Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Invierno de 333-332 a. C
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De Aristóteles a Alejandro, salud
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Tu imparable progresión sigue dejando boquiabiertos hasta a los más críticos. Y yo no puedo sino regocijarme al comprobar la grandiosa manera en la que deshonras al pueblo que asesinó tan cobardemente a mi yerno Hermias, quien nunca fue mi bardaje, como dicen las malas lenguas, sino un compañero afectuoso cuya única culpa en su corta vida fue la de enamorarse, al igual que yo, de la libertad en Atenas
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Aunque no avances ni un paso más, Alejandro de Macedonia, tu gloria ya está garantizada entre las generaciones futuras y desafiará en el libro de la posteridad a la del mismísimo Aquiles
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¿Escucharás, pese a ello, mis nuevos consejos? Como bien sabes, la guerra es un arte natural de adquisición al que has de recurrir cada vez que entres en trato con bestias u hombres que, habiendo nacido para servir, no consientan en ello
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Una guerra así será siempre justa y contará entre sus principales bondades con la de ser la mejor preparación para los jóvenes, pues es cosa admitida que la disciplina castrense es de ordinario el preludio de una vida ordenada y respetuosa con la ley
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En efecto, si observamos a los pueblos conocidos, coincidirás conmigo en que los más belicosos, como los espartanos o los propios macedonios, son también los más virtuosos, mientras que los que caen en la vida ociosa, como nuestros enemigos los persas, terminan tarde o temprano por abandonarse al vicio
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No obstante lo cual, nunca olvides los versos de Homero
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Que ni casa, ni hogar, ni patria tiene
el que las guerras intestinas ama
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Ni tomes a la ligera la exclamación jocosa de Aristófanes
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¡Que todo el que prefiera la guerra nunca acabe, oh divino Baco, de extraer de sus codos las puntas de las flechas!
Como cualquier arte, la guerra tiene su medida, y sólo en la templanza se encuentran la justicia y la inteligencia
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Cuida, pues, de no transformarte con tus excesos en un conquistador odioso para esos mismos pueblos que hoy te reciben con los brazos abiertos
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Y que no te acontezca como a los espartanos, quienes de tanto prepararse para la guerra corren a su perdida cada vez que se hacen con un territorio por andar faltos de instrucción en cualquiera de los demás asuntos
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Donde se relata cómo Darío intentó rescatar a su familia, cómo Demóstenes fue puesto al tanto de los planes de Esquines, y cómo se tomó la ciudad de Tiro a poco de nacer Heracles, el primer hijo de Alejandro
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Tras la victoria de Isos, los macedonios retrasan su marcha sobre Susa y avanzan por la costa camino de Egipto. A medio camino los detiene el asedio de Tiro donde en algún momento del invierno reciben el primer ofrecimiento de paz de los persas.
Mientras asediaba Tiro, Alejandro escribió a Jeddua, Gran Sacrificador de los judíos. Les pidió ayuda, comercio libre con su ejército y las mismas asistencias que daba a Darío […] El Gran Sacrificador respondió que los judíos habían prometido a Darío no alzarse en armas contra él […] Alejandro se irritó tanto que hizo saber al Sumo Sacerdote que, tras tomar Tiro, marcharía con todo su ejército contra Jerusalén para enseñarles a él y al resto del mundo a quién debían de hacerse juramentos semejantes
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F
LAVIO
J
OSEFO
,
Historia de los Judíos
Corte de Susa
Verano de 332 a. C
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Yo Alejandro, elegido estratega supremo de los helenos, he pasado a Asia para vengarme
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Tú, Darío, te has jactado en cartas que todo el mundo conoce de promover el asesinato de mi padre. Has incitado a los griegos a levantarse contra mí. Por eso te he atacado. Y ahora que he vencido en leal combate a tus sátrapas y a tus generales, y luego a ti con todo tu ejército, soy, por la gracia de los dioses, el nuevo amo de este país
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Quienes te abandonan y acuden a mí no tienen motivos de queja. Sigue su ejemplo, Codomano. Sométete. Ruégame en persona que te devuelva a tu mujer y a tus hijas: obtendrás lo que desees. Y, si no, enfréntate a mí. Te espero a pie firme. Pero no huyas. Estés donde estés, sabré encontrarte…
Darío levantó la vista. Se sentía ultrajado.
