Read El Reino de los Zombis Online
Authors: Len Barnhart
Jim condujo la furgoneta al extremo norte del pueblo, más allá del antiguo centro de rescate de Riverton que los había albergado en un principio. Un gran número de muertos vivientes vagaba alrededor de la propiedad, rezagados que no eran del todo conscientes de su propia existencia hasta que la camioneta los alertaba de la presencia de presas vivas. Solo entonces parecían impacientes por conseguir algo. Unidos de alguna extraña manera, se dirigían sin prisa pero sin pausa tras el vehículo en movimiento.
A la furgoneta no le costó demasiado dejar atrás a aquella lenta pandilla tras cruzar el último puente y entrar en el pueblo. A Jim, Chuck y Matt ya no les impresionaba el gran número de muertos vivientes que llenaba las calles. Los cuerpos de las criaturas se habían ido deteriorando cada vez más y la carne putrefacta y descompuesta hacía que se movieran de forma grotesca. El olor a muerte y podredumbre impregnaba el aire.
Vieron más de lo mismo en todo el pueblo. Había cientos de criaturas arremolinadas en las calles, muchas más que la última vez que habían pasado por ahí. Era un misterio por qué gravitaban los monstruos del campo hacia las zonas urbanas. En el pueblo no quedaba una sola alma viva que pudiera atraerlos.
Jim los observó mientras conducía. Uno por uno se volvían hacia la camioneta e intentaban seguirla. Jim se preguntó si lo que empezaba a sospechar sería cierto, que no tardarían mucho en descubrir la prisión. En ese caso, ese sería el último viaje a una zona poblada tan cercana a la cárcel.
Había visto el mismo comportamiento en los monstruos de Winchester: la presencia de la camioneta los había atraído y se habían dispuesto a seguirla.
Jim giró por la carretera que llevaba a las oficinas de la junta escolar. Allí había tantos zombis como en cualquier otro lugar del pueblo. Uno de ellos, una mujer, empujaba un carrito de la compra con otro muerto dentro. Chuck, divertido por la imagen, se echó a reír cuando pasaron junto a las dos criaturas.
No había demasiados monstruos en el aparcamiento de los autobuses. Jim contó solo seis cuando acercó el vehículo todo lo que pudo a la parte frontal del autobús por si necesitaban empujarlo para arrancarlo.
Los tres hombres saltaron de la camioneta listos para hacer el trabajo. Jim cogió la caja de herramientas de la parte de atrás.
—Yo voy a hacerle el puente al autobús. Vosotros dos tomad posiciones y no dejéis que se acerquen esos cabrones.
Chuck se ató el machete a la cintura, se descolgó el rifle del hombro y se puso a trabajar. Una criatura, un hombre negro que parecía un muerto reciente, se acercó demasiado. Chuck levantó el arma, pero Matt hizo diana en la cabeza del monstruo antes de que su compañero pudiera apretar el gatillo.
—Buen disparo.
—Gracias —dijo Matt con una gran sonrisa que no tardó en desvanecerse cuando vio que se acercaban más criaturas por detrás de los autobuses y de la oficina. El aparcamiento empezaba a poblarse en demasía y Matt se puso un poco nervioso.
—¡Cuidado, por detrás, Chuck! —gritó Matt.
Este se giró y vio a tres de las criaturas casi al alcance de la mano. Estaban demasiado cerca para que pudiera usar el rifle así que lo dejó de inmediato y se hizo con la pistola. Cuando levantó el arma para pegarle un tiro al agresor más cercano, la criatura lo cogió por el brazo e hizo que el disparo rebotara en la calzada.
Matt intentó disparar, pero Chuck y el monstruo estaban entrelazados en un cuerpo a cuerpo, así que no podía arriesgarse. Otros dos monstruos se estaban acercando más de la cuenta. Matt sabía que Chuck no podría quitarse de encima a los tres, así que roció el aire con los sesos de las otras dos criaturas que se acercaban.
Aparecieron más monstruos de detrás del autobús justo cuando este cobraba vida con un rugido y Jim atravesaba la puerta de un salto para meterse en la refriega con los dos revólveres en las manos y las balas volando por todas partes. Los zombis empezaron a caer a su alrededor, pero Jim no podía meterle un tiro al que estaba atacando a Chuck sin alcanzar a su amigo así que echó a correr para ayudarlo cuerpo a cuerpo.
Chuck había cogido a la criatura por el cuello de la camisa e intentaba apartarla a empujones. El monstruo se abalanzó sobre su presa, el hombre perdió el equilibrio, cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza con el asfalto con un porrazo seco que lo dejó atontado por un momento. Esa era la oportunidad que necesitaba la criatura. Los dientes marrones y manchados de carne humana se cerraron sobre el dorso de la mano izquierda de Chuck.
En ese mismo momento, Jim bajó los brazos, cogió a la criatura por los pelos y tiró con fuerza. Para horror de Jim, la piel de la mano de su compañero se rasgó y expuso tendones y músculos. Apartó al monstruo de Chuck de un tirón y lo lanzó contra el pavimento. Después sacó la pistola y lo mató de un tiro.
