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Authors: Len Barnhart

El Reino de los Zombis (31 page)

—Eso son chorradas, Jim. Sabes tan bien como yo que si no podemos quedarnos aquí, estamos todos acabados. Voy contigo.

Mick tenía razón. No había ningún otro sitio, así de simple. Si no conseguían limpiar este, se quedarían sin alternativas.

—De acuerdo. Nos llevaremos a Matt con nosotros —dijo Jim—. Todos los demás se quedan en los autobuses hasta que hayamos terminado. Vamos paso a paso. Lo despejamos todo, habitación por habitación. Si morimos, tres más tendrán que ocupar nuestro lugar y terminar el trabajo. Si nos quedamos sin munición, supongo que será mejor que empecemos a buscar esas rocas de las que hablabas.

Pasaron casi dos horas antes de que los tres hombres regresaran a los autobuses después de comprobar todos los edificios de la superficie. Estaban más animados, no habían tenido que disparar ni una sola vez.

En cuanto llegó al autobús, Mick se precipitó pasillo abajo entre la multitud para ver a Felicia, echada en la parte de atrás. El doctor Brine todavía la vigilaba. El profundo ceño en el rostro del médico desanimó al momento a Mick.

Felicia estaba echada en el suelo, ante la salida de emergencia, cubierta por una manta gris de la prisión, que era lo único que la protegía del frío a pesar de que apenas superaban los cero grados de temperatura. Izzy dormía en el asiento que había delante de Felicia.

—¿Cómo está, doctor?

—He hecho todo lo que he podido, Mick. Ahora todo está en manos de Dios.

Mick miró a Felicia. El efecto de la medicación todavía no había pasado, pero no tardaría en hacerlo. Con un poco de suerte, las manos en las que confiaba el buen doctor no eran las de aquel Dios vengativo que había desencadenado ese infierno en la Tierra.

Capítulo 65

Después de muchos ruegos, Sharon pudo salir del autobús, y contempló aquel complejo que le resultaba tan familiar. En su opinión, estaban yendo de mal en peor. ¿Es que no había algún sitio mejor al que ir?

Una ligera sonrisa adornó de repente su atractivo rostro cuando cayó en la cuenta que todo su equipo estaba allí. Todo lo que necesitaba para continuar su trabajo estaba en aquel agujero en el suelo olvidado de la mano de Dios. Quizá no fuera tan mala idea, después de todo.

—Yo me arrastré por los conductos de ventilación —le dijo a Mick al tiempo que señalaba el otro extremo del complejo—. Te lo enseñaré, si estás listo.

Mick se metió la munición en el bolsillo. No era mucho, pero era lo único que podía llevarse, tenía que dejar algo a Jim y Matt para proteger a los otros. Hacía casi veinticuatro horas que Jim no dormía, así que era demasiado peligroso que se aventurara con ella tan necesitado de descanso. Mick comprobaría la situación de las instalaciones con Sharon y después regresaría para organizar las cosas.

La doctora encabezó la marcha y Mick se mantuvo alerta por si quedaba algún monstruo rezagado que pudiera haber subido a la superficie desde el registro que habían hecho los tres hombres. Se había tranquilizado un poco, pero también estaba algo mareado. Estaba cansado de luchar, cansado de ser el responsable del bienestar de todos. Si quería conservar la cordura, algo tenía que cambiar, y necesariamente sería a mejor.

Sharon lo llevó por un terraplén hasta la parte trasera de uno de los edificios de oficinas. El oscuro conducto de ventilación se encontraba en un lado del montículo, junto a unos arbustos de hojas perennes. Mick sacó una linterna que había cogido del autobús. Si hubieran estado mejor preparados para la huida, habrían podido llevarse más suministros y provisiones, pero tenía que dar las gracias por lo poco que tenían.

Iluminó el conducto y vio que bajaba mucho antes de nivelarse. Una escalera de metal colgaba de un lado.

—De acuerdo, Sharon, ya sigo yo desde aquí. Solo tenemos una linterna. No tiene sentido que tú también te metas en un apuro.

—Todo irá bien, tranquilo. Mira. —La mujer señaló varias torres altas con paneles cubiertos de cristal en la cima—. Energía solar. Las luces de emergencia están encendidas. Además, jamás encontrarías el camino sin mí.

Sharon vio una mirada de desaprobación que cruzaba la cara de Mick. Antes de que pudiera discutir, la doctora continuó:

—No te preocupes, no pienso salir del conducto de ventilación y tú tampoco. Esta es una misión de exploración, ¿recuerdas?

Mick asintió y ambos se internaron. No había luces de emergencia en el pasadizo, solo un leve resplandor que se filtraba por las rejillas de ventilación. Con las pilas ya casi gastadas, la linterna apenas iluminaba el conducto lo suficiente como para ver.

La primera rejilla de ventilación estaba a unos quince metros. El peso combinado de los dos sobre el suelo de metal del conducto provocaba pequeños estallidos que resonaban por todo la pasarela a medida que avanzaban por ella agachados. Cada vez que se oía el ruido, los dos paraban y escuchaban sin saber muy bien si lo habían hecho ellos o había algo más adelante. Un giro en el conducto, cerca de la primera rejilla, evitaba que vieran todo lo que hubieran querido.

