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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (9 page)

—¡Ya habéis oído a Alejandro! —exclamó Parmenión—. ¡Respetad la vida de los moradores! ¡Pero sólo si son griegos!

5

En el campo enemigo la alarma había cundido al saberse que se lanzaba un ataque en plena noche. No era algo con lo que se contase, pero no tardaron en tomarse medidas.

En el puerto, a los pies del palacio, Memnón y Artábazo terminaban de agrupar las tropas que se apretaban en torno a las trirremes: ellos estaban en el origen de todo.

Durante dos largos meses los dos hombres habían mantenido el asedio. El propio Memnón había liderado las salidas que aclaraban su voluntad de convertir Halicarnaso en una nueva Troya. Eran oleadas cortas y contundentes acompañadas de niños y mujeres que arrastraban dentro a los caídos y a heridos atacantes a los que se masacraba a pedrada limpia y que en cuestión de días habían acabado con prácticamente un tercio de las máquinas y obligado a los macedonios a mantener una guardia constantemente movilizada en torno a sus ingenios.

Pero aquello no había bastado, pues muy pronto las murallas estuvieron en un estado deplorable y, viendo que la moral de las tropas decrecía, Memnón y Artábazo se vieron abocados a tomar la más difícil de las decisiones.

—No volvamos sobre ello, Memnón —había dicho el sátrapa durante la larga reunión mantenida ese mediodía—. La guerra es la guerra, y mis argumentos quedaron derrotados tras la batalla del Gránico. De no haber sido por ti, ahora mismo el Macedonio sería nuestro amo. Yo ya te dije entonces que respetaría tus decisiones y no me permitiré, llegado a este punto, ponerlas en duda.

Sin embargo, en tanto que la ciudad ardía su mirada no había dejado de posarse más allá de las murallas interiores que protegían el puerto en la escalonada pirámide del Mausoleo. Era el edificio más representativo de Halicarnaso; y para él tenía un valor sentimental especial, pues allí estaban enterrados Mausolo y Artemisa, los artífices de la grandeza de la Caria.

Pero la confianza de Artábazo en su yerno en lo concerniente a los asuntos de la guerra era como decía total y si bien unos meses atrás se había encontrado a sí mismo defendiendo en una alianza contra natura las mismas posiciones que el vehemente Beso (lo ocurrido se había percibido en la Corte como una pequeña revolución, y muchos habían concluido demasiado pronto que se apagaba la estrella del rodio), desde la derrota había sido el primero en aprobar que se le diera carta blanca.

Artábazo se preciaba de saber rectificar y él mismo lo había ayudado a ceder el terreno palmo por palmo, arrasando todo lo que podían a su paso.

Pero eso no había desanimado a un Alejandro que avanzaba con un ímpetu endiablado y que al final los había obligado a plantarle cara a sabiendas de que ya no tenía flota y de que el puerto natural de Halicarnaso, perfectamente protegido en el interior del recinto amurallado, les permitiría mantener el contacto necesario con las poblaciones no ocupadas.

—¿Cuántos hombres faltan?

Memnón estaba cada vez más ceñudo.

—Ellos son los últimos…

Por la otra vertiente del palacio seguían saliendo grupos armados guiados por los cuatro hijos de Artábazo. Era un movimiento que de día no habría escapado a la observación de los enemigos. Por eso habían aprovechado la noche para ir reuniendo efectivos, empezando por los de los tramos más alejados de las murallas, con el objetivo de concentrarlos en torno a las naves que irían partiendo en cuanto madrugara.

El rodio consideró, una vez más, la situación. Por fin, pidió un caballo y se puso al frente de un pequeño cuerpo de jinetes a los que guió en persona hasta la Puerta de Mindo.

Mientras galopaba, Memnón pensaba en que le habría gustado tener junto a él a sus dos hijos, y en especial a su primogénito Autofrádates. Por desgracia, nada más empezar el asedio se había visto obligado a enviarlos como rehenes a Susa con el objeto de paliar la desconfianza creciente en el entorno del Gran Rey.

Desde el principio de aquella guerra el rodio tenía la impresión de estar luchando en dos frentes y no era precisamente el de los macedonios el que más le preocupaba.

—¡Las llamas todavía no han cogido la amplitud necesaria para que su control resulte imposible! ¡Hay que retrasarlos como sea! —le gritó al hijo menor de Artábazo, que cabalgaba a su vera—. ¡Hemos de evitar que sofoquen el incendio!

Seguidos por un centenar de jinetes, se dedicaron a recorrer las calles aledañas al puerto. El ruido de los cascos al golpear sobre el pavimento era espantoso. Los hombres y mujeres con que se cruzaban se echaban a un lado aterrorizados. Al poco ya irrumpían en el patio de armas donde Parmenión se encargaba de reorganizar a los macedonios.

