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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (20 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Y allí, flanqueado por su mejor auriga, viajaba el Gran Rey luciendo, además de la cidaris
, una llamativa túnica cruzada por una ancha banda blanca y un cinturón de oro del que pendía su cimitarra con una funda empedrada.

Y a su alrededor no faltaban los carros de los principales sátrapas, con Artábazo y sus hijos en una posición destacada. Ni tampoco aquella cohorte de parientes que se colocaban más o menos cerca en función del parentesco y respetando siempre la jerarquía, pues cualquier alteración del orden podía acabar con retos a muerte.

Y después les tocaba el turno a los piqueros asiáticos, un bosque andante que rodeaba a los cuatrocientos caballos más hermosos de Darío. Y a renglón seguido más «inmortales» escoltaban los carruajes donde viajaba la familia real: la madre de Darío, la apreciada Sisigambis; su mujer y sus dos hijas con las respectivas damas de todas ellas, los educadores, los eunucos; y los varios centenares de dromedarios que cargaban en todo momento con las alforjas del tesoro real del que Darío jamás se separaba.

Pero el séquito no acababa ahí porque detrás llegaban más nobles allegados al trono junto con los carromatos de sus respectivas mujeres y concubinas.

Y cerrando la comitiva en vehículos de atractivos colores viajaba un multitud de emperifolladas mujeres de vida alegre, con la ateniense Tais en un lujoso carromato individual a su cabeza; carros con pieles y maderos y travesaños; los enfermos; médicos y curanderos; los cocineros con sus ollas y cachivaches, seguidos por un ganado siempre menguante; los escanciadores; los tejedores de guirnaldas; los mejores perfumistas del Imperio; los aguadores con sus cántaros y alcarrazas; leñadores y carpinteros; herreros con sus fraguas y tenazas y martillos; y en definitiva todos aquellos que de alguna u otra manera cubrían las necesidades de aquel mastodóntico ejército que se había desplazado con una lentitud exasperante hasta los lindes meridionales del Asia Menor.

Tras su precipitada incursión en la región habían bajado hacia la costa para ir en pos de los macedonios con el mayor de los júbilos posibles. Andaban todos convencidos de que huían delante de ellos.

Pero un mediodía, habiendo dejado a sus espaldas el villorrio infecto donde pasaron a cuchillo a los heridos que los invasores dejaban tras de sí, los más adelantados pudieron ver cómo al otro lado del arroyo junto al que acampaban, de un par de desfiladeros que desembocaban en la llanura empezaban a surgir hoplitas griegos.

Debían de faltar pocas horas para el ocaso cuando surgieron todas aquellas hileras de hombres que con sus inconfundibles escudos y corazas de bronce se fueron desplegando hasta adoptar una inequívoca formación de combate.

El suelo estaba tan húmedo, que apenas levantaban polvo.

2

Nada más llegarle la noticia, Darío ordenó que se alejara el bagaje y que cruzaran el río los jonios y lo mejor de la caballería. «¡
Afuera, que llega el día! ¡Afuera, que aquel que muera primero entrará primero en el paraíso!»
, gritaban los magos que empezaban a ajetrearse de tienda en tienda por el campamento.

Para entonces los macedonios ya habían ocupado la totalidad de la llanura desde las montañas hasta la orilla del mar. La barrera tenía una profundidad de treinta y dos hombres y Alejandro se paseaba sobre su montura arengando a sus guerreros. Al rato ya se les había encarado y empezaba a guiar un avance a paso moderado, con las primeras lanzas enristradas, marcando cada poco paradas para que no se rompieran las líneas.

Y si el hijo de Filipo aparecía majestuoso a la cabeza de sus ordenadas falanges, enfrente tenía a Darío, quien una vez cruzado el río permanecía en su carro, en el centro de su ejército, según la costumbre de su nación, perfectamente parapetado tras los jonios que le servían de punta de lanza.

Darío había creído que el Macedonio huía delante de él y todavía no se recuperaba de verlo tomar la iniciativa de aquella manera. Él había calculado que Autofrádates llegaría a tiempo de cortarle el paso. Había contado con poder desplegar a sus hombres por los montes para envolverlo.

Pero el lugar escogido por su enemigo dificultaba enormemente la maniobra. Y llegado a este punto una retirada era peor que la derrota. Sus consejeros le habían hecho notar recientemente que en la guerra la reputación lo era todo. Una consideración a la que se unía el que con la cercanía del invierno se empezasen a agotar los víveres.

Conviene poner fin a esta campaña cuanto antes
, pensó sintiendo una súbita añoranza por la umbrosa tranquilidad de los jardines de Susa.

Se asomaba el sol por un resquicio nuboso y el brillo de las armas incendió por un instante la llanura por la que se desplegaba la caballería multirracial que flanquearía a los jonios ocupando las alas.

El espectáculo era digno de verse.

Por detrás de la caballería, los arqueros iban plantando en el suelo las flechas, los honderos amontonaban sus proyectiles, los etíopes afilaban sus jabalinas.

