Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Esa noche acamparon todos y al despuntar el día siguiente echaron las balsas al río. La corriente era potente y hubo problemas para hacer pasar a los asustados caballos. Alguno se cayó al agua, pero al final alcanzaron la isla.
Llegaba el momento de encarar el segundo tramo, mucho más corto pero más peligroso: ahora sí que podrían avistarlos los centinelas que Poro había distribuido por la mayor parte del río. Por suerte, a medida que volvían al agua el cielo se fue ennegreciendo y se desató una tormenta que parecía hecha a propósito para cubrir sus voces.
—¡Apresuraos, que los dioses nos protegen! —clamaba Aristandro que remaba en una de las balsas más avanzadas.
Nicias sujetaba a Bucéfalo y procuraba apaciguarlo. Pese a sus relinchos el animal no había opuesto resistencia a volver a montarse en la balsa. Pero la tormenta lo estaba asustando, al igual que a Grisáceo y a alguna otra de las bestias a las que resultó imposible hacer cruzar.
Al final sólo escampó cuando los primeros hombres alcanzaron la tierra firme. Para entonces uno de los vigías indios ya los había descubierto y partía al galope.
No mucho después, el hijo de Poro aparecía al frente de una cincuentena de carros. Por suerte para los macedonios, la lluvia había dejado la tierra resbaladiza y las ruedas de los vehículos se hundían en las cenagosas orillas de tal forma que no resultó complicado ponerlos en fuga.
Sin embargo, la escaramuza dejó sus víctimas, pues mientras Alejandro cargaba contra uno de los carros, Bucéfalo recibió un profundo lanzazo en el costado. El bravo animal aún tuvo fuerzas para sacar a su amo de allí y de llevarlo hasta donde los esperaba el grueso de sus guerreros.
Unos instantes después doblaba las rodillas embarradas y el monarca pudo verse reflejado por última vez en esos ojos brillantes y duros como escarabajos en los que tantas victorias había celebrado. Habían pasado más de veinte años juntos. Sin dejar de acariciarle las crines humedecidas, le cerró los ojos y musitó su nombre con una dulzura fatalista.
Por fin alzó la vista hasta aquella panza de burro que se cernía sobre sus cabezas.
Hacía mucho que esperaba una señal parecida.
—Hágase tu voluntad, padre…
El Conquistador sabía lo que aquello significaba.
Entretanto, en el campamento, Pérdicas y Nearco tenían órdenes de cruzar el río.
Todas las balsas estaban en el agua y sus tropas, instaladas sobre las más de trescientas almadías, luchaban con la corriente. Unos remaban mientras otros procuraban protegerlos con los escudos de las salvas de flechas que los recibían. La lluvia martilleaba la superficie de una agua que se tragaba la mayoría de los dardos. Algunas balsas parecían puercoespines. Pero los macedonios y sus aliados sabían que sus enemigos pronto tendrían que decidirse entre proteger la orilla y hacer frente a Alejandro, que ya estaría bajando desde el norte.
—¡No cejéis en el empeño! —exclamaba Pérdicas.
Poro caracoleaba inquieto, en la medida en que un paquidermo puede pivotar sobre sí mismo, en lo alto de su elefante. Pero su indecisión quedó resuelta el ver que su hijo regresaba con tres carros. Tras una breve discusión con su vástago, uno de sus hombres hizo sonar un gigantesco oboe y sus tropas empezaron a desaparecer por entre los árboles y a marchar río arriba.
Desde el agua los invasores soltaron exclamaciones de júbilo. Muchos ya alcanzaban las orillas y abandonaban las balsas para precipitarse sobre el campamento abandonado. En la orilla quedaban algunos heridos por sus flechas a los que ajusticiaron de inmediato.
—¡Que nadie pille la tienda de Poro!
Pero los avatares de la contienda no habían hecho más que empezar.
Hacia el norte, Alejandro y sus hombres ya bajaban por la orilla con toda la velocidad de la que eran capaces. No mucho después los barritos de los elefantes les alertaron de la presencia del enemigo. Alejandro mandó hacer alto a su caballo y ordenó reposar a la falange, que llegaba tras ellos a la carrera.
