Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Sobre su cabeza, por la abertura de la tienda se filtraba la noche que con su estrellado manto envolvía la llanura en la que crepitaban las hogueras y las risas de los mercenarios.
—Un iluminado, un loco insolente con la cabeza llena de pájaros. Porque así es como llamo yo a esa alucinada ambición con la que arrastra a ese pueblo de sonámbulos en pos de una gloria que pretenden conquistar a nuestras expensas. Pero a su lado nuestro Imperio es un gigante, una hidra de infinitas cabezas a la que no vencerá ningún arrogante Teseo.
»Todos sabemos que los griegos nos tildan de afeminados. Que se burlan de nosotros porque preferimos el lujo amable a sus duros tálamos. Que desprecian la sofisticación de nuestras maneras imperiales. Y que, no contentos con ello, se jactan en cuanto pueden del desorden que impera en sus ingobernables democracias… —empezaba a exaltarse.
Pero viendo que su digresión amenazaba con degenerar en ditirambo nacional, Memnón optó por atajarla. Sin levantarse de su sitio, apuntó que con independencia de la vehemencia que pudiera mostrar el hijo de Filipo, la actual cruzada no era más que el burdo pretexto que había encontrado la emergente Macedonia para unificar a las ciudades griegas del Asia bajo su férrea tutela, tal y como siempre había pretendido en vida el difunto Filipo.
—Aun así, no me preocuparía la fogosidad de un joven si no estuviera al servicio de un proyecto madurado pacientemente durante toda una vida por un hombre como Filipo —concluyó.
Eso hizo sonreír a Darío.
Hacía muchos meses que su oro circulaba por Grecia promoviendo todo tipo de acciones antimacedonias. Fueron sus primeras medidas nada más acceder al trono gracias a las intrigas del eunuco Bagoas, el entonces todopoderoso jefe de la guardia real.
Tras haber envenenado al anterior Gran Rey y a su hijo, Bagoas terminó por ofrecerle la tiara a quien en ese momento no era más que un oscuro y lejano pariente de los soberanos. Nadie, a la sazón, habría dado un dárico por su reinado. Y sin embargo el actual monarca había conseguido eliminar al regicida justo antes de que éste atentara contra su vida y convertirse en el tercer Darío de la dinastía Aqueménida: el Codomano, para diferenciarlo.
Aquellas intrigas habían debilitado grandemente la confianza de sus súbditos y todos los miembros del consejo habían estado de acuerdo en que la invasión les brindaba una ocasión inmejorable para afianzar su legitimidad.
Beso volvía a ponerse en pie.
El bactriano tomaba un protagonismo que por edad no le correspondía y su vehemencia habría resultado ridícula de no ser por la noble indignación que la alimentaba. Esa mezcla de pasión e ingenuidad imponía cierto respeto, casi una añoranza, entre sus mayores.
—Afirmas, Memnón, que Alejandro se las da de libertador. ¿Y eso te asusta, viejo medroso? ¿Acaso ignoras que los pueblos jonios de nuestras costas, por muy griegos que se consideren, sienten auténtico pavor ante la mera idea de verse integrados en una liga tan onerosa como las que pudo liderar en su tiempo Atenas?
»Mencionas asimismo la unidad de los helenos. ¿Unidad, dices? ¿Los griegos? ¡Permíteme que me ría! Llevan cuarenta años haciéndose la guerra. ¡Ni siquiera después de Maratón han sido capaces de unirse contra nosotros!
»Y en cuanto al difunto Filipo, ese cojo y tuerto bravucón al que tanto pareces admirar, andará ahora mismo emborrachándose y persiguiendo mujeres junto con sus estúpidos dioses. ¿Quién puede temer un plan suyo, y menos ejecutado por un retoño inexperto? De concederle algo a Alejandro, propongo una buena azotaina que le recuerde de una vez por todas su condición…
La propuesta fue acogida con alguna que otra carcajada.
—Por Ahura Mazda —se envalentonó el bactriano—, ¿hemos de permanecer con los brazos cruzados ante semejante insolencia?
Su mirada buscaba la aprobación de quienes hacían círculo con el monarca. A espaldas del Gran Rey asomaba la gruesa cabeza del actual jefe de los eunucos. Tras la muerte de Bagoas todos los servidores habían sido ejecutados o remplazados por jóvenes menos corrompidos a los que se puso en manos del rechoncho Otanos.
El «lechoncito», como se lo conocía, agitaba el espantamoscas real por encima de la cabeza de Darío. Le hacían sombra cuatro musculosos
doríforos
, cada cual con lanza y carcaj. Su tiara ancha y asargada los distinguía de otros «inmortales».
Los doríforos eran guardias escogidos cuyo principal cometido consistía en cargar con el taburete que impedía que las reales babuchas tocasen el suelo, pues era cosa sabida que fuera de su palacio un rey de Persia jamás lo hacía.
Viendo que algunos murmullos aprobatorios coronaban la intervención, Darío se removió incómodo en su silla.
