Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
El único que no daba señales de gozo era Cambyses, quien des de Gordion no dejaba de cargarles con su humor sombrío. En un principio se le había puesto al frente del grupo de desertores del ejército de Darío que protegían su carruaje, pero muy rápidamente se le encargó el conjunto de tropas jonias que se les seguían uniendo.
Barsine sabía que los hombres de Alejandro lo vigilaban. Nitetis los había visto merodeando en torno a su tienda: se había enterado de que lo seguían durante sus paseos nocturnos. Pero Cambyses no había dejado en ningún momento de demostrar el militar de raza que era y la prueba de fuego fue la batalla de Isos, cuando se enfrentó a sus compatriotas; eso había conseguido que desapareciera buena parte de la suspicacia a su respecto.
No obstante, podían pasar semanas enteras sin que se acercara a verla. Desde que había nacido Heracles sólo lo había hecho una vez y haciendo lo posible para no mirarlo
.
—Me alegro de que seas feliz, madre —dijo antes de desaparecer en la noche.
Pero ya se le pasaría, pensó. La vida estaba llena de contingencias incontrolables.
Era preciso digerir las nuevas situaciones…
A ella misma le costaba asumir el vuelco que había dado su existencia.
Un inconfundible vozarrón la sacó de sus vaporosos pensamientos. Seguramente volvía para descansar unas horas del tórrido sol, pensó.
A través del cortinaje entreabierto lo podía ver en una de las sillas. Estaba de perfil, casi de espaldas a ella. Dos eunucos lo ayudaban a deshacerse de sus grebas mientras un tercero retiraba la armadura y la posaba en el suelo, junto a su espada.
—Señora. ¿Estáis visible…? —preguntó Nitetis, que acababa de asomar la cabeza.
El niño se adormilaba ya saciado sobre el pecho. Barsine trató de sacarle el pezón de la boca pero el reflejo de succión se disparó. Repitió el gesto con dulzura y tras entregárselo a su dama se jabonó los pechos.
Mientras lo hacía se observó el vientre que ya recuperaba su forma pese a que una marcada línea alba le subía hasta el ombligo. Luego entrecerró los ojos y recordó algunos momentos compartidos con su joven enamorado. Las imágenes casi le hacían sonrojar. Al sumergirse en el agua se le taparon los oídos y cuan do emergió se pasó las manos por la cabellera humedecida alisándosela por detrás de la nuca.
—Mi primogénito…
Alejandro se acababa de cruzar con Nitetis, que se lo presentó solícita. Pero el monarca la despidió con un gesto poco paternal y a continuación descorrió el cortinaje de cuero.
—No pueden resistir mucho más…
Traía el rostro quemado por el sol y el aire marino. Su cuerpo bien ejercitado despedía un olor caballuno que llenó la estancia. Su mirada se posó en los pezones oscurecidos que nadaban como dos pequeñas tortugas entre los pétalos deshechos de las amapolas y las rosas. Los senos de Barsine habían doblado de volumen.
—Los chipriotas han bloqueado la salida del puerto que mira hacia Sidón. Los fenicios hacen lo propio con el que da mar adentro. He dispuesto otra máquina de guerra sobre la escollera. Y mis navíos han retirado las últimas peñas que han sembrado en torno a la isla. Ya no pueden hacer nada. Están bloqueados…
Aquella resistencia estaba poniendo en solfa sus pretensiones ante el resto del mundo. El asedio tenía la complicación añadida del mar, que —ahora lo sabía— nunca habrían superado de no ser por la ayuda aportada en última instancia por fenicios y chipriotas. A raíz de aquello se habían volcado en el ataque. Pese a lo difícil que resultaba construir la escollera, no les había permitido desistir. No podía consentir que les robaran su renombre de invencibles. Y resultaba impensable avanzar hacia Egipto dejando a sus espaldas una plaza tan importante.
—Debes descansar, Alejandro…
Aquello lo irritó sobremanera.
—Seis meses detenido por la terquedad de una única ciudad —la voz le temblaba— ¿No te parece suficiente descanso? ¿Crees que puedo dejarles descansar habiéndome ridiculizado de semejante manera?
