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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (23 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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—Sí —mintió Tolomeo.

—¿Y tu rey les perdonó la vida?

Más aún: Alejandro le rogó a Sisigambis que se levantara. La cogió en sus brazos. Le aseguró que no tenía nada que temer y que al arrodillarse delante de Nicias no se equivocaba, pues su ejército era una extensión de sí mismo y era normal que al ver lo sin su coraza ni sus atributos de nobleza no lo hubiera reconocido. Además prometió que la respetaría como a una madre. El cariño que manifestaba por las mujeres mayores dejaba perplejos a sus propios hombres. Por cómo miraba al traductor, Sisigambis también tenía problemas para comprenderlo.

—Alejandro no le ha tocado ni un solo cabello a la madre de Darío. Ni a su esposa. Ni a sus hijas. Nuestro rey considera más digno dominarse a sí mismo… —siguió Tolomeo sin que en su inflexión se notaran las dudas que empezaba a tener al respecto—. Las ha tratado como si fueran miembros de su propia familia…

Como si fueran miembros de su propia familia
. Eran las mismas palabras empleadas por sus espías y que ahora se le clavaban a Darío en los oídos como auténticos aguijonazos. ¡
De su propia familia
! Alejandro insistía en hacer alarde de aquella insultante grandeza de ánimo que lo humillaba más allá de la batalla. ¿Qué pretendía? ¿Suplantarle en el corazón de sus más queridos? Darío sintió que la ira le encendía el rostro. Le entraron ganas de castigar a los mensajeros. Pero le faltaba el carácter para devolverles su cabeza cortada como habrían hecho sus predecesores.

—Entonces, ¿no me devolverá a mi mujer…?

Su tono era casi lastimero, y Nicias pasó de temer por su vida a sentir un profundo desprecio. De pronto le pareció que todas aquellas columnas de cincuenta codos, con los fustes finamente estriados y coronadas por esos colosales capiteles lo único que conseguían era acentuar la pequeñez moral del individuo que removía sus babuchas sobre un escabel imperial lleno de rojos y azules flamígeros.

—No, mientras no tenga en sus manos el Asia entera…

Un estremecimiento de indignación recorrió las filas de cortesanos. Muchos llevaban túnicas similares a las del Gran Rey. Únicamente difería el adorno de la cabeza: los de menor categoría la llevaban descubierta. Sus largas barbas pronunciaban su aspecto orgulloso. Pero cuando Beso se volvió para imponer silencio, lo hizo con la misma desconsideración con que se habría podido dirigir a sus perros.

—¡Silencio!

La orden resonó como un latigazo por la sala.

Había que haber sufrido lo que un hombre tan pagado de sí mismo al ser ninguneado por todos, para entender su sadismo.

—¡Silencio, todos!

La actitud de Darío avergonzó a Beso. Pero sus pensamientos estaban en otra parte.

Al final sus peores previsiones iban a resultar acertadas.

La guerra podía alargarse más de lo que nadie esperaba y urgía elaborar nuevas estrategias. El bactriano se daba cuenta de que los emisarios ya habían comprendido su posición y procuraban tomarle la medida.
Pero nunca me conocerán lo suficiente
, pensó.

—Beso…

Darío tenía una expresión desamparada. ¡Nada parecía salirle bien! Oscuramente, él había esperado que, una vez abiertos los cauces de la negociación, Alejandro se avendría a poner sobre la mesa el cese definitivo de las hostilidades. Le habría cedido las ciudades jonias. Incluso Fenicia y Tiro, si resultaba necesario. Cualquier cosa con tal de seguir disfrutando en paz del territorio restante.

Pero ahora sólo cabía confiar en las estratagemas del bactriano.

Y si éstas fallaban, entonces tendrían que volver a medirse en el campo de batalla.

Otra vez…

El mero pensamiento le ponía la piel de gallina.

5

Por las inacabables escaleras que bajaban desde la logia se cruzaron con más cortesanos que los observaron con curiosidad y chismotorrearon a sus espaldas. En el parapeto de su derecha había decenas de «inmortales», todos con idéntico gesto: parecían estar subiendo las escaleras que ellos bajaban.

Mientras descendían escoltados por los doríforos, la expresión de Tolomeo era de plena satisfacción. Y Nicias a su lado estaba tan eufórico que ni se fijó en los guerreros esculpidos. El mundo estaba lleno de un encanto renovado y hasta el rostro del desfigurado les pareció hermoso.

—Pensaba que no ibais a salir… —dijo Bitón, montando sobre su caballo.

A su alrededor había muchos jóvenes que por un par de monedas cuidaban las monturas de los cortesanos o de los visitantes. Formaban pequeños grupos con caballos y carros más o menos cargados y lujosos y algunos charlaban entre sí para pasar el rato.

—Nosotros también… —repuso Tolomeo agarrando las riendas de la montura que le tendían y dándole un trago a su odre—. Pero conviene no demorarnos, no sea que Darío cambie de idea.

