Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Verano de 330 a. C
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De Antípatro al Gran Rey Alejandro, salud
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Me alegra poder anunciarte que la orgullosa Esparta ha sido sometida. El único rival que te quedaba en la Hélade, el temible Agis, ya no volverá a insultarte ni tampoco a instar a ninguna otra ciudad a rebelarse. De ahora en adelante puedes jactarte, hijo, de que en estas tierras no te queda ningún enemigo digno de ese nombre. No ignoro que esta «guerra de ratones», como la has llamado, es poca cosa comparada con tu Gran Conquista, pero permite, aun así, que te ponga al tanto
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Tal y como te informaba en mi anterior carta, los lacedemonios habían aprovechado mi campaña contra las tribus rebeldes de Tracia para poner en pie un ejército de veinte mil hoplitas
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Resultaba imprescindible regresar con presteza y por el camino me he visto obligado a emplear hasta el último de los talentos que me enviaste en reclutar hombres
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Eso me ha permitido no recurrir a la ayuda incierta de algunas ciudades y gracias a mi previsión, al llegar al Peloponeso nuestro ejército doblaba en número al de Esparta. Sin embargo, entretanto la situación se había ido complicando, pues los dioses habían concedido a nuestros enemigos una importante victoria, y eso había tenido su efecto en la región. De entre todas las ciudades del Peloponeso, has de saberlo, sólo te seguían siendo fieles Pellane y Megalópolis, y en esta última el ánimo de nuestros partidarios habría sucumbido muy pronto al asedio de no haberlos socorrido yo a tiempo
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Al comprobar que intervenía, los espartanos decidieron aceptar mi envite: aunque inferiores en número, consideraban que la angostura del terreno les permitiría mantenerse firmes
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Y así fue por un tiempo
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Pero a medida que mis hombres de refresco iban sustituyendo a los muertos, se vieron obligados a ceder el terreno. A ellos el recuerdo de antiguas glorias los alentaba a encarnizarse en la batalla. No obstante, al final estaban tan fatigados, debido a la gran calor, que apenas podían sostener las armas
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Mientras se replegaban Agis cayó herido, sin que ni toda su grandeza de ánimo ni la destreza con que su escudo atajaba nuestras cuchilladas impidieran que una lanza lo tocara en el muslo. Sus hombres lo retiraron sobre sus escudos. Pero al ver que iniciábamos una nueva carga ordenó que lo bajaran e hincó la rodilla en tierra para blandir una lanza desafiante en nuestra dirección…
Y allí permaneció arrodillado sin que nadie de entre los nuestros osara acercársele. Pese a ello los dardos seguían volando en su dirección hasta que, por fin, uno acabó por alcanzarlo en pleno pecho. El gran Agis aún tuvo el valor de arrancárselo con ambas manos antes de rendir su espíritu valiente sobre sus armas
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Así, Alejandro, ha caído uno de tus mayores enemigos
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Y así, Gran Rey, luchan los «ratones»
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¡Oh, qué bello es morir por la querida
patria! Varón, en los combates fuerte
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con los primeros expondrás tu vida
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Donde se habla de los pactos secretos que se dieron en aquellos tiempos turbulentos
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Alejandro no ha podido obligar a sus hombres a atravesar un nuevo desierto en pleno verano y ha preferido darles un respiro. Tras enviar el cadáver de su enemigo a Persépolis, vuelve sobre sus pasos y alcanza las ubérrimas tierras que rodean Zadracarta, la capital de Hircania. Hasta allí llega Barsine, la cual, mientras él aprovecha el verano para someter a las tribus de la región, hace venir a una tropa de teatro para festejar la victoria.
¡Ojalá me fuera dado guardar veneración a resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las regiones celestes! Pero sólo el Olimpo es su padre; no las engendró la raza de los hombres ni tampoco las adormece el olvido. Y no obstante, el orgullo engendra tiranos. El temible orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha altanería, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para despeñarse después en un fatal precipicio de donde le es imposible salir…
S
ÓFOCLES
Zadracarta
Otoño de 330 a. C
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El coro se agitaba en el foso a los pies del pequeño escenario y se encaraba con unos personajes a los que reprendía o alentaba según conviniera. Su intervención estaba sirviendo de contrapunto al diálogo de Edipo y Yocasta, quienes ya empezaban a sospechar que las palabras del adivino que habían escuchado poco antes podían no ser tan absurdas como les había parecido de entrada.
