Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—Y lo más humillante será que lo haremos tus rameras…
El monarca tenía las mejillas enrojecidas y esa lengua de trapo que se le ponía cada vez que estaba bajo los efectos de los vapores de Baco. Por un momento pareció dudar. Pero luego se giró hacia sus compañeros. «¡Arriba!» En cuestión de segundos ya estaban volcando las mesas y cogiendo las antorchas que alumbraban la habitación. Tais y un puñado de prostitutas prendieron los magníficos tapices entre columna y columna y aquello había terminado con Alejandro y Tais copulando como dos animales en celo sobre el mármol del palacio en llamas.
—Habíamos dicho que no queríamos persas…
Lo menos que se podía decir era que la expresión de Filotas no era amistosa. A sus espaldas la luz se filtraba por unos postigos entrecerrados. En la calle se oía a dos fulanillas que se acusaban mutuamente de haberse robado.
—Es un hombre valioso y no es el momento de despreciar apoyos —explicó Tolomeo.
Pero sus razones no convencieron al más bajito de los oficiales, quien se dirigió hacia la puerta meneando la cabeza.
—Espera, Cebelino….
—Creo que quien os deja soy yo —dijo Cambyses que ya había entendido de qué iba el asunto y se volvió a la puerta—. No estropearé vuestra reunión. Veo que tenéis cosas muy importantes que deciros. Que gocéis todos de buena salud.
—Yo que tú no lo haría —apuntó Filotas—. Nuestra salud es excelente pero la tuya puede serlo mucho menos dentro de nada.
Aquello asustó a Tolomeo.
—Vamos a calmar los ánimos —propuso—. ¿Por qué no nos sentamos y procuramos hablar, que es la forma que los dioses han encontrado para que se entiendan los hombres? No hay nada más estúpido que ver enconarse entre sí a quienes comparten el mismo propósito. No hay razón para enfrentarse.
—Ninguna, más allá de tu indiscreción al traer a un testigo no deseado.
—Yo ya he dicho que me voy.
—Tú te quedas, porque yo te he traído. Yo respondo por Cambyses. ¿O es que no dais crédito a mi palabra? ¿Creéis que de haber querido traicionaros no estaríais ahora todos encerrados en un calabozo hircano o, lo que es más probable, criando malvas…?
El tono de Tolomeo achantó a Filotas quien por un momento se quedó mirando a unos y a otros. Luego, con una sonrisa que no invitaba a nada bueno, hizo ver que eso mismo podía decir cualquiera de los presentes.
—Por eso podemos hablar con confianza. Vamos a hacer el favor de sentarnos.
Tolomeo posó su trasero sobre el taburete más cercano.
Al ver que sus compañeros se encogían de hombros, Filotas clavó una mirada de advertencia en el rodio. En sus ojos brillaba la misma brutal determinación con que Parmenión era capaz de arrasar una ciudad.
—Está bien —dijo frotándose sus muñequeras egipcias—. Pero no olvidemos que nuestra vida, a partir de ahora, depende de la discreción de un persa.
—No es un persa; es el hijo de Memnón, un rodio y el hermano del hombre que más se ha opuesto a Alejandro. Su odio vale tanto como el nuestro. Y ahora hablemos de lo que corresponde —insistió Tolomeo, ya cansado del asunto.
—¿Él sabe de qué va todo esto?
—No, pero se lo imagina. Es un hombre inteligente.
—En ese caso me permito aclararle las cosas al persa.
Filotas se encaró con el aludido.
—La situación a día de hoy es que aquí todos nos oponemos a Alejandro. Las razones son muchas y yo sólo quiero hablar de la principal…
Se volvió hacia los demás.
—¿Recordáis cuando se desmovilizaron los tesalios mientras todavía permanecíamos en Ecbatana? Pues bien: yo acompañé a Parmenión, durante su viaje a la costa del
Ponto Euxino
6
para recibir a los nuevos regimentos que nos enviaba Antípatro.
»A estos los guiaba un joven que salió a nuestro encuentro y que insistía en hablar en privado con Parmenión. Le dije que era mi padre pero insistió en que tenía que encontrarse con él a solas. Eran las órdenes que traía. Al final, viendo que no daba su brazo a torcer, Parmenión se le acercó y discutieron en el muelle.
»Parmenión parecía disgustado. Meneando la cabeza dijo algo muy abrupto y eso no complació al mensajero, quien todavía le hacía señas de que lo esperase mientras que despreciando sus voces Parmenión se volvía hacia mí.
