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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (29 page)

—¡Yo no soy esclavo de nadie! —se revolvió Cambyses.

Autofrádates acababa de tocar ese amor propio que los hombres esconden tan concienzudamente como sus ídolos. Pensó:
No eres tan profundo como para que yo no pueda calarte, hermano
. Pero sabía que ese camino no llegaba a ninguna parte y no podía tirar más de la cuerda sin que se rompiera. Al final su voz se volvió balsámica. Con mucha suavidad le tendió una mano amistosa.

—Llevas dentro la semilla de lo bueno, Cambyses. Pero no has permitido que crezca. Vives en un jardín invadido por las malas hierbas. Las malezas obstruyen tu vista. Eres un jonio y un hombre libre. Son las sibilinas palabras de Barsine, sus razones trapaceras, esas vanas pedrerías que adornan su lengua de sierpe, las que te han llevado a esas arenas movedizas de donde no sabes cómo salir. Pero yo estoy aquí para ayudarte. Sólo tienes que coger mi mano tendida. Llevas mucho tiempo torturándote. Y todo porque en el fondo, hermano, sabes que has tomado el camino equivocado. Te has perdido en el bosque de las traiciones donde cada árbol esconde un falso amigo. Pero aún puedes rehabilitarte a los ojos de tu padre y de tu soberano legítimo. Por eso estoy aquí. No me vuelvas a dar la espalda…

De pronto, Cambyses tuvo la impresión de ver, no a Autofrádates, sino a Memnón.


Hijo mío, escoge la sencillez. Haz como tu hermano. ¡No me falles!

Cambyses se frotó los ojos para sacudirse esa visión.

Está muerto
, pensó.
¡Muerto!

5

—¿Y qué has contestado?

Heracles se removía en sus sueños. Parecía como si palpara en su inconsciencia las emociones que revoloteaban por la estancia. Barsine lo tranquilizó con sus susurros.

La expresión de Cambyses, desdibujada por la oscuridad, resultaba indefinible. El rodio recordaba su zozobra al ver la gruesa mano tendida en espera de que la cogiera. ¿Lo había hecho? Le costaba acordarse. Pero mientras se dirigía a palacio por la oscurecida avenida había maldecido mil veces a su padre, a su hermano y a su madre.

La familia era un caldero ardiente para una piel tan delicada como la suya.

—Al principio confieso que dudé. Nunca le he tenido demasiado aprecio a tu… esposo.

Su barbilla señaló el patio. Hacía unos momentos que los cantos alcoholizados eran coronados por nuevos sansos. Entre ellas destacaban las carcajadas de Filotas y de Bitón.

—Luego he pensado en ti y en Heracles… He dicho que no estoy dispuesto a destrozar vuestra felicidad…

Su voz traicionaba un profundo desarraigo, el escozor de una llaga abierta, carne expuesta al rojo vivo. Se volvió hacia la ventana pero al ver que le daba la espalda Barsine se fue hacia él con una mano tendida que buscó su mejilla.

Cambyses la agarró y la apartó bruscamente.

—¡No me toques! Esta decisión es mía, no tuya, madre. Espero que seas feliz y que disfrutes de este mundo de falsedades al que me has arrastrado, porque yo estoy desgarrado sin remedio…

—Lo siento. Nunca pensé…

—¡Sé feliz, madre, no lo olvides!

Los labios de Cambyses temblaban.

—Mientras lo seas sufriré este calvario al que me has condenado. El daño está hecho. No se borra la traición con más traición. Puedes sacar la punta de la saeta pero no por ello cerrarás la herida, que es profunda. Sólo te prevengo que si un día…

Pero antes de que pronunciara su amenaza Barsine rompió a llorar y Cambyses se precipitó a abrazarla. Aquello era algo que jamás había soportado. «¡No llores!» La estrechaba con violencia entre sus brazos. «Qué es lo que os he hecho. Qué es lo que os he hecho…», repetía una y otra vez la desconsolada viuda.

