Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Gordion
Principios de la primavera de 333 a. C
.
Al cabo de los meses Nicias todavía no se creía lo mucho que había cambiado su vida.
Tras cruzarse con Alejandro a los pies del Mausoleo se pasó el resto del día deambulando por las calles de la ciudad. No se atrevía a volver al campamento, por miedo a las represalias del tebano. Pero por fin una moneda lanzada al aire lo animó a aprovechar una circunstancia que lo reafirmaba en su convicción de que la suya no estaba llamada a ser una suerte común.
—Deja que esos dos te cuiden el animal y avanza, no te quedes ahí —le dijo una voz desde el fondo de la tienda.
Tolomeo tenía un pelo largo y rizado, al igual que los restantes miembros de la «camarilla», aunque bastante oscuro y con entradas en lo alto de las sienes. Dos cejas puntiagudas reinaban sobre unos arcos superciliares prominentes. Eran dos triángulos que se fruncían y que cuando inclinaba la cabeza ocultaban parte de los ojos, de un marrón verdoso, en una mirada que a muchos hombres les parecía inquietante.
Había un contraste evidente entre la delicadeza aristocrática de esa nariz alargada y con aletas levantadas y la pronunciada mandíbula. Un natural al que las fatigas de la guerra habían añadido, a lo largo de las primeras campañas, su buen puñado de cicatrices.
—O sea que tú eres el admirador de Scopas. El que soborna a los hijos de nuestros generales más considerados —lo saludó con una casi imperceptible socarronería. Sobre la mesa había un papiro extendido. Su propia espada enfundada y con la correa culebreando a su alrededor lo mantenía desenrollado—. No pongas esa cara, que estoy bromeando…
Y era verdad que se le había desencajado el semblante. Pero no se debía a sus palabras sino a la presencia del hombre desfigurado que permanecía a un lado en la tienda con una expresión sombría. Al verlo, se le cayó el alma a los pies. De repente se vio azotado y ejecutado delante de todos sus compañeros: era la suerte reservada a los ladrones dentro de las estrictas normas que regían el ejército y que se aplicaban a rajatabla.
Sin embargo, la expresión de Tolomeo seguía siendo afable.
—Bitón dice que luchaste valerosamente en el Gránico… —se volvió hacia el tebano, quien asintió sin desfruncir el ceño—. Y que lo auxiliaste anteanoche, al enfrentaros por la muralla norte con los hombres de Memnón. Si le has servido, ya tienes una noción del empleo. Sólo quiero a mis órdenes a los mejores, de modo que has de emplearte a fondo. A partir de mañana te ejercitarás a diario con Bitón; él te enseñará lo que te falte por saber. Haz todo lo que dice, salvo cuando está borracho. ¿Qué guardia ha caído hoy, Bitón?
—Sólo Tideo. A última hora, según tomábamos el puerto.
—Ah, Tideo —se lamentó con cierta frialdad Tolomeo—. Un buen hombre, aunque algo precipitado. Que se quede con su caballo.
Unos momentos después Nicias y Bitón salían juntos de la tienda.
—Coge la mula y vamos.
Habían atado el animal a uno de los postes. Nicias lo cogió y anduvieron una cincuentena de pasos antes de pararse en un sitio algo apartado en los lindes del campamento.
Bitón fue el primero en romper el silencio.
—La próximo vez te corto el cuello. Y ahora enséñame lo que llevas ahí…
Se dispuso a rebuscar en los diferentes sacos. Empezó a ponerse nervioso, a sacar papiros y tinteros y a desparramarlo todo. A punto estuvo de romper las jabalinas. Por último abrió el cofre y lo vació en el suelo. Tirados sobre la hierba quedaron un par de bolsas con óbolos y dáricos, un casco de hoplita, algunos anillos y una estatuilla que no recibió más consideración que una patada.
—¿Dónde diablos están mis muñequeras?
Ahora lo miraba con ojos furibundos y Nicias se apresuró a asegurarle que se las restituiría en cuanto pudiera. Se esperaba un golpe o una cuchillada. Algo. Pero no aquella carcajada que casi logró que desapareciera la fealdad del rostro.
Sin dejar de reír le contó que a él también le había pasa do algo parecido. Que en su momento había robado y asesina do a un compañero del ejército tebano y que luego había desertado más o menos con su edad. Pero que finalmente había vuelto a enrolarse, esta vez en las filas de los macedonios.
—Al final uno necesita vivir, y yo sólo sé guerrear. Y a ti te pasará lo mismo, ya lo verás: tu destino es el de todo hombre sin ataduras. No hay mejor inicio para la vida militar.
Y así había empezado su extraña amistad.
De la noche a la mañana el tebano parecía decidido a mostrarle su rostro más benevolente. Esa misma tarde lo ayudó a encontrar armas de entre las que se iban apilando en medio del campamento. Le entregó el que en adelante sería su caballo, un hermoso macho de ojo brillante al que cambió el nombre y llamó Grisáceo. Lo obligó a devolver la mula y a descargar sus cosas en una nueva tienda. Y cuando llegó la noche, en torno a las hogueras, no escatimó esfuerzos a la hora de introducirlo en su círculo de confianza.
