Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Alejandro bajó la vista hasta el aludido, que se mostraba incapaz de resistir su mirada. La ola de optimismo que lo había llevado a creerse más fuerte que nadie había terminado por estrellarse contra las rocas del sufrimiento y una vez destrozada la cáscara del caracol lo que quedaba a la vista era la blandura de un hombre sin carácter.
Cambyses lo miró con desprecio.
—La mayoría ya habréis oído referir nuestras deliberaciones. Hefastión, siempre tan bondadoso, ha reclamado el perdón para Filotas, y a punto ha estado de influir en mi ánimo. Finalmente he escrito a Parmenión. Y he aquí su respuesta…
Desplegó la misiva.
—
Veo que recuerdas que existo. Haz con mi hijo lo que decida el ejército según nuestra ley. Somételo a su juicio. Castígalo si así lo exigen. Libéralo, si deciden agraciarlo. Pero no me pidas consejo. Si tuviera que agradecerte la vida de un felón no podría vivir con la vergüenza de tal peso
…
Entre los prisioneros surgió una exclamación sorda. Luego un quejido, un hilillo de voz que pronto se reveló como el incontrolable gimoteo de Cebelino. El más joven de los prisioneros se escondía el rostro con las manos atadas y pedía perdón, no se sabía muy bien si a su rey o a sus compañeros.
Durante unos momentos ese llanto fue lo único que se oyó.
El monarca enrolló el mensaje.
—Hagamos, pues, caso al padre del cabecilla de esta conspiración. Seréis vosotros, macedonios de pro, quienes reunidos en consejo de guerra decidiréis su suerte. Aunque no queda ya ninguna duda sobre su culpabilidad, determinaréis si merecen el destierro o la muerte. Pero antes de escuchar su defensa quiero que los miréis a la cara.
»Quiero que tengáis presente la magnitud de su infamia. Muchos han crecido conmigo. Son hijos de amigos de Filipo, de mi propia esposa. ¿Qué más puedo decir sobre semejantes monstruos? Yo jamás pensé que entre mis propios hombres, entre vosotros que me habéis servido tan fielmente, se escondieran tales alacranes. ¿Para qué tantos esfuerzos? ¡Habría sido más fácil dejar que los persas acabaran conmigo!
»Os oigo protestar, compañeros, y no sin razón. Hablo del todo cuando sólo una parte es culpable. Seré justo: no todo el cuerpo está gangrenado. Sin embargo la parte infectada es demasiado importante para que sea obra únicamente de Filotas. Esta piltrafa humana no ha podido organizar él solo entre borrachera y borrachera algo así. Ha necesitado la ayuda de gente más experimentada. De alguien con autoridad y prestigio. De un mentor que no puede ser otro que…
»Lo habéis adivinado, macedonios. Me refiero al general Parmenión.
—¡¿Cómo?!
Alejandro había perdido los estribos. De todas las filas surgió el mismo rugido de indignación. ¿Parmenión? ¡Imposible! Cualquier otro sí. Pero no el más irreprochable de los generales. No aquel hombre que mandaba fustigar a cualquiera, ya fuera oficial o soldado, al que cogiera faltándole al respeto.
Hasta Hefastión levantaba la vista perplejo.
Entre los prisioneros la extrañeza suplantó a la postración.
Pero aunque no hubiera bebido la excitación inflamaba las mejillas del monarca dotando de una intensidad inusitada a su mirada. Lo que hablaba por su boca empezaba a no ser humano. Su voz se elevaba con un convencimiento absoluto. Dijo que él también se negaba a creer tal aberración pero que la realidad se imponía.
—Oíd lo que le escribe su hijo. ¡Acércate!
Uno de los guardias le dio las cartas que desenrolló con impaciencia. Al tiempo que terminaba con una el rey de los macedonios la dejaba caer. Según leía iba falseando su voz con una mezcla de despecho y sarcasmo para imitar al conspirador.
