura se le acercó. No abrió los ojos, pero sintió su aliento contra la mejilla.
—Ese sitio malo que hay dentro del hueso está creciendo, pero aún no se ha extendido mucho. No puedo mejorarlo, pero calculo que si alguien corta esa parte del hueso y la extirpa de la pierna, yo podría curar el resto.
—¿Cortarla?
—Esa sierra que usa Papá para cortar la carne... Creo que con eso podría hacerse el truco que estoy pensando...
—Pero no hay un solo cirujano en cientos de kilómetros a la redonda...
—En ese caso, más vale que alguien aprenda deprisa, o si no me veréis muerto.
Ahora Mesura respiraba con ansiedad.
—¿Crees que cortándote el hueso podríamos salvarte la vida?
—Es lo mejor que se me ocurre.
—Pero podría estropearte la pierna de verdad... —sopesó el hermano.
—Qué me importará eso si me muero. Y si vivo, valdrá la pena arriesgarme a tener una pierna estropeada.
—Voy a buscar a Papá. —Mesura apartó la silla y salió de la habitación a grandes zancadas.
Thrower dejó que Soldado de Dios fuera por delante al llegar al patio de los Miller. No les sería tan fácil rechazar al esposo de la hija. Pero sus temores fueron infundados. La buena de Fe abrió la puerta, y no su esposo pagano.
—Pero reverendo Thrower, ¿cómo es que ha sido tan gentil de detenerse en nuestra casa? —le dijo.
El regocijo de su tono era ficticio, si su rostro compungido decía la verdad.
Últimamente no debían de haber dormido muy bien en esa casa.
—Lo he traído conmigo, Mamá Fe —manifestó Soldado—. Sólo ha venido porque se lo pedí.
—El pastor de nuestra iglesia es bien acogido en esta casa cuando quiera que le plazca pasar por aquí —declamó la mujer.
Los condujo a la sala grande. Un grupo de niñas que hacía labores cerca de la chimenea levantó la mirada para contemplarlo. El más pequeño, Cally, hacía sus deberes sobre una pizarra, y escribía con un tizón chamuscado;
—Me alegra verte haciendo tus tareas —le dijo Thrower.
Cally se limitó a mirarlo. Había un dejo de hostilidad en sus ojos.
Aparentemente, al pequeño le molestaba que su maestro juzgara sus quehaceres también en casa, sitio que supuestamente era como una especie de santuario.
—Lo estás haciendo muy bien —le animó Thrower, tratando de tranquilizar al niño. Cally no respondió. Se limitó a fijar la vista en su trabajo nuevamente y siguió garabateando palabras.
Soldado de Dios expuso el motivo de la visita sin más preámbulos.
—Mamá Fe, hemos venido por Alvin. Sabe cómo pienso con respecto a las brujerías, pero nunca he dicho una sola palabra en contra de lo que pudierais hacer dentro de vuestra propia casa. Siempre pensé que se trataba de vuestros propios asuntos, y no de los míos. Pero ese niño está pagando el precio de las malas influencias que habéis dejado actuar en esta casa. Ha embrujado su pierna y ahora hay un demonio dentro de él, matándolo, y he traído al reverendo Thrower para que expulse a ese diablo de su interior.
La buena de Fe se mostró extrañada.
—En esta casa no hay ningún demonio...
Ay, pobre mujer, pensó Thrower. Si supieras cuánto hace que el diablo mora en este lugar...
—Es posible acostumbrarse hasta tal punto a la presencia del diablo que resulta difícil reconocer que está presente...
Se abrió una puerta cerca de las escaleras y el señor Miller entró en la sala.
—No seré yo —decía—. No acercaré un cuchillo a la pierna del niño.
Cally dio un salto al escuchar la voz de su padre y salió corriendo hacia él.
—Soldado trajo a Thrower, Papá, para que matara al diablo.
El señor Miller dio la vuelta, con el rostro surcado por emociones imposibles de precisar, y miró a los visitantes como si apenas los reconociera.
—En esta casa he puesto eficaces conjuros... —dijo la buena de Fe.
—Esos conjuros son una convocatoria al demonio —repuso Soldado de Dios—.
Usted cree que protegen su casa, pero en realidad alejan al Señor.
—Jamás ha entrado ningún diablo en este lugar —insistió ella.
—No por sí mismo —explicó Soldado—. Usted lo llamó con tanto conjuro de aquí y de allá. Usted obligó al Espíritu Santo a abandonar esta casa con sus hechizos y su idolatría, y al haber desterrado el bien de su hogar, naturalmente los diablos lo ocuparon. Siempre intervienen cuando ven la menor oportunidad de hacer maldades.
Thrower se preocupó un poco. Soldado de Dios hablaba demasiado de cosas de las que en realidad sabía muy poco. Habría sido mejor que simplemente pidiera permiso para que Thrower orase por el niño al lado de su lecho. Ahora Soldado de Dios estaba delimitando un campo de batalla allí donde nunca debía haberlo habido.
