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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (8 page)

VI
Noticias de un antiguo maestro

Verano de 334 a. C
.

De Aristóteles a Alejandro, salud
.

¡Cuánto me alegra saber de tu victoria, mi querido pupilo! Tu nombre está en boca de todos. Los hombres cantan tus alabanzas, los niños sueñan con imitarte y las mujeres suspiran por tus bucles dorados
.

Salvo Esparta, no puedo citarte ni una sola ciudad que no exulte al constatar que tu mano guerrera venga los ultrajes pasados de nuestros enemigos
.

Pese a ello, mi joven amigo, siento una creciente inquietud al pensar en tu futuro. Conozco los sueños que semejantes victorias engendran en un temperamento ambicioso; y sé, por experiencia, que los hombres excitables sois quienes os dejáis arrastrar con mayor facilidad por los arrebatos de la intemperancia. Ya sea por el ardor de vuestra naturaleza, ya por la violencia de vuestras sensaciones, os mostráis a menudo incapaces de atender a la razón y acabáis siendo víctima de las peores fantasías
.

Desconfía, por lo tanto, de ti mismo, Alejandro. Porque aunque siempre he defendido que la monarquía es la constitución ideal para un estado, también es la más fácilmente corruptible. En efecto, un individuo es más susceptible que el grupo de abandonarse a sus pasiones y de perder de vista el bien común, y bien sabes que el hombre embriagado se imagina mandar hasta sobre los dioses. No permitas que tu poder te convierta en semejante ser, y ten muy presente que una ceguera así te llevaría a traicionar los principios que hacen hoy tu fuerza
.

¿Aceptarás, una vez dicho esto, que tu antiguo maestro te recuerde la preceptiva más útil para unos momentos como los que estás a punto de vivir? Siempre me ha parecido digno y natural que ambiciones el máximo honor personal: la gloria es el más preciado de los bienes terrenales y yo jamás me he opuesto a tus deseos de conquista, tan lógicos, por otra parte, en el heredero de Macedonia. Pero recuerda que quien es digno de los mayores honores también ha de estar repleto de virtud
.

A partir de hoy un gran poder va a poner a prueba tu humanidad agitando las olas que pueden hacerte naufragar
.

Busca el término medio en tu conducta, Alejandro, y tus conquistas no serán en vano; líbrate a tus deseos y sólo corromperás aún más los territorios que pretendes liberar
.

Guarda en tu espíritu que la virtud es un paso estrecho entre dos abismos. Y cada vez que te sientas atraído por uno de ellos, repite en voz alta los versos de Calipso
:

Dirige tu nave
tan lejos como puedas
de este escollo
y de este humo
.

Cuando libres la batalla, no olvides que el hombre más perfecto no es el que emplea la virtud en sí mismo sino en los demás. Sé valiente pero huye de la audacia temeraria. Sé generoso aunque con criterio; liberal y magnífico, si la ocasión se presta; pero evita la prodigalidad
.

Acostúmbrate a la templanza en los placeres, pues no hay otra manera de alcanzar una larga vida sin remordimientos. Sé prudente en el deliberar. Y si tu carácter te lleva a desdeñar las precauciones en lo personal, procura que no sea así en los negocios públicos, donde no hay peor enemigo, bien lo sabes, que la precipitación
.

Por último, sé perseverante y humilde, pues aún te falta la experiencia suficiente para haber profundizado en el estudio de la política: ella es la ciencia soberana para un estado, y todas las demás —la administrativa, la militar, la retórica— le están subordinadas
.

No hagas como Filipo, que sólo respetaba su palabra cuando le reparaba algún provecho
.

Ni como Demóstenes, que busca la gloria personal a expensas de la conveniencia de su pueblo
.

Pon tu virtud al servicio de tus súbditos y serás el orgullo de los griegos: las tierras que conquistes te recibirán con los brazos abiertos y tu nombre resonará a través de los siglos venideros como el del mismísimo Solón
.

C
APÍTULO SEGUNDO
DUEÑOS DE LA JONIA

Donde se relatan los diferentes avatares de la toma de Halicarnaso, donde se presenta a Barsine, y donde las ánimas de Filipo y Hefastión siguen haciendo de las suyas
.

A raíz de la derrota del Gránico, el rodio Memnón ha sido nombrado plenipotenciario general en jefe de todos los ejércitos persas. Los meses de coriácea resistencia han culminado en su encierro en la costera ciudad de Halicarnaso, la esplendorosa capital de la Caria. Hace diez largas semanas que los macedonios la asedian sin éxito.