Por un momento el lugarteniente de Alejandro, a quien el resplandor de las llamas distorsionaba el rostro, sintió que el tiempo se detenía. Ya no escuchaba los gritos ni el crepitar del incendio. Para él en aquella plaza sólo había dos personas: él y el hombre de quien deseaba desquitarse. Con un grito bronco cargó contra Memnón, quien lo vio surgir de entre las llamas como un demonio enrabietado.

—¡Apartaos! —les gritó el rodio a sus jinetes.

Éstos escogieron sus nuevos objetivos por los alrededores de la plaza, y en un centro prácticamente abandonado se formó un espacio circular en el que se dispusieron a batirse los dos viejos conocidos.

El asalto no duró mucho.

El primer golpe del lugarteniente de los invasores fue recibido por la espada de Memnón, cuyo brazo apenas tembló. Parmenión pasó de largo y el rodio tiró de las riendas de su montura para dar media vuelta.

El caballo del jonio resopló antes de iniciar la siguiente carga.

Esta vez fue Memnón quien, tras un pequeño trote entorpecido por cuatro cadáveres, le asestó un espadazo que parecía una réplica exacta del anterior. A Parmenión no le dio tiempo a bloquearlo. Sintió que le herían ligeramente el hombro y, casi por reflejo, reaccionó con un poderoso golpe lateral, ya prácticamente a toro pasado, que alcanzó al rodio en el costado derecho justo debajo de la coraza.

El rodio acusó el golpe, y aunque no cayó del caballo, le hincó los talones a su montura, perdiéndose como una sombra en la confusión de la lucha.

—¿Lo has herido? —preguntó Eúmenes, que aparecía en ese momento.

Las tropas de veteranos se habían pasado el asedio apostados delante de las puertas traseras. Su única misión era impedir que los sitiados huyeran, llegado el caso, por allí. Pero al ver toda la actividad que se daba por el otro extremo de la plaza fuerte decidieron rodear el lugar y en ese preciso instante los primeros jinetes cruzaban el umbral de la Puerta de Mindo.

—Y más que eso —musitó el lugarteniente sujetándose el hombro—. No creo que esa herida sane rápidamente… Al menos no tanto como la mía.

6

Y en efecto: la herida en el costado era profunda. El frío acero había mordido con saña. Lo había sentido nada más recibirla y, casi por instinto, Memnón había hincado los talones a su caballo, desapareciendo en la oscuridad y repasando entre las llamas.

Cuando llegó al puerto, prácticamente se cayó del caballo a los pies de Artábazo.

Y cuando se encontró algo después sobre el puente de una de las trirremes todavía tenía problemas para saber cuánto tiempo había pasado. Su lividez delataba la enorme pérdida de sangre sufrida. Yacía en una dolorosa semiconsciencia y ni siquiera recordaba cómo, mientras lo vendaban, había pedido que le trajeran aquel objeto que acariciaba por debajo de las pieles.

Era una pequeña cabeza, un retrato de su entonces muy joven mujer.

Si había algo de lo que se arrepentía el rodio era de no haberse podido despedir de ella.

También tenía algún pensamiento para su hijo mayor.

Le habría gustado darle algunos consejos sobre cómo continuar la guerra contra Alejandro.

Pero era demasiado tarde para eso.

En realidad era demasiado tarde para casi todo.

Mientras sus dedos rozaban el alabastro, Memnón sentía en el interior de su caja torácica el latido pesado de su corazón, las primeras arritmias.
Ya me queda poco
. Empezaba a perder sensibilidad y apenas notaba la profunda herida bajo el vendaje. Un pesado sopor se apoderaba de él y no tardaría en sucumbir a la voluptuosa llamada del descanso definitivo. El frescor de la noche ya no lo espabilaba cuando, de pronto, una voz familiar lo hizo resurgir de las oscuras aguas.

—¿Cómo andas, mi viejo amigo…?

Artábazo se había acuclillado a su lado. Seguía destemplado y ojeroso.

—Mal.

La voz era débil pero no quejumbrosa. Una nueva tos despertó el dolor. Memnón luchaba para que los párpados no se le cayeran.

—No pasaré otra noche…

A su edad Artábazo había visto morir a muchos hombres y ya lo sabía. Es posible que mientras lo observaba cayera de pronto en la cuenta de que lo había querido más que a sus propios hijos y quién sabe si no habría preferido que quien estuviera en su lugar fuera uno de ellos. Pero de ser así se arrepintió enseguida pues sabía que nunca deben de cuestionarse las decisiones de Ahura Mazda.

Antes de morir Memnón todavía sacó de entre las pieles la cabeza esculpida y Artábazo se apresuró a sujetarla. La expresión de su hija en el alabastro lo retrotrajo al tiempo en que Scopas había trabajado en el Mausoleo comiendo y durmiendo en una tienda junto a los frisos. Aquello había dado lugar a muchas bromas. Pero a Barsine le había picado la curiosidad. Había querido conocerlo y al enfrentarse a su mirada penetran te le había preguntado qué pensaba. «
Pienso que si pudiera otorgar a mis estatuas la mitad de la belleza que veo en vuestro rostro, me conformaría
.» Barsine se había reído, y la anécdota llegó a los oídos de Memnón, quien, lejos de sentirse celoso, había encargado aquel busto que ahora le entregaba.

