Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Invierno de 325-324 a. C
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De Olimpia a Alejandro, salud
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¿Escucharás por fin mis consejos? No te inquietes por tus hombres. Acaba con quien te preocupe y castiga a los insolentes. Sus pellejos, comparados con el tuyo, no valen más que los de carneros. Tú eres el hijo de Zeus-Amón; ellos, un puñado de miserables mortales
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Y ahora regresa
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La vida te ha enseñado la mayor lección: que no hallarás calor fuera de los brazos de tu madre. No permitas que nos vuelvan a separar y acaba con todas las perfidias de Antípatro
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Desde que has partido no deja de burlarse a tus espaldas. Te llama «ese persa histriónico». Asegura que tu expedición sólo ha servido para que se escriban bonitos relatos de viajes. Que te encierras en tu palacio despechado contra los macedonios que te han obligado a volver
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Dice que por eso los estás licenciando y sustituyendo por orientales
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Es un alacrán
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Le has dado todo, pero se revuelve contra ti
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¿Cuándo comprenderás que tienes que destruir a todos tus enemigos antes de que ellos te destruyan a ti, hijo mío?
Donde recorremos la ciudad más hermosa del mundo
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Alejandro se ha confinado en Babilonia, donde los astilleros trabajan reconstruyendo su flota para iniciar nuevas campañas por la península arábiga que le permitan unir por una ruta fluvio-marítima Babilonia y Alejandría. Sin embargo, mientras anda ajetreado con los preparativos, se cruza en su camino el más implacable de los enemigos.
¡Terrible es la muerte despiadada!
¿Construimos una casa para siempre?
¿Sellamos las tabillas para siempre?
¿Parten los hermanos los bienes paternos para siempre?
¿Reina la ira en el país para siempre?
¿Duran las crecidas de los ríos para siempre?
¡Desde siempre no existe nada permanente!
Los grandes dioses Anunnanki otorgan muerte o vida
,
mas el día de la muerte permanece oculto para todos
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Epopeya de Gilgamesh
A las puertas de Babilonia
Verano de 324 a. C
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—Ya hemos llegado. Mirad allí…
Había cabalgado en busca del médico más famoso del Imperio y lo habían secuestrado en plena noche a la entrada de su lujosa villa para volver en otra tremenda galopada. Su media docena de macedonios eran jóvenes y andaban recién llegados de Grecia. Pero Ziusundra, que frisaba la sesentena, daba muestras evidentes de cansancio y cuando al alzar la cabeza vio que aparecía al fondo de la llanura la inconfundible silueta de Babilonia no reprimió su alivio.
—La joya de los caldeos —musitó ralentizando el paso de su montura.
Él había sido escriba antes de dedicarse a la
asûtu
, la medicina no sacramental. Muy pronto, sin embargo, al destacar por la eficacia de sus remedios fue solicitado por la Corte de Susa. Y allí residía, con una rutina que ni siquiera la Invasión había alterado. Que el nuevo Gran Rey lo solicitase era para él, más que un honor, un incordio, tan apegado estaba a las costumbres de su ciudad adoptiva. Además no le gustaba actuar sobre lo desconocido. Para que sus remedios fueran eficaces resultaba imprescindible haber podido observar previamente al organismo. Verlo evolucionar mientras estaba sano. Conocer sus rutinas.
No había mejor manera de ayudarlos, cuando decaían, a recuperar el equilibrio.
Sin esa experiencia previa cada enfermo era una incógnita y un riesgo, cosas ambas que Ziusundra detestaba. Lo desconocido era territorio de mediocres y aventureros. En su opinión, un hombre experto siempre se las apañaba para encontrarse en su querencia.