—
Es posible, padre, que mi orgullo me lleve a la destrucción. Pero tú has sufrido su soberbia durante demasiado tiempo y quiero pensar que no te queda mucho que aguantar porque los dioses lo castigarán antes de lo que nadie espera…
«
los dioses lo castigarán…» —
se burló—. Y escuchad lo que le escribe Parmenión a Aristóteles.
»…
resultará más que conveniente que aunemos esfuerzos, si es que queremos que no se nos descarríe este «muchachuelo alocado»… Y hasta ahora todo le ha salido a pedir de boca. Pero la pregunta que me ronda en el alma es ¿hasta cuándo? Me cuesta creer que los dioses vean con buenos ojos el que un mortal, por muy rey que sea, se «enaltezca» de semejante manera
.
»¿Aún no estáis convencidos? ¿Tengo que recordaros más detalles? ¿No estaba Parmenión con Átalo en el Asia Menor cuando a la muerte de Filipo se proclamó partidario de mi primo Amintas? ¿No fue él quien me llamó en su auxilio durante la batalla de Gaugamela permitiendo que Autofrádates es capara?
Los oficiales negaban con la cabeza.
Parmenión había sido uno de los más valientes en la contienda. Se había encontrado desguarnecido por los movimientos de Alejandro. Pero no iba con su carácter quejarse, y no había hecho ningún comentario. No al menos hasta que no se lo había dicho en la cara al propio monarca poco antes de que como recompensa lo obligara a quedarse en Ecbatana.
—No insistáis, macedonios. Ya he ordenado detener a los mentores de esta conspiración y los castigaré con toda la dureza que convenga. Por el momento lo único que os pido es que escuchéis a estos desdichados y que decidáis cuál es la pena que les corresponde… ¿Quién demonios se está riendo…?
Instantes después varios centenares de ojos se posaron en Cambyses quien efectivamente no conseguía contenerse. Parecía como si toda la risa reprimida durante años por su adusto carácter hubiera terminado por desbordarse con la violencia de una presa demasiado llena precisamente ahora, en el peor momento.
—Ja ja ja…
Sus compañeros se apartaban como si estuviera loco. El círculo se ampliaba convertido en un improvisado foso de incomprensión. Y en verdad a Cambyses todo aquello le empezaba a parecer una gran farsa, una bufonada digna de futuros cadáveres imbuidos de su propia importancia como eran todos ellos empezando por el estúpido hijo de Filipo.
—Ja ja ja…
A su alrededor se había hecho un silencio sepulcral. Los nobles que los observaban desde la logia más cercana dejaron de charlar para asomarse. Los pájaros de los jardines vecinos alegraban la mañana aunque nadie los escuchaba. Cambyses tenía lágrimas en los ojos pero al poco ya no se podía reír, de puro agotado, y empezó a toser. Los oficiales se volvieron hacia Alejandro, quien al igual que con los sollozos de Cebelino esperó hasta que la risa y las toses se hubieron extinguido del todo.
Al cabo, con un áspero carraspeo, dejó caer sobre el cadalso la última misiva.
Estaba lívido.
—Éstos son los hombres —dijo—. Su vida está en vuestras manos.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Al salir de casa de Esquines lo único que se me ocurrió fue enviarle un mensaje a Demóstenes. Pero él ya había despejado el campo. Nadie sabía dónde paraba. Supongo que temía, y con razón, que esta vez no tuviera tantos remilgos con la espada. Pero nuestro enemigo era un especialista en medir los tempos y justo cuan do estaba a punto de zarpar, al día siguiente, me hizo llegar a través del propio Cimón una escueta misiva.