Chuck recuperó el sentido con un grito. Jim se rasgó la camisa y vendó la herida de su compañero mientras Matt seguía disparándoles a los muertos vivientes en un vano intento de mantener la zona despejada.
—¡Dios, Jim, tenemos que irnos, tío! —exclamó Matt—. ¡Son muchos!
Jim ayudó a Chuck a levantarse y vio que los muertos vivientes empezaban a rodearlos por todas partes.
—Matt, ¿puedes conducir ese autobús?
Matt le echó un rápido vistazo al autocar en marcha delante de la camioneta.
—Sí, creo que sí.
—¿Cómo que crees que sí, tío! ¿Puedes conducirlo o no?
—¡Sí!
—¡Entonces, hazlo! Yo me llevo a Chuck en la camioneta.
Matt salió disparado hacia el autobús y cerró las puertas tras él. Varias criaturas, con los ojos muy abiertos, aporrearon las ventanillas en un intento por atravesarlas.
Jim llevó a toda prisa a Chuck a la camioneta y lo metió dentro. Sacó los revólveres una última vez para vengar el horrible destino de su amigo. Con un disparo tras otro, perforó los cráneos de un sinfín de criaturas. Al caer, los moribundos no exhalaban ningún grito de dolor. Las mismas expresiones carentes de toda emoción que lucían en sus paseos torpes y sin sentido los siguieron a la quietud de la muerte real.
Cuando se quedó sin balas en las pistolas, Jim se metió de un salto en la camioneta y se alejó a toda velocidad.
—¡Es culpa mía! —dijo Jim.
—No lo es.
—¡Sí! Debería haber…
—¡No es culpa de nadie, joder! —dijo Chuck, la voz se le quebraba de la emoción—. ¡Es una puta mierda, pero pasó y ya está!
Jim aporreó con rabia el volante. Había sido culpa suya. Deberían haber pensado un poco más antes de ponerse a intentarlo. Chuck se convertiría en un muerto viviente porque él había fracasado, no había sabido garantizar la seguridad de sus hombres, y eso lo estaba consumiendo por dentro.
Un silencio sobrecogedor invadió la enfermería mientras el doctor Brine envolvía la mano de Chuck con gasa. Este se encorvó sobre la camilla con la mano herida estirada mientras se mordía las uñas de la mano buena y miraba al suelo fijamente. Jim y Mick se habían quedado cerca. Nadie decía ni una palabra. No había nada que decir.
Chuck sabía lo que le esperaba, lo único que le apetecía era gritar, pero no iba a mostrar debilidad. No lo haría delante de los demás, y sobre todo, delante de Jim. A él no lo iban a recordar así.
El doctor Brine apretó el vendaje y Chuck se encogió de dolor. La mordedura estaba empezando a arderle como un incendio enfurecido. Casi podía sentir la infección extenderse por su brazo y penetrar en su sistema.
—¿Está muy apretado? —preguntó el doctor Brine al notar que su paciente se había estremecido.
—No —contestó Chuck sin levantar la mirada. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando su voluntad vaciló. Levantó la cabeza justo lo suficiente para ver a Jim llevarse al médico a un lado. Hablaron en voz baja, pero él sabía lo que estaban comentando. ¿Por qué intentaban siquiera mantenerlo en secreto? Él ya sabía lo que iba a pasar.
—¿Hay algo que pueda hacer usted por él? —le preguntó Jim al médico.
—He visto mucha gente mordida por esos monstruos, Jim. No se pudo hacer nada por ninguno de ellos.
—¿Está seguro?
—Se convertirá en un muerto viviente. No cabe ninguna duda. Habrá que vigilarlo cuando llegue el momento. Lo único que puedo hacer yo es aliviar el dolor.
El doctor Brine levantó una jeringuilla y apretó el émbolo hasta que salió un chorro de líquido. Chuck observó al médico limpiarle el brazo con alcohol. El doctor Brine sonrió, compasivo, cuando acercó la aguja, pero el enfermo le cogió el brazo antes de que pudiera administrarle la inyección.
—Es demasiado. Oiga, no pienso pasar por esto dopado y babeando.
El médico apartó la aguja por un momento.
—No te preocupes, hijo. Es solo lo justo para aliviar el dolor. Yo no te haría eso.
Chuck le soltó el brazo y el doctor Brine clavó la aguja en la vena morada que sobresalía. Casi de inmediato, la dosis le llegó al cerebro; echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos al irse desvaneciendo el dolor.
El doctor Brine posó con suavidad al valiente en la camilla para que descansara.
—Quédate aquí un minuto. Se te despejará la cabeza dentro de un momento.
Chuck oyó la voz del médico como si fuera un eco dentro de su mente. Por un momento se conformó con quedarse allí echado y disfrutar de la sensación cálida y aterciopelada que lo envolvió.
Mick y Jim salieron al patio de la cárcel por las puertas principales. El aire frío les arañó la cara y comenzó a caer una ligera nevada. El invierno al fin había tendido su mano helada sobre el estado.