Además, al igual que la mayoría de sus colegas, él sabía perfectamente que hay dos tipos de enfermedades: las que se curan de cualquier forma y las que no se curan se ponga uno como se ponga. Y si se habían visto obligados a ir a buscarlo, era porque probablemente ninguno de los médicos locales había podido hacer nada…
—Sigue habiendo mucha animación —dijo Nicias que acababa de tirar de las riendas para que su yegua negra, de hermosas crines, ralentizara el paso y se colocara a la altura del médico. Detrás iba el último hombre junto con un animal cargado con los vendajes, tablillas y medicinas. Lo dijo en ese persa rudimentario aprendido a la fuerza durante los años de ocupación. Desde Susa no dejaba de azuzarlo y sentía la necesidad de mostrarse amable.
—Es el noveno día de la Festividad de Año Nuevo… —repuso algo lacónico el médico quien por su parte manifestaba esa suspicacia natural de cualquier local hacia un invasor.
Nicias posó la mirada en la polvorienta calzada. Ésta no tenía tantos guardacantones como el Camino Real. Después alzó la cabeza. El sol a sus espaldas permítía una visibilidad perfecta de los muros exteriores de Babilonia. Varias parejas de grandes torres los reforzaban y entre ellas el camino de ronda era tan ancho que tres carros podían circular sin problemas por unas murallas que vallaban el horizonte durante muchos estadios hasta doblarse en ángulo recto, muy a mano derecha, por donde el Éufrates delimitaba la que, con casi un millón de habitantes, seguía sien do la mayor ciudad del mundo.
—Vamos —le hincó los talones a su montura.
Las puertas de la muralla exterior permanecían abiertas entre dos de las torres y no dejaban más ancho que el de la entrada para el tránsito de comerciantes y labriegos con sus carretas y sus bestias de carga con las alforjas repletas de frutas y mercancías. Aquel trasiego incesante se intensificaba hasta el absurdo durante la Festividad anual en honor a Marduk.
Pasaron bajo la mirada de los arqueros.
Más allá quedaba un patio enlosado lleno de hombres armados. Junto a una fosa séptica se podía ver a una treintena de macedonios, babilonios y alguno persa. De ahí se penetraba por un pasadizo abovedado que magnificaba las voces de los comerciantes y el claqueteo de los cascos de caballos.
La sensación de entrar en Babilonia era única. La ciudad destilaba un orgullo señorial que la distinguía de cualquier otra.
Y esa sensación se agudizaba cuando, al salir por el otro lado del pasaje, la vista se topaba con un segundo recinto amurallado, el de la ciudad propiamente dicha, sobre el que despuntaba el zigurat que tanto impresionara en su momento a Herodoto. Nueve o diez terrazas superpuestas una encima de otra culminaban en un altar de un azul reluciente cuya presencia conseguía que en comparación deslucieran tanto el palacio de Nabucodonosor como su vecino el Esangil, el templo de Marduk.
A izquierda y derecha la perspectiva cambiaba: entre los dos recintos amurallados se extendía un cinturón verde con las ajardinadas villas, con numerosas chozas de junco más modestas y, sobre todo, con los inmensos establos del Gran Rey, adosados por muchos estadios a las murallas.
Aquélla era la ciudad de las yeguadas reales. Se mantenían ochocientos sementales y dieciséis mil hembras de las razas más variopintas, incluidas las más pequeñas de Sogdiana. También se criaba tal cantidad de perros que eran necesarios los tributos de cuatro ciudades para alimentarlos.
El único edificio oficial en la zona de entremuros era el palacio de verano de Nabucodonosor, hacia el norte. En sus jardines llenos de sauces llorones se erigía una enorme tienda con un dosel que se apoyaba, tensado, sobre cincuenta columnas plateadas.
Era allí donde coincidiendo con el culto a la primavera se había celebrado la boda de diez mil macedonios con diez mil mujeres persas. El Gran Rey quería juntar las razas. Desde su regreso de la India las relaciones con su ejército no habían vuelto a normalizarse y ésa era la peculiar solución que había encontrado para aculturarlos y diluir su influencia.
Era una de sus últimas ideas que sus hombres habían recibido con un escepticismo que se añadía a los naturales recelos provocados por los recientes licenciamientos.