Ayuda a liberar a nuestros compatriotas y tu secreto quedará a salvo, Hefastión
. Yo ya estaba en uno de los muelles, bajo un grupo de escandalosas gaviotas. Hacía un tiempo inmejorable y los primeros hombres se embarcaban con sus armas y equipajes por las pequeñas pasarelas en sus respectivas trirremes cuando levanté la vista del papiro. Cimón carraspeaba con nerviosismo. Y yo lo observé con dureza mientras consideraba lo que contestar. «Dile que haré todo lo que esté en mi mano.» ¡Lo que habría dado en esos momentos por ver muerto a Arrideo! ¡Bien cara me había salido mi piedad!, pensaba mientras me recriminaba mi torpeza. Pero no podía retrasarme más. Tenía que partir. Por suerte no me había costado demasiado contratar las naves, así que me dirigí hasta mi caballo, entre los bultos que todavía quedaban en tierra, y ante la vista sorprendida de los hombres le dejé dos cofres enteros llenos de oro persa. El sobrino de Cimón nos esperaba montado en un carro ligero y se bajó para ayudar a su tío a cargar con ellos. Yo me los quedé mirando mientras se volvían por entre las Largas Murallas. Y cuando hube embarcado y vi alejarse el puerto sentí una amargura profunda. Estábamos en pleno otoño y las lluvias entristecieron un viaje en el que volví a rememorar escenas de tantos momentos que habíamos compartido tú y yo a lo largo de los años. En Trípoli nos esperaba la feliz noticia de tu victoria en Isos. Lo supimos nada más tocar tierra. Y no mucho después, ya bien entrado el invierno, pudimos alcanzar a tu cada vez más numeroso ejército por la retaguardia y unirnos para seguir avanzando todos juntos por la costa. Tu acogida fue tan fría que me pregunté si no te habrían llegado noticias de lo ocurrido. Cabalgando a la cabeza de las tropas me aclaraste mi nueva situación. Yo ya te había entregado las cartas, y tú habías escuchado con gélida cortesía el relato de mis impresiones. Sólo parecían interesarte las tiranteces que empezaba a haber entre Antípatro y Olimpia. Y yo aproveché para volver a la cuestión de los atenienses. Sugerí que quizás fuera el momento de liberarlos. Pero tú te negaste. Entonces observé que era estúpido seguir alimentando a tantos hombres. No eran más que un lastre que se haría cada vez más pesado a medida que avanzáramos. «¿Para tan poco han servido las mejoras que hizo Filipo en nuestro ejército? ¿No ves que esto sólo puede encrespar los ánimos de sus conciudadanos y fortalecer a Demóstenes? Si queremos que tus partidarios en el Ática acaben con la influencia de nuestro enemigo, conviene ayudarlos y no entorpecer su labor.» Era lo que te escribía Esquines. Para entonces progresábamos por una de las calzadas empedradas que llegaban hasta una población en la costa, justo enfrente de Tiro. Los cascos de los caballos y las ruedas de las carretas cargadas con víveres y armaduras provocaban un singular estruendo. «No lo había pensado así», dijiste por fin. Volvía a lloviznar y te ajustaste el broche de la clámide. Y así fue como conseguí que soltases a los prisioneros, prácticamente a las puertas de Tiro. Con eso había salvado mi pellejo. Pero no por ello dejaba de sentir que pendía sobre mi cabeza una gigantesca espada de Damocles. La mera idea de que la noticia de que Arrideo seguía con vida terminara por llegar a tus oídos me producía escalofríos. Al mismo tiempo no podía más que confiar en la benevolencia de Demóstenes: las cartas no estaban en mis manos. A todo esto tú me presentaste en público a tu nueva esposa, ya preñada, porque durante el año no habías perdido el tiempo, y, como es normal, sentí de inmediato una antipatía absoluta. Barsine ya había ido ganando espacio y no sólo en tu intimidad, pues cada vez acudías con más frecuencia a su consejo mientras que a mí me hacías el vacío. En lo que a mí respectaba, tu corazón se había convertido en un muro sin barbacana. Y a ese dolor personal se sumaba la preocupación por las últimas informaciones que me traía del Ática. Durante esos días Tolomeo hizo seguir a Filotas y enseguida se comprobó lo que ya sabíamos: que era un bocazas que alardeaba de su amistad contigo pero que a tus espaldas te llamaba «el