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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (54 page)

«¿Adónde debemos llevar los cuerpos de los difuntos ¡oh, Ahura Mazda!?» «A los lugares más altos, ¡oh santo Zoroastro! Allí donde los perros y las aves los descubran más fácilmente. Los mazdaístas sujetarán a los muertos por los pies y por los cabellos con hierro. Si no obran así los perros y las aves se llevarán los huesos con los trozos de carne. Si pueden, colocarán los cuerpos sobre piedras, tapices o morteros. Si no, sobre su propio lecho o sobre una estera expuestos a la luz y extendidos sobre el suelo.»

En los jardines reales, a orillas del Oxo, los pájaros alborotaban en las copas de las catalpas con las que los sátrapas habían querido poblar aquel rincón del recreo. En los límites del sendero se podía ver una ardilla saltando de rama en rama por los desnudos esqueletos o bajando apresuradamente del tronco. La hojarasca formaba una capa crujiente que delataba sus pasos apresurados. Por todas partes la vida iba espabilando con la salvedad de los hombres de poder, que aún dormían.

A esas horas en el palacio de Bactria los guardias que vigilaban las puertas bostezaban tras una noche tranquila cuando, de pronto, por una de las portezuelas traseras recién abierta por los esclavos apareció uno de los generales macedonios que ocupaban desde el invierno el lugar.

Los guardias lo saludaron con reverencia. Pero el extranjero tenía un aire preocupado y apenas los contestó. Unos instantes bajaba por una primera escalinata hasta la amplia terraza elevada y soportada por gruesos contrafuertes sobre la que se alzaba el palacio propiamente dicho.

Lo más hermoso del edificio era otra escalera lateral que descendía desde la terraza hasta el propio río, donde se sumergían sus primeros peldaños, guardada a ambos lados por dos leones alados con cabeza de águila, y también al jardín ribereño por donde a lo largo del día paseaban los cortesanos.

Era hacia allí donde se dirigía el macedonio quien no era otro que el viejo Eúmenes.

El secretario de Alejandro había pasado la noche desvelado y seguía dándole vueltas a los últimos sucesos.

2

Había pasado más de medio año desde el inicio de la campaña sogdiana, pero muy pronto el otoño sucedió al verano sin que la paz sucediera a la guerra. Si hasta Sogdiana cada victoria en un campo abierto iba seguida por la huida precipitada de los vencidos y la toma de la capital correspondiente, aquí las cosas estaban llamadas a ser diferentes.

Espitámenes había llamado a la rebelión por todo el territorio y, tras comprobar que el terreno arrasado no los desanimaba, les entregó algunas ciudades. Pero nada más partir el grueso de los ejércitos se dedicó a masacrar con la ayuda de los lugareños a las guarniciones que iban dejando por detrás, sin que luego las cruentas represalias consiguieran otra cosa que provocar nuevos levantamientos, una circunstancia que los había obligado a volver sobre sus pasos y cruzar de nuevo el Oxo en espera de que llegaran nuevos refuerzos.

—Os advertí que se trataba de un pueblo beligerante —dijo Farnabazo.

A aquello se añadía la ejecución de Beso: el bactriano había recibido un somero juicio en Bactria por parte de una decena de notables encabezados por Artábazo y al final se lo había crucificado en un árbol a la vista de todo el mundo, tal y como estipulaban las leyes del Imperio.

Su muerte había sobrevenido con rapidez, pues estaba muy debilitado, pero el efecto fue nefasto. Porque desde entonces había pasado de ser un villano a convertirse en un mártir y en un símbolo para una Bactriana que, desposeída de sus recientes pretensiones sobre el Imperio, también empezaba a sublevarse.

Con todo, lo que más preocupaba a Eúmenes no eran las nuevas campañas que iniciarían en breve —con las tropas que les llegaban de Macedonia consideraba que el sometimiento de la zona era una mera cuestión de tiempo— sino el que Alejandro se pasara otra vez todo el tiempo con persas.

El que cada vez empezara a hacer uso de aquella lengua bárbara para sus gestiones.

El que a semejanza de otros grandes reyes ya no utilizara fórmula de saludo con nadie salvo con su propia madre.

Si se hacía caso de lo que decían las Aqueménidas, la mariposa había «salido de la crisálida». La expresión le hacía gracia, pero por muy alto que empezara a volar esa extraña «mariposa» ciertos problemas tenían el don de devolverlo a la tierra. El principal, desde luego, era la rebelión de los sogdianos.

Pero otro era que los griegos seguían mostrándose reticentes a postrarse ante él. Desde el inicio de la Conquista Alejandro se emperraba en que lo reconocieran como el hijo de Zeus-Amón y el que se negaran a prosternarse ante él lo indignaba, porque ¿quién podía merecer más que él semejante tratamiento distintivo? Y ¿quién había realizado más proezas que todos sus héroes juntos?