Mientras sus guardias e hipaspistas caracoleaban frente a los indios, observó la disposición del enemigo…
Poro había aprovechado que llegaban a un campo limpio de lodo, con un suelo de arena compacta, para colocar a sus elefantes en primera línea a unos cien pies unos de otros. Los espacios intermedios los llenaba una infantería bastante peor arma da que la macedonia y amparada a la sombra de los elefantes. En cambio la caballería quedaba en las alas, según la tradición más antigua: sus caballos no valían lo que los suyos, pero los jinetes tenían un aspecto aguerrido.
—Hay que aprovechar la superioridad de nuestros hipaspistas y acometer por los flancos.
Alejandro y Hefastión distribuyeron rápidamente sus fuerzas. Pero antes de que se hubieran colocado, sus hombres soltaron una exclamación: a espaldas del enemigo acababan de aparecer Pérdicas y Nearco, quienes, no contentos con tomar la orilla, lo habían seguido por el camino abierto por los elefantes.
Aquello provocó cambios rápidos en la disposición de los indios. Poro se vio obligado a dividir a su ejército en dos mitades. Pero, antes de que hubiesen acabado la maniobra el monarca y su favorito cargaron por sus respectivos flancos: la guardia casi tuvo que perseguir a su rey, que cabalgaba sobre una bestia más joven y briosa que Bucéfalo.
La velocidad y potencia de las acometidas consiguieron que la desconcertada caballería india se replegara detrás de la muralla de los paquidermos.
A continuación los cornacas concitaron a los elefantes contra ellos y las grandes bestias avanzaron con nuevos barritos que hicieron retumbar el suelo. Pero los griegos se dispersaron y los arqueros aprovecharon para envolverlos en una densa nube de flechas.
Unos momentos después los hombres de Nearco y Pérdicas se precipitaban a herirlos con sus largas sarisas en las patas y en la trompa.
—¡Los ojos! —gritaban mientras avanzaban—. ¡Buscad los ojos!
Los elefantes se revolvían oprimidos. Algunos, ya sin jinete ni cornaca y enfurecidos por el dolor, aplastaban indiscriminadamente a amigos y enemigos o se golpeaban contra los árboles que se rompían con un crujido. Muy pronto a aquel desorden se unió la masacre de la infantería india que avanzó contra los macedonios.
Nearco y Pérdicas comandaban a la mayoría de los hoplitas. Pero el destacamento de Alejandro no se quedó a la zaga en la matanza. El propio Aristandro, revestido de una coraza ensangrentada, daba ejemplo blandiendo a diestro y siniestro su arma.
Al poco, la aparición tardía pero oportuna de los elefantes de Taxiles y Meroe, a los que una vez ocupada la otra orilla habían hecho cruzar el río, terminó por inclinar definitivamente la balanza.
—¡Huyen! —exclamó un exultante hoplita al ver que eran cada vez más las bandadas de enemigos que abandonaban la batalla.
Pero Poro seguía sin rendirse. Su cota de malla apenas le descubría uno de los hombros y resistía a todas las flechas mientras desde lo alto del más hermoso de los elefantes arengaba a lo que quedaba de sus tropas.
Nicias localizó el cuerpo de un arquero con la cabeza aplastada por un elefante. Parecía una sandía estallada en medio de un charco de sesos. Hincó una rodilla en el suelo y agarró las tres flechas del carcaj. Las clavó en el suelo, cerró un ojo y tensó la cuerda. Todo el campo de batalla desapareció salvo el enemigo. Esperó hasta que Poro se dio la vuelta, y disparó…
La primera flecha se quedó corta.
Golpeó la gruesa manta que cubría al elefante y quedó colgando en medio de una cincuentena más. La manta asaeteada vibraba con cada movimiento del animal. Por los tramos al descubierto su piel era tan gruesa que los dardos no se clavaban, sólo en sus orejas tenía un par de ellas, y luego en un ojo medio cerrado que chorreaba sangre.
Nicias agarró la segunda saeta.
Volvió a concentrarse y se acercó todo lo que pudo: los enemigos eran ya pocos y la mayoría estaban envueltos en duros combates.
