Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Primavera de 333 a. C
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De Alejandro a Olimpia, salud
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Te interesará saber que he conocido a Barsine, la que fuera esposa de Memnón
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Ha venido a rendirme pleitesía junto con el menor de sus hijos. Durante su estancia en nuestra corte os frecuentó a ti y a Filipo. Ha sido un encuentro inesperado que me está permitiendo compartir vivencias que hasta el momento no había compartido con nadie. Su conocimiento del mundo y de la corte de nuestro enemigo es profundo. No te escondo que es la primera vez que encuentro a una mujer con una inteligencia comparable a la tuya
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Y a la vez me siento inquieto, Olimpia. Tú sabes mejor que nadie cuánto me he esforzado en vencerme. Los demás no han dejado de burlarse, desde que empezó la campaña, porque he permanecido impasible ante mujeres cuya belleza hería la vista. He aplicado a rajatabla las enseñanzas de mis preceptores. Y eso me ha dado durante mucho tiempo una agradable sensación de superioridad sobre el resto de los mortales
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Me parecía la mejor manera de ensalzar la parte divina de mi ser, de complacer a mi padre
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Sin embargo, la aparición de Barsine me obliga a replantearme muchas cosas. ¿Acaso soy menos dichoso ahora que soy menos casto? ¿Acaso no dispone Zeus de todas las hembras que desea? ¿No es justamente el derecho de un dios el disfrutar al máximo de sus fuerzas? ¿No es eso lo que predica Dionisio?
Y si es así, entonces ¿por qué tú, que has sido su sacerdotisa durante tantos años, me has encerrado en la celda preceptiva de los ayos más severos? ¿Por qué, Olimpia, has pretendido ocultarme esas puertas que ahora descubro de la mano de la bella Barsine
?
Donde se habla de mujeres y traiciones, y donde Aristóteles da los consejos que nadie le pide
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Una vez adueñados del Asia Menor, las nuevas campañas se anuncian duras. Hace un año que Darío recluta tropas a lo largo y ancho de sus territorios. El controvertido corte del nudo gordiano ha supuesto una simbólica victoria de Alejandro. Pero nadie en el Imperio duda pese a ello de que la invasión será aplastada. Entretanto la aparición de Barsine ha dotado de una nueva dimensión a la rivalidad entre ambos monarcas.
—
Esclavo, ¡obedéceme!
—
Sí, mi dueño
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—
Quiero amar a una mujer
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—
Ámala, mi dueño. El hombre que ama a una mujer se olvida del dolor y de sus preocupaciones
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—
No, esclavo, no quiero a ninguna mujer
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—
No la ames, mi dueño. La mujer es un foso. Un agujero. Una tumba. La mujer es un cuchillo afilado que corta el cuello del hombre
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Diálogo de la Antigua Mesopotamia
Aledaños de Susa
Finales de verano de 333 a. C
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—Te ruego, Beso, que no me lo vuelvas a mencionar…
El Gran Rey no podía ni oír su nombre. ¡El Macedonio! Reaparecía en cada comida. En cada cena. En cada maldita conversación. Lo encontraba en boca de sus cortesanos. De sus mujeres. De su madre. De Otanos y de sus eunucos. Y, si le apuraban, hasta de sus propios sátrapas, con el depuesto Artábazo, ya de regreso de Trípoli, a la cabeza.
Desde su desembarco en la Jonia, el hijo de Filipo se había convertido en una mosca cojonera a la que ni siquiera la visión de los millares de hombres que seguían acudiendo a su llamada procedentes de las vastas satrapías orientales conseguía espantar. Sus consejeros más supersticiosos achacaban a la potencia de Angra Mainyús, el espíritu maligno, el opuesto de Ahura Maz da, la increíble derrota sufrida a manos de semejante energúmeno. Pero Darío no podía resignarse a tales explicaciones. Y sin embargo tampoco le encontraba ninguna otra.
¡Pero si hacía apenas tres primaveras que el rodio Memnón había vencido a ese mismo ejército!
—Me temo, Gran Rey, que no hay más remedio… —avanzó con prudencia el bactriano.