Hemos creado guerras y sediciones tales que unos mueren en su propia patria fuera de toda legalidad; otros vagan por el extranjero con hijos y mujeres; y muchos, obligados por la indigencia a servir como mercenarios, mueren combatiendo por sus enemigos y contra su propia gente. Sobre este particular nunca se indigna nadie, y todos prefieren llorar sobre las desdichas creadas por los poetas
.

I
SÓCRATES

I
La toma de Halicarnaso

Campamento macedonio en la colina norte

Otoño de 334 a. C
.

1

La noche iba cayendo, como un cuervo de vuelo bajo, sobre la ciudad de Halicarnaso. La oscuridad se avecinaba por el este, agazapada detrás de unas sombras cada vez más alargadas que iban difuminando las últimas claridades.

El cielo se había puesto casi blanco antes de convertirse en un violeta pesado que parecía comprimir el último punto de amarillo limón por el occidente. Se levantaba aquella misma brisa que soplaba desde la costa trayendo desde el puerto del otro lado de la ciudad un olor a algas, a pescado podrido y a sal estancada que pronto se mezclaría con el olor de las piras humanas y el de la carne chamuscada de las fogatas que los portaescudos y los esclavos empezaban a alimentar.

Al acercarse el crepúsculo la actividad en las brechas cesaba y los macedonios abandonaban las máquinas de asedio y se volvían a sus tiendas para cenar frugalmente y descansar el cuerpo en la medida de lo posible. Hoplitas, peltastas y algún jinete aquí y allá se dirigían como un enjambre silencioso hasta los campamentos instalados por lo alto de las colinas donde las primeras caballerías desocupadas se juntaban con los animales de tiro para buscar briznas de hierba o mordisquear los arbustos de un monte al que no estaban permitiendo recuperarse del largo verano.

Y quien hubiera buscado el inconfundible plumón blanco lo habría encontrado sobre lo alto de Bucéfalo, dirigiéndose hacia el campamento más septentrional después de haber dejado a sus espaldas la muralla más castigada.

Para entonces el hijo de Filipo había dado una nueva muestra de su carácter al licenciar por completo a su flota, y durante el asedio no había dejado de demostrar su anhelo de victoria y su obstinación a la hora rellenar el foso, primero, y de contrarrestar las hábiles maniobras con que los jonios procuraban sabotear su labor, después.

Se trataba de vencer o morir. Ya no había marcha atrás. Ya no valían las medias tintas. La victoria del Gránico le había infundido una confianza absoluta en su destino, y el ver a sus enemigos huyendo delante de él no había hecho más que alimentarla. Alejandro se sentía como un cazador que persigue a una presa aterrorizada que se le escabulle como puede entre las malezas del bosque.

—Jamás habría esperado que Memnón actuara de semejante manera…

Consciente de que las murallas estaban en un estado pésimo y de que el duro asedio podría acabarse pronto —una convicción reafirmada por la relativa inoperancia de las catapultas que desde el interior de la ciudad no habían dejado durante demasiados días de castigarlos con una lluvia de mortíferas rocas— el monarca estimaba que no convenía velar y tras una cena algo menos copiosa de lo habitual, se despidió y fue de los primeros en retirarse: en su caso eso suponía que se echaba en el catre de madera y que a partir de ese momento todos los presentes debían abandonar la tienda, cosa que hicieron.

2

Por lo general bastaba que se echara en su catre para que el agotamiento lo sumiera en una oscuridad de la que a menudo sólo resurgía con el amanecer. Pero esa noche volvió a agitarlo el mismo sueño que lo visitaba desde que había cruzado el Helesponto.

En sus sueños el cielo era de un azul intenso. Los macedonios andaban por el desierto y hundían los pies en la arena ardiente para ir en pos de unos cuervos que volaban delante de ellos.

A ratos aquellas aves se iban alejando y casi parecía que fueran a desaparecer pero enseguida daban media vuelta para animarlos con unos graznidos que en su mente se entremezclaban con las palabras de la Pitia.


El Oráculo has de ver en el lejano reino del Egipto. Allá donde las arenas son de fuego y los cuervos animales de voz humana…

Entonces surgía ante sus ojos el más hermoso y resplandeciente verdor, y a partir de ahí todo se hacía confuso. Había una ciudadela en medio del oasis cuya silueta almenada se erguía en lo alto de un islote rocoso que sobresalía del palmeral circundante cual la monstruosa rodilla de un dios tumbado. Los macedonios penetraban en un recinto amurallado donde una multitud de rostros huesudos y fantasmagóricos se agolpaban a uno y otro lado para observarlos. Atravesaban las polvorientas calles en medio de un silencio tenso que sólo rompían los ladridos de los perros.