»Aquello excitó mi curiosidad. Pero lo noté reacio a confiarse. “La noticias que trae no son nada bueno para nadie”, me dijo. Y yo lo entendí, pues ya sabéis que las diferencias no han dejado de alejarnos desde que empezó la Conquista.
»Aun así mandé seguir al oficial, y esa misma noche irrumpí junto con mi amigo Cebelino en su posada. El hombre apenas opuso resistencia. Se sentía perdido y de todas maneras lo ejecutamos allí mismo…
Filotas inspiró con fuerza.
—Lo que me dijo confirma lo que muchos llevan sospechando desde hace tanto tiempo. Antípatro tiene desde hace un tiempo las pruebas de que Alejandro pagó a Pausanias para que éste asesinara a Filipo en el teatro de Aigai.
»Él fue quien le facilitó el acceso al pasadizo. Él fue quien compró la complicidad de su cuñado, que también pasó junto a él en aquel maldito pasadizo donde estaba esperando el asesino.
—Arrideo los sorprendió en el momento de acordarlo. Por eso lo suprimió esa noche. El viejo sapo de Antípatro andaba desconcertado y quería consultarlo con Parmenión. Sólo que Parmenión nunca ha querido saber nada de historias pasadas, pues él siempre se ha mostrado partidario de no remover el fango.
»Pero a mí y a Cebelino nos ha hecho ver la luz. No os contaré lo mucho que hemos tardado en dar el paso, lo mucho que hemos reflexionado. Yo sentía la frialdad de Parmenión. Pero él está mayor para una empresa como ésta…
—Parmenión ya ha hecho todo lo que estaba en su mano para encauzar a Alejandro —intervino uno de los hombres.
—Parmenión es un hombre noble —asintió Filotas—. Pero la nobleza no vale para lidiar con animales… Alejandro es un vil parricida y la prueba nos la ha vuelto a dar en el teatro. ¿Por qué, si no, le iba a ofender la representación de Edipo? Si alguien tenía la menor duda creo que hoy ha quedado despejada….
»Es un vil parricida que además de hacerse con el poder de una manera ilegítima va camino de abrazar las costumbres de nuestros enemigos. Este Gran Rey Alejandro no tiene nada que ver con el compañero de infancia por quien hemos derramado tanta sangre en mil batallas. Todos habéis visto su locura ante el cadáver de Darío, y esto es sólo el principio. Hoy corta orejas y mañana nos pedirá que nos prosternemos. Es un perro rabioso al que hay que poner un bozal. Y ése es el motivo de nuestra asociación, persa.
—No digo que no sea interesante. Pero lo que sugieres ya lo han intentado antes Darío y Memnón con los mayores ejércitos. ¿Por qué ibais a lograrlo vosotros?
—¿Te estás riendo de nosotros?
La mirada de Filotas era cortante como una cuchilla.
—Se tiene el derecho a preguntar, Filotas…
—Y también a no contestar, Tolomeo, cuando la pregunta esconde una burla. ¿Creéis que he estado perdiendo el tiempo? ¿Que sólo sé hacer bromas zafias? ¿Que no me he dado cuenta en estos años de que me has mandado seguir, Tolomeo?
»No me menosprecieis. Llevo semanas observando a Alejandro. Él sale a cazar cada mañana por los entornos de Zadracarta. Le gusta internarse tierra adentro por los senderos que llevan a los montes cercanos. Dentro de unos días lo acompañaré y procuraré llevarlo hasta cierto hayedo que arranca por el poniente. Está a un par de horas a caballo partiendo por la puerta meridional. En sus linderos hay más de un lugar en el que podríamos actuar. Sólo queda que os pronunciéis sobre si estáis de acuerdo.
—Sí.
—Yo también.
—Estoy con vosotros.
—¿Y tú, persa?
—Tengo que pensarlo.
—Me temo que la reflexión a destiempo es cosa de cobardes. Tienes que dar una respuesta ya mismo o no saldrás de aquí más que con las patas por delante.
Cambyses alzó la vista.
Por un momento los dos hombres se miraron de hito en hito.
—Puesto que no me dais otra opción…
—Te damos la de vengar a tu padre.
La expresión de Cebelino siempre era un tanto forzada debido a que para esconder que no tenía dientes procuraba mover los labios lo menos posible.