III
La impotencia de
Filipo

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Tú seguías abrazado a mi cadáver sin que nada pareciera consolarte. Y entretanto yo me dedicaba a observar a Cleopatra, que ya iba recuperando el color y que todavía sofocada se sujetaba la barriga con una mueca dolorida. Lo primero que hizo fue posar la vista en mi cuerpo. Y entonces un brillo extraño rasgó la negrura de sus pupilas. Fue un relámpago casi imperceptible, pero bastó para delatar lo mucho que su egoísmo juvenil se alegraba de haber recobrado, aunque fuera de aquella manera imprevista, su libertad. A continuación prorrumpió en llantos. «Cíclope», «cíclope», repetía entrecortadamente. Era como un músico peleando con un instrumento desafinado que no acababa de emitir la nota correcta. Resultaba patético. Y a sus espaldas sus damas de compañía se empezaban a arrancar los cabellos. Sus lamentos todavía resonaban por el corredor de piedra mientras los presentes cargabais conmigo y me sacabais de allí en angarillas. El mismo gentío que unos momentos antes me había saludado con tanto entusiasmo se arremolinaba ahora silencioso e impresionado a nuestro alrededor. Y mienras avanzabais con caras tétricas yo no podía dejar de perderme en aquel cielo anubarrado que me envolvía por todas partes y en el cual empezaba a percibir los rostros borrosos del barbudo Zeus y de Atenea. Tenía la impresión de escuchar voces susurrantes que procedían de lo más alto. Yo ya sabía que me observaban en espera de que me decidiera a presentarme ante ellos. Pero no tenía intención de hacer nada. Al menos no antes de que se consumara mi venganza. Y no tuve que esperar mucho para verme satisfecho en parte. A las puertas del palacio, en lo alto de la colina, ya se había ido congregando una nueva muchedumbre. Y al apartarse para dejarnos pasar, aparecieron a nuestras espaldas Tolomeo y Bitón junto con los hombres que traían ya el cadáver de Pausanias. El tipejo iba envuelto en una piel sucia y tenía atado al tobillo la cuerda por la que le tiraban como a un animal cualquiera. Al comprenderlo el pueblo empezó a alborotarse. El gentío se les echaba encima al grito de asesino. Los guardias tuvieron que protegerse y se vieron obligados a echar mano a las armas. «¡Atrás, sucia chusma!», les gritaba Bitón, forzado a defender, mal que le pesara, a mi agresor. A mí todo aquello me sosegó bastante, tengo que confesarlo. Y luego por fin te me acercaste tú, que ya volvías del teatro sobre tu caballo, que bufaba. «Ya lo has visto. Estás venga do, padre», me susurraste con unos ojos todavía enrojecidos por la llantina. Tenías el quitón manchado aún por mi sangre y te habías puesto un peto de cuero y una clámide clara. Estabas hermoso y el dolor sólo hacía más interesante, como ocurre a esa edad, tu belleza. Pero las afrentas estaban lejos de haber concluido. Porque después de que me hubierais lavado y vestido en mis aposentos, esa tarde misma pasaron a despedirse los embajadores. A unos se los veía sinceramente apenados, como a Esquines o a Foción; el primero porque se le acababan los ingresos y el segundo porque lamentaba haber leído aquel decreto. Y los otros lo fingían por decencia. Pero también había quien ocultaba a duras penas su gozo. Y alguno incluso se acercó para pellizcarme con disimulo y asegurarse en persona de que estaba bien muerto. ¡Ojalá a todos los reyes les fuera dado asistir a una escena semejante antes de subir al trono, Alejandro! ¡Mucho ganarían en el conocimiento de los hombres y de la política! Por desgracia no tardé en darme cuenta de que aquello no me iba a servir de demasiado en el lugar a donde iba. Y entre los más desconsolados estaba tu hermanastro, Arrideo. ¡Pobre bastardo! Permanecía en una esquina cruzado de piernas, con el rostro escondido entre las manos. Tenía un corazón de oro y un cerebro de mosquito. Pero lo peor fue cuando, una vez acabado el desfile de hipocresías, Olimpia insistió en quedarse a solas conmigo. Para