Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Ocupaba un banco inmediatamente superior al que habría debido ocupar el corintio. Al igual que otros compañeros, su vista se fijaba en el musculoso toro que, atado por las patas sobre cubierta, mugía y resoplaba intuyendo que le llegaba la hora.
Tras consultarlo con Aristandro, Alejandro hincó una rodilla junto al animal, lo agarró por el cuerno izquierdo y lo degolló con un tajo seco.
Lo hizo controlando las convulsiones y procurando que la sangre que brotaba a borbotones se derramara en la copa dorada que sostenía con la mano libre bajo el corte.
—¡Que Tetis, la madre de Aquiles, nos sea favorable en nuestra empresa!
Se puso en pie y alzó la copa paseando por la embarcación esa mirada bicolor que tanto impresionaba a sus hombres. Se decía que era cosa de las brujerías de su madre, que un ojo representaba el mar y otro los verdes valles de Macedonia.
—¡Larga vida a Alejandro! —exclamó Aristandro apareciendo a su lado.
Mientras todos coreaban, el monarca hizo la libación y tiró la copa ensangrentada al mar. Algo parecido había hecho el temible Jerjes en la misma travesía sólo que en sentido contrario.
Nicias se daba cuenta de que era la primera vez desde que se había enrolado que lo tenía tan cerca. Se acordaba de haberlo frecuentado de niño por los pasillos del palacio real; sólo que muy pronto el hijo de Filipo había tomado conciencia de su rango y ya de adolescente no toleraba otra compañía que la de los vástagos de los nobles más allegados al trono, los que luego formarían su cuerpo de élite, los
hipaspistas
.
De entonces databa su amistad con Filotas, con Hárpalo, con Tolomeo, con Nearco y Hefastión: ellos eran «la camarilla», como los había bautizado Filipo. Y en verdad formaban una cuadrilla de amigos inseparables que, habiendo crecido juntos, ahora estaban dispuestos a triunfar o a morir de la misma manera; cada cual comandaba una de las trirremes que los seguían.
De todas formas a él más que su mirada lo que le impactaba era la extraordinaria confianza que impregnaba cada uno de sus gestos. Todo parecía calculado para impresionar a los hombres. Al mismo tiempo se intuía en su actitud algo profundamente artificioso. Era como un músico al que uno sintiera ligeramente desafinado sin llegar a saber por qué ni dónde fallaba una interpretación por lo demás extremadamente correcta.
Y es que para bien o para mal los dioses parecían haberle concedido a Alejandro virtudes y defectos igual de extremos. Y no obstante, nadie se habría atrevido a negar que no fuera perfectamente consciente de que el destino lo había puesto al frente del ejército mejor entrenado del mundo.
Por eso, una vez pacificadas las rebeliones en Grecia, los había congregado en una explanada para anunciarles que pensaba retomar la cruzada panhelénica proyectada antes de morir por Filipo.
Los espías del Gran Rey debieron de tomar buena nota porque nunca, desde los tiempos de Jenofonte, se había visto una tamaña expedición. Los macedonios y sus aliados sumaban veinticinco mil hombres. Los mercenarios, un número equivalente de guerreros curtidos en las peores lides. Al aparecer Alejandro sobre Bucéfalo, las huestes se extendían hasta donde abarcaba la vista, bajo el dosel del sol naciente. Su voz de mando se había repetido de falange en falange. Unos instantes después sólo se oía el paso de las tropas retumbando como truenos sobre la tierra.
—¿Ves a todos esos hombres que nos siguen? —dijo el tebano—. Míralos bien, porque la mayoría no verá terminar la campaña. Y, sin embargo, una vez puesta en marcha esta maquinaria de guerra ya no se detendrá, sino que seguirá creciendo tan incontenible como el más temible de los aludes…
La progresión hacia el Helesponto fue lenta y casi lúgubre. Avanzaban pegados a la costa, flanqueados por las verdes montañas de Tracia. Los chubascos primaverales los calaron hasta los huesos. Los hombres se iban despidiendo mentalmente de su tierra, y Nicias también lo hizo, pese al gélido desdén del desfigurado.
—No serán tus dioses sino tus piernas las que te auxiliarán de aquí en adelante.
Y por fin habían alcanzado la península del Quersoneso, el último extremo de tierra europea. Aquél fue el sitio escogido por Olimpia para despedirse. Estaban al pie de las murallas de la costera ciudad de Sesto cuando se les ordenó detenerse
—Ahora toca el numerito… —musitó Bitón.
A la mayoría de los miembros de la guardia nunca les había gustado la manera en que la épira había criado a Alejandro: a espaldas de Filipo y protegiéndolo como una leona posesiva. La reina madre alzó los ojos al cielo que los cubría y, clavando una última mirada en su hijo, le recordó que no desestimara las palabras pronunciadas por la Pitia.