Un poco más arriba…
Esta vez acertó: Poro se palpó el hombro descubierto y se arrancó la flecha. Su cara se torció en un rictus de dolor. Se llevó la mano a la herida y, al comprobar cómo sangraba, comprendió que no podría seguir combatiendo por mucho tiempo. Quiso retirarse. Pero el Macedonio, que no había dejado de admirar su valentía, ordenó que le bloquearan el camino.
—No lo matéis. ¡Lo quiero vivo!
Ya se formaba el espinoso rodal en torno al monarca herido y algunos arqueros se habían subido a los árboles. En medio de las lanzas, Poro hacía girar su montura, considerando nerviosamente por dónde romper el cerco. Al poco éste se abrió por uno de los extremos, y entre los lanceros macedonios apareció Taxiles.
—¡Poro! —exclamó en su idioma. Tenía la mano libre alzada en son de paz—. ¡Vengo de parte de Alejandro! ¡Ríndete y te agraciará!
Como habían cegado a su elefante, llegaba a caballo. Pese al evidente agotamiento tenía la prepotencia del vencedor. Pero Poro le lanzó una airada advertencia, y luego otra de sus jabalinas, que falló por poco. Era la última y se quedó vibrando, clavada en el duro suelo.
Cuando vio que le echaba encima a su elefante tuerto, Taxiles partió al galope y se refugió detrás de un grupo cerrado de árboles.
—Ve tú —le dijo entonces Alejandro a Meroe.
Meroe era un antiguo amigo de Poro que en el último momento había considerado prudente arrimarse al nuevo Gran Rey.
No era una tarea fácil, y la asumió con cara de poco convencimiento.
La montura de Poro los miraba enfurecida con su único ojo. Más que un elefante parecía un toro ensangrentado. Meroe se había acercado con prudencia hasta que comprobó que Poro lo observaba sin decir nada.
A mí no me odia tanto como a Taxiles
, pensó.
Al cabo hizo que su elefante avanzara hasta pegarse casi lomo con lomo con el de Poro y durante unos momentos los invasores, con sus sarisas en ristre, vieron cómo los dos indios conversaban tensos en su extraña lengua.
Poro escuchaba ceñudamente.
Por fin el orgulloso hombre levantó la vista: el campo de batalla quedaba tapizado con los cadáveres de sus súbditos. El hedor de la sangre era omnipresente. Algunos pinos astillados y la papilla a la que habían quedado reducidos muchos hombres añadía un punto de crudeza al horror.
Durante unos instantes su rostro se mantuvo hierático, tan indiferente a sus súbditos en la muerte como en la vida.
Pero después obligó al paquidermo tuerto a doblar las patas, cosa que éste hizo con un bramido de cansancio: él también tenía ganas de recuperarse de las picazones y de las heridas.
Mientras el indio echaba pie a tierra y saciaba su sed con el odre que le tendía Meroe, Alejandro se acercó en su caballo, echó pie a tierra y contempló admirativo la figura de aquel gigante de ébano que pese a las múltiples heridas lo esperaba con la cabeza alta.
—¡Hombre infeliz!
Se quitó el casco embarrado y agitó su melena humedecida por la lluvia.
Sólo los barritos de los elefantes rompían el silencio de la muerte.
—¿Cómo has osado enfrentarte a mí? ¿Qué delirio te ha llevado a intentar medir tus fuerzas con el hijo de Zeus-Amón cuando conocías el crédito de mis armas y, sobre todo, mi clemencia con quienes se me rinden? ¿Cómo he de tratarte ahora?
Meroe se lo tradujo a Poro, quien clavó en el Macedonio su mirada de azabache. Lo que dijo sonó muy cortante.
—Dice que hasta el momento no pensaba que hubiera ningún hombre más valiente que él. Pero que espera que lo traten como lo que es: como a un rey.
El hijo de Filipo volvió a admirar al gigante.
A continuación se giró hacia Táxiles.
—Este guerrero mantendrá su reino del que será sátrapa a mismo título que tú, Taxiles. Dile, Meroe, que estoy orgulloso de haber luchado contra un rey. En toda mi larga campaña es el primer hombre digno de ese título con el que me enfrento. A partir de hoy lo cuento entre mis amigos y tendrá el privilegio de no prosternarse ante mí. ¡Que Zeus le dé larga vida!