velarme a la luz de las antorchas, os dijo. Hasta ese momento se había mantenido muy silenciosa a mi lado, recibiendo dignamente los pésames. En ausencia de Cleopatra, a quien le habían entrado los dolores del parto, la reina volvía a ser ella y nadie pensó en oponerse. El único que la observó con algo de suspicacia fue Parmenión. Pero ¿qué podía hacerme ya?, debió de pensar. El caso es que la dejaron y que por fin, cuando los pasos del último guardia se alejaron, Olimpia cerró los dos portalones y se encaró conmigo. «¡Estúpido!», me soltó un escupitajo en plena cara. Tenía los ojos endurecidos por el odio y desdibujados por las sombras que proyectaba la pequeña lámpara de aceite que sostenía en la mano. «¿Pensabas que podrías robarle la corona, que esperaríamos a que creciera esa criatura que tu zorrita está ahora mismo engendrando? ¡Qué poco me conoces, Filipo! ¡No sabes hasta dónde soy capaz de llegar por el bien de mi hijo, no lo sabes bien…!»Yo nunca había visto su aborrecimiento tan al descubierto. Y te puedo asegurar que se me ocurrían unas cuantas frases bien dispuestas. Pero me encontré sencillamente mudo, incapaz de pronunciar una sola sílaba. Sólo podía escucharla con una rabia contenida mientras que ella, no contenta con las blasfemias, hurgaba bajo mi quitón y me cogía mi sexo retraído entre sus dedos. «Esto —dijo—. Esto siempre ha sido tu problema.» Y yo en ese momento temí que fuera a profanar mi cadáver; ya nada me habría sorprendido de tu madre. Pero al final ella soltó con asco aquello que tanto había venerado en otros tiempos y se acercó para verterme en el oído todo su veneno. «Ahora escucha bien lo que te voy a decir, Filipo de Macedonia… Vas a saber lo que sucederá esta noche. En tu palacio y en una decena de hogares más. Tu amiguita Cleopatra y sus familiares descansan tranquilamente. Piensan que ignoro que han enviado emisarios a Átalo para que regrese con su ejército y se apodere de tus palacios. Planean declararse fieles a tu sobrino Amintas con quien tu zorrita espera aunar fuerzas para apartar a Alejandro del trono… ¡Pobres ilusos! Escucha sus gritos, porque ni ella ni ninguno de los demás verá asomarse un nuevo sol…» Y efectivamente, no mucho después me sacaban de mi sopor unos chillidos espantosos en algún lugar de palacio. Dos o tres seguidos. Proferidos por la misma mujer. Y al poco otro, igual de agudo pero de varón. A mí alrededor todo estaba a oscuras y yo también quise gritar. El pánico me vencía. Me engullía la noche. Pero sólo me contestaban las voces de las ánimas que empezaban a vagar por palacio. Voces burlonas e hirientes que me hicieron sentir terriblemente desamparado. De pronto me asfixiaba la negrura. Procuré recordar el cielo soleado de mi infancia, los rostros de quienes me habían amado. «¡La luz!» Me sentía como un niño que se adentra en la oscuridad. Todo mi ser se deshacía en visiones de mi inminente descomposición, de mi disolución definitiva en la nada cuando, de pronto, el chirrido de la puerta anunció la llegada de alguien, y al comprobar que era tu madre experimenté un tremendo alivio. Me sentía como cuan do uno suelta la orina que lleva reteniendo mucho tiempo. En ese instante habría dado lo que fuera para que se echara a mi lado. Anhelaba el calor de su cuerpo, de su sangre. Pero aquella súbita añoranza se tornó en horror cuando vi que en su mano libre sostenía al hijo recién nacido de Cleopatra. «¿Ves esto, Filipo?» Lo sujetaba por el pie sin que sus incesantes vagidos la conmovieran. «¿Lo ves?» Pero yo sólo veía su feroz alegría. Era la alegría de mi halcón cuando aterrizaba con las garras crispadas sobre los lomos de su presa. La enrojecida criatura no sabía ni agarrarse a mis acicaladas barbas. Pero yo no podía hacer otra cosa que observar inmovilizado. «Contémplalo una última vez, puerco indecente, porque muy pronto el fuego del altar lo habrá devorado», exclamó tu madre al tiempo que una nueva carcajada le distorsionaba el rostro. […]»

