Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—Lo mató en una emboscada, y luego Aristóteles compuso un
peán
que mandó grabar en su estatua.
El rey de los persas, violador de las divinas leyes,
ha hecho morir a este cuya imagen veis aquí.
Un enemigo generoso lo habría vencido en leal combate,
ha sido un traidor quien lo ha matado con pérfido ardid.
Cuando le tocó describir a Aristóteles, con todos sus lujosos anillos y su gusto por las mujeres, Nitetis asintió aliviada: casi había sufrido con las privaciones que Barsine relataba que le habían hecho pasar a Alejandro y su mayor simpatía por Aristóteles se tradujo en una tonta aprobación de su filosofía.
—¡O sea que es por eso por lo que le apasionan las ciencias! —exclamó como si hubiera entendido—. He oído decir que todavía hoy en día le envía todo tipo de animales disecados. Que incluso lo recrimina por publicar sus libros y hacer extensibles a muchos una sabiduría que él quisiera para sí mismo. Parece que se toma por una especie de sabio…
Como sentía el culo tieso y dormido por el contacto prolongado con el roble, cogió uno de los cojines que le tendía su ama.
Era un ritual: Barsine no se lo entregaba hasta por lo menos un par de horas después de partir. Sabía que después su dama se apoltronaba y su conversación se relajaba demasiado para su gusto.
Al oír el comentario la sonrisa de la viuda se tiñó de una repentina compasión. Desde muy niño el hijo de Filipo había tenido las mayores pretensiones. Ella misma había estado en Pela cuan do llegó la primera embajada de los atenienses. El entonces muy joven Demóstenes había prometido maravillarlos con su discurso. Pero se quedó hipnotizado por el ojo muerto de Filipo. «
En efecto, estoy francamente impresionado
», había dicho éste. El comentario provocó la hilaridad de la corte y el furibundo sonrojo del orador, quien no encontró otra manera de vengarse que burlándose del niño Alejandro al hacer pública su tonta confesión de que era capaz de contar las olas del mar.
—Uy, eso ya me gusta mucho menos. Todos los pretenciosos acaban tarde o temprano mordiendo el polvo. Ay, quién pudiera ver hoy a un rey con la grandeza y la sencillez soberana de Darío… Del Gran Darío —puntualizó Nitetis aclarando que se refería no al actual, sino al que había dado sus leyes más justas al territorio, el guerrero que había sacado a Persia de las sombras históricas y cuya incursión en Europa, frenada por los escitas, había marcado el punto de máxima expansión del Imperio. En tiempos como los que corrían empezaba a ser habitual que muchos persas echaran la mirada hacia atrás.
—Habrá que ver. Por el momento se ha hecho dueño de todas las provincias jonias y está haciéndose fuerte en la Gran Frigia. Es ya la mitad de la península, y no va a detenerse… Está ansioso por superar la gloria de Filipo.
—¿Y nos recibirá bien…?
A Nitetis no le hacía ninguna gracia tener que volver, no ya a la Caria, sino a aquella tierra de palurdos que Darío había concedido a Memnón. Apenas había ido en un par de ocasiones, pues durante los últimos años se habían mantenido junto a Artábazo en la refinadísima corte de Halicarnaso. Pero le había bastado para entender la vida que le esperaba.
—Estoy convencida. Y más, en cuanto sepa que frecuenté a Olimpia…
Barsine todavía recordada las truculentas historias que circulaban a propósito de la épira. Su relación había sido distante, pues a ninguna esposa, ni siquiera a una ex bacante, le gustaba tenerla cerca de su marido, y Barsine siempre había procurado responder con naturalidad y cordialidad a la altanera indiferencia de Olimpia.
—Además está siendo magnánimo con cuantos acuden a rendirle pleitesía. Y ya sabes que en su momento respetó las tierras que el Gran Rey le ofreció a Memnón: todos dicen que lo consideraba su enemigo más digno. Recibir a su viuda no puede sino alimentar su orgullo… —añadió procurando convencerse a sí misma—. Ésa es una de esas pocas cosas con las que uno puede contar en un hombre. Unos lo esconden mejor que otros, pero no hay hombre sin su orgullo de la misma manera que no hay aves sin alas.
Nitetis pensó para sí que también había gallinas a las que las alas le servían de bien poco, pero se calló el comentario.
—Es posible…. Pero Darío, cuando se entere…
—En toda guerra hay que tomar partido.
La viuda se encogió de hombros.
—En unos tiempos como los de ahora sólo las montañas pueden permitirse el lujo de ser neutrales.
A Barsine le había costado todo el invierno decantarse, y al final la decidieron, más que otra cosa, los irritantes desaires de la familia de Darío. Al comprobar que su decisión era firme, el Codomano había terminado por asignarle la veintena de doríforos que ahora la escoltaban, aunque no sin antes arrancarle la promesa de que una vez honrada la tumba de su marido regresaría de inmediato.