A Nicias no le gustó aquel «nosotros», pero estaba demasiado contento como para pedir unas explicaciones que de todas maneras nadie le daría. A él el reencuentro con Grisáceo se le hizo emotivo y le acarició las crines. Se había acostumbrado tanto a sus lomos que casi le costaba pensar el que no hacía tanto no hubiera tenido otro medio de locomoción que sus propias piernas ni otra compañía que los continuos puntapiés de Bitón.

Algo después ya tiraban colina abajo por una de las calles principales.

El sol alcanzaba su cenit mostrando la mejor faz de la capital. Del palacio se bajaba a través de calles tan llenas de actividad que parecían un mercado improvisado. Los vendedores se agitaban en torno a sus carros ambulantes y acosaban a unos transeúntes que pasaban por avenidas tan espaciosas que en comparación cualquiera de las ciudades griegas casi parecía un villorrio. Los dáricos y otras monedas desconocidas con las representaciones más inesperadas circulaban de mano en mano. La gente los miraba con extrañeza, pues no era corriente ver por allí a macedonios que no estuvieran esclavizados.

Era un lugar que Nitetis le había descrito, y eso hizo que Nicias lo observara con curiosidad. Había algo que llamaba la atención y tardó un momento en darse cuenta de lo que era.

En la sociedad egipcia el rasurado era predominante y aunque en menor medida lo mismo ocurría entre los griegos.

En cambio aquí no se veían más que barbas.

Barbas que se asemejaban al esparto o al cáñamo. Barbas que se parecían al algodón en rama. Barbas casi animales. Barbas de cabrón. Barbas de búho. Barbas de puercoespín.

Barbas en forma de escoba.

Barbas en forma de copa. Barbas onduladas o trenzadas.

Barbas virutadas. Barbas horizontales. Barbas hirsutas.

Barbas viejas. Barbas jóvenes.

Barbas lacias. Barbas crespas. Alguna incluso teñida.

Barbas lustrosas. Barbas de rico…

Más allá, por el Camino Real los recaudadores iban llegando con los tributos de los diferentes territorios. En una de las primeras comitivas los hombres guiaban unas bestias gigantescas que no había visto jamás. «Son elefantes», le explicó Bitón, riendo al ver la cara que se le ponía.

Más bárbaros precedían a una decena de carros uncidos con búfalos y alguno con avestruces de la talla de un hombre. Había niños esclavos de pieles blancas y negras que nunca habían visto una ciudad. En otra decena de carros tirados por camellos jóvenes se veían tiendas en cuyo interior viajaban mujeres con ojos tan inocentes como los de los niños. Y cerrando la comitiva una veintena de musculosos cazadores, con los anchos pechos tatuados, con las jabalinas en alto y la mirada recelosa, conducía cada cual a un puñado de perros feroces de razas desconocidas.

Y eso era sólo una parte de una riqueza de la que uno no podía caer en la cuenta hasta que no veía con sus propios ojos los tesoros que escondía la capital del Imperio.

Nicias se echó a un lado sin dejar de observar con asombro.

II
Algo se mueve en el Ática

Atenas

Verano de 332 a. C
.

1

—Comprenderás, mi buen amigo, que todo esto ha de quedar entre nosotros…

Quien se expresaba así a miles de parasangas de la capital del Imperio era uno de los miembros más conocidos del senado ateniense. Cimón se había detenido ante la puerta de entrada sin llegar a despedirse y permanecía parado con esa irritante indecisión de la gente que no quiere ofender. Su mirada acababa de posarse en el rollo que llevaba consigo su anfitrión, quien mantenía la sonrisa fija pese a que una vez aligerada la bolsa le resultaba enojoso seguir fingiendo el mismo interés. Pero nadie mejor que Demóstenes sabía lo poco que convenía herir la susceptibilidad de un cargo público.

—Ya sé que esto no es lo más habitual, pero he sentido que debías estar informado…

Uno de sus sobrinos cortejaba a la hija de Esquines y aprovechando alguna de las ausencias del orador había copiado aquel discurso de acusación que le había entregado a su tío a cambio de que éste le condonara unas deudas. Como buen político, Cimón tenía un instinto infalible para determinar el precio exacto de cualquier información y no había tardado en hacerle una visita al principal concernido. Siguiendo su costumbre, había dedicado buena parte de la misma a andarse por las ramas y a tocar un repertorio de temas anodinos hasta el bostezo antes de avenirse a explicar lo cerca que estaba en los últimos tiempos de la ruina a causa de su reciente nombramiento, a instancias de sus enemigos, como
trierarca
, uno de los cargos públicos más onerosos de la ciudad.

—Esquines no cejará hasta verte expulsado —le recordó—. Sabe que los atenienses te tienen en demasiada estima como para condenarte a muerte. Pero él confía en el efecto que causarán las cartas que le ha hecho llegar Hefastión. Mi sobrino no las ha visto. Pero, si llegara a darse el caso, no te preocupes que dudaría en contactarte.