Me trata como si fuera un vasallo
, pensó.
Hacía ya un tiempo que las aguas habían vuelto a su cauce en la Corte de Susa.
Tras su huida del campo de batalla de Isos el monarca había terminado por alcanzar una aldea en mitad de las montañas. Como sus perseguidores le pisaban los talones, no se le había ocurrido mejor idea que irrumpir en una cabaña vacía (los lugareños habían huido espantados con tanto jinete al galope), apoderarse del primer cuchillo que encontró, cortarse de mala manera las barbas y vestirse con unos humildes atavíos de mujer…, algo que lo había salvado de la muerte pero no del ridículo.
Desde entonces había tenido tiempo de mandar ejecutar a los miembros del pequeño destacamento que lo había encontrado en el Camino Real, así como de dejarse volver a crecer una barba más o menos decente. Y, una vez recobrada la serenidad había tardado en creerse que su familia estuviera con vida; pero tan pronto como sus espías se lo hubieron confirmado, no dudó en escribirle al enemigo.
En su carta le recordaba que Filipo había sido el primero en romper el tratado firmado en su momento con su antecesor Artajerjes. Y que cuando Alejandro subió al trono no sólo no había restablecido el acuerdo sino que al final también había cruzado el Helesponto con todos sus ejércitos obligándolo a ejercer su derecho a la legítima defensa.
Pese a que la suerte de las armas no le había sido favorable, se dirigía a él de rey a rey para rogarle que le devolviera a su madre, a su esposa y a sus dos hijas.
Concédeme esto, y negociaré el precio que estimes conveniente…
—No servirá de nada —le previno Beso.
Y aquí estaba la confirmación.
Por fortuna, la mayoría de los persas seguían considerando el éxito macedonio como algo improbable. Al Imperio todavía le quedaban argumentos. Al fin y al cabo ¿en qué se fundamentaba la fama de buen estratego de que gozaba Alejandro? ¿La victoria del Gránico? Se la debía al furor suicida de sus hombres. E Isos había sido un burdo error táctico del inexperto Darío, que no había sabido sacar partido de su aplastante superioridad numérica…
Además aún quedaban las tropas invictas del rodio Autofrádates, quien desde que había vuelto a Susa estaba teniendo tiempo de sobra para organizar la defensa de la región.
Como era de esperar, durante todo aquel tiempo la antipatía entre Autofrádates y Beso no había dejado de acrecentarse. Había sido Autofrádates quien decidió en su momento el regreso inmediato, desoyendo el consejo de Beso de acometer a los griegos por sorpresa.
Desde entonces, a lo largo del suave invierno y de la primavera que acababa de transcurrir, los dos hombres habían librado, cada cual con sus armas, una encarnizada batalla por el favor real que sólo el buenhacer de Farnabazo y de Artábazo mantuvieron dentro de los cauces civilizados de las luchas de poder inevitables en cualquier corte.
La política, como decía Artábazo, es guerra pero sin sangre.
Otra de sus ideas era que un mal rey necesita un buen consejero, y a eso se había aplicado desde que estaba en la Corte. Pero ya fuera por la diferencia de edad o por la influencia de Beso, lo cierto era que Darío se mostraba insensible a sus sugerencias, incluso a menudo irascible, con esa falta de control y de sana hipocresía, en ausencia de delicadeza, a la que son bastante dados los soberanos, y el anciano había preferido apartarse a ser apartado.
Al final el rodio se había visto obligado a viajar a Babilonia para supervisar en persona que sus disposiciones para la defensa estaban siendo respetadas. Y eso había dejado como único consejero de peso al bactriano, quien ahora pasaba día y noche en palacio minimizando en lo posible la presencia de otros dignatarios.
Atrás quedaban la rabia y los negros pensamientos que lo habían acometido en el campo de batalla al ver huir a Darío. Durante la angustiosa noche en vela que había seguido, en una playa más al sur, mientras se recuperaba de la tremen da fatiga que siguió a la contienda. O durante su cabalgada hasta Trípoli.
Desde su vuelta a la Corte, «la araña», como se lo empezaba a conocer, no dejaba de manejar con sus hilos dialécticos la voluntad de un soberano especialmente ansioso de no tener que volver a asumir la responsabilidad de nuevas derrotas.