—Entonces todo está decidido. Mañana iremos al lugar que digo. Hemos de preparar el terreno. En cuanto a la guardia, yo me encargo de Bitón. Los demás escoged al que se os haga más antipático.
Los nombres fueron surgiendo. Los más minuciosos pidieron precisiones geográficas. Poco a poco salían a relucir nuevas dudas. Se habló de los posibles caminos de huida. Lo que correspondía, según Filotas, era tomar el camino de Ecbatana.
Al cabo, el grupo estimó que ya tenía las ideas lo suficientemente claras. Se quedó en salir con el alba para familiarizarse con el terreno y Tolomeo dijo que bajaba a por unas jarras de cerveza.
Mientras lo esperaban, Cebelino jugueteó con uno de los cubiletes y lanzó sobre la mesa sus propios dados que estaban, según se jactaba, hechos a partir del fémur de un enemigo.
—Un doble seis… —enseñó unas encías agujereadas.
Entonces se oyeron carreras y golpes en la planta baja.
Cebelino se abalanzó sobre la puerta y se asomó al pasillo.
Cuando volvió a atrancarla, estaba como una sábana.
—¡Son los hombres de Alejandro! —gritó—. ¡Han tomado la taberna!
Debían de ser decenas y algunos ya subían por las escaleras.
En medio de la histeria generalizada, Cambyses se sorprendió por la calma con la que asistía a todo. Se sentía como si acabara de irrumpir en mitad de una representación que no lo incumbía en absoluto.
—¡Nos has gafado!
Filotas le lanzó una mirada furibunda.
—¡El persa nos ha gafado!
Y se precipitó hacia la ventana.
Por la abertura de los postigos se veía cómo la guardia real al completo ocupaba la totalidad del callejón. Fuera de ellos no quedaba ni un alma.
Sólo Tolomeo quien al pie del edificio hablaba con Pérdicas y Nearco, dos de los oficiales más fieles en los últimos tiempos a Alejandro.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] No lo negaré, hijo mío. Me había vuelto un viejo vanidoso. Estaba henchido como un pavo real. El mundo entero se postraba ante mí. Primero Grecia; y dentro de nada, Persia. Yo había calculado perfectamente mi jugada. Estaba convencido de que no resistirían el advenimiento de mis falanges. Y sí: me provocaba una profunda satisfacción el ver que los representantes de naciones que hasta hacía poco nos habían despreciado se veían ahora obligados a mosconear a mi alrededor atentos al comentario más nimio. No tenía ni que decir; me bastaba con sugerir. Qué mejor prueba de mi poder ¿verdad? Estaba viejo, cojo y tuerto. Pero, hijo mío, me había convertido en el dueño incontestable de la Hélade. Y no podía ni imaginar que un pusilánime, un mequetrefe, un pintamonas enculado como el tal Pausanias pudiera acabar con mis sueños. Además, al enterarse de que mis hombres lo andaban siguiendo, su madre se vino a palacio a suplicarme abrazada a mis rodillas que tuviera compasión. «Es el único hijo que me queda —gemía patéticamente—. Los demás han muerto en tus campañas. Destiérralo, pero no me lo mates…» Y yo la vi tan desesperada que me apiadé. Me comporté como un estúpido. Pero el traidor no había vuelto a aparecer, y yo tenía asuntos más importantes que tratar. Había que viajar a Aigai para organizar la boda de tu hermana. Tenía que preparar los festejos para la Gran Partida. De modo que me olvidé, sí. Por una vez me mostré imprudente, y pagué caro por ello. Pero por Zeus, ¡qué pletórico me sentía mientras organizaba los preparativos! Y ¡cómo disfrutaba desde lo alto de la colina del palacio al ver aparecer una tras otra las comitivas de las diferentes ciudades! ¡Con qué alegría celebraba el pueblo su llegada! Luego, un rugido popular nos acogió ese primer día a las puertas del teatro. Se levantaba una mañana clara. No hacía ni frío ni calor. El tiempo era perfecto y todas las cabezas se volvían hacia mí. ¡Con qué placer despedí a la guardia y os indiqué que avanzarais! Aquellas aclamaciones eran música celestial para mis oídos. ¡El estúpido fervor popular! ¡Cómo se echa en falta cuando no se tiene! Y cuando al penetrar en aquel pasadizo me encontré a ese diablo pegado a la pared, ni siquiera se me ocurrió pensar en cómo demonios había podido llegar hasta allí. Te lo habría tenido que preguntar a ti. Porque