Jim se ciñó mejor la cazadora, pero no se la abrochó mientras caminaban hacia la valla del norte. Era una de las rondas diarias de Mick. Cada día recorría el perímetro de la valla para comprobar cada centímetro cuadrado en busca de posibles puntos débiles.
Mick se detuvo y se quedó mirando el gran campo que se extendía ante ellos. A lo lejos contaron diez criaturas que se iban acercando con movimientos perezosos. Estaban bastante dispersos y muy alejados, pero no cabía duda de que eran muertos vivientes.
Mick se volvió hacia la torre de guardia que cubría esa dirección. En la plataforma no había nadie que hubiera podido avisarlos con tiempo. Era el turno de vigilancia de Chuck.
—Vienen hacia aquí —dijo Jim en voz baja.
Mick se concentró otra vez en el grupo que avanzaba con pesadez.
—Pues sí. Quince, quizá veinte minutos.
Jim sacó el revólver y comprobó la recámara.
—Iré a ocuparme de ellos.
—Llévate esto. —Mick le tendió su arma, que llevaba el silenciador puesto—. ¿Necesitas ayuda?
—No, puedo arreglármelas solo —respondió con tono sombrío mientras cogía el arma—. No son tantos.
Mick observó a Jim atravesar la puerta de la valla y cruzar el campo con cierta dificultad; se movía sin vacilar hacia la pequeña multitud con el arma al costado.
Se detuvo justo delante de ellos y esperó. Ya podía ver sus rasgos, grotescos y retorcidos, con toda claridad. En cabeza iba una mujer con traje de chaqueta. Rasgado y hecho pedazos, el conjunto le colgaba en tiras del torso destripado. Tenía los ojos vacíos y sin expresión.
Jim levantó el arma, disparó y la mujer cayó al suelo bocabajo. El odio que sentía por esos monstruos iba creciendo a medida que iba terminando con sus miserables existencias con disparos fatales en la cabeza y los cerebros arrojaban una bruma roja de sangre y materia gris.
Habían caído nueve y solo quedaba uno. Al contrario que el resto, la criatura se volvió para caminar en otra dirección. Jim lo siguió y echó a correr para ponerse delante de él. Una vez más, el monstruo intentó huir. Al parecer, ese había aprendido y estaba intentando escapar a su destino. En cierto modo, valoraba su propia existencia.
Jim se dio cuenta y lo rodeó hasta que se quedó de nuevo delante de él. La criatura se detuvo y se quedó mirando a Jim, pero no intentó atacarlo. Había signos inconfundibles de miedo en su rostro gris y pálido.
La compasión invadió por un momento el pecho de Jim, si no por la criatura, al menos sí entonces por lo que quedara del hombre que había sido. No obstante, sabía lo que tenía que hacer.
—Es por tu propio bien —le dijo Jim—. Por quien fuiste una vez.
El rostro de la criatura se relajó y la expresión de miedo se suavizó. Jim disparó y la criatura cayó, muerta al fin.
Jim le echó un vistazo a la zona, por fin estaba despejada así que se dio la vuelta para regresar. Cuando pasó junto a los otros que había tirados en el suelo le llamó la atención uno con uniforme de policía.
Usó el pie para darle la vuelta. Las placas de la pechera de la chaqueta azul indicaban que aquel hombre había pertenecido a la policía urbana de Winchester.
Aquel grupo procedía de Winchester, a veintiún kilómetros de distancia. Debía de haberlos atraído la camioneta durante su última visita. Los peores miedos de Jim se habían convertido en algo más que una espantosa hipótesis. No había forma de saber cuántos los seguirían o a qué distancia estaban. Cierto, no sabrían su ubicación exacta, pero sus pensamientos fragmentados con toda probabilidad los mantendrían en la carretera. En Winchester no había nada que los retuviera y probablemente habían seguido a la camioneta. Y tampoco habría nada por el camino que los desviara de su propósito. ¡Los monstruos estaban en camino!
Jim regresó a la carrera al patio de la cárcel, donde lo esperaba Mick. En su mente se multiplicaban las posibilidades y ninguna era agradable.
El joven se acercó a recibirlo cuando entró por la puerta de la valla.
Jim se detuvo delante de él.
—Nuestro futuro se va haciendo más incierto con cada minuto que pasa.
Al reverendo Peterson no le cabía ninguna duda sobre lo que había que hacer. Si iba a ser un líder, un dios, como era intención de su Padre en el cielo, no podía haber oposición alguna. Y eso era lo que eran las personas que vivían en la prisión: gente que se interpondría en su camino. Solo permitiría que vivieran los varones de escasa voluntad y las mujeres. No cabía duda de que esos lo seguirían, pero los hombres, los que estaban al mando, tendrían que morir.
Y si él desaparecía en el proceso, que así fuera. No sería la primera vez que su Padre lo utilizaba de aquel modo. Mejor estar muerto. Pero eso no iba a ocurrir. No con su Padre de su lado. Ese era su propósito.