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] No. No soy Hefastión, ni tampoco tu padre. Soy tu lugarteniente Parmenión, el hombre a quien asesinaste vilmente, y vengo a pedirte cuentas por ello. ¿Pensabas que matándome se acababa tu culpa? ¿Creías que iba a bajar al Hades tan tranquilo? ¿Qué te dejaría escapar impunemente? ¡Qué poco me conoces, Alejandro! Los dioses no han permitido que me vengara en vida. Pero ahora que no soy más que una sombra estoy dispuesto a atormentarte en tus últimas horas. Estás a punto de incorporarte al mundo de los muertos y dentro de muy poco tú ánima caminará por la oscuridad codo con codo junto a todos los miles de hombres de todas las razas que han sucumbido a causa de tu locura. Tus enemigos, que son legión, esperan con impaciencia el momento de escupirte a la cara. Porque allí todos somos de verdad iguales. Allí no contarás con ninguna guardia. Y te va a resultar muy complicado. A menos que alguno de los dioses se digne a bajar para garantizar que cruzas en la barca de Caronte, algo, te lo anuncio, bastante improbable. Pero no estoy aquí para asustarte. Ya tendrás tiempo de descubrir los horrores del Hades. Sólo pretendo obligarte a recordar, hijo. Ahora que no estoy obligado a acatar tus órdenes quiero que escuches mis palabras que serán tan duras como duros fueron en vida tus actos. ¿Recuerdas la conspiración de Filotas, mi primogénito? Ya veo que sí. Pero ¿sabes cómo se originó? Claro que no. Porque el poder te volvió ciego a todo lo que ocurría a tu alrededor. El poder te hizo perder contacto con la realidad de los hombres. Sé sincero, Alejandro. Empezabas a gozar no sólo de la muerte de tus enemigos sino también de los más cercanos. De todos los que hemos sido incómodos testigos de tus debilidades. Cada vez más, al eliminarnos, lo que sentías era el placer de una libertad agrandada, no te avergüences de confersarlo. Y ellos te traicionaron. Pero no a ti, sino al repugnante monstruo que empezabas a ser. Filotas no era un buen hijo. Pero tampoco era un buen traidor. Pese a su escasa prudencia tenía un amor demasiado profundo por su padre y por su rey. Sin embargo, le humilló la manera en la que me trataste en Menfis: «
Yo también aceptaría, si fuera Parmenión
». Me tildaste de cobarde delante de amigos y enemigos. Y, pese al aprecio que te tenía, le dolió que me trataras así. Él veía que tras aquel estúpido viaje al oasis de Siwah me empezabas a soslayar. Y no se lo explicaba. A ti la visita al Oráculo te había ensombrecido. Pero también te había reafirmado en tus pretensiones. Estabas cada vez más empeñado en que te reconociéramos como hijo de Zeus-Amón. Y yo lo único que dije fue que me alegraba de verte entre los dioses, pero que me apiadaba de quienes tuvieran que estar bajo el mando de quien se siente más que humano. «Para bien o para mal yo siempre tendré los pies en la tierra», te previne. Yo no podía tolerar tus pretensiones divinas. Podía admitir que las utilizaras para impresionar a los necios, pero no a mí que te había visto crecer a la sombra de tu padre. Yo conocía tus flaquezas. Y a ti se te quedó clavado como una espina. Lo pude sentir a partir de ese día en tu mirada. En tu rigidez, cada vez que me tenías cerca. Hubo un antes y un después de Siwah. Y ya podía cumplir laboriosamente y colaborar en cada una de tus victorias que no me lo habrías dejado pasar, ¿no es cierto? Te empezaba a estorbar mi presencia. Y todos entendieron lo que pretendías cuando me dejaste como gobernador de la Media. «Es la satrapía más rica, y merece el mejor gobernante.» Me pusiste hipócritamente la mano sobre el hombro delante de los oficiales a los que habéis congregado en el patio de armas. Era el gesto con el que me distinguías antes de cada batalla y que corrompiste definitivamente. Me dijiste que yo te guardaría las espaldas, como siempre. Pero aquello no engañaba a nadie. Y Filotas lo sintió