Y sea lo que fuere aquello que ocupaba los pensamientos de Miller en ese momento, sin duda no era la mejor ocasión para provocarlo. Avanzó lentamente hacia Soldado de Dios.
—¿Me estás diciendo que lo que irrumpe en casa de un hombre para provocar maldades es el diablo?
—Lo tengo como alguien que ama a Nuestro Señor Jesucristo... —comenzó Soldado, pero antes de poder proseguir con su testimonio, Miller ya lo había cogido por la hombrera de la chaqueta y la cintura del pantalón para encaminarlo hacia la puerta.
—¡Más vale que alguien abra esa puerta! —rugió Miller—. O en medio de ella quedará un gujero de esos que no se olvidan.
—¿Qué crees que estás haciendo, Alvin Miller? —gritó su esposa.
—¡Expulsando a los demonios! —explotó Miller. Cally ya había abierto la puerta de par en par. Miller llevó a su yerno hasta la salida y lo echó volando de un empellón. El grito furioso de Soldado de Dios quedó ahogado por la nieve que había sobre el suelo, pero después de eso no hubo ocasión de seguir oyendo sus improperios, pues Miller cerró la puerta y puso la tranca.
—¿Te crees tan gran hombre —preguntó la buena de Fe— para arrojar de tu casa al esposo de tu propia hija?
—Sólo hice lo que, según él, deseaba el Señor —dijo Miller.
Y luego se volvió hacia el pastor.
—Soldado de Dios no habló por mí —lo atajó Thrower.
—Si llegas a poner una mano sobre un hombre de la iglesia —advirtió la buena de Fe—, dormirás en una cama fría por el resto de tus días.
—Jamás pensaría en tocar a este hombre —dijo Miller—. Pero tal como yo lo entiendo, igual que yo me mantengo fuera de sus dominios, él debiera permanecer alejado de los míos.
—Tal vez usted no crea en el poder de la oración —aventuró Thrower.
—Supongo que depende de quién eleve las plegarias y quién las escuche —repuso Miller.
—Aun así —prosiguió Thrower—, su esposa cree en la religión de Jesucristo, en la cual he sido ordenado ministro. Es su creencia, y la mía, que el hecho de que pueda rezar al lado del niño podría ser expeditivo para su curación.
—Si usa mesejantes palabras en sus oraciones —observó Miller—, ya es un milagro que el mismo Señor sepa de lo que habla.
—Aunque usted no crea que esa oración pueda ser de ayuda —argumentó Thrower—, por cierto que daño no ha de hacer, ¿verdad?
Miller pasó la mirada de Thrower a su esposa, y de ésta a aquél. Thrower no tenía la menor duda de que si Fe no hubiera estado allí, él habría terminado masticando nieve al lado de Soldado de Dios. Pero Fe estaba allí, y ya había pronunciado la amenaza de Lisístrata. Un hombre no llega a tener catorce hijos si el lecho de su esposa no le resulta atractivo. Miller cedió.
—Entre, pero no fastidie mucho al pequeño.
Thrower asintió graciosamente.
—Serán sólo unas horas.
—¡Minutos! —insistió Miller. Pero Thrower ya se había dirigido hacia la puerta que daba a las escaleras y Miller no hizo nada por detenerlo. Podía quedarse horas con el niño, si eso era lo que quería.
Cerró la puerta tras él. No tenía sentido que interfiriera ningún pagano.
—Alvin—dijo.
El niño estaba tendido bajo una manta, con la frente perlada de sudor. Los ojos, cerrados. Al cabo de un rato, abrió apenas la boca.
—Reverendo Thrower —musitó.
—El mismo —respondió Thrower—. Alvin, he venido a rezar por ti, para que el Señor libere tu cuerpo del dominio que está enfermándote.
Nuevamente se hizo una pausa, como si las palabras de Thrower tardaran en llegar hasta Alvin y la respuesta del niño se demorara en volver. —No hay ningún diablo... —repuso Alvin.
—No puede esperarse que un niño esté versado en asuntos de religión —comenzó Thrower—. Pero debo decirte que la curación sólo tiene lugar en aquellos que tienen fe en que serán curados. —Luego dedicó varios minutos en recordar la historia de la hija del centurión y el relato de la mujer que perdía sangre y sólo tocó las vestiduras del Salvador—. ¿Recuerdas lo que él le dijo? Tu fe te ha hecho sanar. Así, Alvin Miller, tu fe debe ser poderosa para que el Señor pueda curarte.
El niño no replicó. Ya que Thrower había empleado su considerable elocuencia en el relato de ambas historias, le ofendió un tanto que el niño pudiera haberse dormido. Extendió uno de sus largos dedos y lo hundió en el hombro de Alvin. El pequeño se apartó. —Ya le he oído —dijo. No era bueno que el niño pudiera seguir mostrándose hosco después de oír la palabra esclarecedora del Señor.
—¿Y bien? —preguntó Thrower—. ¿Crees?
—¿En qué? —murmuró el niño.