—Me he acostumbrado demasiado a vuestra presencia… —le dijo con una mirada de soslayo que, aprovechando que paseaban a solas por los jardines, intentaba ser picarona.
Por suerte no había intentado cogerle la mano como otras veces (Barsine habría jurado que oyó ruidos detrás de los setos y sospechaba que la esposa hubiera ordenado a alguno de sus eunucos vigilarlos), y la viuda de Memnón había asentido con una de sus sonrisas habituales.
Sin embargo, su intención era volver a ocuparse de sus tierras con la ayuda de su hijo Cambyses y, si acaso, ir a reunirse los dos con Artábazo en la ciudad de Trípoli, pero de ninguna manera volver. Sólo pensar en las malcriadas hijas del Codomano y se ponía enferma. ¡Qué difícil había sido mantener la compostura! ¡Cómo la aislaba tan a menudo la belleza, y no sólo la física, de sus demás congéneres!
—¿Pero creéis que triunfará? ¿Con tan pocos hombres…? —insistía Nitetis a quien no le hacía ilusión la perspectiva de volver. A ella le gustaban las capitales, y cuanto más grandes mejor. Ella adoraba Halicarnaso. Aunque después de los últimos meses tenía que conceder que en Susa había muchos más varones apuestos, y eso sin contar a los eunucos. En tanto extranjera había contado además con un margen de libertad de la que no podía decirse que se hubiera privado.
—Más vale un ejército pequeño y disciplinado que un ejército disipado… —repuso Barsine algo seca y de pronto casi cansada: tenía ganas de cerrar los ojos, de echarse un sueñecillo—. Yo he visto cómo funcionan las cosas en Susa.
—¡Con lo bien que nos ha tratado el Gran Rey!
El comentario no plugo a la viuda, quien le recordó que habían sido rehenes forzosas y que Memnón se había visto obligado a enviarlos a ella y a sus dos hijos para paliar la desconfianza creciente en el entorno de Darío.
—Y todo por el ajetreo que provocó el que respetaran nuestras tierras. Ha sido una desgracia. Ojalá hubiésemos estado a su lado…
A Nitites no había nada que le incomodase más que la contradicción y, comprendiendo que había dado un paso en falso, se apresuró a congraciarse:
—¡Era tan valiente, vuestro marido!
Al oír aquello, Barsine quedó silenciosa.
Estaba reviviendo el momento en el que Darío se había precipitado hacia sus aposentos para anunciarle la muerte y captura del cadáver de Memnón por parte de los macedonios. Las dos cosas juntas, la noticia y el tono abrupto y falto de toda delicadeza, le habían cortado la respiración. Con el tiempo quizás olvidaría las palabras con las que el monarca procuró consolarla, pero jamás el ansia con que se precipitó a abrazarla. No le había resultado difícil frenarle los pies. Pero a partir de ese día empezó a temer que la obsesión degenerase en acoso: era una de las razones que más habían pesado a la hora de tomar la decisión.
—No merecía un final así —se lamentó sin emocionarse. No tenía ganas de volver a remover aquello pero alguien tan digno en la vida no se merecía el olvido—. Malherido durante el incendio de la última noche y alcanzado ya en muerte en su propia tierra, antes de que los suyos lo hubieran honrado, durante una retirada inevitable… Él, que había mantenido durante meses el sitio de Halicarnaso. Era el único que habría podido frenar a Alejandro. Memnón siempre quiso llevar la guerra a las islas y cortarle la retirada, como está haciendo ahora Autofrádates…
Autofrádates era el primer hijo que le había dado al rodio y el que más se le parecía. Nada más enterarse de su muerte había abandonado la Corte y, tras pasar por Halicarnaso, se había encaminado hacia las tierras de Fenicia. En la rada de Trípoli y en los puertos naturales de los aledaños fondeaba buena parte de la flota persa. Allí se había reunido con Farnabazo, el sobrino de Darío, a quien Memnón había nombrado antes de morir almirante de la flota. Juntos habían embarcado de vuelta a las costas jonias y desde entonces continuaban con una victoriosa progresión por las islas del Egeo, cortándole la retirada a los macedonios.
Barsine no había tenido tiempo de explicarse con él como con Cambyses, a quien el relato de los avances de Darío había decidido, mal que le pesara, a acompañarla.
—A Autofrádates le dolerá pero lo comprenderá… —pensó en voz alta—. Y Darío no le hará daño. Todas las familias se están dividiendo. Sería una estúpidez castigar a los que quedan en su bando. Yo entiendo que Autofrádates quiera vengar a su padre. Pero cuando lo capture Alejandro estaré allí para asegurar su gracia…
Al menos eso espero
.
Era de las partes más delicadas del asunto, y dependería de cómo evolucionara la situación. Pero ¿quién sabía lo que podía ocurrir de ahora en adelante…?
Mientras se debatía en sus primeras dudas, oyeron que se acercaba uno de los caballos y Nitetis se apresuró a descorrer las cortinas laterales para que su ama pudiera ver.