como una nueva bofetada. Ésa fue la gota que colmó el vaso, lo que lo decidió a cruzar la línea. De pronto concluyó que yo estaba demasiado viejo para defender el orgullo de nuestra familia. Era el momento de dar un paso al frente, de tomar el relevo. Y a partir de ahí empezó a disimular. Pero cometió el error de desvelarme sus planes en una de sus cartas. Cuando me llegó, yo seguía en el palacio de Deyoces. Recuerdo que me asomé, con la misiva en la mano, y ojeé por encima las diferentes murallas superpuestas que defendían aquella ciudad que estaba condenada a ser mi prisión y mi tumba. Cada una tenía un color diferente que representaba los círculos divinos del cielo de Ahura Mazda. Pero a mí me pareció que eran los círculos del mismísimo infierno. Los dioses me estaban poniendo a prueba y esa noche no dormí mientras tumbado en mi lecho debatía cómo actuar. Pero en mi fuero interno ya estaba decidido. Nadie vence contra su propia naturaleza, ¿no es cierto? Aun así yo todavía contaba con salvar su vida. Y yo mismo te entregué en mano, en Zadracarta, el día de la coronación, la misma misiva que luego leíste en público antes de ejecutarlo. Creo que ni me miraste cuando lo hice. Ése fue el único favor que te pedí en todos mis años de servicio. ¡Miserable! Te fui fiel hasta el final. Pensaba que por deferencia hacia mi lealtad agraciarías a Filotas. Era el único hijo que me quedaba. ¿Y cómo me recompensaste? ¡Enviando al cobarde Hefastión! ¡Pidiendo mi venia para colgarlo! Sabías que no me podía oponer a unas leyes que había jurado respetar. ¿Qué pretendías? ¿Que mendigara tu perdón? Ya había perdido tres hijos, y bien podía perder el último, que era el menos valioso. Aun así, ¡cómo me temblaba la mano cuando me vi obligado, bajo la mirada de Hefastión, a firmar su condena a muerte! Yo ya sabía que no había sido capaz de ejecutar a Arrideo, y seguramente habría podido utilizar su debilidad en su contra. Forzarle la mano de alguna manera. Pero ese tipo de maniobras siempre han estado muy alejadas de mi naturaleza. Y al final firmé, sí. Pero ¿te conformaste con eso? ¡Qué va! ¡Niñato malnacido! ¡Tuviste que difamarme delante de todo el ejército! Me achacaste, el día en que los reuniste en aquel lamentable consejo de guerra, el conspirar con los traidores. A mí, al más fiel de tus oficiales. ¡Hasta dónde puede llegar la ingratitud de un monarca! Y luego, no contento con ello, ejecutaste a Filotas. Lo exhibiste junto al cuerpo de Cambyses en medio de Zadracarta. Querías que todo el pueblo los viera, que cundiera el ejemplo. Y además dispusiste a tu caballería por todos los caminos que salían hacia la Media. Diste orden de interceptar cualquier correo que pudiera prevenirme. Temías mi reacción. Ya digo que muy tontamente, porque rebelarse no va con el carácter de Parmenión. Pero peor, infinitamente peor, fue la manera en la que el pérfido Tolomeo y Pérdicas, tus siguientes emisarios, me ejecutaron. Yo esperaba ansioso tu respuesta. Pensaba, tonto de mí, que traían noticias de tu magnificencia. Al fin y al cabo te habías mostrado benevolente con la familia de Darío, con el mismo Darío y con todos los vencidos. ¿Cómo no ibas a mostrarte magnánimo con tu propio lugarteniente? Pero cuando los tuve en mi presencia, en mis aposentos, los tres a solas a instancias de ellos, me encontré con que en vez de anunciarme que habías agraciado a Filotas lo que hacían era reducirme entre ambos, aprovechándose de que no iba armado, y cubrirme el rostro con un saco. «Lo sentimos, viejo», susurró Tolomeo. «Son órdenes de Alejandro.» No me permitieron ni mirarlos mientras me abrían el cuello. Me rompieron la tráquea. Me degollaron como a la más desdichada de las víctimas. ¡A mí, que había gobernado la Media con una justicia ejemplar, como estimaba que debía ser un gobierno de Macedonia, me ejecutaste de aquella manera trapacera, sin escucharme, como a un vil felón! Pero