Beso se daba perfecta cuenta de que los nobles que ante las indicaciones reales se habían alejado unos cuerpos de caballo los miraban de reojo prestándoles mayor atención que a la caza. Desde su vuelta a la Corte el bactriano tenía una posición comprometida. Nadie olvidaba el papel que su inflamada oratoria había jugado en el transcurso de los acontecimientos a orillas del Gránico, y el ninguneo generalizado al que se lo había sometido a punto había estado de forzar su regreso a Bactriana.
Sin embargo, la muerte de Memnón lo había cambiado todo y, animado por la revolución que aquello suponía en una Corte abandonada además por los hijos del rodio, había visto su oportunidad. La discreción que hasta entonces lo había convertido en invisible dejó lugar a su natural osadía. Se volvió a arrimar a los círculos influyentes, incluso se atrevió a rondar durante su paseo por los jardines reales a Parisátide y a Estatira, las dos hijas de Darío.
Y por fin su buen trato con la esposa del monarca había desembocado en la actual audiencia privada.
—¿Acaso no quedó todo aclarado ayer, en el Consejo? —se impacientó Darío, quien por su parte tampoco olvidaba lo ocurrido.
Un Gran Rey era infalible. Los errores nunca eran responsabilidad propia, sino de sus consejeros.
—¿No se ha dicho todo lo que se tenía que decir…?
Al nuevo Consejo habían asistido la mayoría de los sátrapas, incluyendo los depuestos por Alejandro que eran los más ansiosos por iniciar las acciones.
Darío pensaba que todos acogerían sin objeciones el nombramiento como comandante en jefe de Autofrádates, quien ya era el más victorioso de sus oficiales. A lo largo de su campaña por las islas del Egeo, el hijo de Memnón no había dejado de cosechar éxitos. Y una vez consolidada su posición, pretendía ponerlo al frente de las fuerzas que se seguían concentrando en Trípoli a la espera de que se les uniera el contingente oriental.
Sin embargo, los generales le habían aconsejado que tomara él mismo el mando de los ejércitos.
—Bajo tu mirada, Gran Rey, las tropas se batirán con mayor ardor —adujeron—. Y bastará con un único y glorioso enfrentamiento para aplastar definitivamente al Invasor.
Ya nadie trataba a Alejandro de «jovenzuelo» (y menos que nadie el bactriano, que por esta vez apenas había abierto el pico); pese a que el ejército levado era espectacular, ninguno de los presentes quería volver a precipitarse.
Al final Darío se había visto obligado a aceptar algo que aumentaba en bastante las probabilidades de un inminente cara a cara con Alejandro en el campo de batalla. Y su mal humor lo pagó un mercenario ateniense y protegido de Demóstenes recién exiliado en su corte. El hombre buscaba impresionarlo con su seguridad; lo exhortaba a no jugárselo todo a una única baza. «Es estúpido sacrificar todo Asia por el Asia Menor, que es su umbral. Dadme cien mil infantes, que no es mucho para Persia, y yo mantendré a raya al enemigo.» Pero los hijos de Artábazo le habían rogado que no hiciera caso de quien ya había traicionado una vez a su patria.
—¡Os engañáis! —se encolerizó el ateniense—. ¡Vuestra presunción os ciega! ¡Desconocéis la potencia de los macedonios! ¡No sois más que un hatajo de orgullosos!
Y sus exabruptos suscitaron un silencio reprobador que instó a Darío a bajar del trono para rozarle resueltamente el cinturón de la túnica: el vínculo simbólico que los unía quedaba roto. «¡Te arrepentirás, Gran Rey!», clamaba el desdichado mientras los doríforos lo sacaban de allí a rastras. «¡Zeus te castigará por este agravio injusto que me infliges!»
—Me temo que no todo, Gran Rey…
Los dos hombres iban a caballo. Por delante de ellos una docena de rabilargos husmeaba entre las zarzamoras a orillas del agua. Alguno aprovechaba para refrescarse y volvía salpicando con sus sacudidas. Una nube de mosquitos los rodeaba. Darío los miró pensando en qué estúpido era el fragmento de los textos sagrados en que se afirmaba que los perros tenían seis caracteres: el del guerrero, el del cultivador, el del aldeano, el de la bestia carnicera, el de la mujer de mala vida y el del niño. Los perros no eran como los gatos; eran animales sencillos, leales y manejables.
