Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Donde se presenta a Nicias, donde se relata cómo Alejandro se alzó con su primera victoria, y donde los manes de Filipo y Hefastión recuerdan al moribundo su pasado
.
Tras la muerte de su padre, Alejandro ha accedido al trono de Macedonia. Tiene apenas veinte años. Cuestionado por los restantes estados griegos, ha tenido que arrasar la ciudad de Tebas y plantarse a las mismísimas puertas de Atenas para que los helenos acepten su hegemonía. Consciente de que sólo la movilización contra un enemigo común garantizará tan precaria unión, se dispone a lanzar a sus huestes contra Persia, la gran adversaria de los griegos desde la noche de los tiempos.
Filipo a Aristóteles, salud. Pongo en tu conocimiento que me ha nacido un hijo. Agradezco a los dioses no tanto el habérmelo dado como el que haya visto la luz en tu tiempo. Espero que, educado por ti, será un día digno de su padre y del imperio que le está destinado
.
Carta de Filipo de Macedonia,
recogida por A
ULIO
G
ELIO
,
Noches áticas
Macedonia y mar Helesponto
Primavera de 334 a. C
.
Nicias había heredado de su padre un físico corpulento, de gruesos muslos y anchas espaldas, pero también el gusto por las cosas hermosas y complicadas y la misma honda inquietud que lo habían instado mucho antes que a él a abandonar a su mujer y a sus hijos para peregrinar a los desiertos espirituales de Egipto.
Él había visto llorar día y noche a su madre. Eran momentos en los que se sentía poseído por el mismo odio feroz que llevaba a sus hermanos a proferir las más brutales imprecaciones contra el ausente. Sin embargo, con el paso del tiempo el sentimiento se había ido aminorando, y al final sólo quedaron, aunque candentes todavía, sus ascuas.
Los años cubrieron el recuerdo con una capa de nuevas impresiones y se acostumbró a vivir sin padre. O más bien con tres de ellos, puesto que sus hermanos, ayudantes todos de las labores del médico personal de Filipo, Nicomaco, cumplían en lo que a él respectaba con un férreo tutelaje.
—¿Padre? A éste lo que le hace falta son
óbolos
2
o palos, no padres…
Y así había alcanzado la pubertad, cuando el destino quiso que falleciera Nicomaco. Cualquier otra muerte le habría sido indiferente, pues la juventud es una gruesa coraza. Pero aquella temprana desaparición de su benefactor los condenaba a depender del mucho menos generoso Aristóteles, por entonces recién vuelto a instancias de Filipo del Asia Menor, quien no tardó en hacer ver que los cuatro hijos de su prima eran una responsabilidad demasiado pesada para sus frágiles espaldas de filósofo cortesano.
Y en estas estaban cuando resucitó, de la manera más inesperada, el pasado.
Fue en una noche de invierno, una de las más frías que se recordaban en Pela.
En aquellos tiempos el puertecillo de la capital eran cuatro miserables muelles de madera carcomida, una posada y tres tiendas al final del canal que llegaba hasta la ciudad propiamente dicha. Y fue en la posada del puerto donde se vio aparecer a aquel forastero con el cabello tonsurado y una piel renegrida por el sol de tierras lejanas.
Como se supo después, había atracado con una trirreme que venía de muy lejos y nada más descender de ella se encaminó hasta la hospedería de la cual, tras haber instalado sus pocas pertenencias, salió en mitad de la noche desdeñando la compañía que le ofrecían las mujeres locales para pagar a un barquero que lo llevara hasta Pela.
—Aquí tienes —su griego no era perfecto, pero tampoco el de un extranjero—. Y tendrás el doble si me esperas. Volveré antes de la media noche.
El barquero miró las monedas: eran
utnus
egipcios. Pero el mundo estaba lleno de personajes misteriosos, consideró, y no volvió a pensar sobre ello mientras se echaba una cabezadita con un ojo puesto en las estrellas y otro en las negras aguas del canal.
Tras haber saltado a tierra, el forastero recorrió con paso firme las calles de una población que había ido creciendo a medida que lo hacía la influencia de Filipo. Se detuvo como dudando ante los edificios más recientes. Pero no le pidió orientación a nadie y por fin llegó hasta una humilde morada en uno de los barrios más cercanos a palacio, donde tras dudarlo un momento llamó a la puerta con una impaciencia propia de un extraño.
—¿Quién puede andar por ahí a estas horas?
Los hermanos se habían sentado a cenar juntos. No había sido el mejor de los días para ninguno de ellos, y el ambiente era triste.
Nicias se puso en pie. Pero Leuco indicó que no se moviera.
—Yo soy aquí el primogénito. Esperadme.