—¡En los evangelios! En el Dios que te curaría si tan sólo abrieras tu corazón...
—Creo —susurró— en Dios.
Eso debiera haber bastado. Pero Thrower conocía demasiado bien la historia de la religión como para no insistir en más detalles. No era suficiente confesar fe en una deidad. Había muchas deidades, y todas eran falsas menos una.
—¿En qué Dios crees, Al Júnior?
—En Dios —repuso el pequeño.
—Hasta el moro salvaje ora hacia la Piedra Negra de la Meca y la llama Dios.
¿Crees en el Dios verdadero, y crees en Él correctamente? No... Entiendo que estás demasiado débil y febril para explicar tu fe. Te ayudaré, joven Alvin. Te haré preguntas y tú me dirás sí o no, según sea lo que creas.
Alvin permaneció a la espera.
—Alvin Miller, ¿crees en un Dios sin cuerpo, partes ni pasiones? ¿En el Creador inengendrado, cuyo centro está en todas partes, pero cuya circunferencia jamás puede ser hallada?
El niño pareció sopesar la cuestión un rato antes de hablar.
—Para mí eso no tiene ni pizca de sentido —repuso.
—No se supone que Él deba tener sentido para la mente carnal —dijo Thrower—. Sólo te pregunto ¿si crees en Aquel que ocupa el Trono sin Sitial, en el Ser que existe por sí mismo y que es tan vasto que colma el universo, pero tan ubicuo que mora hasta en tu corazón?
—¿Cómo puede estar sentado encima de algo que no tiene dónde apoyarse?
—preguntó el niño—. ¿Cómo puede entrar en mi corazón algo tan grande?
Obviamente, el pequeño era demasiado poco instruido y simple para aprehender las complejas paradojas teológicas. Pero allí había en juego algo más que una vida o un alma. El Visitante había dicho que si no lograba convertirlo a la fe verdadera, este niño echaría a perder todas las almas.
—He ahí su belleza —dijo Thrower, dejando que la emoción invadiera su voz—. Dios está más allá de nuestra comprensión, pero, en su infinito amor, El condesciende a salvarnos, a pesar de nuestra ignorancia y necedad.
—¿No es una pasión el amor? —razonó Alvin.
—Si te causa problema la idea de Dios —dijo Thrower—, permíteme plantearte otra pregunta, que tal vez sea más pertinente. ¿Crees en el abismo sin final del infierno, donde los perversos se retuercen entre las llamas, sin consumirse jamás? ¿Crees en Satán, enemigo de Dios, que desea apoderarse de tu alma y llevarte cautivo a su reino, para atormentarte por toda la eternidad?
El niño pareció incorporarse un poco, y volver la cabeza hacia Thrower, aunque tampoco esta vez abrió los ojos.
—Podría creer en algo así—reconoció.
Ah, sí, pensó Thrower. El niño tiene cierta experiencia con el diablo.
—¿Lo has visto, pequeño?
—¿Qué aspecto tiene su diablo? —susurró Alvin.
—No es mi diablo —repuso Thrower—. Y si hubieras prestado atención a los sermones lo sabrías, pues lo he descrito muchas veces. Allí donde el hombre tiene cabello sobre la cabeza, el diablo tiene los cuernos de un toro. Donde un hombre tiene manos, el diablo tiene las garras de un oso. Posee las pezuñas de una cabra y su voz es como el rugido de un león enfurecido.
Para azoramiento de Thrower, el niño sonrió y su pecho se sacudió en una risa silenciosa.
—Y usted nos llama supersticiosos a nosotros...—dijo.
Thrower jamás habría creído cuan firme podía ser el dominio del diablo sobre el alma de un niño si no hubiera visto a Alvin reír de placer al escuchar la descripción del monstruo Lucifer. Esa risa debía ser acallada. ¡Era una ofensa contra Dios!
Thrower plantó la Biblia sobre el pecho del pequeño, lo cual lo dejó sin respiración. Entonces, con la mano firmemente posada sobre el libro, el mismo Thrower se sintió insuflado de palabras inspiradas y clamó con más pasión que nunca antes en su vida:
—¡Satán, en nombre del Señor, te condeno! Te ordeno que abandones a este niño, que te marches de esta habitación y de esta casa para siempre. Nunca vuelvas a intentar apoderarte de alma alguna en este sitio, o el poder de Dios sembrará la destrucción en los más profundos confines del infierno.
Luego, el silencio. Salvo por la respiración del niño, que parecía trabajosa.
Había tanta paz en la habitación, tanta rectitud extenuada en el propio corazón de Thrower, que se sintió convencido de que el diablo había obedecido su perorata y que se había retirado.
—Reverendo Thrower... —dijo el niño.
—¿Sí, hijo mío?
—¿Puede ya sacarme la Biblia del pecho? Calculo que si había algún diablo allí ya debe haberse ahogado.
Y luego el pequeño echó a reír nuevamente, haciendo que la Biblia se balanceara bajo la mano de Thrower.