Barsine ya había entendido que en ocasiones así era mejor ceder como un junco y esperar a que amainara el vendaval y se guardó de hacer ningún comentario.
El silencio fue como un pequeño jarro de agua fría vertida sobre sus fantasías. Alejandro se dio cuenta o por lo menos suavizó su tono y se miró el dorso ensangrentado de la mano. Le había rozado un hondazo de vuelta en tierra firme mientras se acercaba a comprobar cómo progresaba la escollera. Luego se mesó los cabellos; los tenía enmarañados y abollonados por el casco.
—Llevo desde el alba en la escuadra… Estoy agotado. Pero debo regresar…
—Deja que te dé un masaje. Te vendrá bien —dijo Barsine, que se había puesto en pie.
Alejandro devoró su cuerpo reluciente y perfumado. Su manaza se deslizó por la espalda mojada. Ella se pegó a su cuerpo. El beso que se dieron fue húmedo. Alejandro sintió que su determinación flaqueaba. La sangre empezaba a afluir a la entrepierna. Pero enseguida se le vinieron a la mente las vergonzosas escenas de la
Ilíada
, entre Helena y Paris. ¿Qué dirían sus hombres si sucumbía ante el deseo mientras lo esperaban para lanzar el nuevo ataque…?
Fuera ya se oían voces impacientes.
—Señor, es Hefastión…
Delante del Macedonio, a Nitetis se le ponía voz de mosquita muerta. Era la única persona con la que no se atrevía a coquetear. La impresionaba demasiado.
—Dice que es urgente… Los tirios atacan por sorpresa a los navíos chipriotas.
Aquello terminó de decidirlo.
—Voy enseguida.
Los eunucos ya acudían para armarlo.
Un poco después, él y Hefastión abandonaban con paso apresurado la tienda.
Barsine llamó a su doncella para que la vistiera.
Mientras buscaba los cepillos, se fue hacia Heracles. El niño dormía apaciblemente en su escudo. «Amor de mi vida», musitó de rodillas a su lado.
No muy lejos, las catapultas volvían a sonar.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Te has torturado durante todo este tiempo, Alejandro, cuando sabías perfectamente que era lo mejor que podía ocurrir. Si nosotros, que éramos jóvenes cuando cruzamos el Helesponto, hemos necesitado doce años de guerrear incesante, ¿cuánto piensas que habría aguantado un cincuentón cojo, tuerto y con el hombro destrozado? Filipo unificó a las naciones griegas; ése era su sueño. Lo demás debió dejártelo. Si había algo en lo que Olimpia pudo tener razón, fue en eso. Llegaba el momento de pasar el testigo. Porque embarcarse en una campaña así, con su edad, era mayor locura aún que casarse con Cleopatra. Ya lo estaba anunciando la Pitia desde Delfos: «
El toro está coronado de guirnaldas. Su fin está cercano, y el sacrificio dispuesto
». Pero él seguía obcecado en que se refería a Darío, que se acababa de ceñir la tiara. Había tenido a los dioses tanto tiempo de su lado, que no se daba cuenta de que ahora se mofaban de él. Y juntar los festejos de la partida con los esponsales de tu hermana sólo consiguió agravar la burla. ¡Nada parecía bastarle! En cada esquina te topabas con un príncipe, un sacerdote o un embajador con regalos para él y para los esposos. Y nosotros le agradecíamos el que nos hubiera permitido regresar del exilio. Pero también veíamos que pensaba, a instancias de Átalo, dejarte como regente de Macedonia, excluyéndote de una expedición que tendría que haber sido nuestra, y además quedaba meridianamente claro que Átalo y su familia no cesarían hasta que se le otorgaran al futuro vástago de Cleopatra los mismos derechos de sucesión que a ti. Enseguida, además, empezaron a sucederse los malos presagios. De entrada Esquines y Foción leyeron juntos aquel decreto aprobado por la Asamblea del Pnyx. Los dos oradores hicieron saber con toda su gravedad que quien conspirase contra la vida de Filipo no encontraría refugio ninguno en el Ática, y aquello ya de por sí provocó murmullos en el teatro. El pueblo se removía inquieto en las gradas. Las nubes cubrían la vasta explanada que se abría al pie de la colina en la que se erigía el teatro. Todas las miradas estaban fijas en Olimpia, quien permanecía silenciosa y de negro como una premonición a la derecha de Filipo mientras que Cleopatra no dejaba de coquetear con diversos embajadores, dando noticias de su embarazo y aclarando para quien no lo hubiera entendido todavía que no pretendía ser una «esposa secundaria» más que de nombre. Y el colmo ya fue cuando salió uno de los actores a saludar al público. Entonces Antípatro y otros generales le pidieron que improvisara unos versos sobre la expedición. Tras dudarlo un momento el hombre, con la máscara levantada, se decidió por aquel fragmento del