Y se dirigió hasta el umbral de la puerta ajustándose el quitón. Unos momentos después se escuchaban los rápidos golpes de nudillo que el destino daba a su puerta.
—¿Quién demonios anda por ahí a estas horas…? —preguntó Leuco con su habitual rudeza.
‘—Puedes desatrancar esa puerta’ —repuso una voz que resultaba familiar pese al acento que la recubría—. ‘Soy tu padre…’
Más tarde Nicias sólo recordaría la impresión que le había causado la presencia imponente y peregrina de aquel hombre que había entrado con una tranquilidad pasmosa y, sobre todo, las lágrimas y las voces airadas que pronunciaron su madre y sus hermanos en el modesto
andron
de la casa, una estancia con apenas tres lechos desgastados para los raros banquetes que en ella se celebraban.
Cuando Leuco salió a buscarlo ya sabía que una jarra de aceite hirviendo estaba a punto de verterse sobre su cabeza.
Leuco lo empujó dentro. Y allí, delante de su madre sollozante y de la familia nuevamente reunida, le dijo:
—Escucha, Nicias. Este extraño es tu padre y piensa llevarte consigo. Bien sabes que Aristóteles nos tiene olvidados. Él y el curandero que con el favor de Olimpia ha sustituido a Nicomaco nos apartan del palacio. Cada vez que pasamos con nuestras necesidades nos hacen sentir unos despreciables pedigüeños. Madre considera que no podrá mantenerte por sí sola, y quiere convencernos de que el futuro que te puede ofrecer en Egipto es mejor que el que te espera aquí. No digo que no sea posible, aunque yo no lo habría deseado.
»Ahora bien, ni yo ni inguno de tus hermanos le encontramos otra salida a tu situación. Tampoco podremos, en adelante, protegerte. Es algo que hemos estado discutiendo estos días. Nosotros procuraremos hacer fortuna en el ejército de Filipo. Nos enrolaremos, como hacen todos los miserables en estos tiempos, y tú partirás con este hombre que ha renegado de su familia, de su nación y de sus dioses. Que tengas suerte, hermano, porque no sé qué destino es mejor, si el tu yo a su lado, o el nuestro, encarados con el enemigo.
Al oír aquello, Nicias sintió que le temblaban las piernas. Aunque más correcto sería decir que lo que temblaba era el suelo mismo de su existencia, un seísmo provocado por la presencia de aquel extranjero impasible, el único que permanecía sentado en el lecho más cercano con una expresión casi ausente y con una absoluta indiferencia por su vida, por quien de pronto sintió la más incontrolable de las repulsiones.
—Entonces ya está todo decidido. Volveré mañana. Que durmáis bien.
La cena que siguió fue triste. Sólo rompieron el silencio los sorbos con que apuraban los cuencos de la sopa desangelada con la que procuraban engañar al hambre.
Y por la noche, los cuatro se arrebujaron bajo las pieles y se pegaron los unos contra los otros, no tanto para protegerse del frío como para sentir ese calor hogareño que en adelante habían de añorar hasta el momento de sus respectivas muertes.
A media mañana el resucitado volvió a aparecer en la puerta.
—Vete… —le dijo su madre, quien nada más escuchar los golpes de nudillo se había parado al pie de la escalera.
Nicias podía ver su silueta en la penumbra. Podía sentir el estremecimiento que le recorría el cuerpo. Pensó:
No se da la vuelta porque, si lo hace, sabe que no será capaz de dejarme partir…
Unos momentos después ya estaba acompañando a aquel singular sacerdote a través de las calles de Pela. Según avanzaban no sentía el frío, sólo las lágrimas ardientes que surcaban sus mejillas.
—Ya verás —le iba diciendo su acompañante con voz sosegada. Su mano se posaba sobre su espalda con delicadeza protectora—. Vas a conocer el país del que vienen todos nuestros dioses, el único lugar en el que siempre es primavera…
Ese mismo día ponían rumbo al luminoso Egipto donde pasaría toda su adolescencia. Y sin embargo la añoranza de los verdes valles nunca lo abandonó, y, con los años, la necesidad de volver a ver el rostro materno lo llevó a regresar a una Macedonia donde sus tres hermanos quedaban reducidos a cenizas en los diferentes campos de batalla.
Tenía entonces veinte años, y a su madre la encontró en el lecho de muerte.
Tuvo el tiempo justo de darle un beso de despedida. Después, una recomendación de Aristóteles lo permitió ingresar en el taller de un conocido escultor donde todavía pasó dos largos años amenizados por la presencia afectuosa de la hija del artista, Cateneira, una relación que seguramente habría terminado en un matrimonio que no era mal visto pese a todo por el artista, de no haber mediado una escasez de medios que la fertilidad de la concubina de Aristóteles agravó hasta que una tal dependencia de una tan miserable ayuda se le hizo insoportable a su orgullo.