Yocasta vestía de púrpura, con la elegancia de una matrona. En su máscara de ojos desproporcionados la estrecha boca magnificaba su voz y deformaba una expresión de exagerada tristeza.
Se había arrimado al borde de la escena para desde lo alto de sus coturnos recitar su parte con una estridente voz de falsete.
Lo hizo sin dejar en ningún momento de mirar a la pareja imperial, instalada en la
kerkide
, la cuña, central.
‘—Señores de esta tierra: Edipo se ha lanzado en un torbellino de inquietudes que le torturan el corazón… En vez de juzgar, como haría un hombre sensato, los recientes oráculos por las predicciones pasadas, no atiende más que al que le dice algo que avive sus sospechas…’
Mientras tanto Barsine parecía inquieta.
Desde el regreso de Alejandro apenas se dejaban ver en público y empezaban a correr rumores sobre sus crecientes desavenencias. Ella lo encontraba cambiado. Menos abierto a sus sugerencias. Más reconcentrado. Últimamente se sorprendía reprimiendo gestos cariñosos por miedo a molestarlo. Ya no se atrevía a buscar su contacto con la naturalidad de otros tiempos. Cada vez que se veían sus pensamientos parecían vagar en lejanías inaccesibles, y cuando tenían un encuentro lo encontraba agresivo. Era como si luchara contra sí mismo o contra alguna fuerza oscura en su interior contra la que debía mantenerse permanentemente vigilante.
Lo único que parecía interesarle era estudiar mapas y preparar las futuras campañas que pensaba iniciar contra Autofrádates y contra el bactriano que se había hecho coronar desde lo lejos Gran Rey y al que sin embargo muy pocos sátrapas reconocían: la mano de las Aqueménidas en aquello era crucial y Alejandro empezaba a cosechar los frutos de su política personal.
Y sin embargo nada de aquello parecía sacarlo de sus cavilaciones.
Sus hombres decían que aquel cambio en su carácter se debía a la profecía escuchada en Siwah. Era a partir de ese momento cuando se había dado a la bebida, él que hasta entonces se jactaba de su moral espartana, y también cuan do empezaron a producirse las primeras crisis. Se recordaba la quema salvaje del palacio de Persépolis y, sobre todo, su extraño ataque de locura cuando había llorado delante del cadáver de Darío como si se tratara del de su propio padre. Aquella muerte lo había desquiciado. Y sin embargo Barsine no entendía que le hubiera perturbado algo que tan poco antes había estado deseando.
Entonces, ¿para qué demonios lo habría estado perseguiendo por medio Asia…
?
Para ella la desaparición del Codomano había supuesto un gran alivio. Ahora ya sí que empezaba a tomar conciencia de que se había convertido no sólo en la esposa del nuevo Gran Rey sino también en la madre del futuro heredero.
Ya no permitía que las Aqueménidas le hablaran de «sus» palacios de Susa, ni que se dirigieran a ella de cualquier forma, y a su manera suave y sin brusquedades había puesto en su lugar a los dos hijas del difunto.
Había sido ella, también, quien aprovechándose de su nueva autoridad había mandado construir aquel teatro de madera en una de las colinas más cercanas a Zadracarta antes de encargar que viniera la compañía que actuaba ahora mismo.
Eran los mejores de toda la Jonia.
Por encima del escenario, a falta de edificio que cerrara el teatro, se vislumbraban bañados en la luz de septiembre los fértiles campos tan ricos en vides e higueras de aquella llanura costera que desembocaba en la mar. Era, dentro del Imperio, una de las tierras buenas, famosa por la calidad de su miel, que Ahura Mazda había creado personalmente. Pero nadie más le prestaba atención, porque acababa de entrar en escena el Mensajero.
Con un manto rojo ribeteado en oro, Edipo blandía su cetro plateado. Su nerviosismo anticipaba la dramática revelación de que Pólibo no era su padre. El propio Mensajero confesaba haberlo recibido siendo un bebé con los piececitos hinchados de manos de un pastor errante. Los actores eran buenos y sus voces potentes y deformadas mantenían hipnotizados a unos hombres a quienes la representación acercaba como en un sueño a su lejana patria.
Sonaba una nueva melodía y el coro se agitó cadenciosamente.
