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Authors: Len Barnhart

El Reino de los Zombis (32 page)

Sharon atravesó las pesadas puertas de acero que llevaban al césped del exterior. Esa vez no había ningún Gilbert Brownlow con el que tratar. Habían cargado su cadáver en el volquete con todos los demás, perdido y olvidado para siempre. Ninguna lápida dignificaría su vida con unas palabras amables. No lloraría por él ningún círculo de amigos. Tenía el destino que le correspondía, se había convertido en fertilizante para el suelo y alimento para los carroñeros.

Y ella ya podía continuar con sus investigaciones. Todavía cabía la posibilidad de que jamás consiguiera averiguar lo que había ocurrido, pero era lo único que le quedaba por hacer. Al menos tenía un nuevo punto de partida.

Al contrario que la criatura atada a su mesa de reconocimiento, los cuerpos que habían revivido dentro del complejo nunca habían llegado a ver la luz del día tras su resurrección. Su actividad había cesado por completo poco después y la descomposición natural del organismo había comenzado a cobrarse su precio. Si había alguna relación con todo aquello, la encontraría.

En cualquier caso, al fin estaban a salvo de la horrenda experiencia que se había apoderado del mundo. Era algo por lo que alegrarse. Al menos, de momento, estaban a salvo.

Matt detuvo el volquete naranja, con una pegatina del gobierno, en la puerta situada junto al mirador. Se acercó a pie al borde del acantilado para ver el paisaje del valle que se ofrecía a sus pies. Griz salió también y vació la vejiga cerca de un poste de teléfonos.

Había varios pueblos pequeños esparcidos por todo el valle. Desde aquella atalaya esas pequeñas poblaciones eran como Liliput, y Matt se sintió como un gigante que podría aplastarlos a todos sin apenas esfuerzo. Estiró la mano y la colocó de tal modo que un pueblo entero le cupo entre el pulgar y el índice, y después los juntó. Cuando se miraban las cosas desde tan arriba, todo parecía insignificante, trivial. Supuso que si uno se alejaba lo suficiente del mundo, la raza humana entera daría la misma sensación. En realidad no era para tanto, tampoco se perdía nada si desaparecía.

Cerca del borde habían colocado una placa que identificaba el paisaje.

Chester’s Point

Vista del paisaje del valle Shenandoah

El condado de Dios

Matt les dio la espalda a aquellas magníficas vistas y fue a la parte de atrás del volquete. Quitó los pernos que sujetaban los tablones. Le pareció que era una lástima ultrajar la belleza de ese lugar con aquella detestable carga, pero, ¿a quién le iba a importar ya? Una vez hecho, no pensaba volver allí.

—Venga, Griz. Vamos a sacar la basura y nos vamos a casa.

Capítulo 69

Habían pasado más de dos meses desde que el desestructurado grupo reclamara las instalaciones de las montañas y las convirtiera en su nuevo cobijo. La mayor parte se había instalado sin demasiado problemas en alojamientos de mayor calidad que los de la cárcel. A otros, la transición les costó un poco más. Algunos se desesperaban tras la pérdida de sus seres queridos durante la huida de la prisión.

La lluvia de abril convirtió el pálido paisaje en una visión de un color verde brillante y contribuyó a animar a todo el mundo un poco más. Quedaba patente la ausencia del horror que los había obligado a huir a su nuevo escondite. No habían visto ni uno solo de aquellos espeluznantes monstruos.

Nadie creía que el fenómeno hubiera llegado a su fin o que fuera seguro aventurarse fuera de su entorno. Les parecía, sencillamente, que las criaturas todavía no habían encontrado el camino para llegar a ellos. Nadie estaba por la labor de investigar, temiendo atraerlos a su refugio.

Felicia comenzó a levantarse tras dos semanas de reposo en la cama. Mick y ella empezaron a compartir aposentos y adoptaron de modo informal a Izzy, que seguía siendo incapaz de pronunciar una sola palabra. Aunque eso no le impedía expresarse con preciosos dibujos que cubrían las paredes de su apartamento subterráneo de tres habitaciones.

Jim encontró en la sala de guerra un lugar de lo más interesante gracias a su equipo de comunicación de alta tecnología y los sistemas de monitores de televisión. Le costó un poco, pero consiguió hacer funcionar unos cuantos de los sistemas vía satélite. Un panel de comunicaciones en concreto era capaz de examinar miles de bandas de radio a la vez.

Cada día, él y unos cuantos más escuchaban el ruido que zumbaba de forma continua por los altavoces con la esperanza de recibir una señal de otros supervivientes, anhelando comprobar que no estaban solos en el mundo. Hacían turnos para escuchar y esperaban.