La luz de la linterna se atenuó un poco más, lo que convertía su empresa en más aterradora a cada segundo que pasaba. Cada paso provocaba otro estallido bajo sus pies. Sharon se giró para mirar en la dirección de la que venían. Creía haber oído un gemido, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Se le agarrotó el cuerpo de puro miedo y clavó las uñas en el costado de Mick, lo que provocó que su compañero se estremeciera y se diera la vuelta de repente.

Mick, en un acto reflejo, iluminó el espacio en esa dirección. El pasillo estaba vacío y la luz de la linterna se mitigó otra vez. Mick dio varios golpes con la linterna contra la palma de la mano hasta que la luz se avivó un poco.

—¿Qué pasa? —preguntó Mick.

Sharon se quedó mirando por el conducto.

—Nada —mintió—. Es que tropecé.

—Bueno, ten cuidado. Me estás poniendo nervioso.

Cuando llegaron a la primera rejilla, el hedor inconfundible de la podredumbre ofendió sus sentidos. Sharon se llevó la mano a la nariz y la boca mientras Mick miraba por la rejilla y veía un gran pasillo.

—¿Puedes decirme dónde estamos con solo mirar ese pasillo?

—Sí. Es el pasillo que lleva desde la sala de guerra a la calle principal.

—¿Calle?

—Todavía no has visto nada, Mick. Este sitio es enorme. Si seguimos este conducto otros treinta metros o así, lleva a una rejilla que da a mi laboratorio.

—No quiero salir en el laboratorio. Quiero ver qué está pasando ahí abajo. ¿Hay algún otro conducto de ventilación que me permita ver esa calle de la que hablas?

—Sí. Doblando la esquina, a unos quince metros.

La linterna se fundió y quedaron sumidos en una oscuridad casi absoluta. Mick la se la metió en el bolsillo. Doblaron la esquina y vieron la luz de la siguiente rejilla. Apenas un par de metros más y Mick podría echarle un buen vistazo a lo que se interponía en su camino.

Era como un túnel del tiempo. Los minutos se alargaban como horas. Al fin llegaron al pasillo que había encima de la calle principal de la ciudad subterránea. Mick apretó la cara contra la rejilla. Movió los labios, pero no se oyó nada.

Sharon se acercó más. Por encima del hombro de su compañero vio la calle que tenían debajo.

—¡Están muertos! —susurró—. ¡Están todos muertos!

Capítulo 66

Debajo de ellos el suelo estaba cubierto de cuerpos inmóviles. Y lo que resultaba incluso más confuso era que parecía que los cuerpos ya casi descompuestos llevaban cierto tiempo en ese estado.

Mick volvió la cara para evitar la rejilla y aquel olor rancio.

—¿Estás segura de que eran todos zombis?

—Del todo, Mick. Los vi con mis propios ojos, de la forma más íntima y personal. No lo entiendo.

—Si están todos muertos —sonrió Mick—, quizá podríamos bajar ahí. —Un rayo de esperanza brilló en sus ojos—. Quizá no tengamos que volver a luchar contra ellos.

Mick tenía la sensación de que le habían quitado un gran peso de encima. No sabía si podría seguir soportándolo mucho más, ni cuánto tiempo más podría seguir enfrentándose a la situación. Le daba igual cómo habían muerto o por qué. Estaban muertos y a él con eso le bastaba.

En solo unos minutos llegaron a la rejilla que llevaba al laboratorio. Al llegar a la abertura, se enfrentaron a un nuevo enigma: la criatura que Sharon había estudiado meses antes seguía atada a la mesa. Y todavía estaba viva.

Se metieron por el agujero y bajaron al suelo.

Sharon miró a la criatura que se retorcía en la mesa.

—No lo entiendo. ¿Por qué han muerto todos los demás y esto continúa vivo?

El zombi seguía luchando contra las correas, gruñendo como un perro. Chasqueaba los dientes podridos y pretendía morderlos; Sharon dio un paso atrás.

—Desde luego, estaba de mucho mejor humor cuando me fui.

Mick miró al zombi.

—Supongo que debe de tener bastante hambre.

—El hambre no tiene nada que ver. Ya no me conoce. Solo está haciendo lo que tiene que hacer, por instinto.

Mick se cubrió la nariz con un lado de la cazadora abierta.

—Aquí dentro apesta a mierda pura.

Sharon cogió dos mascarillas de una caja que había en la mesa y le dio una a Mick.

—Póntela. Ayudará a filtrar parte del hedor. Si vamos a salir ahí, será mejor llevarlas puestas.

Mick escuchó un momento por si se oía algún movimiento al otro lado de la pared. Cuando se convenció de que no había oído nada, descorrió el último cerrojo que bloqueaba la puerta y la abrió un poco.

Para alivio suyo, las criaturas que había afuera estaban muertas. Tenían un aspecto incluso normal, allí tiradas en el suelo, tan natural como el de cualquier persona muerta después de cinco meses en una tumba.

