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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (18 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Tras dirigirle a su acompañante una brusca mirada de advertencia, alzó el arco. La flecha trazó una amplia parábola y terminó clavada en un chopo que descollaba en la otra orilla.

—Aun así, la situación puede tener sus ventajas… —acertó a decir el sátrapa.

—No veo ninguna, salvo el regocijo que pueda producirle todo esto a mis enemigos.

La voz del Gran Rey temblaba de amargura.

—¡Volvamos con los demás!

—¡Un momento! —exclamó el bactriano.

Es ahora o nunca. No tendrás otra oportunidad
.

—Cambyses anda muy descontento con lo ocurrido. Quien ha traicionado una vez ya no pisa tierra firme. Sólo tendríamos que remover los cimientos de su fidelidad y tocar la cuerda adecuada… Un hombre así, emplazado estratégicamente, puede sernos de la mayor utilidad…

Darío detuvo su corcel. La densidad de los matorrales les impedía seguir por la orilla. Su sonrisa, llena de fatalismo, parecía preguntar si serviría para algo ahora que se iban a enfrentar de nuevo en el campo de batalla.

—Es evidente que, si aplastamos al hijo de Filipo, no —se apresuró a decir Beso.

A sus espaldas, Artábazo y sus hijos eran los primeros en acercarse.

—Pero hay que anticiparse a las desgracias. Si no vencemos, la guerra puede prolongarse más de lo que nadie prevé. Y en ese caso habrá que tener preparadas otras maneras de atajar su progresión…

No era la primera vez que se intentaba. Desde la desaparición de Bagoas el envenenamiento había caído en desuso. Pero todavía había algunos artistas de renombre muy presentes en la Corte.

Darío clavó la mirada en el ojo luminoso que ascendía por el horizonte. La luz se filtraba por la frondosa arbolada, quemándole la retina. Un sol negro permaneció en su campo de visión.

Al cabo de unos segundos, volvió a posar la vista sobre el bactriano, aunque esta vez de manera más amistosa.

—Ya me dirás quién, según tú, podría sondear a Cambyses —dijo con un rápido pestañeo antes de girarse hacia los demás.

La audiencia privada había tocado a su fin.

II
Autofrádates y Farnabazo

La costa fenicia

Otoño de 333 a. C
.

1

Al día siguiente de producirse aquella conversación, las tropas imperiales emprendieron el camino del Asia Menor. Sus ánimos estaban por las nubes. En toda la historia del mundo conocido jamás se había reunido un ejército tan numeroso, y la derrota parecía imposible.

Sin embargo, no habían pasado ni tres meses desde su partida cuando no muy lejos de la costa fenicia pudo verse a un jinete que cabalgaba a galope tendido a través del país de los cedros, como ya entonces se conocía al hogar de aquel pueblo de navegantes y teñidores de púrpura del que los griegos habían tomado entre otras cosas el alfabeto.

Su destino era la floreciente ciudad de Trípoli, la capital de una de la más importantes satrapías occidentales.

Ese mismo día una trirreme surcaba las aguas del Egeo meridional, rumbo también al puerto de Trípoli. La nave venía de hacer escala en Rodas y a bordo viajaban Autofrádates, el actual comandante de la flota persa, y su lugarteniente Farnabazo.

Los dos hombres acababan de obtener una victoria crucial sobre los macedonios en el último bastión que los partidarios de éstos mantenían en las islas del Egeo sin que esa victoria, que tan trascendental resultaba para la moral del Imperio, le hubiera impedido al Gran Rey ordenarles licenciar a la flota y engrosar con ella sus tropas de mercenarios.

Caía esa providencial llovizna que bajaba cada otoño de los montes Tauro para permitir a la feraz llanura recuperarse del largo verano.

Ordena, ¡oh, santo Zoroastro, que caiga la lluvia en mil aguaceros!

El rodio se cubría con una gruesa clámide; el persa, con una capucha cuyo embozo le tapaba la barbilla.

Ambos se asomaban a la borda por el puente de babor.

Desde cubierta se avistaban los islotes que, señalando el camino del puerto, se desgranaban frente a la orilla.

—No lo tomes a mal, Autofrádates. Nuestro enemigo ha renunciado a dar batalla por mar y no arriesgará su prestigio en un elemento en el que no se siente cómodo. Su idea, como te ha escrito Barsine, es hacerse con toda la costa para inutilizar nuestra flota. En circunstancias así es normal no desaprovechar efectivos.

Farnabazo, el sobrino de Darío, era un hombre de reputada modestia. Su madre lo había criado con los mayores cuidados, considerándolo apocado y falto de empuje. Pero muy rápidamente la vida había desmentido sus impresiones, pues una fina inteligencia y un irreprochable sentido del deber habían conseguido que las empresas que se le iban encomendando fuesen creciendo en número y en importancia hasta que, hacía cosa de un año, el rodio Memnón lo había convertido en su segundo de a bordo.