El rey sabía que su resistencia en ese terreno sería tan ardua como la de los sogdianos, pero no desesperaba de convencerlos, y con vistas a ello había aprovechado la inactividad del invierno para reunir a los intelectuales más destacados a los que tenía la intención de confrontar con sus generales.

—Tarde o temprano tenía que ocurrir… —musitó Eúmenes que empezaba a tomar la costumbre de hablar en voz alta.

Mientras reflexionaba había paseado con las manos a la espalda y ahora se detuvo junto a un estanque plagado de nenúfares y hojas secas en mitad de la avenida de catalpas. Bajo su superficie se veían algunos peces anaranjados traídos, supuso, desde lejos. Los pececillos culebreaban por un agua verdosa tan escurridizos como sus pensamientos.

Menuda noche venía de pasar.

Pero ahora ya estaba decidido.

Un sol radiante ascendía por el lienzo celeste.

3

—Te acabo de oír. ¿Qué haces aquí tan pronto?

La biblioteca de palacio era espaciosa y tenía mosaicos que representaban a Zoroastro hablando con Ahura Maz da y también miles de textos antiguos. La mayoría eran de arcilla, según la tradición babilónica, y muchos estaban en bactriano, un idioma indescifrable para los invasores. Se guardaban textos originales de Zoroastro; y además los registros fiscales mantenidos por la familia de Beso.

Esto último era de lo poco que se había salvado de la quema ordenada por Alejandro para sustituir todo por copias de textos griegos y persas traídos respectivamente de la Hélade y de Susa.

También había una montaña de papiros y algunas tablillas de cera amontonadas a un lado de la puerta.

Allí estaba su particular crónica de la Invasión. Alejandro se las había pedido para traducirlas al persa. Pero no era eso lo que más pena le daba. Mucho más le dolía el que hubiese empezado a intentar dictar sus
Efemérides
directamente en ese idioma.

Eúmenes todavía pensaba en ello cuando entró a sus espaldas el bibliotecario. Un chico de tez pálida y aspecto enfermizo. Era quien le había pedido todo, pues Alejandro ni siquiera se había dignado en hacerlo personalmente.

Desde entonces habían tenido ocasión de conversar: a Eúmenes últimamente le entraban las inquietudes de la edad y se había interesado por la fe de los mazdeístas. Según el bibliotecario se trataba de una moral basada ante todo en la acción. A él le sorprendía el comportamiento de los héroes griegos como Ulises, tan alejados del recto actuar mazdeísta, y Eúmenes procuró hacerle entender que lo que más se parecía a aquellos preceptos eran las enseñanzas de los filósofos.

—¿He hablado? —dijo—. Discúlpame…

Últimamente tenía la impresión de que se pasaba el día excusándose. Durante la quema de la biblioteca había sido el primero en reprobarlo. «No te preocupes: el mazdeísmo no está en los textos sino aquí», le había dicho el bibliotecario con gran serenidad, tocándose el pecho.

—Pareces preocupado —observó el joven—. ¿Es por el debate de hoy?

—¿Tanto se nota?

Eúmenes esbozó una sonrisa.

Pero no le preguntó qué pensaba porque sabía la respuesta de antemano. El problema era absurdo. Para los mazdeístas era una evidencia que no podía existir más dios que Ahura Mazda. Ése era el principio de todo lo bueno. Su creencia no dejaba lugar a que un rey pretendiera la divinidad. «No obstante, lo adoráis como si lo fuera», había observado durante una de sus disputas. «Lo adoramos porque es el
representante
de Ahura Mazda, no su reencarnación. Los reyes no son dioses», precisó el bibliotecario.
¡Y cuánta razón tienen!
, pensó Eúmenes según se despedía.

No tenía ganas de dar explicaciones.

4

Desde el pórtico principal del palacio, a espaldas del río, ya se podían ver los caballos y carros de los cortesanos que seguían acudiendo de todas partes y que les iban dejando las monturas y los vehículos a los mozos y esclavos que salían a recibirlos.

Al verlos llegar, Eúmenes se sentía cada vez más ajeno. ¿Qué tenían los macedonios que ver con aquellos asiáticos? ¿Qué estaban haciendo tan lejos de su tierra? ¿Para qué tanto vano ajetreo? Había incluso un monarca indio recién llegado para proponerles posibles alianzas si continuaban hacia el oriente. Se llamaba Taxiles y era un hombre que no hablaba la lengua franca. Lo acompañaban un puñado de consejeros. Sus rostros oscuros, al igual que sus vestimentas de artísticos tintes, añadían un evidente exotismo a la corte.

Más allá, bajo el columnado, a uno de los lados de la puerta de palacio, se había formado un primer corrillo de persas. Entre ellos reconoció a Anaxarco, el sofista cuyo irreprimible ascenso había empezado con sus absurdas razones delante del cadáver de Bitón.
Que Zeus te maldiga, lengua de víbora
, pensó recordando su actitud de entonces.