Mick contó once en el pasillo que llevaba a la calle. Arrugó la nariz cuando el olor pútrido le traspasó la mascarilla. Se giró de nuevo hacia la criatura de la mesa, sacó el arma y le apuntó a la cabeza.

Sharon lo cogió por el brazo.

—No. Lo necesito para investigar.

Mick dejó de apuntar y miró a la criatura. Todavía había que responder a la gran pregunta: ¿por qué seguía vivo?

Registraron todo el complejo. Todos los zombis salvo el del laboratorio habían dejado de estar activos. En total, contaron ciento veintiséis cuerpos putrefactos, incluyendo los tres con los que Mick había estado a punto de tropezar al entrar en la central eléctrica.

Mick examinó el panel de control. Se podía recuperar la electricidad desde allí mismo, pensó. Aquel sitio era impresionante. La presa que había en un extremo del lago suministraba la energía. Cuando el agua caía por un acantilado de veinte metros, hacía girar las turbinas que impulsaban los generadores. Había saltado el disyuntor haciendo que se apagara todo.

Mick levantó la palanca y los motores cobraron vida con un rugido. Segundos más tarde se encendieron las luces y se notó una ligera brisa cuando el aire empezó a circular. Mick esbozó una pequeña sonrisa y echó la cabeza hacia atrás, aliviado.

Un rápido vistazo por ahí y habría llegado el momento de meter a todo el mundo en las instalaciones, sobre todo a Felicia.

Capítulo 67

Mick apoyó la cabeza en la cama, junto a Felicia. La joven ya respiraba mejor, pero no había despertado desde que habían salido de la prisión.

Jim reunió a un pequeño grupo de hombres sanos para que lo ayudaran con la tarea de deshacerse de los cadáveres que había sembrados por todo el complejo antes de que los supervivientes se instalaran en él.

El corte de electricidad había hecho que se estropeara la comida que quedaba en los congeladores, pero había productos secos y enlatados de sobra, todos ellos aptos para el consumo. También disponían de agua potable y alojamientos independientes, salas de juegos y un hospital pequeño pero totalmente equipado. En comparación con la cárcel, aquello era el Hilton.

Una vez más, su destino había quedado en sus propias manos.

Mick se adormiló un momento y no vio la mano de Felicia, que se movió bajo las mantas. Después se despertó con una sacudida. ¿Cuánto tiempo había pasado dormido? Miró a Felicia, cuya cara seguía careciendo de expresión y que aún tenía los ojos cerrados. ¿Respiraba? Se le hizo un nudo en la garganta.

—Por favor, Dios, ella no.

La joven se movió otra vez. Mick observó la manta. No se elevaba y caía como lo haría en el caso de una persona que respiraba.

Mick se levantó. El corazón se le había disparado en el pecho y se le había nublado la mente.

Entonces Felicia abrió los ojos con un parpadeo.

Mick exhaló el aire que había estado conteniendo con una descarga de alivio y alegría. Los ojos de Felicia no se habían abierto con la mirada vacía de los muertos vivientes. Los suyos eran unos ojos llenos de alma y vida.

Ella esbozó una sonrisa débil y estiró una mano delgada. Mick la cogió con ternura entre las suyas y la besó.

—¡Gracias, Dios mío! —La voz de Mick se quebró de la emoción—. He rezado tanto para que te pusieras bien, Felicia, para que volvieras a mí. —El hombre se secó una lágrima—. No podría haber seguido sin ti.

Felicia se movió y se estremeció al sentir el dolor del pecho.

—¿Dónde estamos?

—Estamos a salvo.

—¿Dónde está Izzy? —Felicia intentó incorporarse.

—También está a salvo. Está ahí, en la habitación de al lado. Todo va a ir bien. Necesitas descansar.

Felicia apoyó otra vez la cabeza en la almohada.

—Tengo hambre.

Capítulo 68

En el búnker subterráneo no había más cadáveres y el aire empezaba a oler mejor.

Jim estaba junto a Amanda, observando el volquete que doblaba la esquina y desaparecía, repleto de muertos.

Amanda apoyó la cabeza en el hombro de Jim. Era la primera vez que recordaba oír cantar a los pájaros desde que había salido de su casa aquel aciago día de tantos meses atrás. Tenía la sensación de que había sido en otra vida, una que había vivido otra persona, no ella. Se sentía como si estuviera observando su existencia desde fuera, como si no tuviera ninguna conexión con ella.

Jim deslizó un brazo por la cintura de Amanda e inhaló una temprana y dulce bocanada de aire primaveral; menos mal que habían dirigido sus pasos a ese lugar, a ese refugio, ese puerto seguro.

Se preguntó si había sido la mano de Dios la que había orquestado su salvación. Era posible, pero si ese era el caso, entonces la calamidad que había sufrido la humanidad bien podría haber sido el Armagedón. Jim no era un hombre demasiado religioso, prefería pensar que los propios defectos y carencias del hombre habían provocado su aniquilación.

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