Yo he creado al perro, ¡oh, Zoroastro!, ya vestido y calzado.
Con olfato penetrante y dientes afilados.
Lo he hecho compañero del hombre para que proteja sus rediles.
Pues yo he creado al perro, yo, que soy Ahura Mazda.
Detrás tenían a una cincuentena de nobles cortesanos con sus respectivas mitras y servidores.
Parte de la Corte tenía por costumbre aprovechar la madrugada antes de que se impusiera la canícula que hacía estragos en Susa para abandonar sus bien irrigadas quintas y seguir al monarca en lo que a menudo resultaba un buen momento para una audiencia privada.
Además era el último día de muchos allí, pues a la mañana siguiente la mayoría encabezaría, junto con el Gran Rey, el ejército que había de llevarlos de vuelta a los territorios ocupados.
De pronto, río abajo, unos patos salvajes levantaron el vuelo y el caballo de Darío avanzó unos pasos…
Su jinete extrajo una saeta del carcaj y alzó el arco, pero erró por bastante.
Su acompañante también azuzó a su caballo.
Sin embargo no se atrevió a apuntar al mismo objetivo.
A sus espaldas alguna flecha salió disparada, aunque sin demasiada intención.
Ninguno de ellos se atreve
, pensó Beso con un mal disimulado desdén, pues los meses de ostracismo habían avinagrado un carácter ya de por sí difícil.
—¡Maldición!
Darío se dio una palmada seca en la mejilla. El insecto quedó espachurrado en la palma de su mano. Penetraban en un tramo arenoso a orillas del riachuelo, una pequeña playa de color oscuro en la que a lo largo de la mañana irían apareciendo los niños de las aldeas cercanas que bajaban a refrescarse.
Beso todavía esperó unos segundos antes de retomar la conversación.
—He recibido noticias del campo macedonio, Gran Rey —dijo.
Darío ni se volvió. Llevaba un rato esperando aquellas informaciones que tanto había insistido el bactriano en comentarle a solas. En cuestión de meses las maneras de Beso habían cambiado notablemente. Ya no se precipitaba. Ya no desvelaba de entrada sus cartas. «Se va haciendo al oficio», había hecho ver en una cena reciente su madre, la experimentada Sisigambis.
—Son noticias desagradables. Pero pienso que debéis estar informado. Se trata de Barsine…
¡O sea que era eso! La expresión de Darío delató su evidente alivio. Con un deje malhumorado aclaró que estaba al corriente. En su entorno ya se sabía desde un principio que la viuda del rodio Memnón se había pasado junto con su estúpido hijo al enemigo. Y no eran los únicos. Pero ¿qué podía hacer?, se lamentó. No le convenía mostrarse demasiado severo sin que eso favoreciera aún más las ambiciones del Macedonio.
—Es que no es sólo eso…
Beso sentía el ánimo real pendiente de sus palabras y no pensaba desperdiciar una ocasión semejante de afirmar su influencia. Desde la muerte de Memnón hacía meses que el monarca andaba en busca de un apoyo sobre el que descansar su tremenda responsabilidad, un apoyo que él estaba más que dispuesto a suministrar.
Darío tiró de las riendas de su caballo. Los dos hombres quedaron encarados sobre sus monturas. No muy lejos, los perros espantaban a unos mirlos entre los matorrales.
Los nobles seguían observando desde cierta distancia. Se agrupaban en función de las respectivas filias: una decena de grupos entre los que destacaba el formado por los depuestos por Alejandro. Los más cercanos permanecían a la sombra de un sauce cuyo enramado rozaba el agua.
Son todos perros serviles. No te dignes ni a mirarlos
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—Barsine ha seguido a nuestro enemigo desde su encuentro en el templo de Zeus, en Gordion. No sólo pasaron toda su estancia en la ciudad emparejados. A día de hoy, según descienden por el extremo oriental del Asia Menor, camino de Fenicia, todavía viajan juntos. Al parecer el jovenzuelo gusta de la fruta madura…
La noticia cayó como un moscardón en la sopa. Pero Darío, que era lento de reflejos, tardó en manifestar su desagrado. Su caballo, un corcel blanco de espléndida musculatura, agitó la cabeza y soltó un relincho de impaciencia antes de morder con ahínco la brida.