—Dásela a mis hijos… A Autofrádates, no a Cambyses…

Artábazo inspiró con fuerza y musitó que perdiera cuidado.

Luego alzó la cabeza para mirar por encima de la borda. Los hombres terminaban de cargar las últimas trirremes y pronto zarparían. No tardarían en hacer escala en Rodas, donde Memnón tendría un entierro digno. Los macedonios ya empezaban a ocupar el palacio y a precipitarse hacia el puerto. Al verlo se dio cuenta de que ya no sentía ninguna pena por haber ordenado la quema. Le preocupaba más cómo conseguirían organizar el ejército en ausencia del rodio.

Con él moría también buena parte de su esperanza.

El anciano luchaba por vencer su pesimismo y sin embargo a su edad resultaba muy difícil desvincular la decadencia física de la política. ¿Sería el de Macedonia el nuevo sol que iluminaría Asia?, consideró. ¡Quién podía saberlo! Corrían tiempos turbulentos en los que con la irrupción victoriosa del hijo de Filipo se empezaba a engendrar un nuevo orden en el que quizás los persas estuvieran llamados a no ocupar un puesto tan relevante. Los regicidios de Bagoas y las derrotas ante los macedonios lo reafirmaban en la convicción de que su mundo entraba en decadencia. El estado actual de Persia se le antojaba el final de una partida
de petteia
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demasiado enrevesada y a lo mejor ya perdida de antemano en la que a lo más que se podría optar, moviendo bien las piezas, sería al mantenimiento del
statu quo
.

Y a aquello, por muy provisional e insatisfactorio que le pareciera, era a lo que procuraba dedicar sus esfuerzos.

Será lo que Ahura Mazda quiera
, pensó con sabia resignación.

Unos momentos después, Memnón pasaba a mejor vida.

7

Por la mañana, sólo unos negros nubarrones recordaban que el incendio todavía continuaba, aunque ya bajo control, en algunos rincones de la ciudad.

La batalla había terminado y los macedonios empezaban a recorrer las calles recogiendo a sus muertos. La mayoría se sentían frustrados porque se les había prohibido el pillaje salvo en los raros barrios que les hubieran opuesto resistencia.

Nicias se arrebujó en su clámide y tiró de la mula que lo seguía. A última hora de la noche se había vuelto a las tiendas a por sus cosas y las había amontonado sobre aquel animal que andaba con las restantes bestias de carga en el linde de un campamento prácticamente desierto.

Además de con su adarga, la mula cargaba con el pequeño cofre en el que guardaba sus soldadas y sus vestimentas, con su peto de cuero, sus dos jabalinas, cuatro sacos llenos a rebosar con los objetos más variopintos, un par de pieles de lobo, un odre y una pequeña lámpara de aceite: eran el conjunto de sus posesiones.

El balance podía considerarse decepcionante, sobre todo si se comparaba con las riquezas que acaparaban los hoplitas. Pero no dejaba de suponer una sustancial mejora con respecto al hatajo de pertenencias con que había salido del taller de su maestro, allá, en Pela.

—Vamos, bicho…

El animal rechazaba con una terquedad que hacía honor a su raza el avanzar por entre los cadáveres. Estaban ante las puertas interiores del patio de armas y, tras sortear nuevos cuerpos, se encaminaron por aquella calle recta que atravesaba Halicarnaso de poniente a levante, vinculando la Puerta de Min do con las traseras.

Era por allí por donde habían cabalgado, durante la noche, los jinetes de Memnón. La gran avenida, dada su anchura, había sido el escenario de no pocos enfrentamientos y pese a los esfuerzos de los carreteros que pasaban por cargar, unos con los caídos desnudos, otros con las armas y armaduras, todavía quedaban muchos cadáveres y charcos de sangre.

El sitio lo infestaba el olor a la muerte y mientras avanzaba con el sol naciente de frente, Nicias procuró aspirar la brisa marina que se levantaba trayéndole otros olores. Unos momentos después se detuvo para tirar de la mula y según volvían a ponerse en marcha levantó la vista hasta donde se alzaba, en lo alto del Mausoleo, la cuádriga esculpida por Briaxis.

Las gigantescas réplicas de Mausolo y Artemisa parecían observarlo con reprobación. Los dos tenían una expresión hierática y estaban codo con codo, cada cual con un báculo en la mano. Tenían la misma altura y su masiva humanidad reinaba por encima de casi todos los edificios con la excepción del palacio, en lo alto de una gran roca, en el extremo suroeste de la ciudad.

Había sido Artemisa quien, una vez muerto su marido, ordenó construir aquel monumento que desde entonces era considerado como una de las maravillas del mundo.

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