Luego hizo un gesto con una de sus delicadas manos.
—Me gustaría saber qué responde a eso Memnón…
Esta vez el rodio se puso en pie.
Su vestimenta, como la de otros jonios presentes, recordaba más a la de los helenos, con su quitón y sus toscas sandalias, que a la de los persas. Pese a ello no dejaba de haber algo de orientalizante en ella, y lo mismo podía decirse de su tono de voz.
Varios siglos de aculturación hacían que a estas alturas a ningún griego del Asia Menor le habría resultado fácil indicar a qué cultura, de las dos con las que se codeaban, se sentía más afín.
Memnón se acarició suavemente la barba. Era un gesto que repetía en los momentos de reflexión. Su barba, cerrada y espesa, estaba surcada por anchas vetas de nieve. En sus ojos hundidos refulgía la inteligencia de quien acostumbra a penetrar en las cavernas más tenebrosas del alma humana. El control de sí mismo era absoluto. La severidad, la perseverancia y la paciencia eran sus principales virtudes.
—Tengo la impresión de que no se me está entendiendo —empezó con una voz pausada, pues sabía que no había nadie en la tienda, ahora mismo, que no le prestara oídos.
Hacía ya muchos lustros que el matrimonio con una de sus hijas lo ligaba al sátrapa Artábazo, el más anciano de los presentes y el actual gobernante de la Caria.
Durante el reinado anterior los dos hombres habían liderado la mayor revuelta producida jamás contra un Gran Rey, y al fracasar la insurrección se vieron obligados a exiliarse en la corte de Filipo. A lo largo de un par de años no sólo habían frecuentado a los principales personajes de Pela, sino que habían tenido ocasión de conocer de primera mano el incipiente poderío militar macedonio. De vuelta al Imperio aquella experiencia ya se había mostrado preciosa a la hora de frenar las primeras incursiones de Filipo por los confines orientales de su reino, y ahora volvía a convertirlos en hombres de criterio imprescindible con vistas a determinar el curso de la inminente guerra.
—No seré yo quien niegue la desunión del enemigo —dijo—. Y menos todavía el nulo entusiasmo de las ciudades jonias respecto de su supuesta «liberación».
Memnón empleaba el vocablo con toda la precaución y los matices que exigía.
—Siendo jonio yo mismo, puedo confirmar que ninguna de ellas se unirá voluntariamente al invasor…
Su mirada indicaba que era perfectamente consciente de la desconfianza que suscitaban en el Imperio aquellas provincias que tan problemáticas se habían mostrado desde el momento no tan lejano de su ocupación.
—Pero no comparto el juicio apresurado sobre Alejandro. El hijo de Filipo es impetuoso, no inexperto. Y yo no temo la intrepidez ni la buena estrella de la juventud pero las respeto cuando las encuentro acompañadas de un ejército tan bien organizado.
»Sus falanges se mantienen tan cerradas que hombres y armas forman una valla impenetrable. Son soldados disciplinados que siguen sus banderas o guardan sus puestos cumpliendo con cuanto se les ordena y ejecutando cualquier movimiento con una destreza que por el momento nos supera. Y los esponsales entre ambos ya han dado sus frutos; creo que todos hemos tenido noticia de las magníficas victorias con las que han afianzado su supremacía en las regiones al norte de la Hélade y en la propia Grecia…
Los sátrapas asintieron a aquello.
Hacía ya muchos meses que las noticias de Europa no dejaban de inquietarlos. La muerte de Filipo parecía haber neutralizado la amenaza de la invasión. Pero pronto los movimientos del hijo obligaron a los helenos a aceptar su mandato y sus intrépidas campañas, lejos de debilitarlo, habían reforzado su prestigio.
—Además sus tropas vienen con una moral muy elevada y con un entrenamiento superior al nuestro; conviene no llamarse a engaño a ese respecto. Pero eso no debe preocuparnos, ni tampoco impedirnos alcanzar la victoria, pues siempre que escojamos bien nuestras armas la intrepidez se estrellará contra el muro de la experiencia. A la arrogancia juvenil hemos de oponer, no la vehemencia, sino la prudencia.
»Mi opinión es que el Macedonio arde en ganas de combatir, entre otras cosas porque según informan nuestros espías no tiene oro suficiente para mantener a su ejército. Y si sus dioses le otorgasen la victoria caerían con nosotros no sólo la satrapía de la Frigia marítima sino también la Caria y el resto de la costa. No debemos arriesgarnos a perder tanto. Es el momento de actuar como el zorro, no como el león.
»Yo sugiero que nos retiremos lentamente. Que incendiemos las cosechas. Que destruyamos todo lo que hallemos a nuestro paso, incluidas las ciudades si resulta necesario. Que las cenizas desgasten su ímpetu. Que el hambre haga sus estragos. Que penetren en un continente arrasado.
»Que se alejen del mar que los vincula a su patria.