IV
Tebas

Egipto

Invierno de 332-331 a. C
.

1

La barca era una caja de madera alargada embutida en unos juncos fuertemente atados con tiras de papiro por proa y popa. Por delante terminaba en punta recta; por detrás en una flor de loto.

Era tan ligera que entre dos hombres se cargaba fácilmente con ella. También volcaba por cualquier nimiedad. Pero ninguno de los que la manejaban, dada la sencillez de su vestimenta, parecía temer un baño imprevisto.

Los dos hombres iban con taparrabos de lino y descalzos. El que daba las órdenes era un egipcio de cierta edad. Su hijo andaba detrás y de pie con el remo, dejando al pasajero en la parte central junto con un par de arpones y una veintena de bumeranes. Era de suponer que en casa tendrían un gato amaestrado para traerles la caza, como tantas otras familias ribereñas.

Había salido una mañana espléndida, sin una sola nube. La travesía no podía ser más apacible. Pero a Nicias todavía se le hacía amarga porque lo acercaba a un lugar al que había pensado no volver.

Unos momentos más tarde el mayor de los dos egipcios le sacaba de su ensimismamiento.

—Allí… —señaló.

En las márgenes del río acababa de aparecer la imagen invertida de la más grande de las ciudades del Nilo. Las olas la hacían borrosa, y Nicias sintió que su corazón temblaba. Demasiados recuerdos en el agua de su memoria.

No mucho después encallaban en la orilla, junto a otras dos embarcaciones.

Al saltar a tierra, sonaron su espada y el pesado saco con el que había salido del palacio de Menfis y que ahora se echaba al hombro.

—¡Suerte! —exclamó el mayor de los egipcios cuando, tras haberles pagado con un puñado de utnus, se despidió en un perfecto egipcio.

El hombre agitaba la mano a sus espaldas.

Posiblemente aún le sorprendía el que un soldado macedonio hablara a la perfección su idioma.

2

Los barrios más pobres se extendían por las orillas, en ocasiones peligrosamente cerca de los límites de la crecida. Las casas más miserables comprendían una simple celda, a veces dos habitaciones minúsculas comunicadas por un patio insalubre, y sus techumbres de hojas de palma eran tan bajas que cualquier hombre, si se erguía, la traspasaba con la cabeza.

El conjunto de todas aquellas chozas de adobe conformaban un intrincado tejido de tortuosos senderos que se entrecruzaban a ventura en un laberinto cuyo único hilo de Ariadna era la memoria de haber crecido allí. Y a veces ni eso, como empezaba a comprobar. Cada poco interrumpía su camino una charca pantanosa donde abrevaban los bueyes, una plazoleta que no recordaba a la sombra de los sicomoros, un terreno baldío lleno de basura que se disputaban los perros y la ruidosa chiquillería vagabunda.

Las lluvias eran raras. Pero una vez cada mucho el cielo podía abrir sus compuertas y las trombas de agua castigaban la llanura tebana y hundían las endebles cubiertas convirtiendo aquellas zonas en inmensos arroyos de barro, una masa negra y viscosa de la que sobresalían vigas, cascotes, árboles arrancados de cuajo y cadáveres hinchados, un amasijo de escombros del que en pocos días de laboriosidad incesante resurgía, como por arte de magia, una nueva ciudad milagrosamente idéntica a la anterior.

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