Agamenón
de Esquilo. Y sólo cuando hubo terminado de declamar a plena voz comprendió lo que sus palabras sugerían. De repente por todas las gradas aparecieron espontáneas Casandras. «¡
Oh, cielos! —
clamaba un muchacho imberbe a mi lado—. ¿
Qué se está meditando? ¿Qué nueva maldad se prepara bajo este noble techo?» «Crimen grande, muy grande y odioso. Crimen contra la propia sangre y sin reparación posible. ¡Queda tan lejos el socorro!»
Se elevaban más voces y el actor empezó a menear la cabeza con nerviosismo. Se había puesto lívido. Daba a entender que aquello no era lo que él quería sugerir; que él pensaba en el Agamenón victorioso de Troya, no en el del regreso. El hombre temía por su vida. Pensaba haber ofendido a tu padre. Pero Filipo se negaba a darse por aludido. Él seguía insistiendo en demostrar que no tenía nada que temer. Y a la mañana siguiente nosotros estuvimos entre la multitud que lo aclamó a las puertas del teatro cuando bajó de palacio. Tocado con una corona de laurel, lucía su uniforme blanco de gala con un cinturón de oro y una clámide azul celeste a sus espaldas. Lo precedíais tú y el esposo de tu hermana junto con la guardia real a la que se encargó de despedir nada más llegar: quería hacer ver que confiaba plenamente en el amor de su pueblo y en la lealtad de unos aliados congregados la mayoría en el interior del teatro. ¡Resultaba increíble que alguien tan taimado a la hora de desbaratar celadas en el campo de batalla pudiese exponerse de aquella manera cuando hasta el más inepto sabía que el oro del Gran Rey había movilizado a todos los asesinos de la ciudad! Pero ahí estaba. Tras deshacerse de la guardia os envió a ti y a su yerno por delante. Y luego todavía se paró a saludar a la gente que lo aclamaba gozosamente a nuestro alrededor. Su expresión cuando penetró en el corredor que conducía a las gradas era de una alegría inmensa: estaba viviendo el día más feliz de su vida. Tú ya aparecías por el otro lado y el clamor del hemiciclo se elevaba por la montaña asustando a las bandadas de gorriones mientras avanzaba despacio y emocionado por el pasadizo. Yo jamás olvidaré cómo enmudeció el gentío. Y de pronto vimos cómo del corredor salía un hombre que se precipitaba calle abajo hacia un jinete persa que apareció guiando a un caballo. Pero viendo que la gente se interponía, el persa optó por darse a la fuga mientras el asesino conseguía liberarse con la energía de la desesperación de quienes pretendían retenerlo. Unos instantes después, la guardia echaba a correr tras él. «¡Detenedlo! ¡Al asesino!» Lo perseguían con las espadas en alto. En medio de la confusión Hárpalo se quedó paralizado y Tolomeo se fue tras ellos en tanto que yo me precipitaba al corredor. «¡Padre!» Tú te habías arrodillado junto a Filipo. Le cogías la barbuda cabeza. La apoyabas sobre tu muslo. Pero Filipo, con la daga clavada hasta la empuñadura, no tuvo tiempo más que para decirte que lo vengaras. ¡Pobre ingenuo! Cuando cerró los ojos, tu alarido retumbó por el pasadizo como si lo hubieran lanzado veinte hombres juntos. «¡Lo han asesinado!» Tú te llevabas las manos a la cabeza y fijabas en mí una mirada desorbitada. «¡Padre!» Y mientras repetías aquella palabra vacía te abrazaste como un poseso al cadáver al tiempo que aparecía Cleopatra y te miraba con la mayor estupefacción en medio de sus doncellas. […]»
Otoño de 332 a. C
.
