Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—No tengo tiempo para nada —la interrumpió— ¿Ya has ido al mercado? ¿Está todo listo…?
Etra era la hija de un general ilustre. Quienes la conocían decían que lucía una mirada perennemente entristecida por la pérdida de sus dos únicas hijas. La alegría tenía tan poca cabida en su vida que casi parecía avergonzarse de ella. En sus palabras se le notaba siempre como un poso de trágica resignación ante la aridez afectiva que el destino le había reservado.
Con todo, su devoción por los dioses de su hogar era ilimitada, y la actitud de su marido la indignó. Ella jamás faltaba a sus obligaciones. Y menos cuando se trataba de recibir a un embajador de Persia. Pero enseguida entendió que quería desviar la conversación.
¡La maldita política!
, pensó.
La Asamblea y los tribunales formaban parte de un universo masculino del que, como mujer, estaba excluida, y que quizás por ello la aburrían soberanamente.
Al final terminó por morderse la lengua y, con una forzada tranquilidad, dijo:
—Filomena y Andrónica llevan toda la mañana en la cocina.
La casa entera se esmeraba en la preparación del banquete.
Lo preludiarían unos
mazes
, pastelitos blancos como la nieve servidos en diversos cestillos comprados a los mejores artesanos para la ocasión. Luego las mesas: anchoas saladas, guisos de congrio, raya, cacerolitas con calamares troceados. El mújol lo servirían con langostas, atún asado y un plato a base de huevas de trucha que encantaba a los persas. Y tras el intervalo para la música y el baile, la carne: cochinillo asado, cabeza de cabrito con sus despojos cocidos, jamoncitos, morros y patas de cerdo en una salsa de su cosecha. Y todo ello acompañado por panecillos de todas las formas imaginables y coronado además por unos postres de miel y leche cuajada típicamente atenienses en los que ella era experta.
—No ha fallado nada, salvo los músicos. Ah, y una de las bailarinas frigias se ha roto una pierna…
—Pues contrata a otra. ¿Qué comedor has dispuesto?
—El de siete lechos, querido.
Etra se mostraba imperturbable.
Pasaba en esos momentos Andrónica, la más joven de las esclavas. La chica llevaba varios cojines apilados en una cesta sobre la cabeza y al levantar los brazos se le movía la fina tela de Ecbatana de tal manera que se le veían los espléndidos senos.
Al orador se le escaparon los ojos. Pero le irritó que Etra interceptara su mirada.
—¡Tengo mucho que hacer! ¡Que no me moleste nadie!
Mientras Etra hacía señas a sus espaldas de que no andaba del todo bien de la cabeza, cosa de la que estaba profundamente convencida, Demóstenes se bajó hasta la cueva excavada debajo de su vivienda.
Era allí donde se aislaba para componer sus discursos.
Apilados en los anaqueles podían verse los centenares de manuscritos que condensaban el saber de la época. Polvorientos papiros enrollados y alguno guardado en recipientes de barro. En un lugar de honor, en lujosas cajas cilíndricas de latón, estaban las obras completas de Platón y Tucídides, los dos escritores que más admiraba. En los círculos cultivados solía decirse que, de desaparecer alguna de ellas, se podría recomponer con sólo recurrir a su prodigiosa memoria.
Pero sobre todo lo que abundaba eran los discursos de los grandes oradores de todos los tiempos. A lo largo de los años Demóstenes había conseguido almacenar una cantidad ingente de sus obras. Isócrates. Iseo. Calistrato. Aristofón. Céfalo. Trasíbulo. Y tantos otros a los que había estudiado en profundidad antes de poderse incluir en la lista de los principales retores de la ciudad.
Se contaba que siendo adolescente ya había tenido que pleitear contra sus propios progenitores por no garantizarle la manutención suficiente. No obstante, sus inicios no por precoces fueron menos duros, pues falto de mayores aptitudes naturales había tenido que pasar por un feroz aprendizaje antes de poder dedicarse plenamente a los asuntos públicos.