—Tu rey utiliza unos términos bastante… bruscos. ¿No te parece, Beso?
El Gran Rey se expresaba en ese tosco griego que había aprendido a chapurrear. Era una primera concesión a los emisarios, ávido como estaba de agradarlos. Únicamente las palabras dirigidas a Beso estaban en persa, de modo que éste escuchó lo que le susurraba el traductor y sólo a continuación ojeó la carta que le tendía el monarca.
Al bactriano le daba vergüenza ajena la manera en la que Darío desvelaba ante los enemigos la ascendencia que había cobrado sobre él. Al cabo levantó la vista hacia donde quedaban parados Tolomeo y Nicias, este último a un paso detrás de su jefe había palidecido.
Tiene miedo
, pensó el bactriano.
A los emisarios los flanqueaban los doríforos que los habían introducido.
Estaban en la famosa apadana de los Aqueménidas, la sala de audiencias más grande del mundo, un lugar donde el enlucido de los muros, de tan pulido, reflejaba la luz haciendo que pareciera todavía más grande y donde por encima de sus cabezas casi todos los capiteles estaban rematados por cuerpos de toros con los dos pies plegados delante de ellos.
Eran toros sagrados representados con un nivel de detallismo extraordinario debido a que en Susa las esculturas se trabajaban con aparatos de joyero. Eso les dotaba de aquella intensidad alucinatoria resaltada además por el contraste entre el negro de la piel y el rojo vivo de las bocas y los ojos.
En cuanto a las vigas y a los alfarjes por encima de todos los capiteles, estaban ornamentados con ricas incrustaciones de marfil, de serpentina verde y hematites roja. Eran la base en la que se sustentaba el
talar
por lo alto del edificio, aquella plataforma cuadriculada desde la cual el Gran Rey oficiaba sus ceremonias religiosas.
El conjunto daba una impresión de grandeza y de lujo que sobrepasaba el de cualquiera de los palacios satrapales que hubieran podido ver. Todos eran bastante similares en el estilo, sólo que aquí había que multiplicar por cinco en cuestión de tamaño.
El palacio tenía algo de padre de todos los demás y a Nicias le habría gustado observarlo con mayor detenimiento. Pero la situación exigía toda su concentración: Tolomeo le había pedido que aprovechara que no tenía que hablar para observar la Corte enemiga y en especial a quien, según empezaba a saberse, se había convertido en su nuevo hombre fuerte.
—Míralo todo con ocho ojos…
Y eso era lo que estaba haciendo.
Mientras los introducían se había fijado en que a ambos lados de la sala, detrás de las primeras filas de barbudos dignatarios, había más doríforos atentos a la menor señal para intervenir. Pese a ello la voz de Tolomeo sonaba clara y controlada. Habían tenido el largo trayecto desde la costa para prepararse. Además de temple, el jefe de la guardia personal de Alejandro tenía experiencia en el ejercicio de la autoridad. Entre otras cosas sabía que a un subordinado nunca hay que darle toda la información. De ahí la evidente lividez de su acompañante…
Nicias había estado contento de abandonar el sitio de Tiro. Después de muchas semanas ayudando a construir la escollera que uniría la costa con la isla donde se alzaba la ciudad, lo tomaba como un descanso.
Según cabalgaban hacia el norte, en busca del Camino Real, el ánimo de Bitón también era inmejorable. Sin embargo en una de las últimas hospederías el tebano había mantenido una discusión con Tolomeo y al cruzarse con Nicias le masculló irritado que no tenía ni idea de dónde los estaban metiendo.
Él había sido el único que, al cruzar las puertas de Susa, no parecía impresionado por esos dos toros alados con cabeza humana a la que los persas llamaban
lamassu
que las flanqueaban.
—Esas bestias guardan la ciudad con la fiereza del león, la fuerza de un toro y la inteligencia de un hombre —les explicó Tolomeo, quien al llegar al palacio había dejado a los demás con los caballos, aclarando que si no salían en media hora que partieran. Entre las tropas ya se sabía de la oferta de Darío. Pero Nicias se imaginaba que Alejandro buscaba negociar nuevas exigencias y no se esperaba de ninguna manera semejante carta.
Por eso ahora le temblaban las piernas.
Cortar las cabezas de los mensajeros era una tradición muy arraigada entre los persas.