jovenzuelo» y que proclamaba que sin la ayuda de Parmenión jamás te habrías atrevido a sacar la patita de Pela. Yo le había oído la expresión a Demóstenes pero los dos lo consideramos una coincidencia. Concluimos que seguramente aquellas bravuconadas absurdas era lo que había terminado por llegar a oídos de los espías de Darío. En cambio lo de Cambyses era otra cosa. El hijo de Memnón tenía un fuego interior que parecía a punto de consumirlo y no convenía perderlo de vista. Tolomeo estaba de acuerdo en que debías poner más precaución en tu trato con él. Y eso fue lo que te dije durante uno de los raros momentos en los que tuviste a bien escucharme. Pero tú te burlaste de mí. Me recordaste que Filotas era el hijo de Parmenión. Dijiste que lo único que se le podía achacar era haberle sisado unas muñequeras a un miserable portaescudos. Y en cuanto a lo de Cambyses lo consideraste una burda estratagema para rebajar a Barsine en tu estima. Me explicaste que en Isos se había batido como un león contra sus propios compatriotas. Me llamaste envidioso a la cara. Y yo me alejé con la firme determinación de no volver a hablarte jamás del tema. Que ocurriera lo que tuviera que ocurrir, ¿qué me podía importar? Tenías razón: me estaba empezando a comportar como Olimpia. Al final lo dejé en manos de Tolomeo y procuré olvidarme. En cuestión de pocas semanas nuestras relaciones se enfriaron hasta lo indecible. Pero los dioses quisieron que el asunto llegase a oídos de Barsine, quien decidió acercarse a mi tienda una de aquellas noches. Para entonces ya avanzaba el suave invierno. Seguíamos con el laborioso sitio de Tiro y, con la lentitud de la construcción de la escollera, los días se hacían eternos. Además yo ya no asistía a tus banquetes y tenía muchas veladas libres. Debía de ser como un par de meses después de que tú y yo hubiésemos tenido nuestra confrontación cuando Barsine se presentó con una de sus doncellas a la que apostó cerca de la tienda mientras se acercaba a hablar con mis guardias. Al verla en la entrada les dije que la dejaran pasar. Hacía un rato que me había acomodado en mi mesa a la luz de una vela. Tenía un papiro extendido delante y ella me preguntó por lo que escribía. Pero mi silencio aclaró que no tenía ninguna gana de explayarme. Tu esposa resopló, tenía la barriga ya muy avanzada, y se aposentó en uno de los taburetes. Luego no perdió el tiempo y fue directa al grano. Explicó que le había llegado noticia de lo que andaba sugiriéndole a Alejandro. «Sólo quiero decirte que tus sospechas son infundadas. Mi hijo jamás se atrevería a hacer nada que pusiera en peligro mi amor de madre. Lo he criado y lo conozco. Cambyses no es como Autofrádates…». «No acostumbro a juzgar por parecidos, sino por informaciones», le aclaré. «¿Qué informaciones?», se interesó ella con un ligero pestañeo. «Informaciones que no estoy dispuesto a compartir.» Mi sequedad hizo que guardase silencio mientras me calibraba con sus ojos oscuros. Barsine también había tenido su primera impresión, que empezaba a corregir. En un principio pareció ofenderse. Pero luego, tras considerarme calladamente optó por el chantaje más elegante que me han hecho en mi vida. Dijo: «No quiero enemistarme contigo, Hefastión. Sé lo importante que eres para Alejandro, y no me interpondré entre vosotros… Siempre que dejes a mi hijo fuera de todo esto. Si lo haces, nos llevaremos bien e intercederé en tu favor. Tengo en mi mano el que vuelva a ti. Creo que lo sabes. Pero si insistes en seguir difamando a mi hijo te puedo asegurar que lo lamentarás…» Su doncella le empezaba a hacer señas desde la entrada de que se acercaba alguien. Se oyeron risas cercanas y, antes de irse, Barsine todavía clavó en mí sus ojos oscuros. «Creo que los dos tenemos interés en llevarnos bien», recogió la capa con la que había atravesado todo el campamento y se puso en pie con una mueca que le hizo sujetarse el vientre: acababa de sentir un tirón. «¿No estás de acuerdo…?», se cubrió los hombros con una sonrisa seductora. Cuan do abandonó la tienda su fragancia todavía flotaba en el aire. Tres semanas después nacía tu primer hijo, Heracles. […]»