Y sus espaldas más «inmortales» seguían cruzando el arroyo y ocupando sus puestos en torno a los doríforos que protegían a su rey: resultaba conmovedor observarlos arremangarse las largas túnicas y anudarse los unos a los otros las flotantes mangas a la espalda.

Y al ver aquella gigantesca coraza humana que empezaba a concentrarse a su alrededor, Darío se sintió de pronto perfectamente seguro. De repente tuvo la certeza de que los macedonios jamás resistirían el embate de semejantes fuerzas. La excitación se palpaba en el aire. Su auriga tranquilizó a unos caballos que resoplaban nerviosos.

Fue entonces cuando apareció Beso.

El bactriano llegaba de la retaguardia, donde organizaba a los regimientos orientales a su cargo. Al igual que otros nobles, había cambiado la engorrosa mitra por un gorro parecido al de los frigios y bastante más cómodo para la batalla.

Se acababa de dar cuenta de que en el campo macedonio los tesalios se movían por detrás de las falanges para reforzar el flanco marítimo y venía a informar de que cruzaría el río y encaminaría a sus hombres hacia ese ala.

—Resulta imprescindible romperla. A falta de hacerlo por la montaña, hay que conseguir envolver al enemigo por la playa.

—Sé perfectamente lo que tengo que hacer —repuso Darío con irritación.

Ojalá los demás estuviéramos igual de convencidos
, pensó Beso.

Pero comprendió que no tenía nada más que hacer allí y volvió como había llegado: al galope.

3

Cuando el contingente grecomacedonio marcó su última parada, los dos ejércitos quedaron a tiro de saeta.

Con las primeras filas encaradas sonaron decenas de salpinx y el celebérrimo grito de guerra macedonio fue respondido por lelilíes proferidos por tal multitud de gargantas que al juntarse con el eco del grito anterior retumbaron como un inacabable trueno por las laderas de las montañas que los cercaban por el levante.

Entonces cayó sobre los griegos un primer aluvión de flechas, jabalinas y piedras; era tan espesa que los proyectiles colisionaban entre sí y caían inutilizados al suelo.

Casi simultáneamente se iniciaron dos cargas furiosas: la de los bactrianos, que buscaban perforar las líneas de los tesalios a orillas del mar, y la de los jinetes de Alejandro y Tolomeo levantando una polvareda equivalente por el ala contraria.

—¡A por ellos! —gritaba Beso al frente de los suyos.

La lucha se extendía por la playa, donde Parmenión y Filotas eran muy conscientes de lo imprescindible de su resistencia. El padre y el hijo animaban furiosamente a sus hombres a mantenerse juntos. Los enemigos penetraban en el agua buscando atraerlos para desordenar sus líneas, pero su temple estaba consiguiendo frenar el virulento envite.

—¡Demostradle a esos peleles cómo se lucha en nuestras tierras!

En cambio, en el centro, los hoplitas macedonios empezaban a ceder terreno ante el avance disciplinado de los jonios, con lanzas tan largas como las suyas. «¡Que nadie suelte su sarisa! ¡Echaos atrás paso por paso! ¡Concentraos!», se angustiaba Nearco temiendo que se deshiciera la falange.

Y en verdad estaban a punto de hundirse cuando Alejandro, habiendo puesto en fuga a buena parte de la caballería enemiga, fue alertado por Tolomeo. Sin pensárselo dos veces tiró de las riendas de Bucéfalo, dio media vuelta y arremetió con la mitad de sus jinetes contra la retaguardia jonia.

—¡Hárpalo! ¡Bitón! ¡Seguidme los que podáis!

Unos momentos después los jonios giraban sus largas lanzas y se recolocaban, con un desorden inevitable, atrapados entre dos frentes. Y al verlo, los arqueros persas, que de tan apelotonados no sacaban provecho de sus proyectiles, echaron mano de la espalda para acudir, ellos también, en masa, a socorrerlos.

—¡Pasadlos a todos a cuchillo! ¡Que no quede ni uno vivo!

La matanza fue espectacular. Se luchaba tan de cerca que la fuga resultaba imposible. En las vanguardias nadie se movía salvo con la muerte de su enemigo, y entonces sólo para toparse con un contrario de refresco.

Y en medio de la brutal carnicería, en cuanto comprobó que sus hoplitas daban buena cuenta de los jonios, Alejandro aprovechó los espacios que dejaban los arqueros de los persas para encaminarse al frente de su guardia hacia el carro del Gran Rey.

—Está loco… —exclamó Darío viendo la manera en la que encabritaba a Bucéfalo, repartiendo espadazos a diestro y siniestro.

Sin embargo, pese a su visibilidad, el deslumbrante carro imperial no era un objetivo fácil debido a que su presencia estimulaba la defensa feroz de los «inmortales». Aun así, viendo el ímpetu que ponía el Macedonio, Artábazo ordenó al mediano y al benjamín de sus hijos que interpusieran sus respectivos cuerpos de caballería recién reagrupados después de la desbandada inicial.