—No bajes nunca la cabeza. No reniegues jamás de tus actos. Nunca olvides que tu padre, Zeus-Amón, vela sobre ti —apuntó a la alto—. Por último prométeme, hijo mío, que te acercarás a visitarlo en su santuario y que me relatarás todas aquellas revelaciones que te hará sobre tu destino.
—Y dale… —dijo por lo bajini el tebano.
Unos instantes después penetraban en la población.
Doscientas trirremes los esperaban en el puerto. La ciudad de Abidó, una pequeña guarnición helena que controlaban desde tiempos recientes, estaba ya muy visible, desde allí, en la otra costa.
Los primeros en embarcar fueron los jinetes tesalios: todos los observaron mientras subían a las diferentes naves con sus respectivos caballos. Una palpable inquietud recorría el ejército.
Por fin, tras haber impartido las últimas órdenes, Alejandro marchó con su guardia personal y lo mejor de sus macedonios hasta otro puerto en el extremo sur de la península.
Era allí donde les aguardaban las cincuenta naves con las que desde entonces hacían ese recorrido simbólico que los vientos, al contrario de lo ocurrido en tiempos de Agamenón, parecían favorecer.
Un nuevo bocinazo puso fin al descanso. Casi de inmediato decenas de remos se hundieron a uno y otro lado del casco, en el agua brillante. El mar estaba manso. «Es un buen presagio», comentó Nicias mientras se limpiaba con el dorso de la mano el sudor de la cara. El sacrificio le había dejado un mal sabor de boca y estaba ansioso por llegar.
—Habrá que ver —masculló Bitón, quien no soportaba que nadie mostrara el más mínimo optimismo—. Los persas nos estarán esperando. No nos dejarán tocar tierra…
Y sus palabras quedaron como suspendidas en el aire, cargadas con negras amenazas. A su alrededor los hombres acompasaban sus movimientos con los mugidos del oboe. Algo después el piloto anunció que aparecía, por el horizonte, el cabo Sígeo.
Aquél era el punto donde, según el bardo ciego, habría muerto el bufón Tersites. «¿No conocéis vuestros clásicos, ignorantes? —se mofó el tebano—. ¡Fue el primero de los aqueos en saltar a tierra, y el primero, también, en morir gloriosamente! ¿Quién de vosotros no está dispuesto a imitarlo?» Cuando se adentraron lo suficiente en la bahía, muchos soltaron los remos y recogieron nerviosos sus armas. Al poco sintieron que encallaba y desde el espolón Alejandro lanzó una simbólica jabalina que fue a clavarse en la playa desierta.
El arma se quedó vibrando como un aguijón de insecto.
—¡Todo el mundo a tierra!
En cuestión de momentos centenares de macedonios saltaban desde la borda de las naves encalladas. Con el peso del escudo de bronce, Nicias sintió que sus sandalias se hundían en la arena húmeda; se torció el pie y crispó el gesto. El mar le lamía los tobillos.
Bitón cayó a su lado y se apresuró a cogerle el escudo.
—No están… —murmuró.
Se había puesto al frente del grupo más avanzado de hoplitas. Sostenía en alto el escudo de bronce reluciente, como su casco y la punta de su espada, en el potente sol.
Nicias permanecía detrás de él. Su jabalina era minúscula en comparación con las
sarisas
, las largas lanzas de los falangistas; y tampoco estaba hecha de la misma madera, pues aquéllas eran de duro cerezo. En la otra mano agarraba una pequeña adarga que, cuando cargaba con el escudo de Bitón, se echaba a la espalda. Él también miraba hacia donde, más allá de las dunas, la brisa mecía con languidez los plumones de los juncos.
Bitón tenía razón: no había ningún persa a la vista.
¿Pero por qué…?
A lo largo de la playa empezaban a encallar las trirremes de Hárpalo y Nearco. Los macedonios seguían desembarcando. Los más supersticiosos murmuraban intranquilos. Los adivinos buscaban a Aristandro, quien no daba ninguna señal: él también esperaba que el enemigo apareciera en cualquier momento
.
Pero no había ningún persa a la vista.
Y tampoco lo hubo cuando, antes de que la noche borrase en la pizarra del cielo los insondables designios del día, consiguieron reunirse con el grueso del ejército, que ya bajaba siguiendo la playa, como convenido, con Parmenión y Eúmenes a la cabeza.
Parmenión ya conocía la zona de las batallas que había librado en tiempos de Filipo y se mostraba prudentemente satisfecho.
—No podíamos tener un mejor arranque…
Y a partir de ese momento avanzaron con buen ritmo al amparo de las vagas claridades malvas del crepúsculo hasta llegar a Ilión, la colonia griega construida sobre las ruinas de la legendaria Troya. Era una población minúscula que sólo destacaba por su impagable ubicación en lo alto de los acantilados. Un pariente decepcionante de su legendaria antepasada. «La imaginación de los poetas construye ciudades y palacios allá donde sólo hay villorrios y ruinas», filosofó Eúmenes.