—¿Y tú pensabas perderte esto? —le palmeó la espalda dándole un mordisco a esa carne asada a la que ahora tenía derecho casi a diario.
Como estaba acostumbrado a los cambios, no tardó en familiarizarse con su nuevo contexto. Pese a los privilegios y las soldadas extraordinarias fueron días de trabajo duro. Tocaba enterrar muertos, erigir altares a los dioses, reconstruir las máquinas de asedio, echar abajo edificios incendiados y recuperar los templos de la Acrópolis y el propio palacio, que era el que más había sufrido con las últimas escaramuzas.
Entretanto Halicarnaso se iba acostumbrando a sus nuevos dueños y retornaba poco a poco a la normalidad. Los barcos comerciales empezaban a salir y a entrar con naturalidad del puerto.
Muy pronto se supo que Parmenión había regresado con las naves de la expedición que había encabezado en pos de Memnón. La noticia de que volvía con el cadáver del rodio corrió como gato con la cola en llamas y esa noche todos formaron en el muelle donde Alejandro prendió fuego a una trirreme vacía y anclada en medio del portezuelo, con el cadáver enfundado en su uniforme de gala y con un óbolo en cada ojo, como mandaba la tradición, para pagar a Caronte, el barquero del Hades.
En su discurso Alejandro volvió a mostrarse grandilocuente. Pero Nicias había dejado de estar a la contra y supo que en adelante se lo perdonaría todo. El histrionismo, la comedia, la soberbia, el olvido e incluso la indiferencia, si por encima de ello había grandeza y ambiciones sin límites para su ejército.
De la noche a la mañana sus sentimientos habían dado un giro de ciento ochenta grados. De posible desertor pasó a convertirse en uno de los miembros más fieles de su guardia personal. Y eso que las muestras de afecto que le había prodigado durante aquella madrugada en el Mausoleo no se habían vuelto a repetir.
—Te sientan bien esas grebas, escultor…
Ése había sido su único comentario, cierta mañana en la que se cruzaron al volver el monarca de la caza.
Mientras Parmenión y Hefastión se embarcaban con los hombres casados rumbo a Macedonia, a los demás les tocó iniciar la campaña invernal. En cuestión de pocas semanas ya habían tomado las restantes ciudades de la costa sin que, dada la retirada prácticamente total de las tropas imperiales, ninguna opusiera la menor resistencia.
Tras organizar administrativamente los nuevos territorios (el sistema era sencillo: los tributos debidos a Darío ahora engordaban la Caja del Imperio controlada por Hárpalo), se decidió que penetrarían en el interior de la península. Con el invierno tan avanzado los hipaspistas consideraban que aquél no era el mejor momento para atravesar unas regiones de altas montañas salpicadas de lagos que en su mayoría estarían helados a esas alturas. Pero Alejandro quería llegar cuanto antes a Gordion (era donde había convenido encontrarse con Parmenión) y mantuvo su criterio con intransigencia.
Al final la ruda travesía estuvo marcada por las continuas refriegas con los bárbaros que le permitieron a Nicias demostrar su valor.
Durante el trayecto tuvo también ocasión de familiarizarse con el comportamiento de su rey. Resultaba llamativo el que cada vez que llegaban a una nueva localidad lo primero que hiciese fuera subirse a pie o a caballo a la cumbre más elevada para abarcarlo todo. «Quién pudiera contemplar el mundo siempre desde lo alto», exclamaba según inspiraba, con los mofletes inflamados, el vivificante aire de las alturas.
Su mirada verdiazul y febril parecía intensificarse cuando se fijaba en el majestuoso pasar de las águilas. Era como si, sin aquella vista, no consiguiera tomar realmente conciencia de lo amplio que era el territorio conquistado. Siempre parecía ansioso por ver lo que aún se le escapaba. Todo lo que se asomaba a lo lejos, más allá de las siguientes cimas, más allá del siguiente valle, se le aparecía como mucho más hermoso que lo presente.
En esos paseos solían acompañarlo los miembros de la «camarilla». De entre todos ellos Tolomeo era, por detrás de Hefastión, quien más peso tenía. Y quizás por su carácter reservado y poco conflictivo, pero también por su cultura, muy superior a la de la mayoría de sus compañeros, Nicias enseguida consiguió ganarse un aprecio que no dejó de incrementarse a medida que dejaban atrás las montañas y el mal tiempo, hasta que, al llegar a Gordion, a nadie le sorprendió que fuera uno de los escogidos para acompañarlo al templo de Zeus.
A media mañana ya estaban todos bien afeitados, aseados y formando en el patio de armas del milenario palacio satrapal de Gordion.