Fue una maniobra suicida: los macedonios, enardecidos por su jefe, acometieron con tanta violencia que en poco tiempo los convirtieron a todos en cadáveres.

—A todos —repitió lúgubremente Beso.

4

—Hay que salir de aquí, padre…

Las líneas de «inmortales» seguían avanzando hacia lo más encarnizado de la batalla. El paso de tropas y carros había aplanado el terreno y el hijo de Artábazo se lo llevaba a la retaguardia, hacia la orilla del arroyo, hacia donde los magos continuaban con sus invocaciones. Por el momento la pena por la pérdida de los dos hermanos no terminaba de instalarse en sus ánimos: la excitación de la batalla anulaba el dolor.

A sus espaldas, otros nobles empezaban a imitarlos.

Ellos también temen lo peor
, pensó el anciano.

Mientras tanto, en el punto más intenso de la batalla, Darío blandía su cimitarra con unos ojos desorbitados y gritaba órdenes contradictorias a su auriga y a los doríforos que los rodeaban.

Entre éstos estaba aquel hombre que había escoltado el carruaje de Barsine y que ahora sujetaba un arma ensangrentada al tiempo que jadeaba con la mano en el pecho, agotado por el esfuerzo.

Aquí y allá se les empezaba a acercar algún que otro macedonio con la vista velada en sangre y asfixiado por el esfuerzo de haberse filtrado entre los «inmortales». Pero bastaba con que Darío los señalara para que acabaran formando parte del montón de cadáveres que iban entorpeciendo el movimiento del vehículo.

Bajo las ruedas se empezaba a reconocer los cuerpos descuartizados de sus súbditos. Babuchas, el famoso cortesano. Y también Atizes y Reomitres, dos de los oficiales que habían dirigido a la caballería durante la batalla del Gránico.

Y el general que había arrasado Cilicia antes de que llegaran los invasores y que era uno de los que habían liderado en el último Consejo el bando de quienes pensaba que el Gran Rey debía ponerse al frente de los ejércitos.

Y otros muchos cuyos nombres no le venían. Rostros desvinculados de sus cuerpos, revueltos con algún torso, una pierna, un brazo mutilado, una mano, media bota. Casquería que iba formando parte de una infame masa corporal, una sanguinolienta alfombra humana que no dejaba de extenderse y que lo mantenía hipnotizado como si de ese Leviatán fenicio se tratara con sus múltiples ojos.

—¡Sálvese, Gran Rey!

El auriga luchaba por dominar a los caballos. Era el mejor conductor del Imperio y cualquier otro en su lugar habría volcado. Pero las bestias estaban cada vez más enfurecidas por el dolor de las heridas; no dejaban de encabritarse y agitaban unas crines que chorreaban sangre propia y ajena.

Con un nuevo vuelco, Darío sintió que el pánico le ganaba la partida. Un miedo animal le revolvió el estómago. Se le erizaron todos los cabellos de la nuca. Su cuerpo ya no respondía y, de pronto, sintió que su brazo se quedaba insensible tras el sablazo dado a una armadura y que la cimitarra mal cogida saltaba por los aires.

—¡Darío! —exclamó el auriga viendo que se quitaba la tiara y le daba la espalda.

Darío saltó a tierra; y luego, ante la mirada atónita de sus hombres, sobre un caballo, allí mismo, milagrosamente tranquilo entre tanto muerto, con el que partió al galope.

—Ahura Mazda —exclamó Artábazo que acababa de observarlo todo desde la retaguardia.

Darío estaba huyendo: su caballo, joven y musculoso, saltaba sobre los cadáveres. Se dirigía hacia las montañas con brío y esquivando los sitios donde la lucha era más intensa.

—¡Cobarde! —gimió con impotencia su hijo.

El efecto fue inmediato: por la llanura los doríforos empezaron a bajar los brazos y a entregarse como muñecos desanimados a la muerte. Eran hombres abandonados por sus dioses, crías sin madre. Los había que entraban en trance y se convulsionaban como cubiertos de invisibles avispas.

—¡Darío huye! ¡El Gran Rey nos abandona!

Los gritos llevaban la noticia a todos los rincones del campo de batalla. Algunos dignatarios, incapaces de soportar la vergüenza, se arrancaban a puñaladas la vida. Los bactrianos de la playa, al ver el centro de su ejército en desbandada y el carro imperial vacío, se dieron a la fuga con los tesalios pisándoles jubilosamente los talones.

—¿Qué has hecho, Darío…?

Beso seguía en lo alto de su caballo, metido en el mar hasta las rodillas. Al bactriano le resultaba imposible contener las lágrimas de pura rabia que habían brotado entonces igual que volvían a hacerlo ahora según lo relataba.

—¿Qué has hecho, infeliz…?

Pero la suerte estaba echada. Los vencidos tomaban el camino de los desfiladeros y los macedonios quedaban vencedores de la batalla. Y, no contento con ello, Alejandro obligaba a Bucéfalo a saltar por encima de los cadáveres, se deshacía de su morrión y salía en persecución del fugitivo.

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