»Y entretanto ataquemos su retaguardia. Invadamos sus ciudades. Llevemos la guerra a sus desprotegidas costas.
»Veréis cómo en nada se ven obligados a dar marcha atrás. Y siendo su país más pequeño que el nuestro, y divididos como están, y además con el escaso número de hombres que queda para defenderlo, lo someteremos con la rapidez suficiente como para a continuación cortarles la retirada a unas tropas que estarán no sólo desmoralizadas, sino por encima de todo entrampadas a nuestra merced en mitad del Asia Menor.
»Déjame actuar de esta manera y yo te garantizo, Darío Codomano, Gran Rey de Persia, que de aquí al nuevo año serás el dueño de todas y cada una de las naciones griegas, al este y al otro lado del Helesponto. Y entonces todas ellas tendrán que pagar el más pesado de los tributos a Susa.
»Ése me parece el castigo más apropiado a su temeridad.
Aquel discurso fue pronunciado con la misma determinación con la que avanza una marcha militar, y a su contundencia siguió un silencio que valía tanto como un asentimiento.
En efecto, las razones expuestas por el estratego tenían peso más que suficiente para influir en el ánimo de los miembros del consejo.
Sin embargo, antes de que su sabiduría pudiera calar en las mentes de nadie, Beso retomó la palabra.
Era la tercera vez en la noche que lo hacía.
—¿Cómo? —exclamó—. ¿Vais a escuchar a este compatriota de vuestro enemigo, persas? ¿Pretendéis vosotros, que os habéis impuesto gloriosamente a las demás naciones asiáticas y que habéis mantenido en jaque a Filipo, permitir ahora que el hijo imberbe de éste arrase nuestras tierras?
»¿Vais a incendiar vuestras hermosas ciudades mientras corréis delante de él como un hatajo de cervatillos? ¡Oyendo razones así, tengo la impresión de que Ahura Mazda nos ha trastornado el juicio…! ¿Queréis convertirnos en el hazmerreír de Asia…?
Al bactriano lo poseía el demonio de la elocuencia. Su palabra se había ido haciendo más fluida y ahora alcanzaba una naturalidad plenamente persuasiva. El desdén que asomaba a sus labios pretendía barrer de un plumazo la sensatez que reclamaba el rodio.
Esta vez Memnón le dirigió una mirada envenenada.
Hasta aquí el rodio había tomado sus agresiones como las jactancias naturales de un joven león ansioso de protagonismo. Las había apartado de su mente con la misma despreocupación con la que un asno aparta con sus coletazos a las moscas. Pero el ceño fruncido anunciaba que su paciencia tocaba a su fin.
—¡De ninguna manera, hermanos! ¡Ataquemos de inmediato! ¡Crucemos mañana el río! ¡Plantémosles cara, aquí, en nuestra tierra! ¡Destruyamos a ese ejército pretencioso! Demostremos al mundo quiénes son los dueños del Asia: los griegos o nosotros…
Muchos de los presentes se volvieron hacia el monarca, que permanecía tan indeciso como de costumbre. El bastón de mando pivotaba entre sus manos. Por fin alzó la vista.
Darío se daba perfecta cuenta de que la soflama de Beso había alterado los ánimos, pero la razón y un vago temor suyo seguían inclinándolo a favor de la prudencia.
Pese a ello, cuando parecía a punto de zanjar la cuestión, alguno de los dioses protectores de Alejandro debió de instar a Artábazo a alzarse trabajosamente desde su rincón.
—Siento verme obligado a intervenir, aunque creo que me corresponde, por alusiones…
Como hombre de probada justicia y experto administrador, Artábazo gozaba de una reputación irreprochable entre los dignatarios. Era alguien que tomaba pocas veces la palabra pero que cuando lo hacía era siempre con argumentos sopesados y determinantes.
Al erguir su dignidad de anciano posó en el rodio unos ojos grises como la claridad de la noche. Su voz, aunque acusaba el cansancio por la larga deliberación, seguía siendo firme.
—Con todos los respetos que le debo a mi yerno Memnón, tan experto en los asuntos de la guerra, me siento obligado a expresar mi parecer, que es el de un pastor de hombres y el de un cuidador de la cosa pública…
»Como administrador de tus bienes, Darío, me sentiría indigno si permitiese que se devastaran inútilmente los territorios que me has confíado. Siempre he pensado que los hombres valen más que las estrategias. Por ello me opongo rotundamente a que se toque una sola casa de mis administrados. Y animo asimismo al resto de mis hermanos, aquí presentes, a imitarme…
»No desprecio la fuerza ni la valentía de Alejandro. Ambas cosas, como bien dice Memnón, han sido de sobra probadas. Pero con los hombres levados estamos en condiciones de frenarlo. Me he paseado por el campamento y la moral de las tropas es inmejorable. El número es nuestra gran fuerza. No puede el perro, por muy rabioso que esté, devorar al caballo. Los griegos tendrán que entender que no son suficientes para conquistarnos. No se lo pongamos tan fácil, Memnón.