¿Era por ello por lo que consideraba todo lo ganado desde entonces como la merecida recompensa a sus esfuerzos…?
Demóstenes encendió la lámpara de aceite, hizo un hueco en la enorme mesa de nogal y desplegó con impaciencia el manuscrito. ¡Ah, Esquines! Sus ojos devoraron el texto. Aquél sí que era un enemigo aplicado. No alcanzaba la brillantez de los grandes improvisadores como Démades, pero aventajaba en naturalidad a Demóstenes, quien cuando no llevaba el discurso perfectamente preparado se negaba a tomar la palabra: una norma aprendida de Pericles que aplicaba a rajatabla.
Además tenía una gran presencia física y su potente voz lo había llevado a interpretar papeles secundarios en las tragedias antes de iniciarse en los negocios públicos. Eso también lo había ayudado.
—Ah, malvado…
Las oraciones, distribuidas con un arte innegable, apuntalaban un discurso extremadamente persuasivo donde, a semejanza de los buenos generales, las mejores fuerzas quedaban en los dos extremos, y entremedias aprovechaba para hilvanar hábilmente la acusación con las insinuaciones más malévolas.
Pese a ello se notaba cierta inseguridad en la excesiva acumulación de pruebas.
Desconfía de su causa
, pensó anotando con rapidez una idea.
Tras el exordio, tan lleno de alusiones a sus desvelos por el bien público, le daba un repaso a su carrera pública y a sus intervenciones repletas de incoherencias y errores contraponía los éxitos de Filipo y Alejandro.
Eso lo hacía aparecer como el principal responsable de todos los males acaecidos desde el enfrentamiento con una Macedonia a la que elogiaba sin tapujos.
El Gran Rey de Persia, el hombre que se llamaba rey de todos los mortales desde el oriente hasta el poniente, ¿no ha acabado reducido a combatir por salvar la propia vida? ¿Y no lo tienen en jaque precisamente aquellos que liberaron el templo de Delfos y que luego fueron honrados por todos los griegos con el mando de los ejércitos contra Persia…?
—Perro sarnoso. Hijo de mala madre…
Esta vez no cargaba las tintas en el aspecto afeminado de «bato», como lo apodaba en anteriores discursos, ni tampoco en su gusto por las vestimentas lujosas y otras coqueterías que procuraba hacer parecer infamantes.
En cambio se deleitaba en su conocida huida del campo de batalla durante la última y desastrosa confrontación en la llanura de Queronea.
Es justo ahora dedicar un recuerdo a aquellos valientes en honor a los cuales, pese a haberlos enviado a la muerte sin consultar antes a los dioses, se atrevió a pronunciar su oración fúnebre: él, que había huido del campo de batalla. ¡Oh, hombre más inútil para las cosas grandes y serias y el más descocado en la palabra!
Y más abajo:
¿Tú, Demóstenes, excitar a la rebelión, no diré a una ciudad pero ni a una aldea, ni siquiera a una casa, si has de correr algún peligro? Si te dan dinero, allí estarás. Si sale bien, será por casualidad y te atribuirás la gloria. Si mal, te escaparás y pedirás premios y coronas…
—Sicofante infame. Faquín malcriado. Actorzuelo de pacotilla. Gusano infecto de las más inmundas sentinas.
Demóstenes sintió que entraba en ebullición.
—Ateniense de mohatra con las entrañas apedernaladas por la envidia…
Había una pluma en una de las esquinas de la mesa y se lanzó sobre ella.
Te hundiré
.