—
¡Oh, generaciones humanas! Cómo, aunque reboséis de vida, sois lo mismo que la nada. ¿Qué hombre goza de felicidad más que en el momento en que se lo cree? Con tu ejemplo a la vista, ¡infortunado Edipo!, no creo ya que ningún mortal sea feliz. Quien dirigiendo sus deseos a lo más alto llegó a ser dueño de la más suprema dicha, ¡ay, Zeus!, y se levantó en medio de nosotros como valla contra la muerte, fue proclamado nuestro rey y recibió los mayores honores, ¿no es ahora el más infortunado de los mortales? ¿Qué otro se ha visto envuelto en desgracias más atroces y en mayores crímenes, por un capricho de la vida? ¡Oh, ilustre Edipo!
Barsine buscó la mano de su marido.
Había organizado todo aquello sólo para agradarle y lo suponía encantado con el espectáculo. Sin embargo, sus dedos gélidos no respondían a su invitación y cuando se volvió sorprendida, las palabras que le susurró al oído lo único que arrancaron fue un movimiento impaciente.
Sobre el escenario, un nuevo mensajero contaba que la desgraciada consorte había corrido a sus aposentos entre aullidos de dolor. Tras desgoznar la puerta, Edipo la había encontrado colgada de sus propias trenzas sobre el lecho conyugal y, preso de un dolor desgarrador, había tendido el cadáver aún caliente para con ayuda de uno de los broches de su manto sacarse uno tras otro los dos ojos.
—
¡Oh desgracia que a los hombres horroriza! ¡Oh, la más horrible de cuantas he visto! ¡Infeliz! ¿Qué Furia te dominó? ¿Cuál fue la que, abalanzándose sobre ti, el más infortunado de los monarcas, te subyugó con tu desdichada suerte…?
Barsine no acababa de entender aquel nuevo salto de humor. Miró a su esposo por el rabillo del ojo. ¡Pero si desde su vuelta todo eran buenas noticias! ¿No había triunfado sobre los bárbaros? Y en Zadracarta ¿no se había encontrado con que se presentaban en la ciudad nada menos que Artábazo y sus propios hermanastros al frente de varios centenares de jonios que acababan de abandonar a Autofrádates?
Alejandro los había recibido con todos los honores, no sólo como a familiares de su esposa, sino como a hombres que se habían mantenido en todo momento fieles a su soberano. Pero desde entonces su humor se había ensombrecido, y en sus ojos se advertía un brillo desconocido que flotaba como una barca a la deriva en medio de un océano de odio.
¿Pero hacia quién…?
Sintiendo que un escalofrío le recorría la columna, Barsine respiró hondo.
‘—¡Ay, ay! ¡Infeliz de mí! A solas quedo con mi desdicha. ¡Oh, demonio! ¿Dónde me has precipitado? ¡Cómo me penetran las punzadas del dolor y el recuerdo de mis crímenes!’
Edipo se tiraba del pelo. Tenía los ojos ribeteados de rojo, como si llorase sangre. Era el más desgraciado de los monarcas. Y todavía seguía siéndolo cuando apareció por uno de los entrantes a espaldas de todos el hijo de Memnón.
A Cambyses ya se le había exculpado por su repentino abandono del campo de batalla, en Gaugamela, cuando se había precipitado sin que nadie se lo ordenara a proteger a las mujeres y al bagaje.
Pero desde entonces Alejandro no había contado con él durante su campaña veraniega, ni tampoco durante la incursión en las montañas que había coordinado Parmenión con hombres de diversas satrapías para hostigar a Autofrádates.
Tanta novedosa inactividad había propiciado que se acercara con mayor frecuencia a ver a Barsine y a Heracles. Hacía ya un tiempo que no rehuía la mirada de aquel niño rubio tan agitado y Barsine incluso le había llegado a ver haciéndole alguna carantoña…, aunque siempre a escondidas, desde luego.
Desde Egipto la madre y el hijo habían entrado en una fase de buenas relaciones que la llegada de Artábazo y de los hermanastros de Barsine sólo podía intensificar. Habían pasado de ser traidores a ser los pioneros de una nueva situación en la que tenían una posición mucho más consolidada que cualquiera de los otros.
Pero eso no impedía que Cambyses, fiel a su carácter, hiciera todo lo posible para que su figura le fuera antipática a los compatriotas de Alejandro. Tras abrirse paso entre las protestas que surgían a su alrededor, el rodio se acuclilló en la cuña central para susurrarle unas palabras al oído a su madre.
Barsine forzó una sonrisa. La pobre hacía todo lo posible para esconder su aflicción.