Lo que descubrieron fue el rostro ceñudo de Cambyses.
—¿Vais bien, señoras…?
Era la primera vez en toda la mañana que se les arrimaba.
El hijo de Memnón montaba desde que habían salido de Susa sobre la misma hermosa yegua alazán. Al avanzar con tanta tranquilidad no habían tenido que cambiar de monturas. La piel de leopardo, bajo la silla, era una presa abatida a medias con su hermano durante la última de las cacerías del Gran Rey. Pese al calor, llevaba sobre el lujoso quitón una coraza que refulgía en el brillante sol de la mañana, igual que el casco puntiagudo y rematado en una pequeña flecha.
Sus rasgos recordaban a los del padre, aunque no fuera tan barbudo. Las líneas de su mandíbula no estaban tan marcadas como las de Autofrádates. Sus ojos pardos parecían apagados y tan metidos para adentro como su carácter.
La melena alborotada se le escapaba por debajo del casco dándole cierto aire digno de león pacífico.
—Perfectamente… —Barsine casi echaba la cabeza para atrás deslumbrada—. ¿Cuándo llegaremos…?
El paisaje a su alrededor seguía siendo yermo y rocoso. Estaba despejado de arboledas, salvo pequeños grupos de encinas aisladas, y era tan poco amable, le parecía a Barsine, como el carácter de sus gentes. Unas casi inapreciables colinas acariciaban el vientre bajo del horizonte. La primavera florecía en campos abrojosos donde las rocas parecían dentelladas dadas por algún demonio al suelo.
Hacía bastantes días que el sol primaveral había derretido las nieves del invierno con la misma eficacia con que la dulzura de Barsine derretía el hielo que no dejaba de formarse, desde que habían salido, en el corazón de Cambyses.
De entre sus hijos era el más retraído y el que menos aprecio había recibido por parte de Memnón.
Igual por eso tendía a seguir amparándolo bajo su ala maternal.
—Un par de horas más y estaremos en Gordion. Acabamos de cruzarnos con un correo imperial. Ha estado observando los movimientos del enemigo. Lleva a la Corte noticias de que tiene concentrado en la ciudad al grueso de sus tropas, no sólo las que llevaba consigo sino también las que le han ido llegan do por el norte al mando de Parmenión. No andabais desencaminada. Ahura Mazda parece haberse encariñado con él —observó Cambyses, quien adoraba indistintamente a los dioses paternos y maternos—. Andará resentido por los asesinatos de Bagoas y todas las intrigas que han llevado a Darío al trono.
—Siempre he estado convencida. Pero me gustaría que tú y tu hermano también lo estuvierais…
—Entre usurpador y usurpador, tanto da —repuso Cambyses en un tono sombrío—. Yo me siento agradecido porque el Macedonio ha rendido honores a mi padre. Dicen que sus funerales fueron los de un rey. Que sacrificó medio centenar de reses y que lloró implorando a sus manes. Eso ha limpiado parte del odio que podía sentir por él. Aun así, me negaré a tomar las armas contra Autofrádates… Sólo pondré esa condición.
—Si es como dicen, aceptará —sonrió Barsine—. Confía en mí y, cuando estemos en su presencia, deja que dirija la conversación. Sé respetuoso. Es todo lo que te pido. Por lo demás, antes de llegar convendría despedir a la escolta…
Y su mano mariposeó para señalar a los doríforos que, con sus túnicas y sus tiaras, los seguían a una distancia respetuosa.
Se acercaban a la capital y empezaban a cruzarse con más vehículos. De los caminos que se incorporaban a la calzada iban apareciendo campesinos con bueyes y carretas cargando con las primeras frutas y también comerciantes que llegaban con sus carros repletos al que era el principal mercado de la región.
Gracias a una excelente comunicación con Susa, Gordion nunca había dejado de prosperar, ni siquiera bajo la dominación persa: sus sátrapas no habían desaprovechado el privilegio estratégico que suponía estar en pleno Camino Real y en pleno centro de la península.
Alejandro había ansiado ocuparla, entre otras cosas porque sabía que al cortar el Camino Real bloqueaba la principal arteria comercial del Imperio, pero también porque en el templo de Zeus, en mitad de la ciudadela sagrada, se guardaba el legendario carro del rey Gordio con todos aquellos intrincados nudos de cáñamo que según proclamaban los oráculos del mundo entero convertirían a quien los desatara en el dueño de Asia.
Era una profecía que conocía hasta Cambyses, poco dado a aquellas supercherías, y a medida que iban apareciendo en el horizonte las murallas de Gordion lo primero que buscaron todos los hombres al empezar a asomar a lo lejos los monumentos de su Acrópolis fue el celebérrimo templo.
Sin embargo, por el momento lo único que se distinguía eran las formas siempre impresionantes de las murallas exteriores y, más acá, las tiendas, carros y animales del campamento, pardos caballos y ganado pastando, que los macedonios habían instalado a los pies de las murallas y que también parecían camuflarse con la aridez del entorno.