Afortunadamente también había algunos macedonios sanos de espíritu. Entre ellos estaba Calístenes que consideraba cada vez más imprescindible azuzarlos a todos como un «tábano», decía, para que mantuvieran en lo posible su fuerza moral. Eúmenes sólo le había visto calzarse pantalones durante el invierno a los pies del Parapámiso y lo había utilizado como ejemplo para explicarle al bibliotecario la grandeza de la cultura moral griega.

Al rato apareció Otanos, el jefe de los eunucos. Se gruesa silueta quedaba enmarcada en el vano de las puertas desde donde dio unas sonoras palmas. En cuestión de meses había pasado a ser una vez más el principal dirigente de todos los protocolos y su actitud se hacía cada vez más fatua.

—El Gran Rey Alejandro os recibirá a todos —anunció a diestro y siniestro—. Seguidme.

Los asiáticos entraron primero junto con Anaxarco, quien ya pasaba más tiempo con los magos persas que con sus compatriotas. Tolomeo lo había mandado seguir. Se sabía que su madre había si do una persa esclavizada por un ateniense en otra época.

—Por aquí…

Las grandes puertas daban entrada a una apadana que procuraba imitar la de Susa pero que no alcanzaba ni un tercio de su esplendor. Los capiteles no eran toriformes, sino que los había en forma de loto y algunos caballos con las dos patas delanteras también plegadas. Otanos pasó junto a los coloridos tapices que separaban las diversas naves y les abrió camino hasta donde los esperaba el monarca instalado sobre el trono. A su izquierda Artábazo era el único que tenía derecho a permanecer sentado. Su silla tenía cuatro cojines. La edad le dispensaba de mantenerse en pie. Farnabazo estaba a su lado.

—¡Saludad al Gran Rey Alejandro!

Los asiáticos y Anaxarco se echaron al suelo como un solo hombre.

Pero los macedonios no se movieron.

Unos observaron aquella ringla de culos alineados y a los que no habían estado en Bactria les sorprendió la guisa con que los recibía su rey…

Alejandro exhibía una frondosa barba rubia hasta medio pecho que se recogía con una redecilla negra, como muchos nobles persas. Sus cabellos estaban divididos en filas de bucles superpuestos y perfectamente peinados que le caían sobre los hombros.

Su resplandeciente túnica asiria, de manga corta y de color azul marino con rosas bordadas en oro, estaba ajustada al talle por un ancho cinturón de tres pliegues. Las franjas tenían flecos que terminaban en perlas de vidrio; y si una sobrevesta le tapaba los hombros, el resto de la tela desaparecía bajo un amasijo de bordados que enmarcaban escenas del Gran Rey luchando contra un león, contra una esfinge o contra una hidra: el trazado era tan fino que más que cosido parecía pintado.

Las babuchas que reposaban sobre el escabel eran doradas y una tiara de lana blanca con rayas a juego con la túnica se le ajustaba a la frente y sienes.

En realidad lo único que lo diferenciaba de la manera de vestir del Codomano era la ausencia del bastón de mando, y el único adorno no persa eran las muñequeras egipcias que llevaba en honor del difunto Bitón.

Hefastión permanecía de pie, a su derecha, singularizado entre los grupos de consejeros. Él también vestía pantalones y una túnica igual de lujosa, Eúmenes habría querido pensar que por imposición.

Mientras Otanos empezaba a agitar el espantamoscas por encima de su cabeza el Gran Rey observó complacido la espalda de todos los que se habían echado al suelo.

A continuación besó fraternalmente a los griegos que se le fueron acercando.

Ninguno se mostraba demasiado expansivo.

5

—Mis queridos compañeros…

Alejandro utilizaba muy conscientemente aquel vocablo del que tan orgulloso se había sentido en otros tiempos. Su actitud era manifiestamente ecuánime, pues pretendía hacerlos sentir a todos iguales dentro de su diversidad.

—Os he mandado llamar por un motivo muy especial. He querido aprovechar el invierno para juntaros con los hombres más brillantes y eruditos de mi corte…

»Yo, el señor de casi todo el mundo conocido, necesito saber si como hijo de Zeus-Amón me corresponden o no los honores debidos a un dios, tal y como se estila en mi reino, pues sabéis que la
proskyne
es una costumbre habitual entre mis súbditos orientales. Por ello mi pregunta es ¿no sería justo esperar de todos el mismo tratamiento…?

Los macedonios permanecían terriblemente parcos. Alguno tenía la extraña sensación de encontrarse en la corte de Darío. ¿Era para esto para lo que habían derrotado al Aqueménida? ¿Quién había vencido a quién, Macedonia a Persia o Persia a Macedonia?

Viendo a su rey, había quien no lo tenía nada claro.

—Habla tú primero, Anaxarco…

—¡Salud! —dijo el sofista—. Mi opinión es bien conocida por los sabios de la corte. Pero la repetiré gustoso para quienes no estén al tanto. A mi juicio el hijo de Zeus-Amón tiene más derecho a honores divinos que cualquier otro héroe. Y esto por una razón evidente, y es que sus hazañas aventajan a cualquiera de los demás en grandeza.

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