tu locura ya había alcanzado las cimas desde las que no se distingue al amigo del enemigo. Yo habría podido comprender que te resultara peligroso. No ya porque quisiera vengarme sino porque mi prestigio ante los macedonios empezaba a ser mayor que el tuyo. ¿Pero sabes por qué, Alejandro? Porque yo seguía siendo humano. Sí, humano. Los hombres confiaban en mí porque sabían que yo era severo pero justo. Eso lo habría entendido, como digo. Pero lo que te llevó a suprimirme fue algo más profundo. Me mataste por la misma razón por la que acabaste con Filipo. Porque éramos las dos únicas personas que habíamos ejercido en algún momento una autoridad sobre ti. Quienes dirigimos a los hombres sabemos que la autoridad es una herida que quien la sufre jamás perdona. Ni siquiera infligirla a los demás borra las huellas de esa humillación con la que se vive para siempre. ¿Te has preguntado por qué quienes acostumbramos a ordenar sentimos a menudo un extraño desasosiego? Es porque aquellos a los que hemos amenazado con nuestra autoridad siguen con vida. Y la venganza potencial de tantos soterrados enemigos puede llegar a hacerte perder el sueño, incluso la razón. Y en tu caso, a medida que crecías, también lo hacía tu odio hacia quienes habían podido ejercer de uno u otro modo esa autoridad sobre ti. Es posible que tu padre hubiera terminado por dejar reinar al hijo de Cleopatra. Filipo nunca fue un santo, no diré lo contrario. Pero si lo mataste fue por motivos políticos que todo el mundo entendió, eso por descontado. Pero también porque era el principal testigo de algo que querías enterrar de una manera definitiva, ¿no es cierto? Y había otra persona que siempre te impresionó: el viejo Parmenión, el hombre que desde que eras un mozo tomó sobre sí la responsabilidad de formarte en el arte de la guerra, el macedonio que preparó el terreno para tu dichosa Conquista y sin cuya ayuda no habrías conseguido nunca vencer como lo hiciste. Tú sentías en mí esa misma autoridad paterna, ese yugo demasiado pesado que no acababas de conseguir sacudirte. No podías perdonármelo, ¿verdad, hijo? Por eso tenías que afirmar tu superioridad sobre Parmenión. Por eso querías hacerme aparecer como un viejo cascarrabias ante todos. En el fondo no tolerabas mi firmeza. Ni la forma en que rebajaba tus pretensiones divinas. Ni mi prudencia. Ni mi diligencia. Ni mis consejos. Y, sobre todo, no soportabas que te comparara continuamente con tu padre. Por eso, cuando estuviste lo suficientemente seguro, cuando sentiste que por fin podías prescindir de mí, te desembarazaste de quien llegó a quererte como a su propio hijo. Igual temías el peso de mi mirada después de colgar a Filotas. No lo sé. Pero poco importa. Aristóteles tiene razón: convertirte en un tirano ha sido tu único éxito. Por eso yo te maldigo, Alejandro. Te maldigo con todas las fuerzas que me quedan. Te maldigo a ti y a todos los descendientes, ya sean varones o hembras, que puedas tener en esta desgraciada tierra. Y ten por seguro que haré todo lo posible para que tu imperio caiga en ruinas y que se pierda cuanto antes en el olvido de las generaciones futuras. Ah, pudiste hacer algo grande, hijo. Mucho más grande que tu padre. Pudiste convertir a nuestro reino en la cabeza perdurable del mayor imperio habido nunca sobre la faz de la tierra. Pero ¿qué has conseguido? Mira a tu alrededor. En menos de diez años todo se habrá desunido y tus trazas sobre el mundo habrán desaparecido. ¡Filipo no habría fallado tan torpemente! Podrás hacerte la ilusión de lo contrario, podrán contar maravillas de tu Conquista. Pero nunca lo has superado. Porque lo que él construyó te llegó a ti, mientras que ¿qué le vas a dejar a tus descendientes? Tu nombre y esa vaga gloria que perdurará, ella sí, pero con la falsedad de todas las leyendas. Alejandro, el veleidoso Rey de la Nada y del Capricho. Así es como habrá que llamarte. […]»