Y allí, mientras montaban las tiendas junto a las murallas, fue donde les llegó la noticia de que el ejército enemigo los aguardaba acampado en una llanura a varias jornadas tierra adentro.
Llanura del Gránico
Primavera de 334 a. C
.
Esa noche la misma clara y estrellada bóveda que se elevaba sobre los muros de Ilión cubría también la llanura en la otra orilla del río Gránico por la que empezaban a correr las movedizas sombras que se dibujaban como los vibrantes esbozos de un niño fantasioso sobre las pieles de varios centenares de tiendas.
Aquellos eran los miles de mercenarios congregados en la región des de hacía semanas por los altos dignatarios del Asia Menor.
En medio del espectacular campamento, la tienda imperial se singularizaba tanto por su tamaño como por el número de «inmortales» apostados por los cuatro costados. Adosadas a ella quedaban las cuadras, un rebaño de bueyes silenciosos y un altar con ruedas consagrado a Ahura Mazda, la todopoderosa divinidad de los persas.
La mantenían en pie un centenar de postes de madera negra unidos por altas traviesas y afianzados con gruesas cuerdas clavadas al suelo.
Con tiras de fieltro como las que forraban sus laterales se formaban por lo alto dos semicúpulas lo suficientemente separadas entre sí como para que entremedias escapara el humo de los braseros.
En uno de los extremos quedaba la entrada y junto a ella, en lo alto de un mástil inacabable, la imagen sagrada de un sol plateado, simbólica insignia que de día refulgía como un diamante marcando el centro exacto del campamento.
Por dentro, la parte interior del fieltro estaba recubierta por lienzos blancos sobre los que los mejores artistas habían pintado representaciones de paisajes montañosos, de bosques y llanuras; las vigas estaban forradas de seda; el suelo recubierto por cuatro capas de alfombras mullidas uniformemente superpuestas.
Por doquier colgaban pieles de tigres y leones, aquí y allá una lámpara de aceite, y al igual que los cofres y las mesas se había echado a los lados para dejar un espacio circular en el centro, también el mobiliario humano accesorio —un puñado de eunucos y dos esclavas mudas de piel clara— permanecía por la periferia de la tienda, acurrucados en la penumbra y atentos al menor gesto de los invitados.
Detrás de unos colgantes de cuero, al fondo, estaba el lecho del monarca, que sería, era de imaginar, tan lujoso como lo demás, quizás también su bañera de plata y quién sabe si algún que otro cofre lleno de
dáricos
persas para pagar a los mercenarios.
No obstante, a cualquiera que le hubiera sido dado penetrar en esos momentos en el interior lo que más le hubiera impresionado habría sido la inusitada gravedad que se cernía sobre los rostros de todos aquellos mandatarios a los que el Gran Rey había reunido urgentemente.
Resultaba que el receloso monarca había prohibido tomar ninguna iniciativa antes de su llegada. Por eso, en vez de proteger la costa de un desembarco, se veían ahora obligados a improvisar una complicada estrategia que les permitiera a toro pasado devolver a sus enemigos a los brazos del mar.
Al Gran Rey lo distinguía una tiara azul, ceñida por una banda púrpura con rayas blancas. Era la insignia real; los persas la llamaban
cidaris
.
Entre sus babuchas y sobre un taburete reposaba el pie de un bastón de mando que manoseaba sin cesar; y a mano de lanza tenía al rodio Memnón, su mejor general, cuya tranquilidad a prueba de rayos contrastaba con su nerviosismo.
Los demás eran todos sátrapas y generales del Asia Menor.
—¿Pero quién es este Alejandro? —exclamaba Beso, el más joven de los dignatarios.
Provenía de la lejana Bactriana y era un desconocido para la mayoría. Su padre, el afamado Bero, había ayudado a conquistar los primeros territorios indios de los que se había apoderado el Imperio. A poco de su muerte, acaecida durante la primavera, Beso había hecho su primer viaje a la Corte de Susa. Y allí había estado, jurándole fidelidad eterna a Darío en la magnífica
apadana
, la sala de audiencias del palacio, cuando llegó la noticia de la inminente invasión.
Su mirada encendida se paseaba por los rostros de sus pares: todos sentados en una treintena de sillas en torno al gran brasero de largas patas en el centro de una alfombra gigantesca que prácticamete cubría la tienda entera.
Al igual que la mayoría de los sátrapas, vestía una de esas túnicas de anchas mangas que los persas habían heredado de los medos. Eran los mismos atuendos que tanto habían impresionado a los griegos cuando los habían visto flotando durante la batalla de Salamina como una multitud de inmensos nenúfares en torno a los cadáveres de sus enemigos.
Su mitra clara contrastaba a la luz de las antorchas con unos ojos de extraordinaria viveza y negrura donde habitaban los anhelos y deseos propios de una juventud pudiente.