—En fin. Entiendo que mi mujer y mi madre están con buena salud… —insistió Darío, que no les quitaba el ojo de encima.
—Tan bien como puedo estarlo yo mismo —afirmó Tolomeo—. Y lo mismo puede decirse de Estatira y Parisátide.
—¿Cómo puedo estar seguro de que es cierto?
—Los macedonios, al igual que los persas, no acostumbramos a mentir —repuso Tolomeo con una total seguridad—. Yo mismo he visto cómo las ha tratado desde su captura.
Nicias también lo había visto. Al anochecer él había estado entre los primeros en llegar al bagaje enemigo. Las mujeres huían despavoridas de unos tesalios sudorosos y ensangrentados que se abalanzaban con una salvaje alegría sobre el botín. «¡Empieza la caza!» Bitón corrió tras una esclava rolliza con el quitón hecho jirones que huía con el labio partido. Un hilillo de sangre le caía por la pierna. El tebano la tumbó contra el suelo y abusó de ella. Entretanto los camellos vagaban entre las tiendas con su preciosa carga. Nicias persiguió al más cercano. Luego pasó junto al carruaje de la ateniense Tais donde Filotas ya había dejando apostado a la puerta dos peltastas para que nadie los interrumpiera. Los pobres tragaban saliva al escuchar los gemidos del interior. Más allá los incontables vehículos de los persas estaban siendo pillados uno tras otro. En medio de la confusión generalizada, Nicias localizó el carro que transportaba la tienda imperial con todo su mobiliario y cuando por fin apareció Alejandro, él y Bitón ya los esperaban con los instintos saciados apostados a la entrada. «Vamos a limpiar el sudor de la batalla en el baño de Darío», dijo el monarca bajando de un extenuado Bucéfalo.
—¿Y viste cómo le suplicaba mi madre…?
Al entrar Alejandro había soltado un silbido. «O sea que esto es ser rey». Y después, mientras le lavaban las heridas, había juguetea do con los ungüentarios en uno de los cofrecitos junto a la bañera. Había alguno menos, al haber pasado aquello por manos de Nicias y Bitón, pero aunque lo hubiera sabido, Alejandro no habría reparado en semejantes minucias. Por fin se secó y ordenó que se dispusiera una mesa en la tienda para él y sus íntimos. Todos estaban descalzos. Se reían al caminar sobre un suelo tan mullido. Se tiraban los cojines de seda los unos a los otros. Se deleitaban con los paisajes montañosos pintados por el interior de la tienda. Se acercaban a los cofres y hundían las manos en las monedas. Se echaban al cuello collares de piedras preciosas y se enseñaban manos ensortijadas. «¡Esta vez somos ricos como nunca, Alejandro!» Éste se apropió de una cajita engastada en joyas en la que metió la versión de
Ilíada
que le había ofrecido Aristóteles. Luego el banquete no había hecho más que comenzar cuando se oyeron unos alaridos estremecedores en la tienda vecina. Algunos guardias se llevaron las manos a las armas, pero enseguida uno de los eunucos se acercó a explicar que se trataba de las damas prisioneras: «Han visto llegar a Hefastión con la cimitarra de Darío y lo lloran a la usanza de su país».
—Vete a tranquilizarlas, Nicias —le indicó Tolomeo a quien ya era su hombre de confianza.
Unos instantes después se calzaba y salía con el traductor a indicarles a los criados de la tienda vecina que lo anunciaran. Éstos desaparecieron en el interior y él aún esperaba pacientemente en la noche cuando de pronto apareció Alejandro, les ordenó que lo siguieran y apartó los lujosos colgantes de cuero. Dentro, la esposa y la madre de Darío rezaban mientras Parisátide y Estatira ocultaban la cara en el regazo de Sisigambis. Junto a ellas había varias damas con las vestiduras rasgadas que se habían refugiado en la tienda y que retrocedieron aterrorizadas. Pero antes de que abrieran la boca, la reina madre apartó a sus nietas y se postró a los pies de Nicias, quien la miró incomodado. Al comprender su error la anciana se abrazó con una nueva exclamación a las rodillas de Alejandro. Sus gimoteos resultaban incomprensibles. «Os ruega que, antes de quitarles la vida, les permitais dar sepultura al cuerpo de su hijo», explicó el traductor.