al fin y al cabo acababas de pasar. Y por muy distraído que fueras era imposible que no lo hubieras visto. ¿Qué debía de pensar? Obviamente, en ese momento, poco: no me dio tiempo ni a desenvainar mi espada. En nada ya se había abalanzado sobre mí, hecho una fiera, y me asestó una brutal puñalada entre las costillas. «¡Muere, Filipo!», susurró removiéndolo con ahínco para cerciorarse de que alcanzaba el corazón. La sensación, te prevengo, fue horrorosa. Caí sobre mis rodillas sintiendo que me faltaba aire. Una oleada de dolor me nublaba la vista. Agarré la empuñadura del cuchillo. Pero me lo había hincado con tanta fuerza que me fue imposible extraerlo. Luego todo fueron pisadas apresuradas, voces, llantos. «Padre…» Tú te arrodillabas a mi lado. Tu dolor parecía tan sincero que ni se me ocurrió que tuvieras que ver con aquello. El relato de Arrideo, la presencia de Pausanias, tu aparente descuido. Había elementos más que suficientes para sospecharlo. Pero, hijo mío, con un puñal clavado en el pecho no me quedaban demasiados ánimos para reflexionar. Y mientras me llevabais a través de las calles, colina arriba, yo empezaba a ver cielos grisáceos y a perderme entre las nubes en medio de unas voces difusas que pronunciaban mi nombre. Pero yo todavía me negaba a atender a nada. Luego tu madre me hizo pasar la noche más horrorosa de mi vida. Y por fin, con el amanecer, sentí que los vientos me empujaban suavemente hacia lo alto. Me dejé llevar hasta que me encontré en un palacio suntuoso en lo alto de un cerro de nubes, y pensé:
Esto tiene que ser el Olimpo
. Y no me equivocaba, porque al poco me encontré en una gran sala cuyo mármol cristalino parecía de luz. Y al fondo estaba el mismísimo Zeus sentado sobre un trono del tamaño de tres hombres. Lo rodeaban sus hijos, grandes también como gigantes. Ahí estaba el cojo Hefestios; Atenea, con su brillante casco; y también el hermoso Apolo, cruzado de brazos y apoyado contra una columna. Los tres me miraban con curiosidad y sólo el bostezo burlón de Dionisio, que apareció de repente con su forma de sátiro, procuraba hacerme entender que aquello no era tan impresionante como me parecía. Yo me sentía más pequeño que nunca. Unos momentos después la voz del Crónida surgía de entre sus barbas como de una cueva profunda. «¿No has entendido lo que se te ordena, Filipo de Macedonia? ¡Avanza, miserable mortal!» A mí nunca me habían hablado así, pero un pavor desconocido me llevó a obedecer. Y allí fue donde me aclararon lo ocurrido. Y también el porqué me habían convocado. Era para saber si consideraba que tu comportamiento merecía el mismo castigo que Pausanias. Entonces miré hacia abajo. Por la gigantesca terraza abierta al mundo, a través de las nubes, se podía ver a lo lejos la plaza del mercado de Aigai, donde Pausanias ya colgaba de la horca con un semblante blanco como el marfil. De arrastrarlo bocabajo tenía los labios, la nariz y las cejas despellejados e hinchados. A sus pies se arrodillaba una mujer que ocultaba el rostro entre los pliegues de su quitón. La flanqueaban dos guardias de palacio. Y cuando se alzó para colocar sobre la cabeza del traidor una corona de oro ya no me cupo la menor duda de quién se trataba. ¡Maldita la hora en la que me casé con ella! Mi primer impulso fue pedir que siguierais ambos mi camino; que os permitieran reuniros conmigo en el Hades. Pero enseguida lo consideré mejor. ¡Menuda estampa íbamos a hacer los tres, allí juntitos! Además, si tú morías, ¿qué sería de mis conquistas? Sin alguien con tu carácter, Atenas y las demás ciudades enseguida declararían su independencia. El único que podía impedirlo, el único que contaba con el aprecio del ejército, con la experiencia, la energía y la buena estrella suficientes como para conservar el reino que tanto me había costado unificar eras tú. Y conociéndote, y sabiendo además lo mucho que te había decepcionado el que pensara dejarte en Macedonia como regente, sabía que tarde o temprano emprenderías la campaña de Asia. De modo que al final les dije: «Que viva, pero que la conciencia de lo que ha hecho lo remuerda hasta el final de sus días.» […]»