Con Filipo recién asesinado, Alejandro acababa de emprender sus primeras campañas por el norte y por la propia Grecia y en Pela corría la voz de que necesitaba hombres para poner en pie una cruzada contra los persas.
Arrancaba, pues, la primavera cuando Nicias abandonó el taller de su maestro y, con un hatillo por único equipaje, se dedicó a recorrer las calles de la ciudad que lo había visto nacer en busca de los soldados que le abrieran las puertas del ejército.
Unas semanas más tarde formaba parte de las tropas que se embarcaban con rumbo a Asia en el extremo meridional de la península del Quersoneso.
Estaba a punto de celebrarse la centésimo undécima olimpiada de los griegos.
Muchos años después los pescadores que faenaban cerca de las costas de la Frigia todavía habían de recordar cómo durante aquella luminosa primavera aparecía por el horizonte una cincuentena de trirremes macedonias con las velas desplegadas.
Con el tiempo la fantasía de los narradores las convertiría en millares de alados dragones capaces de ennegrecer las olas con sus sombras y de encender la superficie del mar con su aliento de fuego. En realidad fueron doscientas cincuenta naves de las cuales dos centenares cruzaron el estrecho que separaba las ciudades de Sesto y Abidó mientras el resto partía del extremo meridional de la península del Quersoneso.
En la trirreme más adelantada de estas últimas se podía ver a una figura joven y rubia que instalada junto al espolón sobre el puente lanzaba su vista en pos de la costa asiática, más allá de una multitud de reflejos que titilaba como las escamas de un pez gigantesco sobre la superficie ondulante de las olas.
Con un rostro encendido por el entusiasmo, Alejandro exultaba al pensar en que estaba siguiendo el mismo rumbo que Agamenón y sus aqueos.
Pero su objetivo no era Troya sino uno mucho más vasto: el inconmensurable imperio de los persas…
A sus espaldas se acababa de silenciar el oboe. Tronaba la imponente voz del piloto. De pronto se recogieron las más de cien palas y la trirreme se bamboleó, frenada por el mar. Los remeros, con rostros relucientes de sudor, se removieron en sus puestos y estiraron los miembros; a alguno le había sentado mal la sopa de cebada con vino y aceite que les habían distribuido antes de hacerse a la mar y vomitaba entre las protestas de los remeros de los bancos inferiores.
—¿Y ahora qué diablos pasa?
Quien preguntaba aquello era Bitón, el más veterano de los guardias personales. En tiempos de Filipo los persas le habían cortado la nariz y las orejas. Era un hombre de exabruptos violentos y de una crueldad refinada para la tortura de los enemigos pero también de sus amigos, pues tenía un ingenio punzante y venenoso que no dejaba de sacar a relucir sobre todo con vino de por medio.
Quizás en buena medida a causa de su rostro se había convertido en el miembro más temido de la guardia. Entre las tropas se contaba que durante la noche en la que se había arrasado Tebas se lo había visto aparecer entre las llamas acuchillando alegremente a sus conciudadanos. Era tan libre como cruento, y su mala sangre la había podido comprobar el único corintio de la nave al que, tras oírlo quejarse de que los guardias personales no remaban, había arrastrado fuera del banco a golpes, dejándolo en tierra con un brazo roto y pasando desde ese momento a ocupar su sitio.
Él había estado entre los primeros soldados con que se había encontrado Nicias durante la noche en la que se había enrolado. Andaba jugando a los dados en una taberna junto con cuatro guardias palaciegos cuando se les había acercado.
—¿Has oído, tebano? Este mirón quiere enrolarse.
Uno de sus compañeros apuró su cerveza de un trago.
—¿Y qué armas tiene?
—¡Ninguna!
Los demás se rieron, y Bitón se volvió.
Nicias todavía se acordaba de la grima que le produjo. El pelo grasiento, largo y alborotado le cubría las orejas, pero la nariz cortada hasta el hueso desfiguraba totalmente un semblante que en algún momento había sido afable. Era como una segunda boca en mitad de la cara.
—¿Te gustaría tener un escudo? No te preocupes. Yo te daré uno. ¡El mío!
Tras las nuevas risas se lo llevaron al campamento y a partir del día siguiente empezó a cargar con su pesado escudo de bronce. Y desde entonces los golpes y los gritos del tebano habían conseguido que creciera en él un odio que se hacía extensible al conjunto del ejército, el actual refugio de su miseria.
Por suerte, Nicias tenía un natural resistente, y muy rápidamente la añoranza de un hogar dejó lugar a una irreprimible curiosidad por hacerse con las claves del nuevo universo.
—Van a sacrificar al toro —indicó con cierta desgana.