Y por fin alcanzaban la avenida de columnas que llevaba hasta los pilonos de un templo en los que se podían ver profusos relieves. En ellos la figura de Zeus-Amón aparecía representada en medio de centenares de jeroglíficos, y la impresión que eso producía no dejaba de acrecentarse a medida que se acercaban hasta un cortejo de sacerdotes y sirvientes en la puerta templo.

Al otro lado había un patio exterior desierto con la excepción de un anciano de mirada penetrante que parecía aguardarlo desde hacía una eternidad. Tenía el cráneo y los brazos tonsurados y enrojecidos por la cuchilla y un ropaje de bordados dorados que le caía hasta el suelo.


Yo soy Moeris, guardián de este templo
—decía guiñando los ojos: el sol de la tarde le daba de frente. Su griego, aunque imperfecto, tenía un acento extraño pero comprensible—.
Tu padre ha recibido noticias de tu llegada y te da la bienvenida. Sígueme, hijo del sol…

3

Alejandro se despertó, agitado y sudoroso. No era la primera ocasión en que soñaba con aquello, pero esta vez además un rumor de voces se había ido confundiendo con las del sueño.

—¡Han abandonado la plaza! ¡Halicarnaso arde!

Era Tolomeo, al que los guardias acababan de dejar pasar para despertarlo.

Alejandro saltó de su yacija y se acercó hasta la entrada de su tienda.

Más allá, en medio de sus guardias, estaban los desertores que habían escapado de la ciudad para prevenirlos. Tres de ellos tenían las armas desenvainadas y el cuarto sujetaba las bridas de un caballo que todavía resoplaba con el esfuerzo. A su alrededor empezaban a pasar al galope oficiales vociferantes con las antorchas en alto.

—¡Todo el mundo arriba! ¡A las murallas! ¡A las murallas!

Por el campamento los macedonios iban apareciendo a medio vestir. Muchos con movimientos torpes de hombres recién levantados. Había quien se acuclillaba para terminar de abrocharse las grebas. Alguno aparecía sin coraza y desnudo pero con la lanza en ristre pensando que sufrían un ataque nocturno. Otro se olvidaba el casco o el carcaj y tenía que volver entre empujones a su tienda.

No muy lejos, a Nicias lo acababa de despertar Bitón para empujarlo hacia la tienda de los guardias: tenía la adarga a la espalda, pero no había tenido tiempo de atarse la segunda sandalia.

—¡Deja ya de cojear y agarra mi escudo, miserable!

El lugar había quedado vacío y Nicias palpó entre las sombras de los catres hasta que se encontró con el que correspondía. El olor era inconfundible. Se acuclilló junto al cofre en la cabecera del camastro y, sin dejar de mirar hacia la entrada, lo abrió y rebuscó hasta que localizó los objetos que le interesaban: estaban envueltos en una tela con la que formó un pequeño petate que enganchó a una correa en el interior de la adarga antes de echársela de nuevo a la espalda.

Después todavía se entretuvo unos momentos en atar la sandalia izquierda.

El escudo quedaba a sus pies.

Era de bronce y tenía una terrorífica cabeza de medusa labrada con gran detalle.

Durante la víspera el herrero le había arreglado un par de bollonazos, con lo cual estaba prácticamente nuevo.

Pesaba como un muerto, y Nicias todavía tardó un momento en hacerse con su peso.

Unos instantes después ya se abría paso entre los hombres que se ajetreaban por el campamento. Había un lugar entre dos tiendas desde donde se atisbaba Halicarnaso al pie de la colina. La iluminaban las grandes llamaradas que se iban alejando de las murallas y que ahora se apoderaban de los edificios que rodeaban al Mausoleo.

Casi parecía como si todas aquellas figuras que se alzaban entre el columnado que tantas veces había admirado desde lo lejos estuvieran esperando su final con fatalismo.

De pronto Nicias recordó cómo a lo largo del día los vigías habían informado de un movimiento inhabitual en el puerto al que no se había dado importancia debido a que los muelles se mostraban activos desde el principio del asedio. Pero ahora se confirmaba que durante la noche las tropas sitiadas se habían ido concentrando en tanto que los incendiarios prendían fuego a las casas paredañas con las murallas, a las decenas de catapultas de madera y a las pirámides defensivas que habían tenido que construir junto a las brechas.

Aquél era el origen de la inmensa llama que se extendía con un crepitar que rivalizaba con el ulular del viento por los tejados. Por todas partes había movimiento. Los habitantes, despertados en mitad de la noche, cargaban con lo que podían y abandonaban sus viviendas. Una nube de humo velaba la luna baja suspendida como un colmillo reluciente en medio de un cielo de pizarra.