De Alejandro a Aristóteles, salud
.
Por primera vez, querido maestro, siento que comprendo algo mejor que tú
.
La guerra no es abstracción sino éxtasis
.
La guerra es percibir el temor de mil guerreros alineados frente a ti con la muerte presente en la mirada
.
La guerra es caza, sí. Pero caza mayor. La única digna de un rey
.
¿Existe acaso un derecho más alto que el que se otorgaba Agamenón cuando lanzaba su carro entre los troyanos para segar sus existencias como si fuesen mieses crecidas? ¿Cabe concebir un reto mayor que el que supone jugar a los dados con la propia existencia a sabiendas de que en cualquier momento una flecha extraviada o una afilada espada pueden sumirte en la más terrible oscuridad?
Batallar es sentirse todo uno, perfectamente alerta en cuerpo y espíritu. Y después volver la cabeza y comprobar que los piadosos buitres dan cuenta de los vencidos mientras los macedonios construyen sus piras y rezan a los manes de sus muertos
.
¿Es concebible actividad más exultante? De verdad te lo pregunto, Aristóteles, porque intuyo que estoy hecho para esto como tú para la ciencia. Jamás me he sentido tan poderoso como cuando, después de cada victoria, veo a Bucéfalo levantar el corvejón y aplastar con sus cascos los cráneos de los cobardes persas
.
Donde nos enteramos de todo lo acontecido en el maravilloso Egipto. O casi…
Con el nuevo invierno, los macedonios alcanzan las tierras egipcias. Sus enemigos los esperan en Mesopotamia. Sin embargo, cumpliendo la promesa hecha a su madre, Alejandro posterga el remate de su Conquista para visitar al oráculo de Zeus-Amón en lo más profundo del desierto que envuelve al Nilo.
Por más que me deshiciera en preguntas, nada pude averiguar sobre la naturaleza y las propiedades de aquel río. ¿Por qué se sale de madre en el solsticio de verano? ¿Por qué dura cien días la inundación? ¿Por qué, menguado otra vez, se retira al antiguo cauce y mantiene durante todo el invierno baja su corriente?
H
ERODOTO
,
Historia
Egipto
Invierno de 332-331 a. C
.
Acercaos a la hoguera y escuchad.
De entre los macedonios Nicias era el único que había tenido la ocasión de asistir previamente a la inundación. En primavera el país estaba como abrasado. Del desierto soplaba el
jazmín
que cubría de arena las hojas de las acacias. El aire estaba tan saturado de polvo que apenas se podía dormir y el Nilo, reducido a la mitad de su anchura, parecía una charca embarrada.
Pero entonces se alzaba el viento del norte, que se dedicaba a barrer el polvo, los árboles recuperaban su color y el río empezaba a subir con ese agua verde, viscosa y densa salida de las grandes llanuras de la Nubia donde había permanecido estancada durante meses.
Aquel «Nilo verde» duraba pocos días. El agua, comúnmente buena para beber, producía insoportables dolores de vejiga. El río crecía con rapidez; se enturbiaba; y en una semana corrían masas de agua de un color rojo oscuro: era un agua que traía gran cantidad de tierra y que sin embargo era todavía sana e incluso agradable para beber.
En nada el país entero estaba inundado por el «Nilo rojo». Las aldeas en sus montículos y promontorios sobresalían de un mar cobrizo, formando pequeñas y grandes islas unidas entre sí por estrechos diques. El calor se hacía más soportable y renacía la vida.
Hombres, niños y rebaños se bañaban en unas aguas cuyas ondas arrastraban bancos de peces plateados mientras los patos y las zancudas ibis llenaban los aires.