Conseguiré que te arrepientas de haberte cruzado en mi camino, miserable cífite
. Introdujo la punta en el tintero y garabateó signos furiosos sobre uno de los muchos papiros que le enviaban desde Egipto en pago por sus servicios.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Yo ardía en ganas de desquitarme de nuestras recientes derrotas. Pero también sabía que no podía volver a precipitarme, hijo mío. No quería arriesgarme al cabo de tantos esfuerzos a no llegar a nuestros fines. Estaba en juego la labor de una vida y contra tu opinión siempre impulsiva preferí dejar pasar dos largos años antes de estimar que estábamos por fin preparados para presentarnos en la Grecia continental. La ocasión volvió a surgir a instancias de nuestros amigos de Delfos. Ellos nos idolatraban desde que los hubiéramos librado de la amenaza de los locrios anfisenses y volvieron a solicitar nuestra ayuda para un nuevo litigio. Y yo se la concedí. Sólo que, nada más salir del desfiladero de las Termópilas, en lugar de encaminarme hacia Delfos, como en otras ocasiones, lo que hice fue enviar emisarios a los tebanos para que no nos cerraran el paso cuando marcháramos de una vez por todas contra Atenas. Por desgracia, Demóstenes había anticipado nuestros movimientos y llegaba al galope tendido para presentarse por sorpresa y sin consultarlo con nadie con la extravagante idea de proponer a los tebanos una alianza. Era algo por lo que nadie habría dado un óbolo, y menos después de las pugnas que habían enfrentado a ambas ciudades agotándolas y ridiculizándolas ante el resto de la Hélade. Y yo más que en las dotes persuasivas de Antípatro, que era mi emisario para la ocasión, lo que confiaba era en el amor que siempre me había profesado aquella población en la cual pasé buena parte de mi infancia como rehén, bien lo sabes, y andaba muy lejos de pensar que la patria de la que tanto aprendí fuera a renegar de mi amistad. Pero el discurso de Demóstenes resultó tan devastador que aquellos mismos tebanos que momentos antes habían escuchado con la mayor atención a Antípatro, al final decidieron tomar las armas para defender, cosa inaudita, a quienes durante siglos los habían cubierto de escarnio consiguiendo que en el resto de la Hélade «beocio»
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fuera punto menos que sinónimo de estupidez. Yo en ningún caso contaba con enfrentarme a la vez a las dos ciudades más poderosas; no tenía ninguna pretensión de arriesgar un prestigio adquirido tan penosamente. Y eso que tú mismo me empujabas con tu endemoniado temperamento a no perder una nueva oportunidad de acrecentar mi gloria. Pero siempre he dicho, Alejandro, que en la guerra hay que saber alternar la fuerza con la astucia. Nos convenía buscar un tratado que nos permitiese ganar tiempo hasta encontrar la ocasión más propicia para atacar a nuestros enemigos por separado. Era cuestión de un poco más de paciencia. Sin embargo Demóstenes ya los había convencido de que yo era peor que el lobo de las fábulas y de que resultaba inútil negociar conmigo. De modo que mi pesar, cuando tuvimos enfrente, en aquella llanura de Queronea, a las dos naciones que más apreciaba, fue inconmensurable. El sol lucía con una luminosidad cruel. Se alzaba en medio de un cielo totalmente despejado y sin apenas aire que desvelaba hasta el último detalle, hasta la última lanza. Nada podía esconderse bajo aquella meridiana claridad de nuestras tierras. Yo oteaba el campo de batalla, y aunque algo muy dentro me decía que los dioses me concederían la victoria, eso no me quitaba una tremenda pena. Porque yo no buscaba el aniquilamiento de todos aquellos hombres que avanzaban con sus patéticos cánticos hasta encararse con nuestra falange, las lanzas enristradas por todas partes, sino tan sólo su rendición. Recordarás que mi estrategia fue la sencillez misma: tú y Hefastión mandabais la caballería por el ala izquierda y forzasteis con vuestro ímpetu el retroceso progresivo de los tebanos. Entretanto yo me dediqué a hostigar el ala de los atenienses y los