—¿Dónde demonios te habías metido, rapazuelo? ¡Vamos!

4

Halicarnaso se extendía hasta las faldas de las cuatro colinas y en la ligera cuña hacia dentro que formaban sus murallas por sus lindes septentrionales se destacaban tres máquinas de asedio instaladas en lo que no hacía tanto era un foso y ahora un lecho de roca y grava alisada para no entorpecer la progresión de los troncos.

Las máquinas eran réplicas en madera de los muros atacados a cuyos pies se concentraban las primeras tropas. Los hombres llegaban al trote ligero y Bitón andaba con rapidez. Pero Nicias, que cargaba con el escudo, pronto quedó rezagado y todavía miraba sin resuello las llamas cuando uno de los hipaspistas casi lo atropella, entre los relinchos de su caballo.

—¿Qué haces ahí? ¿No oyes las órdenes? ¡A las murallas!

Los hombres se metían en las trincheras o se dirigían a las brechas abiertas y en especial a las que habían sido tapiadas más recientemente. Por lo alto se destacaban las sombras de algunos de los incendiarios que, interrumpidos en mitad de la tarea, se veían obligados a defender las murallas. Los oficiales macedonios procuraban encauzar la riada que bajaba desde los campamentos y, al oír que por la puerta de Mindo sonaban los primeros impactos de catapultas, empezaron a ordenar que se dirigieran a las máquinas.

—¡Todo el mundo a sus puestos de esta mañana!

Nicias y Bitón fueron de los primeros en precipitarse hasta la máquina de asedio más avanzada. Ésta juntaba cuatro torres, cada cual con su correspondiente ariete. Entre torre y torre una ancha galería corría paralela a la muralla. La recubrían robustos zarzos de madera y sobre los zarzos superiores había almenas lo suficientemente grandes como para proteger a un hombre entre las que ya asomaban los escudos de bronce de los primeros hoplitas, relucientes en el resplandor de las llamas.

Entre las catapultas había tinajas repletas de agua y tierra.

Muy pronto aquello empezó a moverse y Nicias echó una mano a los que allanaban el terreno para que los troncos pudieran rodar hasta casi tocar los sillares. Después se juntó con los que cargaban con uno de los arietes con ruedas y punta de bronce contra la pared de ladrillo de la brecha principal.

Cuando éste se quedaba atascado, durante el día, solían echar mano de yuntas de mulas. Pero hoy no quedaba más remedio que tirar ellos mismos de las cuerdas.

Entretanto, por lo alto de las torres, los hoplitas empezaban a responder a los enemigos y los que tenían lanzas los hostigaban mientras los que no se apartaban para dejar actuar al grupo de arqueros que se les había unido.

Sus gritos se sumaban al ruido de los proyectiles de cantos afilados que lanzaban las catapultas, enormes cucharas que se levantaban con un silbido en la noche, y también ballestas grandes como un hombre y lanzadoras de saetas.

—¡Más fuerte!

Esta vez fue la buena: el muro de ladrillos se derrumbó con gran estruendo. Una nube de polvo obligó a Nicias y a sus compañeros a retroceder y a cubrirse el rostro entre golpes de tos.

—¡El camino está abierto! —alertó a sus compañeros Bitón.

El desfigurado fue de los primeros hoplitas en bajar y sus gritos encabezaron la avanzadilla de hoplitas que penetró por el boquete abierto.

Al otro lado el mermado número de defensores abandonaba los muros y desaparecía por entre los edificios en llamas. Más macedonios saltaban desde sus máquinas a las almenas y ocupaban el camino de ronda. Desde las torres se lanzaba agua y arena a los fuegos más cercanos mientras cada vez más hombres alcanzaban la avenida principal y se precipitaban hacia don de se daban las últimas escaramuzas junto a la puerta de Mindo.

Éstas no debieron durar mucho porque, en nada, los gigantescos portalones empezaron a abrirse y por encima de su chirrido de goznes oxidados se impuso en la noche el monstruoso rugido de la soldadesca.

—¡Acabad con los incendiarios, pero perdonad a los moradores!

Alejandro penetraba sobre un excitadísimo Bucéfalo al frente de sus jinetes. La plaza pavimentada estaba llena de cadáveres y guió a sus hipaspistas hacia las puertas que daban acceso al segundo recinto amurallado. Por detrás del teatro quedaba la ciudadela de la Acrópolis con los muchos tesoros con los que Mausolo había dignificado la ciudad que él mismo había convertido en capital de la Caria.

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