En cambio las Aqueménidas y sus cada vez más numerosos partidarios se mostraban encantados: durante los últimos tiempos ellos nunca habían dejado de presionar para que Alejandro tomara a Estatira como esposa y, una vez caída en desgracia Barsine, eso minimizaba la importancia de Roxana y además era una ocasión inmejorable para promocionar a las hijas de familias allegadas.
Los esponsales habían sido grandiosos.
Se ofrecieron libaciones al son de los salpinx. Las mujeres veladas se dirigieron lenta y graciosamente hacia sus futuros maridos y Alejandro y Hefastión dieron ejemplo depositando un beso nupcial en los labios de Estatira y Parisátide. Cada cual tenía una mano palma con palma con la de su pareja, ambas unidas por un simbólico cordelito.
A Tolomeo, que volvía de la Media, y a Pérdicas se los emparejó con las hermanas menores de Barsine, las dos hijas restantes de Artábazo, y a Nicias le tocó en suerte una babilonia de ascendencia asiria, de escasa altura, de tez blanca, de cejas negras, de labios pulposos de un rojo brillante y de grandes ojos rasgados ligeramente bizcos.
Con ella había pasado dos días sin salir de su tienda.
Pero la aparición imprevista de Tolomeo había interrumpido la luna de miel.
—Lo siento. Hefastión acaba de caer enfermo a causa de los excesos y Alejandro reclama la presencia inmediata del médico Ziusundra.
Aunque ya no estuviera a sus órdenes, Nicias seguía sintiendo por Tolomeo el mismo respeto. De modo que se vistió apresuradamente y Nubta, que así se llamaba su esposa, lo observó desde el lecho mientras se ponía un peto ligero, se colgaba al hombro su espada y le hacía entender, en aquel persa que chapurreaba, que estaría ausente unos días pero que volvería.
Ella le dedicó una sonrisa deliciosa con la que desde entoncese ansiaba reencontrarse.
La de Marduk era una de las ocho puertas que daban acceso al recinto interior. Sobre sus paredes recubiertas de ladrillos esmaltados destacaban en bajorrelieve un puñado de dragones y toros, los símbolos respectivos del dios principal y de Akad. Los pasajes abovedados eran más pequeños que los de la muralla exterior. En sus muros interiores tenían frisos amarillos con rosetas blancas y algunos grifos amenazadores con la cabeza vuelta hacia ellos.
La luz anunciaba el final del pasadizo. Y más allá empezaba el alboroto. Las calles empedradas se cortaban en ángulo recto y se oían las letanías de los sacerdotes que acompañaban a la procesión.
Cuando el cielo no tenía nombre y abajo no había tierra.
Cuando no había sido creado ningún dios.
Cuando nada tenía nombre.
Éste es el tiempo sin tiempo del que hablamos.
Éste es el tiempo de los orígenes del mundo.
De la unión de Apsu, dios de las aguas fluviales,
y Tiamat, diosa de los océanos,
resultaron dos parejas:
Lakhmu con Lakhamu, causantes de las inundaciones,
y Anshar con Kishar.
Anshar engendró a An, dios del cielo,
el cual tuvo un hijo llamado Ea.
Éste fue el dios de las aguas y de la sabiduría.
Éste es el tiempo sin tiempo del que hablamos.
Éste es el tiempo de los orígenes del mundo.
Los jóvenes dioses turbaron
el sueño de Apsu, el cual se quejó a Tiamat:
«Su conducta me desagrada. Durante el día me incordian,
por la noche no duermo. Debo destruirlos».
Éste es el tiempo sin tiempo del que hablamos.
Tiamat se negaba. Pero aconsejada por Mummu,
dio su aprobación. Y así nacieron
el terror y el miedo. Ea se erigió en salvador.
Ea sumió a Apsu en un sueño mortal. Ea venció a Mummu.
Y luego construyó una vivienda. ¡Miradla!