incité al contraataque y luego retrocedí permitiendo que mi falange pivotase ordenadamente hasta formar una línea oblicua con la que pudimos atacar en diagonal y aprovechamos el vacío creado en el centro de las tropas contrarias para obtener una victoria aplastante sobre un enemigo cada vez más desorganizado. Los atenienses dejaron más de mil muertos sobre el campo de batalla. «¡Estos áticos no saben hacer la guerra!», exclamaba un exultante Parmenión según los poníamos en fuga. Y entre los que huían despavoridos estaba Demóstenes, quien tras haberse deshecho de su escudo echó a correr como un conejo hasta que se le enganchó la ropa en un matorral y, al ver que lo alcanzábamos, gimoteó que le perdonásemos la vida. Ah, si no hubiéramos sido clementes, ¡cuántos problemas nos habríamos ahorrado! ¡Qué dañina resultan las lenguas afiladas en democracia, hijo mío! Luego tú te retiraste a descansar, y yo celebré la victoria con mis generales. Bebí más de lo debido, no te diré lo contrario. Pero fue porque no encontraba otra manera de aliviar la amargura que me producía aquella, la más triste de mis victorias. Y ya bien entrada la noche, cuando volví con un puñado de mis guardias personales al campo de batalla, todavía sollocé como un niño ante las orillas pantanosas del Cefiso al ver a los pies de mi caballo a los cadáveres del afamado Batallón Sagrado al que tú habías aniquilado. Y después me dirigí al campamento de los prisioneros atenienses, porque ellos, más que los tebanos, habían sido los instigadores de aquella guerra. «Ah, ¡qué victoria sobre Demóstenes!» Mi montura vagaba entre una cohorte de rostros apesadumbrados. «¿Recordáis ahora esas palabras que tanto habéis aplaudido, miserables?» Escandié algunas líneas a grandes voces: «
Ya veis en qué se funda la sabiduría de este príncipe. Se cree que el talento y la astucia son lo mismo. Que el perjurio es un arte y la perfidia una virtud heroica. O que nos diga si no por qué otros medios ha adquirido su formidable poder. Si no fueron los engaños, las asechanzas y las traiciones con que tomó a los griegos. Si no venció a los bárbaros más con el oro que con el hierro…
¿Dónde habéis visto, cobardes, mis asechanzas, mis traiciones y mi oro? ¿Dónde ha estado vuestro supuesto valor?» Todos me miraban en silencio cuando, de repente, en medio de todos aquellos semblantes recortados a la lumbre de las hogueras se alzó una voz conocida. «Lo habrías visto, rey, si nos hubieras mandado tú y no un cobarde como Demóstenes.» «¿Quién ha dicho eso?», escruté las tinieblas al tiempo que mis guardias desenvainaban sus armas. «Soy Foción, el orador que mejor ha defendido tu causa ante los atenienses», repuso el propietario de la voz dando un paso al frente. Yo siempre decía que en Atenas tenía dos amigos: Esquines, que jamás se saciaba de mis regalos, y Foción, a quien nadie podía convencer de que los aceptara. Y en ese momento, según surgía de la oscuridad iluminado por una llama cercana, me pareció como si un dios hubiese tomado su forma, tan grande resultaba su dignidad. «¿No te da vergüenza, pudiendo ser Agamenón, rebajarte a interpretar el papel de Tersites? —me reprendió con severidad—. ¿Acaso no recuerdas que Ulises se juró no probar bocado ni beber en tanto no hubiera liberado a sus compañeros?» Al oír semejantes palabras, yo guardé un hosco silencio. «Vamos», les dije a mis hombres, y acto seguido encaminé mi caballo hacia el campamento y me retiré a mi tienda aunque no sin antes haber ordenado que se liberase a todos los atenienses sin pedir por ellos rescate alguno. Y a la mañana siguiente, cuando Parmenión y Antípatro se acercaron para solicitar mi venia para destruir Atenas, exclamé: «¿Destruir Atenas? Después de tantos tormentos para obtener la gloria, ¿destruir la ciudad de todas las glorias? ¡No lo quieran los dioses, amigos!». Y dispuse allí mismo que me trajeran de inmediato a Foción para que negociáramos una paz duradera entre nuestras naciones. Un par de meses después tú festejabas tranquilamente tus dieciocho años a los pies de la Acrópolis. […]»