Había sido él quien había recibido de sus manos, poco antes de su muerte, el mando de la flota, sin que después le ofendiera el que Darío lo sometiera a la autoridad de Autofrádates. Su carácter se adaptaba fácilmente al del hijo de Memnón, tan parecido en tantos aspectos al del padre, y los dos se complementaban para constituir aquel temible mando bicéfalo que tan victorioso estaba resultando.

En Susa se decía que él era la «hiedra» y el rodio la «columna», una apreciación que no hacía justicia a la fortaleza moral y mental del más capaz de los parientes del Gran Rey.

2

—No menciones a mi madre, te lo ruego…

Si Farnabazo tiraba hacia lo alto, con miembros y rasgos finos y alargados rematados por esos ojos color cerveza y una barba clara y rala que hacían que en lo físico se asemejara tanto a Darío que en su familia se bromeaba con que podría sustituirlo con facilidad (una circunstancia que no era ajena al recelo instintivo que le tenía desde siempre Darío), en cambio Autofrádates era todo anchura.

Ancho de caderas. Ancho de hombros. Ancho de brazos. Ancho de cara.

Su nariz, en medio de un semblante castigado por la intemperie, estaba rota y torcida. Su bocarrón, con el labio superior partido, destacaba en el interior de una barba tan cerrada como la paterna que le subía hasta casi alcanzar unos ojos castaños y hundidos en sus cuencas.

Su paso era pesado.

Su respiración la entrecortaban toses de las que no acababa de librarse.

—Es una traidora —ojeó los cormoranes que poblaban con su griterío el islote que costeaban. Los adultos volvían con los pececillos agitándose en sus bocas—. Y una tal traidora no ha podido engendrar a Autofrádates…

—«La serpiente llegará muy lejos, pero nunca morderá a su madre.» «Amarás a tu madre sobre todas las cosas, y después a tu dios…»

—Déjate de sentencias, Farnabazo. Ni yo soy una serpiente, ni mi madre es mi patria. Todavía me pregunto cómo ha podido hacernos esto. Ha insultado la memoria de Memnón.

El labio cortado se contrajo en una mueca iracunda.

Cada vez que lo pensaba, a Autofrádates le hervía la sangre. Tras abandonar Susa, su único alto en el camino había si do para detenerse en Halicarnaso. Allí había un altar elevado en un promontorio no muy lejos del puerto, rodeado de cascos.

AQUÍ, EN EL FONDO DEL PUERTO
,

YACE EL CADÁVER DEL RODIO MEMNÓN
,

DIGNO ENEMIGO DE MACEDONIA

Decía aquella estela ante la que sin poder contener sus lágrimas había jurado no cesar hasta que uno de los dos, Alejandro o él mismo, fuera pasto de los gusanos.

¡Qué desagradable se le hacía ver guarniciones de invasores ocupando el palacio en el que su familia había pasado tantos años!

Era allí donde se había despedido por última vez de Memnón.

—No te fallaré, padre…

Desde entonces, el único revés que la fortuna le había asestado a lo largo de su victoriosa campaña por el Egeo había sido la tan comentada deserción de Barsine. Al saberlo por boca de un espía se quedó anonadado, y durante un tiempo se negó a hacer ningún comentario. Pero con los meses la amargura empezaba a brotar de su interior como el pus de una llaga infectada.

—¡Qué regalo! —exclamó con tono iracundo—. Fiel a mi patria la traiciono a ella. Y fiel a mi sangre traiciono a Persia. Haga lo que haga me ha convertido a mí también en traidor. Ha corrompido mi sangre…

Para Autofrádates la traición era el peor de los males, aquel que todo lo complicaba. Aquel que, como bien tenía que haber sabido Barsine, quien los había puesto en manos de un mago para que los educara, se alejaba de
Asha
, la rectitud, y se acercaba a
Druj
, la mentira.

Su esencia alevosa infectaba cualquier acción, cualquier palabra, aun las más sinceras.

Por el contrario la bondad era la sencillez misma, una sencillez que Barsine había destruido para siempre. Ella les había robado esa pureza que después del nacimiento era lo mejor que podía poseer un hombre.

Lo que anhelaba Autofrádates con toda su alma era una separación neta entre el bien y el mal. Pero eso no parecía que los dioses se lo fueran a conceder.

El mucho más pragmático Farnabazo se encogió de hombros.

El Aqueménida pensaba que aquello ya no tenía remedio.

Dijo que su dilema era como el nudo gordiano: que no había manera de desatarlo.

—Pero puedo hacer como el Macedonio. Cortar por lo sano. Para mí, Barsine ha dejado de existir.

Autofrádates tosió de nuevo y se golpeó con el puño cerrado la coraza.

3

—¿Tanto odio le tienes?

Empezaba a escampar. Las nubes filtraban unos hilillos dorados que caían al bies sobre el engrisecido mar, no muy lejos de la embarcación. Farnabazo no creía que la animosidad del rodio tuviera raíces tan profundas. Para él era el escudo que presentaba al mundo para que lo disociaran de los manejos de Barsine. Además, a un aristócrata como él siempre le repugnaba ver vilipendiada a una dama, por muy traidora que fuera.