El Nilo subía hasta veinte codos por encima de su nivel ordinario. Y sólo a finales del estío empezaba a bajar, hasta que en invierno volvía a su lecho recobrando su color azul oscuro y dejando en las tierras una capa espesa de limo fértil que se labraba sin esfuerzo y en el que todo crecía con rapidez.
Ese «Nilo azul» fue la estampa apacible con que se encontraron.
El gran río regresaba a su cauce después de una crecida especialmente abundante. Volvía el tiempo de la siembra y las promesas de una excelente cosecha eran un buen augurio añadido que estimulaba el entusiasmo de una población que no paraba de saludarlos desde los prados y sembrados de las orillas, desde las pequeñas barcas y desde las isletas plagadas de juncos y aves con que se cruzaban.
Alejandro ha llegado.
¡Larga vida a Alejandro!
Alejandro, Alejandro.
¡El esperado! ¡El añorado!
Todos habían sido convenientemente calentados por un clero enemistado con el poder de los persas y aclamaban como a un nuevo «rey gavilán» a aquel hombre que estaba llamado a restaurar la grandeza pasada de su nación y que aparecía vestido con un quitón blanco, rubio como un Apolo, sobre el puente de la trirreme principal. Ése era el reconocimiento que habían esperado de los jonios y por ello no se les había concedido la democracia prometida.
—No se lo merecen —había dicho Alejandro.
Para los macedonios Egipto siempre había sido el lugar al que peregrinaban sus sacerdotes y filósofos en busca de esa savia que exudan las civilizaciones superiores. Era la tierra de la que procedían sus dioses y, como tal, un imán espiritual que lo habría atraído por encima de cualquier consideración estratégica.
El camino, sin embargo, no había sido fácil. El asedio de Tiro los había retrasado más de lo previsto. Pero una vez dominada la totalidad de la costa, su entrada en el país estaba siendo un paseo triunfal. En siete días llegaron hasta la ciudad de Pelusio.
En el puerto se encontraron con las naves que los habían ido siguiendo por la costa, y también con Mazaces, el sátrapa del lugar, quien tras entregarle las llaves del reino ahora lo acompañaba en la nave principal.
En cuanto a los demás, Tolomeo y el resto de la «camarilla» viajaban en la segunda trirreme, Parmenión en la tercera, las mujeres en la cuarta y unos quinientos hoplitas que todavía no habían desenfundado la espada en media docena de naves más.
El resto de su ejército tenía órdenes de aguardar en Pelusio hasta su vuelta.
—Ya lo estás comprobando, Alejandro… Los designios de tu Zeus son caprichosos. Los jonios te recibieron como a un enemigo, mientras que en estas tierras, ya lo ves, te adoran…
Mazaces se mostraba abiertamente zalamero. Él ya sabía que los macedonios premiaban a las naciones que se entregaban respetando su gobierno y hacía todo lo posible para atraerse el favor de su rey. Al retirar a sus ejércitos el Imperio lo había abandonado llevándose además a sus mejores mercenarios. Sin ese parapeto y con los mal armados contingentes locales que quedaba a su servicio, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Es curioso que esto no lo haya visto en ningún sueño —dijo Alejandro, cuyos motivos se iban haciendo cada vez más personales. Era algo que todos intuían y por eso muchos de sus hombres se sentían incomodados desde que estaban en el Nilo. Había demasiado sacerdote y demasiada liturgia por doquier.
Alejandro ha llegado.
¡Larga vida a Alejandro!
Alejandro, Alejandro.
¡El esperado! ¡El añorado!
A medida que progresaban río abajo el paisaje había ido mudando y se había ido definiendo con una monotonía embrujadora. La franja fértil se estrechaba encauzada por el desierto. En las orillas se sucedían campos de trigo y cebada. En los pastos se veían bueyes y cabras cuidados por algún
fellah
, un campesino como los que ahora los saludaban alegremente. En el agua, entre enormes plantas de papiro, nadaban patos, pelícanos y esas zancudas y picudas aves blanquinegras a las que mandaron capturar para ampliar la colección de Aristóteles.