Al oír aquello Demóstenes asintió con la misma condescendencia que manifestaba cada vez que le mentaban a su rival. Hacía ya bastantes semanas que Esquines se vanagloriaba de poder probar que recibía dádivas del Gran Rey, aunque su enemistad databa de mucho antes.

Los dos habían formado parte de la primera embajada ateniense enviada en su momento a Filipo, quien había agasajado a Esquines y menospreciado —con bastante falta de ojo— al benjamín del grupo. Y a su vuelta, entendiendo dónde radicaba su interés político, Demóstenes no sólo se había convertido en el más furioso de los antimacedonios, sino que se dedicó a denostar sistemáticamente a su compañero de embajada al que acabó acusando de favorecer intereses enemigos al no incluir en el acuerdo de paz firmado por ambos a las ciudades aliadas atacadas a la postre por Filipo.

Al final Esquines se vio obligado a defenderse en un espectacular discurso de una acusación elaborada a medias entre Demóstenes y el también orador Timarco. Y concentrándose en el enemigo más débil, había pergeñado un tal retrato de las costumbres depravadas de este último que el aludido, sintiendo que el daño a su honra era irreparable, terminó por ahorcarse de un grueso pino a la entrada de la ciudad.

Desde entonces todo el mundo sabía que Esquines sólo esperaba la ocasión más propicia para rematar la faena.

—Son difamaciones. No podrá probar nada. Y aunque así fuera: si yo me hubiera beneficiado en algo, lo habría hecho en aras del bien común. Hasta las causas más justas necesitan dinero.

—Qué duda puede caber…

Cimón asintió contento de hallar un punto de encuentro. Hasta el momento Demóstenes lo había dejado hablar, emboscado tras su penetrante mirada. Había llegado a temer lo peor. No había sido el caso, pero había pasado un mal rato ahogándose en un mar de retorcidas justificaciones.

—Negarlo sería una ingenuidad —añadió, temiendo quedarse corto—. Y más en una situación tan delicada. Alguien debe pararle los pies a este Marte macedón…

La expresión se la había oído al propio Demóstenes y surtió un efecto inmediato.

—¡No me lo mientes!

El orador no podía escuchar aquel nombre sin que se le disparara la maquinaria de producir argumentos antimacedonios.

—El supuesto libertador. ¿Qué ha hecho aparte de imponer por donde pasa su propio yugo? Las ciudades libres, ¿lo son más que antes? Y las que no lo eran, ¿han cambiado en algo más allá del nombre del tirano? Alejandro nos toma el pelo. Si tanto ama la democracia, ¿por qué no la impone a todos? Y si lo que quería era liberar a los griegos, ¿qué demonios hacen avanzando hacia Egipto…? ¿Por qué no acepta las condiciones que le ha ofrecido Darío?

—Efectivamente. ¿Cuál es su plan…?

—¿Que cuál es? Lo pienso decir pasado mañana en el Pnyx: sueña con conquistar el mundo. ¡Es el Jerjes de nuestra época!

Era una de las imágenes con las que esperaba impresionar a la Asamblea. La declinaría una docena de veces de la manera más plástica posible para que se le quedara clavada en la mente a su auditorio. A lo mejor todavía no era un tirano sanguinario pero acabaría por serlo. A Demóstenes no le engañaba. Un carácter así estaba condenado a mostrar tarde o temprano su peor faceta.

—El Jerjes de nuestra época… —repitió Cimón que parecía enfriarse a medida que se calentaba su interlocutor—. Desde luego… Es muy posible…

Esta vez abrió la puerta.

Era por la tarde y muchos atenienses se encaminaban a las barberías.

—Pero ¿conseguirá conquistar, no ya el Imperio, sino tomar Tiro…?

—Lo conseguirá, no te quepa la menor duda. Ya van seis meses de asedio y según las últimas noticias una flota de chipriotas y fenicios ha acudido en su ayuda… La oferta de Darío les ha sentado mal. No les ha gustado que se los utilice como moneda de cambio y han tomado abiertamente partido… Ha sido una torpeza más de los persas… Con ese apoyo Tiro no resistirá más allá de unos pocos días…

—Si tú lo dices…

Cimón se encogió de hombros.

En realidad él coincidía plenamente con los partidarios de Esquines en que lo que necesitaban los griegos era una férula severa. En el fondo no veía con tan malos ojos que alguien los unificara. Al mismo tiempo, ¿a quién no le inquietaba la idea del advenimiento de un «nuevo Jerjes»…?

—Bueno…

Sonrió sin alegría y con ganas de irse.

—Ocúpate con provecho.

—Lo mismo te digo. Goza de buena salud…

Los dos hombres se violentaron para estrecharse la mano, un gesto solemne que los griegos reservaban para los acuerdos importantes. A Demóstenes le dolía la boca de tanto sonreír. Cuando Cimón desapareció entre la muchedumbre cerró la puerta. Su mujer había escuchado el final de la conversación y bajaba en ese momento del gineceo.

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