—Más de lo que puedas imaginar. Su mero recuerdo me revuelve las vísceras.

En la dársena carenaban algunas trirremes, inmóviles ciempiés alineados por los muelles. Farnabazo procuró distinguir las figuras que se movían entre bultos y ánforas con productos de toda índole junto a las naves más grandes. Había algunos barcos egipcios, nación que desde hacía siglos acudía a aquel puerto para aprovisionarse de madera, y también se veían tropas imperiales patrullando.

—Seguro que te bastaría con verla sonreír para que se te apacigüe el ánimo…

—No lo creas. Si la encuentro, la mataré antes de que sus palabras infecten mis oídos.

—No por eso dejarás de ser su hijo. Eres carne de su carne…

— También el orden nace del caos y el gobernante legítimo del usurpador. Tú lo sabes mejor que nadie, Farnabazo. El hombre malvado es la materia cruda del hombre de bien. La virtud se talla con un cincel de hierro. Y yo te puedo garantizar que mi voluntad, por mucho que en Susa desconfíen, no está contaminada…

El rodio sabía perfectamente que Farnabazo tenía entre sus cometidos el informar a su tío sobre cualquier alteración que percibiera en su ánimo. Era un trabajo que éste hacía a disgusto y que últimamente descuidaba, tan infundada le parecía la sospecha.

Autofrádates es el más leal de tus servidores, Darío, y sus hombres tenemos una total confianza en su valor y en su persona…

Entretanto el maestro velero había mandado plegar la tela del mástil. Los remeros maniobraban bajo las indicaciones del piloto, buscando encarar la estrecha entrada del puerto. Autofrádates se giró para observarlos. Aquellas siempre delicadas y aproximativas maniobras marítimas no eran de su agrado. No le gustaba cabalgar sobre un ser casi vivo. Él prefería la tierra firme.

—En fin. Esperemos que Darío sepa lo que hace. La orden es marchar hacia el norte. Quiere que ocupemos con todos los hombres el estrecho que baja por la costa a partir del villorrio de Isos antes de que lo atraviesen los macedonios. Hay puntos donde la llanura se angosta tanto, entre los montes y el mar que, bien defendido, resultaría infranqueable…

—¿Y dónde está el problema?

Farnabazo recordaba el lugar de haberlo explorado con Artábazo.

—Que la orden llega tarde. Todo en esta maldita guerra se hace con retraso. Las fuerzas de Darío se mueven con la torpeza y el desatino de un elefante embriagado. No pudimos impedir el desembarco en la Jonia, ¡con lo fácil que habría resultado defender la costa! Y ahora hemos consentido que desciendan por el Asia Menor y que crucen las montañas dejando atrás las puertas de Cilicia, un lugar donde sólo caben cuatro hombres co do con codo…

—No es fácil mover un ejército así —observó Farnabazo quien se sentía pese a todo obligado a defender a su tío. Como muchos oficiales, él había pensado que la responsabilidad de liderar el ejército recaería sobre Autofrádates y nadie se había sorprendido más al saber de la repentina resolución de Darío. Él lo conocía de la época en la que era un noble venido a menos con una existencia disoluta y parasitaria. Su madre se lo ponía a menudo como ejemplo del camino a no emprender. Pero Farnabazo estimaba que si Ahura Mazda lo habían convertido en Gran Rey le debían pese a todo un respeto.

—Y después debió permanecer quieto en una llanura abierta a la espera de que el Macedonio lo atacase…

Autofrádates se fijó en un jinete que entraba al galope en el puerto.

—Allí habría podido maniobrar con la caballería y envolver al enemigo…

—Es lo que pretendía. Si no lo ha hecho, tendrá sus razones.

—¡Bah! Se ha dejado influir por sus aduladores. Viendo que el Macedonio no aparecía, le han convencido de que era por miedo…

La noticia había corrido como un egipcio amedrentado. Una congestión al bañarse en las gélidas aguas de un río había retrasado, en el último momento, la marcha de Alejandro. Darío había penetrado en la región pensando que se debía al temor. Estaba dispuesto a sacarlo como fuera de su madriguera. Pero entretanto los macedonios habían reanudado su avance por una costa por la que desde entonces seguían bajando, arrastrando tras de sí al mastodóntico ejército imperial. Aquél había sido el momento aprovechado por el Gran Rey para escribirles.

—Darío está convencido de que huye delante de él. Quiere que le cerremos el paso con nuestros efectivos. Piensa que podemos atraparlo entre la espada y la pared. Y no es mal plan… siempre que lleguemos a tiempo. Necesitamos unos días para ocupar con garantías el lugar, y los hombres de este demonio son muy veloces. Lo único que espero es que Darío no se vuelva a precipitar. No sería bueno que los macedonios alcanzaran el estrecho. Y menos que pudieran plantarle batalla allí, con las espaldas cubiertas, antes de que lleguemos, porque en ese caso todas las ventajas serían para ellos…

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