—¿Y por qué? —repitió Alejandro—. ¿Por qué no he visto nada de esto en mis sueños? ¿Sabes contestar a eso, Eúmenes?
Eúmenes parmanecía, por el otro costado que Mazaces, pendiente de lo que ocurría en las orillas, pues él sería el encargado por la noche de describir todo aquello y de anotar los fenómenos sobre los que luego reflexionarían Aristóteles y otros sabios a su vuelta.
Era una tarea pesada pero que tenía sus gratificaciones. Por ejemplo no hacía mucho había sido el único de los generales en acompañar a Alejandro a las tumbas de unos faraones.
—Están ordenadas según la imagen que los egipcios se hacen del universo —había explicado Mazaces—. Ellos ven el mundo como una caja rectangular herméticamente cerrada y sumergida en aguas eternas. La tierra es el fondo; el cielo la cubierta ligeramente abovedada; los lados, las montañas. Por eso el recinto de la tumba dibuja un rectángulo con sus ángulos orientados a los puntos cardinales. ¿Habéis conocido algo más hermoso? ¿No vibra vuestra alma ante una forma tan grandiosa, tan perfecta, tan sencilla?
A Eúmenes le había parecido que efectivamente aquella belleza geométrica daba una sensación de orden, aunque sólo fuera ilusoria, con el que protegerse del sinsentido humano, y eso había escrito esa noche cuando, al dictarle sus
Efemérides
, Alejandro le recordó cómo antes de partir Aristóteles le había preguntado qué cosas encontraba verdaderamente bellas.
—Entonces no fui capaz de responder. Pero ahora lo tengo claro.
A Alejandro por lo demás le inquietaba el que desde que estaban en Egipto no hubiera vuelto a soñar con el Oráculo. Pero pese a ello había recorrido tantas veces la avenida de columnas que llevaba hasta los pilonos del templo que tenía la impresión de que habría podido describir uno por uno los profundos relieves escarpados en los que aparecía la figura de Zeus-Amón.
—Lo que has visto es el oasis de Siwah —quiso intervenir Mazaces a quien ya habían descrito el lugar—. No hay otro sitio semejante. Pero permíteme una pregunta: ¿es siempre el mismo templo?
Alejandro volvió la cabeza hasta donde se lo permitía su cuello y clavando los ojos en el dignatario precisó que siempre.
—Y siempre hay un cortejo de sacerdotes que se queda con los caballos y que entretiene a los hombres. Al final únicamente me acompañan Eúmenes y Hefastión. Y en la entrada del templo me aguarda un anciano de mirada penetrante que me dice:
«Yo soy el guardián de este templo
.
Tu padre ha recibido noticias de tu llegada y te da la bienvenida…Sígueme, hijo del sol»
. —
Alejandro bajó la vista hasta un agua que se hacía cada vez más turbia a medida que se acercaban a una nueva población—. Sé que me está esperando. Por eso partiremos desde Menfis en cuanto le hayamos hecho los sacrificios que corresponda a Apis.
—Siwah no es la puerta de al lado. Habrá que volver hasta la costa, llegar hasta Cirene, una de las principales colonias griegas, y desde allí penetrar en el desierto —avanzó con prudencia Mazaces—. Ir y volver desde Menfis te costará un par de meses como poco.
—Es un gran rodeo… —observó Eúmenes, quien al igual que Parmenión ya había demostrado su desaprobación con el desvío.
Pero Alejandro ya no escuchaba.
En la orilla más cercana un grupo de mujeres se ponía de puntillas y apuntaban en su dirección entre exclamaciones entusiastas.
—Ya hemos llegado. Aquello es Menfis…
Muchos siglos atrás los faraones habían mandado construir un impresionante dique a unos cien estadios de distancia. El canal cambió el curso de un río que quedó cegado por el codo que formaba a aquella altura y en el lecho seco se edificó la entonces capital administrativa del antiguo reino, que no había dejado de crecer con el tiempo y que tras la ocupación persa se conviritió en la sede del principal palacio satrapal. Tebas, al sur, era el foco espiritual más importante. Pero la preeminencia política de los sacerdotes era demasiado peligrosa y los grandes reyes habían preferido instalar la capital más al norte, en Menfis.