—¿Y ella consiente? —preguntó mientras apaciguaba a su montura acariciándole las crines.
—Me temo que más que eso: está encinta. Y la cosa puede acabar en nupcias…
La vista del Gran Rey se perdió por el río. Las aguas estaban por debajo de su nivel normal. Había playas de arena parda en la ribera. Algunas parecían lomos de hipopótamos. De pronto acudían a su memoria las insinuaciones hechas a la viuda del rodio. La noche misma, nada más recibir la noticia, se había acercado a sus aposentos pensando que triunfaría sobre sus defensas. Todavía recordaba su rostro impasible. Sus humillantes negativas, tan aparentemente delicadas. ¡Y ahora esto! Alejandro vencía donde él fracasaba. Aquello era aceite vertido sobre fuego. ¡Qué necio había sido! ¡Maldita ramera mentirosa! Ninguna valía más que las demás. Eran como sombras. Te acercabas y se alejaban. Les dabas la espalda y…
—La mujer es voluble por naturaleza —asintió Beso, que le estaba leyendo el pensamiento.
—Una serpiente entre las flores…
Al Gran Rey se le venían a la mente las invectivas más denigrantes.
—Me ha servido su veneno después de negarme el néctar…
—Luego no es traidora.
—¿Qué has dicho…?
El sátrapa permanecía muy tranquilo sobre su montura.
—He dicho que uno no es traicionado más que por los suyos. Y Barsine nunca fue vuestra…
La mirada del monarca se ensombreció. Darío no daba crédito a sus oídos. Volvió a mirar al orgulloso bactriano. ¿Por qué le habría recomendado su mujer escucharlo?
—Habla tu pensamiento, sátrapa.
—Es muy sencillo. Cuando a un hombre empiezan a abandonarlo los que lo rodean, más necesario que vituperar a los traidores es buscar la causa por la que tantos coinciden en desertarlo…
Darío se sentía desconcertado: tanta audacia resultaba inaudita. Y más en una Corte como la de Susa donde la lisonja era la única moneda vigente. Pero Beso distaba de ser un vasallo servil. Él ya había entendido que la agitada inteligencia del soberano era como un caballo ensillado en espera de que pasara el primer jinete lo suficientemente determinado. Además, tenía observado que Memnón, como buen militar, solía hablarle con una brutal franqueza sin que ello lo soliviantara, sino más bien lo contrario.
—¿Y cuál es esa causa, según tú?
Darío esperaba, pese a todo, una respuesta.
—¿Me dais licencia para ser sincero?
—Tienes la obligación de serlo…
Lo mismo le había dicho al mercenario ateniense momentos antes de condenarlo a la muerte. Pero el bactriano era de la raza de los osados. Beso estaba convencido de que la fortuna es una mujer caprichosa a la que es menester conquistar. Y como bien demostraba la propia viuda de Memnón, rara era la que se resistía si se la deseaba lo suficiente.
Ha llegado el momento. ¡Díselo!
—Vuestra falta de firmeza —continuó con aplomo—. Habéis de ser más constante en vuestros afectos y desafectos. Tenéis que saber lo que queréis en cada momento y no apartaros de ello. En el gobierno de los hombres resulta infinitamente más nociva la inconstancia que el error de juicio…
Y sin mudar el tono añadió:
—Siento que ardéis en ganas de castigarme. Hacedlo, y no conseguiréis otra cosa que engrosar la lista de los futuros traidores a vuestra causa… Tengo entendido que el Camino Real bulle ahora mismo con los hombres que se pasan a nuestro enemigo…
Darío se sentía casi admirativo. Nadie, desde que se había ceñido la tiara, le había hablado jamás en un tono ni remotamente semejante.
Durante el silencio que siguió imaginó los chillidos que soltaría el cuellialzado sátrapa cuando lo desollaran en su presencia. ¿Por qué no lo había ordenado antes? Pero a continuación anticipó el disgusto de su mujer y de sus hijas. Eso le enfrió los ánimos. Si había algo que no le sobraban en ese momento eran aliados.