Ea contrajo matrimonio con la diosa Damkina.
Y de esa unión nació Marduk. Era Marduk
una extraordinaria criatura de cuatro ojos,
de cuatro orejas y cuatro labios que arrojaba llamas…
Era la Epopeya de la Creación, la
Enuma Elish
. Al final, los dioses concedían el poder sobre el mundo a Marduk, el cual se lanzaba contra Tiamat en un carro tirado por cuatro dragones que escupían veneno.
Tras conseguir destruir a los demonios que protegían a Tiamat y atravesar a ésta con una flecha, Marduk dividía su cuerpo en dos partes y hacía con ellas la bóveda celeste y la tierra.
Después erigía en el cielo su lugar de residencia, dividía el año en meses, creaba la luna, las animales, las plantas y por último degollaba al galán de Tiamat para crear con su sangre a los hombres.
Aquella lengua incomprensible evocaba con su musicalidad historias de tiempos legendarios, de grandes diluvios y destrucciones.
Era un perfume que se te pegaba al oído, como una invitación a la trascendencia.
Ahora parecía como si una mar tumultuosa hubiese invadido las calles con olas que alcanzaban su máxima intensidad en la
Ai-ibur-shapû
, a la que se asomaban. La imponente Vía Procesional tenía en sus muros decenas de leones blancos de melena encarnada. Era la gran arteria de la ciudad, la que la abría en canal, dejando al este el dédalo de callejuelas residenciales y al otro lado los edificios oficiales.
El pequeño grupo de jinetes echó pie a tierra y apartó a la gente.
Resultaba difícil abrirse camino entre la masa compacta que precedía a la procesión y prefirieron esperar a que pasara la muchedumbre enfervorecida que sembraba de flores el paso del cortejo. Los sacerdotes y los barbudos músicos con sus tambores, sus flautas y sus arpas precedían a las estatuas de los dioses.
La de Marduk, en el carro más grande de todos, iba arrastrada por cuatro mulos. Y detrás, en carros más pequeños, llegaban Ea, Bel, Jergal, Nebo, Merodach e Ishtar.
Todos iban adornados con coronas de flores y colores brillantes.
La estatua de Ishtar, con su sonrisa apaciguadora, le pareció a Nicias la más hermosa de todas.
Le hacía pensar en la expresión de su madre en su lecho de muerte. Su sonrisa parecía haber atravesado medio mundo para iluminar el rostro de la divinidad.
En ese preciso instante, desde un balcón en lo alto del palacio real se asomaban la viuda del Codomano y sus hijas. La depuesta soberana observaba la procesión y comprobó que los guardias permitían que la riada volviera a inundar la vía por detrás de las estatuas.
Era la primera vez que se presentaban en público desde las bodas que las habían convertido en las dueñas oficiosas de la Corte. Sus trajes elegantes y de color púrpura las hacían inmediatamente reconocibles y a ratos la muchedumbre levantaba la cabeza y les lanzaba vivas.
—Mirad allí…
Pese a la edad que las separaba, Estatira y Parisátide parecían gemelas.
En medio de la muchedumbre empezaban a sobresalir las cabezas agotadas de los caballos que Nicias y sus hombres guiaban avanzando como podían por detrás de los dioses. Los ojos oscuros de la madre parpadearon. Su mano señalaba entre el gentío.
—¿No son los que guían esos caballos los guardias que envió el Macedonio? ¿Y no es aquél Ziusundra…?
Parisátide lo confirmó con un estremecimiento. En su ingenuidad pensaba que la presencia del gran médico bastaría para curar al agonizante Hefastión. Estatira le apretó la mano con una actitud esperanzadora que nacía de un sentimiento de obligación más que de otra cosa.
—No conviene hacerse ilusiones, hijas mías. Son ya muchos días, y el Gran Rey Alejandro ha ordenado que lo instalen en el templo de Ninmah…
Al oír aquello, Parisátide sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.