No había preocupación por la seguridad en aquella fortaleza subterránea. Unas pesadas puertas de acero protegían cada acceso a los pasajes subterráneos que llevaban a los siete niveles diferentes del complejo. Poco después de su llegada, Jim se había ocupado de que se reforzaran todos los conductos del aire y que los equiparan con cámaras de vídeo. No había ni un solo centímetro de terreno que no pudiera vigilarse en todo momento. Además, tenían provisiones suficientes para vivir años enteros.

Las luces de los paneles parpadeaban a medida que las retransmisiones de vídeo rebotaban de un satélite a otro. Jim hizo crujir los nudillos, se frotó los ojos cansados y miró el reloj de la pared por quinta vez en cinco minutos. Había pasado otro turno sin que nadie diera señales de vida por ninguna parte.

Estaba agotado, demasiado como para que el silencio le importara mucho. Mañana será otro día, pensó. Quizá entonces recibieran algún mensaje. Una mirada más al reloj. Era la una y media de la madrugada. Reunió sus notas y esquemas y los metió en un gastado sobre color manila. Salió de la sala de guerra y cerró la puerta tras él.

Los números del reloj de la sala de guerra cambiaron de 1.39 a 1.40. Los receptores de radio seguían encendidos y la electricidad estática resonó en la habitación vacía.

—Aquí la isla Tangier, en la costa de Virginia. ¿Me recibe alguien? Al habla la isla Tangier, en la costa de Virginia. ¿Me recibe alguien? Si me puede oír alguien, por favor, conteste.

EPÍLOGO

El mal terminó y la humanidad pudo por fin salir de su escondite para ocupar su lugar en el mundo de los vivos. A veces me sorprendo pensando en ello y me pregunto por qué. Por qué, en toda su sabiduría, Dios no encontró otro modo de librar al mundo de su carga más pestilente, de la infección de la corrupción y el desgobierno. ¿Le pareció que era lo más apropiado y santo? ¿Somos tan diferentes en mente y espíritu que no podemos ver lo rectas y justificadas que fueron sus acciones? ¿Quién puede decir que el mundo no va a caer en ese mismo estado y, si lo hace, que no recaerá sobre él una calamidad parecida?

Según la Biblia, hace tres mil quinientos años un gran diluvio universal asoló a los pueblos que habían pecado y los arrastró a sus tumbas de agua. De todo ese mundo poblado, solo sobrevivieron siete personas. Piensen en ello: ¡Siete! Dejando a un lado a esos siete, ¿todos los demás eran corruptos?

Al menos esta vez nos fue bastante mejor. En todos los rincones de la tierra se hallaron pequeños grupos de supervivientes. Muchos más de los que habíamos esperado encontrar. Todos habitan las mismas regiones donde vivían antes de la plaga, pero siguen surgiendo nuevas naciones.

¿Cómo será este Nuevo Mundo? ¿Aprenderemos al fin a vivir juntos y en paz? ¿O caeremos presa de los mismos deseos que causaron nuestra perdición en el pasado?

Algunos prefieren creer que Dios no tuvo nada que ver con todo esto. Algunos prefieren creer que fueron nuestros propios y egoístas actos los que nos destruyeron. Yo, personalmente, no sé muy bien qué creer, pero estoy impaciente por ver si se revela alguna respuesta.

Terminó como empezó, brusca y misteriosamente, sin advertencia previa ni razón. Algunos todavía intentan encontrar una respuesta. Yo me conformo con olvidar y vivir mi vida con amor y respeto, con compasión y cariño, como me enseñaron las personas que me criaron. No eran mis verdaderos padres, pero me acogieron, me convirtieron en su hija, y me quisieron como si lo fuera.

Mi nueva madre no sabía cómo me llamaba y yo no estaba en condiciones de decírselo. Me llamó Isabelle, como su abuela. Después de mucho pensarlo, sigo sin recordar el nombre que me pusieron al nacer. Pero tampoco importa. En la práctica soy Isabelle y siempre lo seré.

Quizá haya esperanza, después de todo. Ahora hay algo diferente que soy incapaz de concretar. Las personas han cambiado, lo veo en sus ojos. No es algo que sea evidente a primera vista. La mayor parte seguramente ni se habrá dado cuenta, pero yo sí lo he visto. Está ahí.

Espero que todo lo que sufrimos no vuelva a ocurrir jamás. Hasta entonces, voy a vivir. Mi jardín necesita cuidados y hace un día precioso.

¡Dios, es maravilloso estar viva!

FIN

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