Había amanecido un día estupendo. El cielo estaba de un azul inmaculado y un refrescante sol primaveral se elevaba por entre las peladas colinas y los túmulos que rodeaban la ciudad. Poco a poco los hombres se iban olvidando de las penurias sufridas durante la travesía de las montañas y comprobaban que su ánimo se abría como una flor que brota después del invierno.
Desde el extremo de la formación, Nicias perdía su mirada por un horizonte sonrosado y titubeante. Había oído decir que en uno de los túmulos más altos estaba enterrado el legendario rey Midas, el hombre que había tenido el poder de convertir lo que tocaba en oro, y más de uno de sus compañeros ya soñaba con localizar su tesoro.
Por lo demás, el sátrapa del lugar había huido. Pero la mayoría de sus lacayos optaba por quedarse para servirles y a la guardia se la había acondicionado en una de las salas más amplias que pronto convirtieron en escenario de una monumental juerga gracias a que Bitón se encargó de traer a todas aquellas fulanas desvergonzadas que desde entonces se paseaban desnudas por el palacio en medio de la complacencia de unos superiores demasiado conscientes de que el invierno había sido largo y riguroso.
A Nicias todavía se le venían imágenes de una noche pasada prácticamente en vela cuando los portalones del palacio se abrieron con un chirriar de goznes y aparecieron los principales generales.
En una jornada tan especial no podía faltar nadie.
Alejandro se había puesto su coraza —dorada, con el símbolo de Macedonia— por encima del quitón y llevaba al cinto una espada simbólica. La clámide era de gala y su aspecto no dejaba de ser refrescante debido a que se había afeitado. Durante la travesía de las montañas, en ausencia de batallas importantes había decidido dejarse la barba, como la mayoría de los hombres, para protegerse del frío. Aquello le había endurecido la expresión, algo a lo que se unía una cierta melancolía por la ausencia de su favorito: nadie acababa de entender por qué lo había enviado a una misión tan larga.
Por lo demás allí estaba Parmenión, que andaba recién vuelto de Macedonia, junto con Eúmenes y los viejos compañeros de Filipo. Y también los miembros de la «camarilla». Calístenes, el orgulloso sobrino de Aristóteles. Y Aristandro, que iba hablando con Alejandro.
La guardia acostumbraba fijarse en el adivino: su tranquilidad revelaba que los augurios que había leído en los hígados de los sacrificios de la madrugada eran buenos.
Eso no le restaba importancia al asunto. Y cuando Parmenión se destacó unos pasos por delante de los demás para encarárseles, lo hizo con la mayor solemnidad.
—¡Compañeros!
Se le notaba satisfecho de volver a reencontrarse con ellos. Y más de que esto ocurriera en una ciudad tomada de balde. Eso les permitía unos buenos meses de preparación antes de enfrentarse al nuevo ejército de Darío que ya no podía tardar demasiado en salirles al paso.
—Todos sois conscientes de que hoy es un gran día. No hace falta que os diga cómo impresionan nuestras gestas en la Hélade. Jamás nuestra nación había llegado tan lejos. El Asia Menor se nos ha entregado y hemos de estar a la altura de nuestra proeza.
»En unos momentos os va a tocar abrir a vuestro rey el camino hacia el templo. Sé que estáis cansados. Sé que para muchos de vosotros el camino ha sido duro. Pero ahora no se trata de luchar, sino de comportarse y de mostrarse orgulloso de lo conseguido. A los guardias personales del rey se os considera los mejores de entre nuestros mejores guerreros. Sois la élite del mejor ejército del mundo. ¡Montad sobre vuestros caballos y demostradlo! ¡Mostraros dignos del honor que os ha sido concedido por vuestros superiores, primero, pero, sobre todo, por los dioses!
Aquello galvanizó a los hombres.
—¡Viva Parmenión! ¡Viva Alejandro!
Unos momentos después todos, generales y guardias, se encaminaron juntos hasta las puertas de la fortaleza.
La ciudadela sagrada se erguía en un pequeño cerro en medio de Gordion. Las calles eran empinadas y a medida que pasaban los lugareños se iban asomando en silencio a puertas y ventanas.
Al igual que en otras ciudades ocupadas, no estaba habiendo ni vítores ni salves. En los alféizares no se veía ningún adorno. Tampoco se había hecho ningún esfuerzo especial. Las calles ni siquiera estaban limpias, sino que tenían la misma mugre y el mismo olor a orines que cualquier otro día.
Las miradas, sin llegar a ser abiertamente hostiles, eran en el mejor de los casos indiferentes y los hombres no tardaron en sentir que se deshinchaba la euforia que les había inyectado la arenga de Parmenión.
Poco a poco se fue comprobando que aquello también afectaba al autoproclamado Libertador. Alejandro luchaba contra el sentimiento de injusticia que se agolpaba en su pecho. Primero procuró que sus guardias lanzaran a las calles puñados de dracmas y de dáricos de unas alforjas preparadas expresamente para la ocasión sin que eso consiguiera que la gente se animara.