Pero eso no engañó a su hijo, que se alejó con la misma inquietud con que un animal olfatea el peligro.
Más allá Artábazo ya se corría en su banco para hacerle un sitio a su lado.
‘—Echadme de esta tierra; desterrad, amigos, a la mayor calamidad, al hombre maldito y aborrecido por los dioses. Nunca habría llegado a ser asesino de mi padre ni a yacer como marido con la que me dio el ser. Pero ahora me veo abandonado por los dioses. La desgracia mayor que pueda haber en el mundo le tocó en suerte a Edipo…’
—¿No te interesan las tragedias de griegos? —preguntó en tono burlón el anciano.
Pero Cambyses no estaba para bromas.
El hijo de Memnón miraba de reojo a la única persona que nunca había dejado de ser el centro de todas sus obsesiones. El Macedonio le espetaba algo a su madre, que se estremeció y le dirigió una mirada tan dolida que a punto estuvo Cambyses de ponerse en pie y Artábazo lo retuvo justo cuando Edipo se arrodillaba para encararse con el coro.
‘—¡Oh, Citerón!¿Por qué, al acogerme, no me mataste? ¡Oh, Pólibo! ¡Oh, Corinto y venerable palacio, que yo creía de mi padre! ¡Cómo criasteis en mí una hermosura que no era más que envoltura de maldades!’
Los chillidos de Edipo se confundían ahora con el vozarrón de Alejandro, quien consiguió que algunos hombres se girasen. Barsine escondía la cara entre sus manos. Pero sus sollozos fueron ahogados por el apoteósico final.
—
¡Oh, habitantes de Tebas! ¡Considerad aquel Edipo que adivinó los famosos enigmas y que fue el hombre más poderoso, a quien no hubo ciudadano que no envidiara, en qué borrasca de terribles desgracias está envuelto! Así que, mortal, ten la consideración puesta siempre en el último día y no juzgues feliz a nadie antes de que llegue al término de su vida sin haber sufrido ninguna desgracia
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Los macedonios se pusieron en pie para aplaudir como un so lo hombre y fueron muy pocos los que cayeron en que su rey acababa de abandonar el teatro.
Zadracarta
Otoño de 330 a. C
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Yocasta y Edipo salieron con sus compañeros y se unieron a los miembros del coro para saludar cogidos de la mano a todos aquellos hombres que los aclamaban.
Pese a sus sonrisas se los veía inquietos. Ya se sabía que Alejandro había abandonado el teatro y más de uno se temía alguna desgracia inminente.
Ninguno acababa de entender qué es lo que había podido ofender al monarca.
Por su parte Barsine aguantó junto al asiento vacío hasta el final y sólo tras haber aplaudido se decidió a abandonar el recinto.
Lo hizo escudada tras una inmutable sonrisa y seguida por una disgustada Nitetis al frente de sus restantes doncellas.
Cambyses también las habría seguido de no habérselo impedido Artábazo. El anciano lo retenía por el brazo. A su alrededor las conversaciones alternaban comentarios a propósito de la tragedia con alusiones a la escena conyugal. La mayoría la consideraba como una más de esas salidas de tono cada vez más frecuentes desde que el hijo de Filipo se había ceñido la tiara.
Alguno recordaba el incendio de los palacios de Persépolis. Era cierto que el saqueo de la ciudad lo había impuesto por medio de sus portavoces el ejército, humillado por la mutilación de los prisioneros griegos. Pero nada justificaba la manera en la que, una vez calmada la sed de venganza de sus macedonios, el propio Alejandro había encabezado la comitiva alcoholizada que en compañía de una veintena de prostitutas quemó unos palacios reales que hasta entonces habían sido respetados.
—El poder los perturba a todos. Pero no tenemos más remedio que mantenernos al margen. No es asunto de nuestra incumbencia —lo aleccionó Artábazo con familiaridad. Ya le parecía suficiente tener a Autofrádates emboscado en las montañas al frente de un ejército de rebeldes. Tras ver ascender y caer a cuatro grandes reyes, el anciano empezaba a sentirse hastiado de tantas turbulencias. Ésa había sido la razón de sus discrepancias con Autofrádates. Con la noticia de la esperada coronación las tornas habían cambiado definitivamente. Ahora entendía que lo que su patria necesitaba eran unos buenos años de estabilidad para que las heridas cicatrizasen y, lo más importante, que la única persona en posición de poder garantizársela era el Macedonio.