—Y toda aquella gente te está esperando —apuntó Mazaces.
Alejandro ha llegado.
¡Larga vida a Alejandro!
Alejandro, Alejandro.
¡El esperado! ¡El añorado!
En el puerto una muchedumbre se congregaba festivamente a espaldas del gobernador del
nomo
s, que así se llamaban las provincias egipcias. A su cabeza había un cortejo de sacerdotes tonsurados. Los «calvos», como los habían bautizado jocosamente los invasores, se les acercaron mientras iban descendiendo de las principales trirremes atracadas en el alargado muelle de madera oscura.
Unos momentos después se prosternaban ante quien ya era considerado por todos como el nuevo Faraón de las Dos Tierras.
Dios bueno, amo de los dos Egiptos, amigo de Ra, favorito del señor de Tebas. Que todas las divinidades den fuerza a tu nariz. Que te concedan grandes riquezas. Que te otorguen la eternidad sin medida. Que se repita el temor que inspiras a todos los poblados de la llanura y de la montaña. Que domines lo que el disco del Sol alumbra en su carrera. ¡Ésta es la plegaria que te hacemos!
Tras sus cánticos se retiraron para dejar paso a unos camellos cargados con serones repletos de incienso, de azafrán, de canela, de cinamomo, de iris. Detrás llegaban medio centenar de esclavos nubios, unos con colmillos de elefantes, otros con cráteras de oro y plata, los de más allá con jaulas repletas de loros, de pavos reales, de gallinas de Guinea.
Algunas aves chillaban con voz de niño y muchos pensaron que era cosa de brujería.
—Es un presente de nuestro pueblo. Nos agrada poder contar con un hombre tan poderoso entre nosotros —dijo el principal profeta del templo de Apis. Era el único que no se había postrado sino que permaneció a un lado limitándose a hacer una pequeña reverencia. Una piel de pantera sobre sus hombros desvelaba su rango, y en su pecho lucía el escarabajo sagrado en medio de unos collares con cuentas de amatista. Su cuerpo era esbelto, sus miembros alargados e imberbes. Tenía una edad indefinida.
—Y a mí de haberos podido liberar de las manos de los sucios persas —replicó Alejandro, a quien no cohibía la presencia de Mazaces.
El sacerdote tomó buena nota de ello y se dio el gusto de ignorarlo. Había pasado demasiados años sometido a aquella «bestia impía», como lo llamaba entre los muros de su templo. Para él era una alegría poder desvelar sus sentimientos.
Al ver que se acababan las ceremonias, el pueblo estalló en nuevas aclamaciones.
Entre los cánticos había uno, el más sencillo, que ya empezaban a reconocer.
Alejandro ha llegado.
¡Larga vida a Alejandro!
Tras saludar por enésima vez el nuevo faraón y su séquito acompañaron a los sacerdotes hasta el templo y la gente los siguió cerrando las calles a sus espaldas.
Por fin penetraron en una avenida bordeada de esfinges. La visita era de gran importancia simbólica: era en aquel templo donde se enterraban las diferentes reencarnaciones de Apis, el inmortal buey negro, el símbolo de la agricultura y una de las reencarnaciones a su vez de Osiris, soberanamente bueno, que descendía entre los hombres para exponerse a los dolores en forma de cuadrúpedo.
—El pueblo egipcio, a diferencia del persa, es sufrido y civilizado… —explicó el sacerdote.
Lo que siguió fue una peculiar ceremonia de investidura. El principal profeta dirigió en persona la ceremonia. El buey negro los miraba con un aspecto soberanamente aburrido mientras la serena oratoria colocaba al monarca bajo su protección y benevolencia.
Una vez acabado aquello se realizaron los pertinentes sacrificios a la divinidad. Uno de los grandes reyes la había acuchillado ferozmente y la población todavía guardara memoria de una anécdota que se transmitía de padres a hijos y de sacerdote a sacerdote.
Sabiéndolo, Alejandro se mostró extremadamente respetuoso.